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La división sexual del trabajo

Pero, aceptémoslo, una vez que el amor se encaja suavemente en la institución del matrimonio, se trata de un matrimonio como cualquier otro. Mis amistades y yo hemos intercambiado muchas anécdotas sobre la extraña experiencia de encontrarnos defendiendo los matrimonios arreglados en conversaciones con gente occidental, bienintencionada pero ingenua, que nos pregunta en un tono horrorizado: ¿todavía existe el matrimonio arreglado en la India? Un matrimonio es un matrimonio, les decimos. ¿Cuántas personas en Occidente se enamoran «perdidamente» (es decir, de forma inevitable, en oposición a los rígidos controles de los matrimonios arreglados) de alguien a quien sus padres jamás habrían visto con buenos ojos? ¿Y tan diferente es el comportamiento del matrimonio resultante con el tiempo?

Uno de los rasgos definitorios de esta institución es la división sexual del trabajo. Las mujeres son responsables del trabajo doméstico, es decir, de la reproducción de la fuerza de trabajo. Todo aquello que es necesario para que las personas puedan hacer sus trabajos día tras día (comida, casas limpias, ropa limpia, descanso) lo proveen las mujeres. Se espera de la mujer de la casa que o bien realice estas tareas por sí misma o bien sea responsable de asegurarse de que una mujer más pobre las realice por un salario bajo. En cualquier caso, se considera que el trabajo doméstico es una responsabilidad principalmente femenina incluso si, como suele ser el caso, la mujer también realiza un trabajo asalariado fuera del hogar.

No hay nada «natural» en la división sexual del trabajo. El hecho de que varones y mujeres realicen distintos tipos de trabajo, tanto en el seno de la familia como fuera de ella, tiene poco que ver con la biología. Solo el proceso concreto del embarazo es biológico; todo el resto del trabajo que debe hacer una mujer en el interior del hogar (cocinar, limpiar, cuidar de los hijos, todo eso que se consideran «tareas domésticas») puede realizarlo igual de bien un varón; sin embargo se considera «trabajo femenino». Esta división sexual del trabajo se extiende incluso al ámbito «público» del trabajo asalariado y, otra vez, esto no tiene nada que ver con el «sexo» (la biología) y tiene en cambio todo que ver con el «género» (la cultura). Ciertos tipos de trabajo son considerados «trabajos de mujeres» y otros, trabajos de varones pero lo más importante es que cualquier trabajo de mujer se valora menos y recibe una remuneración inferior respecto de los trabajos de varones. Por ejemplo, la enfermería y la docencia (en especial en los niveles educativos más bajos) son profesiones predominantemente femeninas y, además, están comparativamente mal pagadas en relación con otros trabajos profesionales que suelen ejercer las clases medias. Las feministas señalan que esta «feminización» de la docencia y la enfermería aparece porque estos trabajos se conciben como extensiones del trabajo de cuidado que las mujeres realizan en el hogar.

Al mismo tiempo, una vez que el «trabajo femenino» se profesionaliza, los varones prácticamente lo monopolizan. Por ejemplo, los chefs profesionales son todavía mayoritariamente varones, tanto en Nueva Delhi como en Nueva York. La razón es clara: la división sexual del trabajo garantiza que las mujeres siempre deban terminar priorizando el trabajo doméstico no remunerado frente al trabajo asalariado.

