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ESCENA V

La calle ya bulle de actividad y entra, empezando la quinta escena, Brundibár. Él, con una cierta arrogancia, presume de bastarse a sí mismo para ser toda una orquesta y pide, sin reparo alguno, dinero, que quiere solo para él, pues ¡aquí manda Brundibár! El gato, el perro, Anita y Pepito deciden que ha llegado el momento de la revancha. El gorrión ha ido a avisar a los niños a la escuela. Estos salen cuando suena el timbre y se unen a los demás. Todos se confabulan para atacar por sorpresa al organillero, que no se ha dado cuenta de que han reaparecido en escena.

Los niños de la escuela llegan corriendo a la plaza. A una señal de Anita, los niños comienzan a cantar frente a un cántaro de leche vacío. Anita y Pepito los dirigen. Brundibár los mira, atónito.

ANITA Y PEPITO—. Gimoteos, lloriqueos, trinos, aullidos y gorjeos.

¡Interrumpid su toque aburrido! No tenemos miedo de ese viejo bicho, la ayuda de los niños está de camino.

ANITA, PEPITO Y COROS—. Los hijos del conserje, Juan y Guido, la hija del tendero, Lorelei, y los niños de todas las casas cercanas, la más hermosa de las nanas desean cantar:

ESCENA VI

ANITA, PEPITO Y CORO—. La madre mece la cuna, musitando una nana, y se pregunta qué será de ellos cuando los días hayan pasado. Cada pájaro debe un día desplegar sus alas, dejar el nido, volará, Dios sabe dónde, para perseguir su sueño.

Crecen los árboles, pasan las semanas, las nubes se mueven en el cielo, día a día, alejándose. Querida mamá, deberías ver cómo crecemos fuertes y honestos. Pensando en un pasado que tal vez ya no te preocupe, en cómo solías bañarnos desnudos en la tina, descalza, y nos dabas nombres cariñosos: gatito, osito. Crecen los árboles, pasan las semanas, las nubes se mueven en el cielo, día a día, alejándose. (Brundibár trata en vano de ahogar con la música de su organillo el canto de los niños. El público, incluidos el policía, el lechero, el panadero y la heladera, se aleja de él y deposita montones de monedas en la gorra de Pepito…). La madre mece la cuna que el tiempo ha dejado vacía, fría, y se pregunta qué será de ellos cuando ella sea débil y vieja. (La gente se dispersa, profundamente emocionada. Pepito muestra el contenido de la gorra a Anita).

PEPITO—. ¡Mira aquí, Anita, lo que tenemos! ¡Todo este dinero! ¡Muchas gracias!

ANITA—. ¡Esperad un poco más! ¡Leche en la tienda debemos comprar!

(El malvado organillero, ignorado por todos durante un momento, se acerca a Pepito y, en un descuido, le roba la gorra con el dinero).

PEPITO—. ¡Deprisa, niños, coged al ladrón!

(Comienza la persecución de Brundibár con la música, los gritos de los niños y la algarabía de los animales).

Arbeit macht frei

Theresienstadt (Terezín), noviembre de 1941

En el mismo momento en que se estaba estrenando Brundibár, a más de sesenta kilómetros al norte de Praga, un grupo de hombres judíos que los alemanes habían bautizado con el nombre de Aufbaukommando (comando de construcción) se estaba encargando de transformar una antigua fortaleza, donde vivían unas siete mil personas, en un campo de concentración que debía albergar una cantidad de gente diez veces mayor.

