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He extraído libremente la noción de plegamiento del trabajo de Gilles Deleuze (Deleuze, 1988, 1990a, 1992a; cf. Probyn, 1993). El concepto de pliegue o doblez, sugiere una manera en la cual podemos pensar una internalidad que comienza a existir en el ser humano, sin necesidad de postular ninguna interioridad previa y, por tanto, sin atarnos a ninguna versión particular de la ley de esta interioridad cuya historia estamos buscando diagnosticar y alterar. El pliegue indica una relación sin un interior esencial, un interior en el cual lo que está “adentro” es meramente un plegamiento interno de un exterior. Estamos familiarizados con la idea de que aspectos del cuerpo que comúnmente pensamos como parte de su interioridad —el tracto digestivo, los pulmones— no son más que la invaginación de un exterior. Sin embargo, esto no impide que sean investidos con afectos personales y culturales, como también con valores en términos de una imagen corporal aparentemente inmutable, que es tomada como norma de nuestra percepción de los contornos y límites de nuestra corporalidad. Tal vez podamos pensar, entonces, en el poder que los modos de subjetivación tienen sobre los seres humanos en términos de dicho plegamiento interno. Los pliegues incorporan sin totalizar, internalizan sin unificar, agrupan discontinuamente en la forma de dobleces, produciendo superficies, espacios, flujos y relaciones.

Dentro de una genealogía de la subjetivación, aquello que estaría plegado internamente sería cualquier cosa que pueda adquirir autoridad: mandatos, consejos, técnicas, pequeños hábitos de pensamiento y emoción, una variedad de rutinas y normas sobre ser humano; los instrumentos a través de los cuales el ser se constituye a sí mismo en diferentes prácticas y relaciones. Estos plegamientos internos son parcialmente estabilizados en la medida en que los seres humanos han llegado a imaginarse a sí mismos como sujetos de una biografía, a utilizar ciertas “artes de la memoria” con el propósito de estabilizar dicha biografía, a emplear ciertos vocabularios y explicaciones para volverla inteligible para ellos mismos. Esto es indicativo de la necesidad de extender los límites de la metáfora del pliegue, ya que las líneas de tales pliegues no corren por un dominio coextensivo a los límites carnales de la epidermis humana. El ser humano es emplazado, promulgado, a través de un régimen de dispositivos, miradas, técnicas que se extienden más allá de los límites de la carne. La memoria de la propia biografía no es una simple capacidad psicológica, sino que es organizada a través de rituales de narración, sostenidos por artefactos como álbumes fotográficos, entre otros. Los regímenes de la burocracia no son procedimientos meramente éticos insertos en el pliegue del alma, sino que ocupan una matriz de oficinas, archivos, máquinas de escribir, hábitos de puntualidad, repertorios conversacionales y técnicas de anotación. Los regímenes de pasión no son simplemente pliegues afectivos del alma, sino que son realizados en ciertos espacios aislados o valorizados, a través de equipamientos sensualizados de camas, cortinas y sedas, rutinas del vestirse y desvestirse, dispositivos estetizados para aportar música e iluminación, regímenes de partición del tiempo, y así sucesivamente (cf. Ranum, 1989). El plegamiento del ser no es asunto de cuerpos, sino de lugares ensamblados.