El hecho es que lo que subyace a la división sexual del trabajo no es una diferencia biológica «natural», sino una serie de supuestos ideológicos. De manera que, por una parte, se supone que las mujeres carecen de fuerza física y no son aptas para trabajos pesados, pero, tanto en la casa como fuera de ella, hacen los trabajos más pesados (cargar agua y leña, moler maíz, trasplantar plántulas de arroz, transportar cargas en la cabeza para minas y construcciones). Pero al mismo tiempo, cuando el trabajo manual que hacen las mujeres logra mecanizarse, y así volverse más ligero y mejor pagado, son los varones quienes reciben la formación para usar la nueva maquinaria, y se deja fuera a las mujeres. Esto sucede no solo en las fábricas, sino incluso cuando se trata de trabajos que por tradición realizaban las mujeres en el seno de una comunidad; por ejemplo, cuando los molinos eléctricos de harina reemplazan la molienda manual de granos o cuando las redes de pesca industriales de nailon reemplazan a las tradicionales que tejían a mano las mujeres, son los varones quienes reciben formación para ocupar estos empleos, mientras que las mujeres se ven forzadas a desempeñar trabajos manuales aún más extenuantes y peor pagados que los que tenían antes.

La Equal Remuneration Act (Ley de Igualdad Salarial) se aprobó en 1976, pero las mujeres siguen recibiendo un sueldo inferior al que cobran los varones por el mismo trabajo. Una de las maneras en que los empresarios se las arreglan para hacer esto a pesar de la ley es segregando a varones y mujeres en partes diferentes del proceso de trabajo, y pagando luego una cantidad de dinero inferior por el trabajo que hacen las mujeres. Ello les permite argumentar que no se trata de que las «mujeres» cobren menos que los «varones», sino de que un tipo de trabajo se pague menos que otro, aunque ese trabajo no sea menos extenuante físicamente ni esté menos cualificado que el que se les da a los varones.

El trabajo no remunerado que realizan las mujeres incluye la recolección de combustible, forraje y agua, la cría de animales, el procesamiento de cultivos cosechados, el mantenimiento del ganado, el cuidado de huertos y la cría de aves de corral para aumentar los recursos familiares. Si las mujeres no hicieran este trabajo, los productos aquí listados tendrían que adquirirse en el mercado y los servicios mencionados deberían abonarse a trabajadores o trabajadoras asalariados, o bien la familia tendría que vivir sin ellos. Sin embargo, los roles de género están tan naturalizados que el censo indio no reconoció estas tareas como «trabajo» durante mucho tiempo, dado que no se realizan a cambio de un salario, sino que se trata de trabajo no remunerado llevado a cabo en el hogar. Las mujeres mismas tienden a no dar cuenta de estos trabajos porque los ven como parte de sus responsabilidades «domésticas». Incluso cuando sus actividades generan ingresos, pueden pasar desapercibidas si están mezcladas entre medio de otras tareas domésticas (Krishna Raj 1990; Krishna Raj y Patel 1982). De este modo, el trabajo de las mujeres se invisibiliza. Como resultado de la presión persistente de las economistas feministas, en el censo de 1991 se modificó por primera vez la pregunta «¿Realizó usted algún tipo de trabajo durante el año pasado?». A la formulación original se le agregó la frase «incluyendo trabajo no remunerado en una granja o empresa familiar», permitiendo así que este trabajo se hiciera visible para el Estado. Las feministas cuyas intervenciones hicieron posibles estos cambios creen que cuanto más precisa sea la información que el Estado obtiene sobre los tipos de trabajo que realizan las mujeres, mejor organizadas estarán las políticas estatales de reducción de la pobreza, generación de empleo, etcétera.