Theresienstadt, la ciudad de Teresa, fue llamada así en honor a la emperatriz María Teresa, madre de José II, emperador austrohúngaro que en 1780 mandó construir una fortaleza que debía proteger a la ciudad de Praga de los ataques desde el norte. La fortaleza tenía forma de estrella y albergaba una pequeña ciudad en su interior. En realidad, estaba formado por dos estructuras: la Fortaleza Grande, con las casas en su interior y rodeada de muros; y la Fortaleza Pequeña, con las barracas militares. Las dos estaban separadas por el río Ohre, un afluente del Elba. Después de 1882 Terezín (su nombre en checo) dejó de ser utilizada como fortaleza y, durante décadas, permaneció como un pueblo habitado dentro de las murallas que lo aislaban extrañamente de la campiña circundante. La Pequeña Fortaleza fue usada como prisión para criminales peligrosos. Con la llegada de los nazis, que habían decidido convertir la ciudad en el gueto de Praga, la vida de ese apacible lugar y de sus habitantes iba a dar un vuelco importante.

Los primeros obreros judíos que fueron enviados a finales de 1941 se enfrentaban a una tarea ingente. Había que solucionar la falta de alojamientos; la canalización de agua y su potabilización creando más pozos y tuberías; la ampliación de baños y letrinas; y, además, la electricidad era insuficiente. Fueron ingenieros judíos quienes planificaron los trabajos bajo la supervisión de las SS. La población del lugar y los alemanes vivían en las casas de la fortaleza grande, mientras que los judíos lo hacían en los barracones de la pequeña. La separación era muy estricta. Aunque los residentes se limitaban a mirar, en algunos casos intentaban ayudarles, pero eso no hacía más que limitar las posibilidades de movimiento de los propios judíos. Al final, los civiles serían evacuados y el gueto, controlado solo por los alemanes, sería una realidad. A finales de año llegó el primer transporte de judíos checos, mayormente provenientes de Praga. En el año siguiente, arribaron muchos desde Alemania y Austria, pero también desde los Países Bajos y Dinamarca, ocupados desde el inicio de la guerra. Era un lugar con una triple función: primero, era el gueto que Praga no tendría, era el gueto de los judíos checoslovacos. Segundo, fue concebido como el lugar de asentamiento de los ancianos judíos y los notables de todo tipo, desde músicos, artistas y escritores hasta científicos, filósofos y líderes políticos, con el fin de engañar a sus comunidades sobre la solución final y también con la idea de acallar las posibles críticas extranjeras a la desaparición de judíos prominentes. Tercero, era un lugar de tránsito hacia los campos de exterminio. Ese era, disfrazado con subterfugios y engaños, el verdadero propósito del lugar, esa era su verdadera naturaleza.

En el primer transporte iba Rafael Schächter, el primer director de Brundibár, que consiguió introducir un piano en la planta baja del barracón de hombres. Con él iba Jakob Edelstein con su familia. Había sido designado el primer Judenältester (Judío Mayor), el responsable del Consejo Judío de los Mayores, el organismo encargado de la organización y funcionamiento del gueto. Edelstein era un judío prominente que había estado a cargo, hasta el mismo momento del estallido de la guerra, de la Oficina Palestina para el Movimiento Sionista. Él y su familia habían tenido la posibilidad, los documentos y pasajes, de emigrar a Eretz Israel, pero prefirió quedarse a ayudar a su comunidad en Checoslovaquia.

Verano de 1942

Hacía un calor terrible. Principios de agosto. Los habían puesto en un tren de ganado, pero eran tantos que los que habían podido sentarse en el suelo soportaban el peso de otras personas que se habían sentado sobre ellas o habían sido empujadas por la masa que ocupaba todos los rincones. Les habían dicho que solo podían llevar cincuenta kilos de equipaje. Algunos llevaban las maletas sostenidas por encima de su cabeza, pero la mayoría de los bagajes se amontonaban en el suelo, con la gente sentada encima. En las conversaciones se mezclaba la esperanza y la fatalidad. Algunos creían que en verdad iban a ser reasentados en un lugar bucólico de la campiña; otros creían que no se podía esperar nada bueno de quienes los habían echado de sus casas y los habían obligado a dejar todo atrás. No solo sus bienes materiales, sino toda una vida. Al menos, pensaban, estaban juntos; las familias estaban juntas. Allí había personas de todas las edades: viejos, niños, mujeres y hombres jóvenes o en edad madura. La mayoría humildes, pero también algunos que, por sus ropas y por algunas joyas (que muchos habían escondido hábilmente en dobladillos cosidos a los trajes y vestidos), eran de clase acomodada y no habían podido o no habían querido emigrar cuando estuvieron a tiempo de hacerlo. El hacinamiento, el olor a sudor y el calor hicieron que, durante el viaje, algunas personas se desmayaran. Era imposible abrir las ventanas, que habían sido selladas y solo dejaban pasar el aire por una abertura lo bastante pequeña para que nadie pudiera saltar. Antes de partir solo les habían dicho que iban al norte, no muy lejos de Praga.