Podríamos contraponer esta espacialización del ser humano a la narrativización realizada por los sociólogos y filósofos de la modernidad y la posmodernidad. Esto quiere decir que necesitamos volver al ser humano inteligible en términos de ensamblajes (este argumento es desarrollado en el Capítulo 8). Por ensamblajes me refiero a la localización y conexión de rutinas, hábitos y técnicas dentro de dominios específicos de acción y de valor: librerías y estudios, habitaciones y ba-ños públicos, tribunales y salas de clase, consultas y museos, mercados y grandes tiendas. Los 5 volúmenes de La historia de la vida privada, compilados bajo la edición general Philippe Ariès y Georges Duby, otorga abundantes ejemplos acerca de la manera en que nuevas capacidades humanas, tales como estilos de escritura o de sexualidad, dependen de, y dan lugar a, particulares formas de organización espacial del hábitat humano (Veyne, 1987; Duby, 1988; Chartier, 1989; Perrot, 1990; Prost & Vincent, 1991). Sin embargo, no hay nada privilegiado en lo que ha venido a ser denominado “vida privada” para el emplazamiento de regímenes de subjetivación; es tanto en la fábrica como en la cocina, en las fuerzas armadas como en el estudio, en la oficina como en la habitación, que el sujeto moderno ha debido identificar su subjetividad. A la aparente linealidad, unidireccionalidad e irreversibilidad del tiempo, nosotros contraponemos la multiplicidad de espacios, planos y prácticas. Y en cada uno de estos ensamblajes, son activados repertorios de conductas que no están limitados por el encerramiento formado por la piel humana, ni son realizados de forma estable en el interior de un individuo: son más bien redes de tensión a través de un espacio que otorga a los seres humanos capacidades y poderes, en la medida en que los capturan en ensamblajes híbridos de saberes, instrumentos, vocabularios, sistemas de juicio y dispositivos técnicos. En esta medida, una genealogía de la subjetivación requiere pensar al ser humano como un tipo de maquinación, un híbrido de carne, artefacto, saber, pasión y técnica.

Conclusión

Es característico de nuestro actual régimen del sí mismo reflexionar y actuar sobre toda la diversidad de dominios, prácticas y ensamblajes en términos de una “personalidad” unificada, de una “identidad” a ser revelada, descubierta, o trabajada en cada uno. Esta maquinación del sí mismo como identidad requiere ser reconocida como un régimen de subjetivación de origen reciente. En los ensayos que siguen, sostengo que las disciplinas psi han jugado un rol clave en nuestro régimen contemporáneo de subjetivación y su unificación bajo el signo del sí mismo. De este modo, una historia crítica de las disciplinas psi debería tomar como objeto nuestro régimen contemporáneo del sí mismo y su identidad, junto con todos los juicios y jueces que los han poblado. Esta historia crítica describiría el rol jugado por las ciencias psicológicas en la genealogía de dicho régimen, y las relaciones que construye entre el uno y los muchos, entre lo interno y lo externo, entre el todo y la parte, así como también en las clasificaciones que han sido forjadas dentro de él. Una genealogía de la contribución de la psicología a nuestro régimen del sí mismo conecta, entonces, de manera lateral, con todos aquellos movimientos políticos contemporáneos que han desafiado la categoría de identidad: la identidad de la mujer, la identidad de la raza, la identidad de la clase (véase, en particular, Haraway, 1991; y Riley, 1988). Si se dejan de lado las burbujeantes celebraciones “posmodernas” de la alegría de la “diferencia”, tales desafíos están motivados, en parte, por la creencia de que los valores del sí mismo y la identidad no son tanto recursos para un pensamiento crítico, sino que obstáculos para dicho pensamiento. Las políticas de la identidad, incluso cuando no están asociadas a proyectos bárbaros de “limpieza” de la diferencia, están atormentadas por fragmentaciones internas en las cuales los sujetos que deben ser supuestamente unificados —como mujeres, como negros, como discapacitados, como locos— se resisten a reconocerse en el nombre que les es ofrecido. En tales fragmentaciones y resistencias, hemos sido forzados a reconocer que las identidades nacionales, raciales, sexuales, de género y de clase han sido históricamente creadas de manera general por aquellos que nos identificarían para problematizar, regular, vigilar, reformar, mejorar, desarrollar o incluso eliminar a aquellos así identificados. Por supuesto, tales identidades han sido usualmente adoptadas por aquellos identificados, dándole la espalda a los regímenes que los han creado. Pero declarar “yo soy tal nombre”: mujer, homosexual, proletario, afroamericano, o incluso hombre, blanco, civilizado, responsable, masculino, no es una representación externa de un estado interior y espiritual, sino una respuesta a esta historia de identificación y sus ambiguos dones y legados.