La división sexual del trabajo tiene consecuencias serias para el rol de las mujeres como ciudadanas, porque los horizontes de una mujer están limitados por esta supuesta responsabilidad «principal». Sea en la carrera profesional que elijan o en lo que respecta a su participación política (en sindicatos o en elecciones), las mujeres aprenden desde muy pequeñas a limitar sus ambiciones. Esta autolimitación es lo que produce el denominado «techo de cristal», ese nivel profesional que rara vez logran superar las mujeres; o lo que se conoce como el «mommy track» (el «camino de la mami»), esa ruta laboral ascendente que es más lenta en el caso de las mujeres porque pasan algunos de los años más productivos de sus vidas profesionales cuidando de sus hijos. El supuesto de que la ocupación principal de las mujeres es la maternidad también orienta la política pública: los gobiernos de Francia, Alemania y Hungría otorgan a las mujeres tres años de baja de maternidad con la esperanza de mejorar sus tasas de natalidad. En 2008, el Gobierno indio alargó la baja de maternidad de sus empleadas a seis meses, además de instituir para ellas una baja remunerada de dos años (que puede ser utilizada en cualquier momento) para cuidar de sus hijos pequeños. Esta medida, según informaba un periódico, «pondría verdes de envidia a las mujeres de India Inc.». Es decir, que las mujeres empleadas en el sector privado matarían por tener el mismo privilegio del que ahora gozaban las mujeres del sector público: el privilegio de renunciar al progreso de sus carreras profesionales. En medio de todo esto, a veces resulta difícil recordar que la mayoría de las veces los niños tienen dos padres y que la crianza no es responsabilidad exclusiva de uno solo de ellos. Una madre soltera no debería verse obligada a tomar la difícil decisión de congelar su carrera para criar a sus hijos, mientras varones más jóvenes se le adelantan porque sus responsabilidades de crianza están completamente cubiertas por sus esposas.

No quiero decir con ello que las tareas domésticas y la crianza sean irrelevantes y aburridas, sino más bien que tanto los aspectos positivos y creativos de estas tareas como aquellos más arduos deben ser compartidos de forma equitativa por varones y mujeres.

La segregación del trabajo por sexo es clave no solo para el mantenimiento de la familia sino también de la economía, que se derrumbaría como un castillo de naipes si el trabajo doméstico tuviera que ser remunerado, sea por el marido o por un empresario. Planteémonoslo así: el empresario paga a sus empleados por las tareas que desempeñan en su lugar de trabajo. Pero para que sus empleados puedan regresar a su lugar de trabajo cada mañana dependen de que alguien más (o, en el caso de la mujer, ella misma) realice toda una serie de tareas por las que el empresario no paga (cocinar, limpiar, llevar adelante una casa). Cuando lo que tenemos es una estructura completa de trabajo no remunerado sosteniendo la economía, la división sexual del trabajo no puede considerarse un asunto doméstico y privado; es lo que mantiene la economía en funcionamiento. Si mañana todas las mujeres reclamaran una remuneración por este trabajo que hacen, o bien los maridos tendrían que pagarles o bien los empresarios tendrían que pagarles a sus maridos. Y la economía se haría pedazos. El sistema entero funciona sobre el supuesto de que las mujeres realizan el trabajo doméstico por amor.

Hubo un momento en la historia del feminismo en el que se impulsó la demanda de salarios para el trabajo doméstico. En el Reino Unido en la década de 1970 esta demanda fue una potente herramienta retórica, porque obligó a reconocer que el trabajo doméstico que hacen las mujeres tiene un valor económico. Pero muchas feministas sienten que esta demanda deja intacta la división sexual del trabajo; de hecho, medidas como la baja por maternidad de tres años pueden ser vistas como una forma de «salario por maternidad», pero, como hemos visto, encasillan a las mujeres de modo aún más rígido en el considerado «trabajo femenino».

En 2010, un fallo significativo del Tribunal Supremo de la India se pronunció sobre el valor del trabajo doméstico realizado por las mujeres. Una ama de casa murió en un accidente de tráfico y su marido reclamó compensación. Un tribunal le concedió una suma, calculando los ingresos de una mujer desempleada en un tercio de los ingresos de su marido. El marido apeló al Tribunal Supremo buscando mejorar la suma. En su fallo, el Tribunal Supremo aumentó la cantidad en un grado considerable y sostuvo, además, que entender el trabajo doméstico de las mujeres como desprovisto de valor económico evidenciaba un sesgo de género. Los jueces sugirieron que no solo convendría modificar la ley aplicable en este caso particular (la Motor Vehicles Act o Ley de Vehículos Motorizados), sino también muchas otras, y que la cuestión del valor del trabajo de las mujeres debía ser abordada por el Parlamento (Gunu 2010).