Alguno de ellos, como Hans, no había abandonado su apartamento aquel día con la promesa de ir a un campamento o un balneario, sino que había estado muchos meses en prisión, como un ciudadano de una novela de Kafka, sin saber por qué ni de qué se le acusaba. Aunque no hacía falta. Era judío y eso, en ese tiempo y en ese lugar, era su crimen. No se hacía ilusiones. Pero, por algún extraño motivo, no deseaba intervenir en ninguna de las discusiones a su alrededor sobre cuál era el destino del tren y cómo sería el lugar que les aguardaba. Pronto, los más escépticos verían confirmados sus temores y los más ingenuos descubrirían que habían sido engañados.

La locomotora entró en la estación de Bauschowitz8. Soldados uniformados de las SS los estaban esperando junto con otros que vestían otro uniforme muy distinto y que, al bajar ellos del tren, les empezaron a gritar en checo o, mejor dicho, a traducir las órdenes que los soldados daban en alemán. Los agruparon a todos en una fila, los flanquearon y los obligaron a empezar la marcha. Una marcha de más de dos kilómetros, que unos se empeñaron en hacer arrastrando sus pesadas maletas; otros, los más, llevando hatillos y fardos que cargaban a sus espaldas. Había hombres, padres de familia, que cargaban a sus pequeños a cuestas, sentados sobre sus hombros. Había mujeres que también llevaban a sus hijos en brazos. Había ancianas que apenas podían caminar y a las cuales les costaba seguir a los demás. Vieron cómo a los rezagados los soldados les daban con la culata del fusil en la espalda y los echaban a tierra. Muchos no volvían a levantarse. No podían mirar atrás porque debían seguir caminando. Al llegar a los muros de lo que parecía una fortaleza tuvieron que cruzar un puente y, al otro lado, una puerta en forma de arco les daba la bienvenida con una inscripción en alemán: Arbeit macht Frei9.

Se dirigieron entonces hacia lo que llamaban en el argot del campo la esclusa. Allí, en fila frente a varias mesas, con un guardián del campo haciendo de secretario, dieron el nombre y sus datos personales, incluyendo el origen y profesión. Se hacía siempre un listado con los nombres de los recién llegados. Después, pasaron a ser cacheados, uno por uno. Los guardias judíos, acompañados por los guardianes de las SS, buscaron minuciosamente las joyas y el dinero escondidos en los pliegues de la ropa, confiscaron los cigarrillos y los cosméticos y, en definitiva, todo lo que estaba prohibido, les dijeron, llevar dentro del campo.

Después los llevaron a un edificio de baños donde, les dijeron, iban a recibir una ducha para ser desinfectados. Después de eso, le asignaron a cada uno un alojamiento. Aquellos que habían pagado, previamente al viaje, para tener un alojamiento mejor, se encontraron que tenían lo mismo que todos: un catre en una litera triple hecha de madera. Todo el espacio de los barracones estaba ocupado por las literas.