Es verdad que no podemos analizar el presente haciendo referencia a los pecados que podrían yacer en sus genealogías. Los vocabularios que usamos para pensarnos emergen fuera de nuestra historia, pero no siempre llevan las marcas de su nacimiento: la historicidad de los conceptos es demasiado contingente, demasiado móvil, oportunista e innovadora para esto. Las estrategias políticas motivadas por los ideales de identidad han sido, sin duda, frecuentemente imbuidas tanto por los nobles valores del humanismo y sus compromisos con la libertad individual, como por la voluntad de dominar o purificar en el nombre de la identidad. Pero a medida que nuestro siglo termina, es tal vez tiempo de intentar contabilizar los costos, y no sólo las bendiciones, de nuestros proyectos identitarios. Y un pequeño pero significativo elemento implicado en dicha contabilización tiene que ver con identificar las contribuciones hechas a dicho régimen de subjetivación por la psicología, como el discurso que por casi ciento cincuenta años nos ha hablado —algunas veces de forma brutal, algunas veces en desapasionadas disquisiciones, algunas veces en susurros seductores y confortadores— de las verdades de nuestros sí mismos.

5 Para evitar cualquier confusión, puedo indicar que tal concepto de subjetivación no es usado para implicar la dominación sobre otros, o la subordinación a un sistema de poder externo. No funciona como un término de “crítica”, más bien como un dispositivo para el pensamiento crítico, en el sentido simplemente de designar los procesos vinculados a ser “construidos” como sujetos de cierto tipo. Como será evidente, mi propuesta en este capítulo depende del análisis de la subjetivación planteado por Michel Foucault.

6 Aludo aquí a la frase de Michel Maffesoli: “en el corazón de lo real, entonces, hay un ‘irreal’ que es irreductible, y cuya acción está lejos de ser insignificante” (Maffesoli, 1991: 12).

7 Es importante entender esto en el modo reflexivo más que sustantivo. En lo que sigue, la frase siempre designa dicha relación, y no implica un “sí mismo” sustantivado como objeto de tal relación.

8 Por supuesto, esto es para exagerar el caso. Se necesita observar, por una parte, las formas en las cuales las reflexiones filosóficas han sido ellas mismas organizadas en torno a los problemas de la patología —pensemos en el funcionamiento de la imagen de la estatua privada de toda entrada sensorial, planteada por filósofos sensualistas como Condillac— y, por otra parte, en las formas en que la filosofía es animada por, y articulada con, los problemas del gobierno de la conducta (sobre Condillac, véase Rose, 1985a; sobre Locke, véase Tully, 1993; sobre Kant, véase Hunter, 1994).

9 Argumentos similares acerca de la necesidad de analizar el “sí mismo” en tanto tecnológico, han sido planteados en diversos lugares recientemente. Véase especialmente la discusión en el libro de Elspeth Probyn (1993). Lo que quiere decir precisamente con “tecnológico” es frecuentemente poco claro. Como sugiero en el Capítulo 8, un análisis de las formas tecnológicas de subjetivación necesita desarrollarse en términos de la relación entre tecnologías para el gobierno de la conducta y técnicas intelectuales, corporales y éticas, que estructuran la relación del ser consigo mismo en distintos momentos y lugares.

10 Esto no es, por supuesto, para sugerir que el saber y la expertise no juegan un rol crucial en regímenes no-liberales de gobierno de la conducta. Basta con sólo pensar en rol de doctores y gerentes en la organización de los programas de exterminación masiva en la Alemania nazi, o en el rol de los obreros del partido en las relaciones pastorales entre los Estados de Europa del Este antes de su “democratización”, o en el rol de la expertise en regímenes de planificación centralizados como el Gosplan en la URSS. Sin embargo, las relaciones entre las formas de saber y las prácticas designadas como políticas y aquellas que afirman no tener una comprensión política de sus objetos, fueron diferentes en cada caso.

11 La noción foucaultiana technologies of the self ha sido traducida al castellano como “tecnologías del yo”. Sin embargo, hemos preferido ser fieles a la lógica interna del texto y mantener la noción de “sí mismo”, que no altera su sentido [N. de los E.].