Es importante recordar el contexto de esta sentencia emblemática sobre el valor del trabajo doméstico de las mujeres. Estuvo ocasionada por la muerte de una esposa y trató la cuestión de la compensación económica debida a la familia del marido por la pérdida de la persona que había realizado ese trabajo. ¿Sería concebible un fallo similar si una mujer viva reclamara a su marido ante los tribunales una compensación económica por su trabajo? Tengo mis dudas. Así y todo, incluso si fuera concebible ese fallo, yo, como algunas feministas durante el movimiento que reclamaba un salario por las tareas domésticas, tendría mis reservas acerca de la reprivatización de la división sexual del trabajo, en la que el marido se convierte en el patrón y la mujer en la empleada.

El trabajo doméstico tiene una dimensión social ineludible pero invisible que debe ser reconocida. Esta dimensión deviene visible solamente cuando consideramos a aquellas que realizan este trabajo a cambio de un salario: las empleadas domésticas.

Las empleadas domésticas

Puede hacerse un cálculo aproximado del número de empleadas domésticas («sirvientas») en India sobre la base del hecho de que la clase media profesional del país se cuenta en alrededor de 30 millones. Suponiendo que en la mayoría de estas casas habría una criada, y que en algunas habría más de una, el número de trabajadoras y trabajadores domésticos probablemente se sitúe cerca de los 15 millones. Consideremos ahora la siguiente información. En la primera encuesta nacional de la India dirigida a trabajadoras sexuales no sindicalizadas, realizada recientemente, el 71 por ciento de ellas afirmó haberse cambiado voluntariamente al trabajo sexual tras probar otros tipos de trabajo más esforzados y peor pagados. La categoría mayoritaria entre estos empleos previos era la de trabajadoras domésticas. En otras palabras, un gran número de mujeres participantes en la muestra encontraban el trabajo de sirvienta más degradante, agotador y peor remunerado que el trabajo sexual (Sahni y Shankar 2011). A las personas de clase media que contratan «criadas», y en cuya imaginación ser prostituta es un destino peor que la muerte, este hecho debería producirles un momento de vergonzosa autorreflexión.

No hay nada inherentemente degradante en limpiar las casas de otras personas o cocinarles por un salario; podría ser un trabajo como cualquier otro. Pero no en India. Aquí el trabajo contiene los peores aspectos del feudalismo y el capitalismo.

La crueldad de las clases medias indias hacia sus «sirvientas» supera a los peores excesos del feudalismo. La expresión educada «empleada doméstica» que ha reemplazado a la palabra «sirvienta» en el uso público es peligrosamente engañosa. Que no quepa duda: son sirvientas. No se las trata como seres humanos, ni siquiera como mascotas. Además de sufrir agresiones físicas y sexuales (lo que es muy común), las trabajadoras domésticas realizan un trabajo pesado y extenuante que nunca se acaba, porque, si viven en la casa de sus empleadores, no tienen un horario de trabajo específico y, si viven fuera, no tienen días libres ni vacaciones.

Esto sin mencionar las humillaciones a las que se las somete de manera rutinaria. He visto muchas veces en restaurantes de Delhi la imagen lamentable de mujeres jóvenes, claramente criadas a cargo de niños pequeños, que permanecen en pie durante todo el tiempo que tardan sus patrones en comer, listas para hacerse cargo del bebé en cualquier momento, sin que se les ofrezca siquiera un vaso de agua. Los miembros de una de estas coquetas parejas que vi podrían haber sido tranquilamente estudiantes en Estados Unidos, donde, si alguna vez hubieran tenido que dedicarse a cuidar niños para cubrir sus gastos, habrían esperado nada menos que ser tratados con dignidad. Este desprecio hacia quienes realizan un trabajo manual esencial está profundamente vinculado a la diferencia de castas y es una parte fundamental de la mentalidad de las clases medias indias pertenecientes a las castas superiores, cuyas credenciales «progresistas» tienden a manifestarse únicamente en permitirle al barrendero dalit entrar en la cocina a lavar sus platos sucios.