Las mujeres y los niños y niñas menores de doce años estaban en edificios diferentes del de los hombres y chicos mayores de doce. Los alemanes habían cambiado los nombres del pueblo-fortaleza por letras y números, optando por la simplicidad en aras de una orientación fácil. Los edificios hechos de ladrillo, los antiguos cuarteles, habían sido también renombrados: Magdeburgo, Dresde, Hamburgo, Sudetes, pero también el pabellón Oeste, que estaba fuera de la ciudad amurallada. El consejo judío había puesto nombre también a alguno, por ejemplo, al que era el centro cultural y hacía las veces de centro de reunión, se le había dado el nombre del orfanato de Praga, Hagibor.

El consejo judío tomaba las decisiones concernientes a la población. Las SS les cargaban con una responsabilidad que ellos mismos no querían tener; bien porque de esa manera se evitaban muchos problemas, bien porque, en su rígida y dogmática idea de que los judíos eran infrahumanos y, por lo tanto, no podían ser tratados como semejantes, o sea, con humanidad, disfrutaban perversamente viendo cómo discutían y se peleaban entre ellos. La primera decisión importante que debieron tomar y que suponía en sí misma un conflicto moral, era la distribución de alimentos. La ecuación no era sencilla. No había comida para todos. Mejor dicho, si se distribuían las raciones equitativamente, las calorías no eran suficientes para que todos sobrevivieran más allá de unas semanas. Se dio prioridad a los que eran enviados a trabajar a la cantera o hacían otros trabajos pesados, y a los niños. Los mayores de trece años también estaban obligados a trabajar, tanto los chicos como las chicas eran enviados a plantar verduras y recoger patatas. Los que recibieron una ración más pequeña fueron los ancianos. Así, pues, estos últimos serían los primeros en caer muertos en las calles de Theresienstadt.

—Hola Rafael— la frase sonó como una rendición, como queriendo decir que por fin estaba allí y aceptaba su destino. Su colega y amigo se abalanzó sobre él para darle un sentido abrazo.

—Hans, me alegro de verte. Aunque sea en estas circunstancias. ¿Dónde has estado todo este tiempo? Bueno, no me lo digas, me lo puedo imaginar. ¿Sabes que al final estrenamos tu ópera? Luego me detuvieron y me enviaron aquí, de los primeros que llegamos.

—¿Cómo fue la representación?

—Fue fantástica, los niños estaban tan entusiasmados…

—¿Qué nos espera aquí? ¿Cómo es la vida?

—Bueno, por algún motivo, nos estamos reuniendo aquí una gran cantidad de artistas por metro cuadrado y, aunque las condiciones son muy duras, podríamos decir que Seidl (el comandante del campo) es permisivo con algunas cosas. Todo lo organiza el Freizeitgestaltung10, digamos que nos da una cierta cobertura, nos permite crear, pero no nos exime de tener que trabajar en otras cosas.

Hans lo miraba como no pudiendo dar crédito a sus palabras, después de lo que había vivido en el tren, en la estación, en el camino hasta allí y ahora, mientras estaban hablando en la esquina de una calle, podía ver cuerpos tendidos en el suelo, probablemente muertos sin que nadie se parara a mirarlos. Rafael comprendió su mirada y dijo con un sarcasmo:

—¡Si hasta tenemos una biblioteca! Cuando llegué conseguí organizar un coro en el barracón de hombres. Pensé que por lo menos así mantendría la moral alta. También —ahora le hablaba en un susurro— me deslicé entre los barrotes del barracón femenino y monté otro grupo coral con ellas. Al final me descubrieron, pero me dejaron seguir con ello. En enero estrenamos el Réquiem de Verdi, solo con el acompañamiento de un piano. Deberías haberlo visto. Más de ciento cincuenta voces de hombres y mujeres. La première fue en el antiguo ayuntamiento, en la plaza central. Ahora estoy ensayando con ellos La novia vendida de Smetana.

Hans estaba abrumado por la aparente normalidad con la que Rafael desarrollaba sus capacidades como músico en el gueto.