12 Este no es el lugar para discutir este punto, por lo que únicamente afirmaré que sólo los racionalistas, o los creyentes en Dios, imaginan que la “realidad” existe en las formas discursivas disponibles al pensamiento. Esta no es una cuestión para ser tratada reviviendo los antiguos debates sobre la distinción entre el conocimiento de los mundos “naturales” y “sociales”: simplemente aceptar que este debe ser el caso, a menos que uno crea en algún poder trascendental que ha formado el pensamiento humano de tal forma que sea homogéneo con respecto a lo que piensa. Tampoco se trata de ensayar el viejo problema de la epistemología, el cual plantea una inefable división entre el pensamiento y su objeto, y luego se sorprende acerca de cómo uno podría “representarse” al otro. Más bien, quizás se podría decir que el pensamiento constituye lo real, pero no como una “realización” del pensamiento.

Capítulo 2

Una historia crítica de la psicología

¿Cómo debería hacerse la historia de la psicología? Quisiera proponer un abordaje particular de este tema: una historia crítica de las relaciones entre lo psicológico, lo gubernamental y lo subjetivo. Una historia crítica de la psicología es aquella que nos ayuda a pensar sobre nuestra naturaleza y nuestros límites, sobre las condiciones bajo las cuales ha sido establecido lo que tomamos como verdad y como realidad. La historia crítica perturba y fragmenta, revela la fragilidad de lo que parece sólido, la contingencia de lo que parece necesario, las raíces mundanas y cotidianas de lo que reclama para sí un origen noble y desinteresado. Nos permite pensar contra el presente, en el sentido de explorar sus horizontes y condiciones de posibilidad. Su objetivo no es predeterminar el juicio, sino hacerlo posible.

La psicología y sus historias

Las ciencias psicológicas —la psicología, la psiquiatría y otras disciplinas que se designan a sí mismas con el prefijo “psi”— ciertamente no se encuentran desprovistas de una conciencia histórica. Muchos libros voluminosos relatan la historia del largo desarrollo del estudio científico del funcionamiento psicológico, normal y patológico. Casi todos los manuales de psiquiatría o psicología parecen estar obligados a incluir un capítulo histórico o una revisión, aunque sea descuidada, de los tópicos en discusión. Dichos textos nos cuentan repetidamente la historia del desarrollo de las ciencias psicológicas en términos similares: éstas tendrían un largo pasado, pero una corta historia. Un largo pasado, dado que se trataría de una tradición continua de especulación concerniente a la naturaleza, las vicisitudes y las patologías del alma humana, que sería virtualmente coextensiva con el propio intelecto humano. Una corta historia, por cuanto el desplazamiento desde la metafísica, la especulación o la reducción médica o la fisiológica, ocurre recién con el desarrollo del “método experimental” en el siglo XIX. Es tentador descartar estas historias debido a su ingenuidad epistemológica, o ver en ellas motivaciones derivadas de intereses peculiares de parte de quienes escriben este relato de las ciencias de la mente. Si bien es cierto que cada una de estas acusaciones puede contener algo de verdad, no obstante, esta forma de hacer historia no es exclusiva de las ciencias psicológicas. De hecho, cierto tipo de historia es un elemento interno a la conciencia de todas aquellas prácticas de representación e intervención que llamamos ciencias.