Antaño, el sirviente de la familia feudal al menos podía esperar una protección general en tiempos de escasez, mientras que el criado moderno a lo sumo puede aspirar a recibir pequeños préstamos para emergencias personales, a ser descontados luego de la miseria que cobra. Por otro lado, un contrato de trabajo capitalista podría ser un poco más digno que la situación feudal, puesto que ambas partes acuerdan mutuamente una serie de términos y condiciones. También puede ser más alienante que el lazo feudal conservado por generaciones y generaciones, al no proveer ningún vínculo humano más allá de los límites del contrato, pero, al menos en principio, es más equitativo. El sirviente indio no conoce ni la red de seguridad del siervo feudal ni la igualdad formal del contrato capitalista: soporta al mismo tiempo la humillación de la jerarquía feudal y la explotación fría del capitalismo.

El aislamiento sufrido por las jóvenes criadas internas es aterrador: llegan de lugares distantes a grandes ciudades como Delhi y Bombay, muchas veces no conocen el idioma local, su único entorno son las casas en las que trabajan, y el trato con sus empleadores, que pasan fuera de casa casi todo el día, es su única interacción humana, y el calificativo «humana» no sería aplicable en la mayoría de los casos. Solo cuando hay agencias eclesiásticas involucradas en la contratación existe algún tipo de supervisión del trato que los empleadores dan a las criadas.

La crisis que enfrentan las clases medias en muchas ciudades de la India, y en estados como Kerala en los que pueden encontrarse trabajos mejor pagados en otros sectores, es que cada vez hay más escasez de personal doméstico. El trabajo doméstico se ha convertido en la opción menos elegida entre los trabajos manuales. De ahí, tal vez, la reciente avalancha de articulistas en publicaciones en lengua inglesa que se explayan en ocurrentes columnas y artículos basados en entrevistas sobre las excentricidades de una u otra criada en particular, las dificultades para encontrar una «buena» criada o niñera o el hecho de que este ámbito se haya convertido en un «mercado de vendedores». Es revelador que nunca encontremos entrevistas con las propias criadas. Puede haber una fotografía de una criada de rodillas, fregando el suelo; o en una caricatura pícara y tierna, agitando una escoba, pero ¿qué tiene ella que decir? No lo sabemos.

Una voz extraordinaria de una empleada doméstica a la que sí tenemos acceso es la autobiografía de Baby Halder, originalmente escrita en bengalí y luego traducida a varios idiomas, incluyendo el inglés como A Life Less Ordinary (2006) (en español se publicó en 2009 con el título de Una vida menos ordinaria). Es el relato simple y sin sentimentalismos de una vida de pobreza extrema y explotación por una serie de empleadores, hasta que la autora llegó a trabajar para el profesor retirado que la alentó a escribir. Necesitamos muchas más voces de este tipo en la esfera pública para quebrar la complacencia de las clases medias indias.

Las otras personas ausentes en los artículos sobre sirvientes mencionados con anterioridad son los varones de clase media. Normalmente, las entrevistadas son lo que se llama «mujeres que trabajan», es decir, que perciben un salario por trabajar fuera del hogar. Y porque hacen eso, no pueden realizar su verdadero trabajo de cuidar de sus casas y sus familias de forma gratuita. De modo que deben pagar a otras mujeres (y a veces, a otros varones) para hacer un trabajo que ellas mismas harían gratis. Pero sus maridos, los padres de esos hijos e hijas, no tienen nada que ver con todo esto: ellos tienen que ocuparse de sus vidas. Y de ahí las historias desgarradoras de las mujeres: tuve que pedirle al chófer que cuidara a mi bebé porque no podía saltarme una reunión importante, tuve que perderme una reunión importante porque la niñera no apareció. Mientras tanto, los proveedores de esperma jamás se pierden ninguna reunión, por muy trivial que sea.