—Eso sí —siguió Rafael— solo tenía una partitura y aquí hay una gran escasez de papel, así que todos tienen que aprender su parte de memoria.

Hans se estaba quedando sin habla, sin saber qué decir. Por otro lado, esperanzado en que también él podría, tal vez, no olvidar su alma de artista, de músico, y componer. Rafael, entonces, volvió a situarlo en la realidad de aquel extraño lugar.

—Lo único que hay que intentar evitar son los transportes.

—¿Los transportes? Pensaba que habíamos venido aquí para quedarnos.

—En realidad, esto es como una estación de tránsito. No nos querían en Praga ni en ningún otro sitio y por eso nos encierran en guetos. Pero ahora los alemanes están conquistando territorios en el este y nos quieren trasladar allí. Bueno, eso parece. Lo único que sé es que el primer tren salió hacia Riga. Pero de los otros no se sabe adónde iban, solo que hacia el este. Lo raro es que no llegan noticias de ellos. Nunca se vuelve a saber nada. Desaparecen. Así que lo mejor es no estar en la lista de transporte. —Se dio la vuelta para alejarse de él, como alguien realmente atareado. Pero cuando se había alejado solo unos metros, se volvió y le dijo—: Ya te conseguiré yo el papel, te lo debo. Hay varios que han sido enviados a los calabozos de la Fortaleza Pequeña por robar un trozo de papel o un lápiz.

En los meses siguientes no paraban de llegar convoyes desde todas partes. El hacinamiento se hizo insoportable. Ya no había suficiente espacio para dormir. La malnutrición empezaba a adelgazar los cuerpos hasta las costillas. Se hicieron vulnerables a las enfermedades. El tifus, especialmente, empezó a cobrarse sus víctimas. Las medicinas estaban prohibidas para los judíos. La brigada encargada de recoger los cuerpos ya no daba abasto y los cadáveres permanecían tirados durante días en las calles. Esta vez ya no eran solo ancianos que habían muerto de inanición, sino también hombres, mujeres y niños de todas las edades. Se había construido un crematorio porque no había sitio donde enterrar a los muertos, y porque así se evitaba la propagación de posibles enfermedades.

Hans consiguió papel y lápiz y compuso una Danza para trío de cuerda, y más tarde Tres canciones para soprano, clarinete, viola y chelo. Componer era una manera de permanecer cuerdo. Pensaba en la inscripción en el dintel de la puerta de bienvenida. Pensaba que no era el trabajo lo que hacía libres, sino el arte. Y el suyo era la música. Era una manera íntima de ser libre. Su espíritu era libre, aunque su cuerpo sufriera privaciones.

Para solucionar el hacinamiento, las SS decidieron, a final de año, hacer una deportación masiva. Nueve transportes. Más de dieciocho mil judíos, checoslovacos en su mayoría, sobre todo ancianos. Pero también seguían llegando trenes.

El viejo profesor

Praga, primavera de 1991

A Silvia siempre le fastidiaban las clases sobre la vida de los compositores. Solo las soportaba porque en ellas coincidía con Karel, al cual tampoco le gustaban las lecciones de historia de la música. El profesor, el señor Jelinek, era un hombre bondadoso y, diríase, de explicaciones decimonónicas. Cierto que era ya muy mayor y que daba clases a título emérito, pero tenía esa forma de hablar pausada y ese cúmulo de conocimientos que, una de dos, o aburría hasta la somnolencia a la mayoría de sus jóvenes alumnos, o, por el contrario, fascinaba hasta el embelesamiento a otros, los menos. Karel y Silvia eran de los primeros: se aburrían muchísimo en sus clases. Procuraban sentarse juntos, se cogían de la mano debajo del pupitre y permanecían así mucho tiempo. Unas veces era la mano de él la que buscaba la de ella nada más llegar; otras, era la de ella la que abría los dedos de la de él, todo ello en silencio y mirándose de reojo, como si les diera vergüenza que alguien los viera. Estiraban mucho el cuerpo y clavaban la vista en la pizarra. Pero era como si tuvieran los ojos cerrados porque estaban concentrados en las yemas de sus dedos. Entraba el profesor y había un murmullo en la clase. Casi todos tenían la misma edad, y a casi todos, ese hombre con pajarita, pelo blanco y algo encorvado les producía una mezcla de respeto y sopor. Un día de aquel invierno, sin embargo, se puso a hablar de algo que llamó mucho la atención de aquellos jóvenes púberes.