Estos textos autorizados acerca de la historia de las ciencias juegan un rol clave en la construcción de la imagen de la realidad actual de la disciplina en cuestión, un rol que se torna evidente por el papel que juegan en el entrenamiento de todos los principiantes. A este tipo de escritos, Georges Canguilhem los denomina “historia recurrente” (Canguilhem, 1968, 1977). Utiliza este término para describir —no necesariamente de forma peyorativa— las maneras en que las disciplinas científicas tienden a identificarse, ellas mismas, parcialmente a través de una determinada concepción de su pasado. Estas narrativas establecen la unidad de la ciencia, al construir una tradición continua de pensadores que buscaron captar los fenómenos que forman su objeto. Inevitablemente, desde esta perspectiva, el objeto de una ciencia —la “realidad” que busca volver inteligible— parece simultáneamente ahistórico y asocial. Preexiste a los intentos de estudiarlo, siempre ha existido bajo la misma forma y, por ende, todos estos pensadores del pasado han estado dando vueltas alrededor de una realidad que se ha mantenido igual. Por lo tanto, los trabajos de estos pensadores pueden ser ordenados en una narrativa, dispuestos a lo largo de una dimensión cronológica, que corresponde a un avance hacia el objeto; cualquier perturbación de esta fluida progresión puede ser reincorporada a la narrativa en cuestión a través de las nociones de precursor, genio, prejuicio e influencia.

Simultáneamente, estas historias recurrentes establecen la modernidad de su ciencia. En un mismo movimiento ratifican el presente a través de su respetable tradición y lo desmarcan de aquellos aspectos del pasado que podrían llegar a perturbarla. Esto se logra llevando a cabo una división entre textos y autores, autorizados e invalidados, entre aquellas teorías y argumentos que coinciden con la actual imagen de sí misma de la disciplina y aquellas que son más marginales y excéntricas. El pasado autorizado está dispuesto en una secuencia, más o menos continua, como aquello que condujo al presente y que lo anticipó, como una tradición virtuosa de la cual el presente es el heredero. Se trata de un pasado de perspicacias individuales, de avances difíciles y fracasos inesperados, de influencias personales, profesionales y culturales, de obstáculos superados, experimentos cruciales, descubrimientos originales y otras cosas por el estilo. En oposición a esta historia autorizada y oficial, existe una historia invalidada y cancelada. Se trata de una historia de caminos equivocados, de errores e ilusiones, de prejuicio y mistificación; de todos esos cul-de-sac hacia los cuales el saber fue arrastrado y que lo desvió del camino del progreso. Todos los libros, teorías, explicaciones y argumentos asociados al pasado de un sistema de pensamiento, pero que son incongruentes con su presente, están registrados en esta historia del error. Las historias recurrentes toman el presente tanto como la culminación del pasado, así como el punto de vista desde el cual su historicidad puede ser desplegada. Las historias recurrentes son, sin embargo, más que “ideología”, ya que a ellas les corresponde jugar un rol constitutivo en la mayoría de los discursos científicos, dado que usan el pasado para ayudar a delimitar aquel régimen de verdad que es contemporáneo para una disciplina y. al hacerlo, no solamente usan la historia para vigilar el presente, sino también para dar forma al futuro (el ejemplo más discutido es, por supuesto, Boring, 1929). Tales historias vigilan las fronteras de su disciplina según sus criterios de inclusión o exclusión. Por consiguiente, dichas historias juegan su papel al establecer una división entre lo decible y lo indecible, lo pensable y lo impensable: emplazando lo que Michel Foucault llamó un “régimen de verdad”.

Estas historias recurrentes acerca de la ciencia son programáticas. Al narrar el pasado de su disciplina ellas buscan no sólo delimitar el presente, sino también escribir el futuro. Por ello escriben sus historias en el futuro anterior. Ahora, en cambio, quisiera instarnos a hacer una historia “centrada en el presente”, pero esta historia tiene que hacerse cargo de la imagen vigente de la disciplina en tanto que demanda y en tanto que problema: una demanda en que no tenemos que examinar esta imagen ni como mito ni como reflexión, sino que examinar cómo opera y qué funciones desempeña al interior de la disciplina hoy en día; y un problema, en tanto que no podemos emplearlo como la base para nuestra investigación del pasado. Lo que hoy parece marginal, excéntrico o de dudosa reputación, con frecuencia, mientras fue escrito, era algo central, normal y respetable. Más que marginalizar estos textos del pasado desde el punto de vista del presente, haríamos mejor en cuestionar las certidumbres del presente prestando atención a tales márgenes y al proceso de su marginación. En efecto, analizándolo de esta manera, las aparentes certidumbres de nuestras identidades disciplinares del presente también comienzan a agrietarse. Y no es solamente que las disciplinas tengan fronteras fluidas, que se entremezclan unas con otras, sino que las líneas de desarrollo de teorías, explicaciones y experimentaciones frecuentemente no corren por el centro de alguna disciplina, sino a través de sus vínculos con otras, por medio de preguntas que tienen menos que ver con el saber que con el saber-hacer. Semejante historia crítica del presente debería ser una operación disruptiva, que perturba y fragmenta.