Esto explica por qué los empresarios no quieren contratar mujeres (excepto para cuidar a sus hijos): porque siempre tienen problemas «de sirvientes». Y es que son las mujeres, y no los varones, quienes supuestamente emplean a los «sirvientes».

Recientemente, dos empresarias de éxito escribieron columnas periodísticas sobre la necesidad de tratar a las criadas como empleadas, pagarles bien, tratarlas con dignidad y darles los mismos beneficios y facilidades que una misma esperaría como empleada. Si no lo haces, advierten a las mujeres, debes prepararte para ser ineficiente en tu propio trabajo, porque tu marido jamás va a involucrarse en este asunto (Bijapurkar 2011; Kalra 2011). Básicamente, el trabajo mal pagado de las empleadas domésticas viene a mitigar el conflicto conyugal que podría generar la injusta división sexual del trabajo.

Si este es el caso, entonces el salario que se le paga a cualquier empleado varón incluye de hecho un elemento oculto, el costo de este trabajo, sea remunerado o realizado de forma gratuita por su esposa. Porque ese empleado no podría ir a trabajar todos los días si estas tareas quedaran sin hacer. Y en el largo plazo nadie trabajaría si no hubiese quien se dedicara a criar a los niños y niñas hasta que alcanzan la edad adulta. Es el argumento que vienen esgrimiendo las feministas hace años: si las mujeres dejaran de hacer este trabajo no remunerado, o de encargarse de que se haga, los sistemas económicos se detendrían en seco. Toda la economía se cimienta en el trabajo no remunerado de las mujeres.

Existen varias agencias privadas y eclesiásticas que regulan la demanda de ayuda doméstica, las primeras con ánimo lucrativo y las segundas de modo gratuito. Las agencias privadas tienden a priorizar las necesidades de «seguridad» y «formación» de la clase media, antes que los intereses de las trabajadoras; las agencias de las iglesias, en cambio, establecen algunas condiciones laborales mínimas, como un día libre semanal. Más significativa es la aparición, desde los tardíos años 1980 hasta la actualidad, de sindicatos de empleadas domésticas en varias partes del país, incluyendo Bangalore, Pune y Delhi, los cuales han intentado presionar al Estado y a los gobiernos centrales para que aprueben leyes que regulen sus salarios y sus condiciones laborales. En una convención celebrada en 2011, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) decidió adoptar una serie de estándares internacionales para mejorar las condiciones laborales de los trabajadores domésticos en todo el mundo. A partir de esto, el Gobierno de Karnataka aprobó una legislación que estipulaba los salarios mínimos para trabajadores domésticos. El Consejo Consultivo Nacional de India propuso hacer que los sirvientes domésticos, tanto internos como a tiempo parcial, quedaran amparados por la Minimum Wages Act (Ley de Salarios Mínimos) y otras regulaciones laborales, como la jornada laboral de ocho horas, las vacaciones pagadas y la baja por maternidad. Se trata de una iniciativa alentadora, aunque los mecanismos de implementación todavía no están claros.

No obstante, este tipo de proyectos sigue ubicando el trabajo de crianza en el interior de cada hogar y deja a la criada a merced de cada empleador individual. ¿Por qué no diseñar una legislación que haga que la provisión de guarderías sea una responsabilidad de los lugares de trabajo? Así, los cuidadores de niños serían empleados de las empresas o del Gobierno, del mismo modo que lo son los padres, se generaría empleo, aumentaría la productividad y los niños y las niñas estarían a una distancia segura de sus padres y madres. Por supuesto, las feministas tendríamos que formular entonces otra pregunta: ¿qué pasa con los hijos y las hijas de estos cuidadores? En otras palabras, lo que se necesita son redes cada vez más amplias de cuidados de niños y niñas. Esta es una responsabilidad social: no debería ser una responsabilidad de cada mujer, ni siquiera de cada familia3.

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9788416205622
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