—Mis queridos alumnos. —Así se dirigía siempre a ellos, con afecto paternalista, que en su caso no era impostado, sino sincero y como tal era percibido por sus pupilos—. Hoy no voy a hablaros de cosas hermosas, de músicas que fueron compuestas por el amor a algo o a alguien, por el sufrimiento de una pérdida o por pura diversión. Hoy voy a hablaros de una ópera compuesta para niños, no para unos niños alegres que esperan la Navidad, sino para unos niños que sufrían mucho. Fue compuesta para los niños judíos que estaban internados en un campo de concentración, el de Terezín, al norte de Praga. Los alemanes lo llamaban Theresienstadt (la ciudad de Teresa, la emperatriz). No sé si lo conocéis. No voy a daros muchos detalles sobre los sufrimientos, las torturas a las que eran sometidos estos niños. Muy pocos sobrevivieron. Para ellos se compuso Brundibár. Bueno, no es del todo cierto. Se había compuesto ya antes como una pieza para un concurso que no se llegó a celebrar. En realidad, se representó para que los pequeños se olvidaran de las brutales condiciones en las que vivían.

Se representó en el propio campo y, lejos de avergonzarse, los nazis se sentían orgullosos. Este año, en el cual se cumple el cincuenta aniversario de la creación del campo, se harán diversos actos, en otoño, entre ellos también la inauguración del Museo del Gueto de Terezín. Está programada la première en lengua checa de Brundibár, la primera representación en nuestro país desde la Segunda Guerra Mundial. Tengo el honor de anunciaros que habéis sido elegidos para tocar la música de esta ópera para niños en tan importante evento. Os recuerdo que vendrán invitados de varios países para la conmemoración. No tenéis las voces —bromeó— para actuar. —Todos se rieron—. De eso se encargará el Coro de Niños de Radio Disman. Bueno —dijo para acabar sin querer dar la sensación de ser sentimental, que era lo que en realidad era—. ¡Espabilad!, que tenemos mucho trabajo que hacer. Todos los profesores nos hemos coordinado para estar listos en octubre.

Se armó un gran revuelo en la clase. Todos estaban muy contentos e ilusionados. Tenían un proyecto importante que les iba a ocupar varios meses. Karel y Silvia se miraron sonrientes, conscientes de que iba a ser una gran oportunidad para ellos.

Maletas con colores y música

Terezín, a finales de 1942.

Hans se empezó a ocupar de la sección musical del Freizeitgestaltung. Rafael Schächter estaba muy ocupado con las representaciones del Réquiem y otras óperas, así como de los coros de hombres y mujeres. En diciembre llegó al gueto una vienesa, junto con su marido, que en vez de llenar sus maletas con los cincuenta kilos permitidos de ropa, los había llenado de lápices de colores, crayones y papel de dibujo. Se llamaba Frederika (Friedl) Dicker-Brandeis. Ella y Hans tenían un amigo en común, Víktor Ullmann, pianista y compositor, que había llegado a Theresienstadt en septiembre de aquel año. Fue Víktor quien puso al corriente a Hans de quién era la recién llegada.