Hasta la década de 1960, casi todas las historias de la psicología fueron del género “recurrente” (una situación descrita y criticada por Young, 1966). Durante el período subsecuente, sin embargo, esta historia recurrente de las ciencias psicológicas ha sido desafiada en varios frentes. Sociólogos del control social y críticos culturales extendieron sus críticas a la psicología. Una nueva historia “social” de la ciencia ha ido más allá de la clásica división entre historias internas y externas de la ciencia y ha argumentado, en una gama de formas diferentes, que el propio saber científico tiene que ser comprendido en su contexto social, político e institucional y en términos de la organización de comunidades científicas. Además, ha habido un renovado interés en historias académicas de las psicociencias, que examinaron con gran detalle las fuerzas biográficas e institucionales que dieron forma al desarrollo de las teorías y técnicas psicológicas, las fuerzas organizacionales en funcionamiento al interior del mundo académico, y las influencias políticas en el desarrollo de saber psicológico (para algunas colecciones representativas, véase Woodward & Ash, 1982; Ash & Woodward, 1987). A pesar de que no tengo interés en discutir estas diferentes aproximaciones en detalle, no obstante, y a riesgo de caer en caricaturizaciones, puede que sea capaz de clarificar el proyecto que he denominado una historia crítica de la psicología contrastándolo con estas otras perspectivas.

Las críticas sociológicas que tocaron el tema de las ciencias psicológicas han buscado oponer y revisar los temas de progreso, ilustración y neutralidad que animan la historia autorizada, caracterizando a estos trabajos como hagiografías interesadas cuya meta no es ilustrarnos acerca del pasado, sino legitimar el presente. Oponen a esta programática de la legitimación una política de deslegitimación, y analizan el desarrollo de la disciplina menos en términos del poder innovador del genio o del poder correctivo de la experimentación científica, que en términos de transformaciones externas al saber científico. En lo que respecta a los siglos XIX y XX, estos análisis tienden a dar énfasis a cinco tipos de factores externos: económicos, profesionales, políticos, culturales y patriarcales. Los temas económicos conectan desarrollos de las ciencias psicológicas en el siglo XIX con las exigencias de la producción capitalista, la construcción y regulación del mercado laboral, la preservación de la propiedad y autoridad de los adinerados y, más recientemente, con las aventuras coloniales de la dominación y del saqueo, a las que el surgimiento del capitalismo metropolitano estuvo inherentemente vinculado. Los temas profesionales se vinculan con la formulación y adopción de diferentes teorías, explicaciones y técnicas con el choque de intereses cognitivos y profesionales, algunas veces analizados en términos de clase y con la extensión del poder profesional por medio de la autoridad derivada de una demanda exitosa hacia la ciencia. Los temas políticos vinculan estos desarrollos con transformaciones en los aparatos de Estado y las instituciones de control social, tales como el asilo y la prisión. Los temas culturales tienden a considerar el surgimiento de la psicología como una instancia de un malestar social más amplio: la decadencia de valores espirituales y comunitarios, las relaciones revisadas de lo público y lo privado y la tiranía de la intimidad, o el auge del narcisismo a nivel individual y cultural. Finalmente, los temas patriarcales han relacionado el surgimiento de las psicociencias con la domesticación decimonónica de las mujeres y el secuestro de esposas e hijas en los confines claustrofóbicos y patogénicos de la familia nuclear.