Friedl Dicker era una pintora nacida en Viena que luego se había formado en la escuela de diseño y arquitectura de la Bauhaus, de la mano de Johannes Itten, en Weimar. Había abierto un atelier de arquitectura con su compañero Franz Singer. Entre los dos diseñaron un pabellón para una condesa en Viena y un parvulario que seguía la metodología Montessori. Se había afiliado al partido comunista, para el cual había realizado carteles y pasquines. Por esa actividad fue apresada en 1934 y, después de un interrogatorio brutal y un breve tiempo en cautividad, huyó a Praga. Allí conoció a su primo Pavel Brandeis, se enamoró y se casó con él, obteniendo así la nacionalidad checoslovaca. Estuvo dando clases de expresión artística a los hijos de refugiados políticos que, como ella, habían huido de la Alemania y la Austria nazis. Los dos se mudaron, en 1938, a un pueblo remoto de Checoslovaquia, Hronov, casi en la frontera con Polonia. Allí estuvieron trabajando en una fábrica textil. Ella como diseñadora. Llegó a ganar un premio de diseño artístico a nivel nacional en aquel mismo año. Ella pudo haber emigrado a Palestina, un amigo suyo le había facilitado los papeles. Pero para Pavel era imposible, así que ella decidió no hacerlo y se quedó. Ahora los dos habían acabado allí.

En los meses siguientes, Friedl, que siempre había querido tener hijos y amaba a los niños, se convirtió en la «maestra de pintura» del barracón de niñas y chicas jóvenes. Organizó clases de dibujo y pintura. Era siempre muy simpática, paciente y amable con los niños. Vivía en una minúscula habitación del hogar de chicas. Había forrado de azul las paredes y colgaba en ellas dibujos de flores. Era un oasis en medio de la negrura. Cuando las niñas acababan sus dibujos, siempre había una que era la elegida para enrollar las láminas y llevarlas a la habitación de Friedl. Siempre era un momento emocionante y un honor para todas ellas. Friedl Dicker-Brandeis (le gustaba firmar con el nombre de su marido) debía de pensar en su primer maestro en Viena, Franz Cizek, en la Escuela de Arte Juvenil, que decía «dejad a los niños crecer, desenvolverse y madurar». No en vano, también ella había crecido y se había formado en la ciudad de Freud, y la palabra terapia no le era ajena. Los niños tenían una confianza total en ella y ella concebía el arte como una forma de terapia, como una forma de liberación. Especialmente en las circunstancias en las que se encontraban. Muchos de los niños que iban a sus clases habían perdido a sus padres o no sabían dónde estaban; habían abandonado sus hogares subrepticiamente, sin entender muy bien el porqué. Ella les daba un papel (no siempre fácil de conseguir) y les dejaba que dibujaran libremente. El resultado eran dibujos, oscuros algunas veces, que retrataban la realidad del gueto; pero otros, muchos, que expresaban sus deseos de libertad y, sobre todo, de regresar a sus casas. Imaginaban que volvían a casa, con su familia, con sus amigos.

En verano del 43 se mezcló en el corazón de Hans Krása la alegría y la tristeza. Llegaron en varios convoyes procedentes de Praga viejos conocidos suyos: Moritz Freudenfeld con su mujer y su hijo Rudi. También, muchos de los niños del orfanato de Praga que habían ensayado con él la ópera Brundibár.

Le dio un sentido abrazo a Moritz y al joven Rudi. Nada más entrar en el barracón, Rudi llevó aparte a Hans y, asegurándose de que ningún guardia estuviera por allí en ese momento, puso su maleta de cuero viejo sobre el suelo y la abrió. Estaba llena de ropa. Eso era lo que los guardias de la esclusa habían visto y revuelto por si entre ella hubiera alguno de los objetos prohibidos de entrar en el campo. Por suerte, no habían visto el casi imperceptible doble fondo de la maleta que ahora Rudi estaba rasgando (no tenían cuchillos) con sus propias uñas. Escondido entre el grueso de cuero de la maleta y una fina tela opaca se encontraban unos folios cosidos por uno de los lados a modo tosco de encuadernación. Rudi sacó los papeles y, en la portada, Hans pudo leer una palabra: Brundibár. Rudi había conseguido introducir en el campo la partitura de piano de la ópera infantil, junto con una parte del libreto.