Esta escritura de la historia como una crítica formula preguntas significativas respecto de las relaciones entre saber y sociedad, entre verdad y poder, entre psicología y subjetividad. Sin embargo, este uso de la historia frecuentemente es tan problemático como las versiones autorizadas a las cuales responde. Sugiero que una historia crítica efectiva necesita invertir nuestra dirección de investigación en relación a cada uno de estos temas.

Factores económicos

Las explicaciones que descansan en exigencias económicas rara vez son capaces de especificar exactamente los mecanismos mediante los cuales ciertos desarrollos económicos fueron traducidos en cambios específicos del saber, excepto al recurrir a poderes explicativos tan poco convincentes de nociones tales como la legitimación (e.g. Baritz, 1960; Ewen, 1976, 1988). Sugiero, en cambio, que podríamos arrojar más luz sobre la relación entre las vicisitudes del capitalismo y el surgimiento de las disciplinas psicológicas, analizando las condiciones políticas, institucionales y conceptuales que dieron lugar a la formulación de diversas nociones de la economía, el mercado, las clases trabajadoras y el sujeto colonial. Deberíamos prestar atención a las maneras en que estas disciplinas problematizaron los diferentes aspectos de la existencia (la paralización industrial, la productividad, la salud del trabajador —ya sea libre o esclavo—, la administración concreta de las plantaciones coloniales, entre muchos otros) desde la perspectiva de “la economía”. Deberíamos analizar las formas en que estas problematizaciones plantearon preguntas a las cuales las psicociencias pudieron brindar respuesta. Y deberíamos investigar las formas en las que las psicociencias, a su vez, transformaron la propia naturaleza y significado de la vida económica y las concepciones de las exigencias económicas que han sido adoptadas en la actividad y en la política económica.

Factores profesionales

Se podría adoptar una inversión similar respecto a la cuestión de los intereses. Aparentemente, los sociólogos consideraron que la atribución de intereses a individuos o grupos —clases, géneros, razas—, y su utilización como explicaciones de las posiciones adoptadas en las disputas cognitivas o profesionales, era un asunto sencillo (esto es particularmente cierto respecto de los sociólogos de la ciencia del grupo de Edimburgo: véase Barnes, 1974; Mackenzie, 1981). Lamentablemente, estas explicaciones frecuentemente caen en lo tautológico. Por lo general, el interés proviene de la postura adoptada, la que luego se pretende explicar: así, debido a que algunos psicólogos elaboraron una visión donde las capacidades mentales de las mujeres estaban relacionadas con sus ciclos reproductivos, debieron haber tenido interés en representarlas como inestables y, por ende, dependientes; de ahí que ese interés explique por qué pensaban como lo hacían. De manera alternativa, la relación entre el interés y el punto de vista se establece en retrospectiva: por supuesto, después de la Segunda Guerra Mundial, los psicólogos (varones) llegaron a la conclusión de que había un “instinto materno” porque, después de todo, en la década de 1950 había una “necesidad” de que las mujeres retornaran de las fábricas hacia el hogar (este tipo de argumentos son analizados críticamente en Riley, 1983). Estas explicaciones simplemente asumen lo que se proponen explicar.

En su lugar, creo que es necesario explicar la propia formación de los intereses. Debemos abordar las diversas maneras en que individuos y grupos específicos fueron movilizados en torno a objetivos particulares, así como las técnicas de construcción de identidades y aspiraciones colectivas. Desde esta perspectiva, las demandas son acerca de qué es lo que interesa a los intereses, en la medida que producen aliados y, de hecho, constituyen los grupos, comunidades y fuerzas en cuestión, ya sean integrantes industriales, obreros varones en el ámbito de la manufactura, mujeres burguesas o profesionales de la psicología. Por lo tanto, debemos estudiar la manera en que se forman las alianzas entre quienes terminan convenciéndose, de diversas maneras, de que tienen determinados intereses y de que esos intereses son los mismos que los de otros individuos (cf. Callon, 1986; Latour, 1984, 1986a). Los intereses son logros, no explicaciones, y son más frágiles, más disputados y más negociables de lo que muchos sociólogos y otros quieren creer.

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9789569441523
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