Hans se puso enseguida a escribir una nueva partitura para hacerla orquestal con los instrumentos que había disponibles: flauta, clarinete, trompeta, guitarra, bombo, tamboril, acordeón, piano, cuatro violines, violonchelo y contrabajo. Además de eso, escribió de nuevo, de memoria, las partes del libreto que faltaban.

Al día siguiente de la llegada de los Freudenfeld llegó también al gueto František Zelenka, quien se había encargado de la escenografía de la ópera en su estreno en el orfanato de Praga. Todos estuvieron de acuerdo en que Brundibár tenía que representarse en Theresienstadt. Rafael Schächter y Rudi Freudenfeld iban a ocuparse de las audiciones para seleccionar a los pequeños artistas.

El casting se llevó a cabo en el ático L417, en el barracón de Dresde, donde se harían también los ensayos. Schächter ya tenía claro para quiénes serían algunos de los papeles principales, ya que había trabajado con ellos en La Novia Vendida y otras producciones operísticas. Los seleccionó inmediatamente. Pintă Mühlstein haría el papel de Pepiček (Pepito); y Greta Hofmeister el de Aninka (Anita).

Como los niños tenían que cantar en checo, el panel de audiciones tenía que centrarse en niños que hablaran esa lengua. Se dirigieron al Hogar de Niñas Checo. Habían oído que la habitación 28 tenía una actividad musical inusual. Preguntaron a la responsable de la habitación, Tella Polak, si había alguna niña dotada para cantar y esta, sin dudarlo, recomendó a Ela, Ela Weissberger, que había llegado con su madre y su hermana al campo. Al parecer, su padre, el día de la kristallnacht ofreció dinero a quien quisiera matar a Hitler. Fue puesto en la lista negra y, al día siguiente, se lo llevaron. Nunca más se supo de él.

—¿Qué tipo de voz y qué personaje te interesa? —le preguntó Rafi a Ela. Previamente le habían dado una sinopsis de la ópera y un listado de todos los personajes que salían.

—Bueno, creo que tengo una voz aguda y podría hacer una chillona. Me gustaría hacer de gato.

Rafi y Rudi la hicieron cantar. El papel del gato quedó adjudicado.

El rol del gorrión fue para Stefan Herz-Sommer y el del perro para Zdenĕk Ornest.

Ya tenían los dos hermanos protagonistas y los tres animales que los ayudan. Faltaba, tal vez, la decisión más importante, la de quién haría el papel del villano que daba nombre a la ópera, Brundibár.

En uno de los convoyes que llegaron ese verano habían venido la mayoría de los niños del Orfanato de Niños Judíos de Praga. Entre ellos se encontraba Honza Treichlinger, que había hecho el rol de Brundibár en las dos representaciones clandestinas antes de que la Gestapo apresara a los adultos implicados en la producción. Rafi lo tuvo claro nada más saber que había llegado al gueto: Honza volvería a actuar en el papel principal. Había cumplido los trece años, tenía una cara alargada y era bien parecido. Destacaba su densa cabellera negra que llevaba partida con una raya al medio. El flequillo le colgaba un poco por los dos lados y le bajaba casi hasta los ojos.

El resto de los componentes del coro salieron de los que ya habían actuado en Praga y de los niños que había en el campo. Unos cuarenta niños, en total, iban a aparecer en escena. Empezaron los ensayos. Todo tenía que llevarse de forma discreta. Oficialmente no estaba permitido. Sin embargo, los guardias judíos del campo hacían la vista gorda. Solo de vez en cuando algún oficial de las SS asomaba su cabeza dentro de las habitaciones donde, por lo general, dormían entre treinta y cuarenta niños en literas de tres pisos. Pero pronto la situación iba a cambiar.

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