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Estrategias

¿Cómo se relacionan estos procedimientos para regular las capacidades de las personas a objetivos morales, sociales o políticos más amplios que conciernen a las características deseables e indeseables de las poblaciones, de la fuerza de trabajo, de la familia, de la sociedad? Aquí, son particularmente significativas las divisiones y relaciones establecidas entre las modalidades de gobierno de la conducta a las que se les ha otorgado el estatus de lo político, y aquellas operadas a través de formas de autoridad y dispositivos considerados no-políticos, como el saber técnico de los expertos, el saber judicial de los tribunales, la organización del saber de los gerentes, o el saber “natural” de la familia y de la madre. Es típica de aquellas racionalidades de gobierno que se consideran a sí mismas como “liberales” la simultanea delimitación de la esfera política por la referencia al derecho de otros dominios —el mercado, la sociedad civil y la familia, siendo estos tres los más comúnmente desplegados—, y la invención de una serie de técnicas que intentarían actuar en dichos dominios sin desbaratar su autonomía. Es por esta razón que los saberes y formas de expertise que conciernen a las características internas de los dominios a ser gobernados asumen particular importancia en estrategias y programas de gobierno liberales, ya que estos dominios no deben ser “dominados” a través de reglas, sino que deben ser conocidos, comprendidos y relacionados de tal forma que sus acontecimientos internos —productividad y condiciones de comercio, actividades de asociaciones civiles, formas de crianza y de organizar las relaciones conyugales, y los asuntos económicos domésticos— respalden, y no se opongan, a los objetivos políticos.10 En el caso que estamos discutiendo aquí, las características de las personas, tales como los “individuos libres” de los cuales depende el liberalismo para su legitimidad política y funcional, asumen una significancia particular. Tal vez podría decirse que el campo estratégico general de todos aquellos programas de gobierno que se conciben a sí mismos como liberales, ha sido definido por el problema de cómo los individuos libres pueden ser gobernados de tal forma que puedan ejercer su libertad apropiadamente.

El gobierno de los otros y el gobierno de sí mismo

Cada una de estas líneas de investigación está inspirada, en gran medida, por los escritos de Michel Foucault. Ellas emergen en particular, sin duda, de las propuestas de Foucault acerca de la genealogía de las artes de gobierno —donde el gobierno es concebido, de manera general, como acompañando todos aquellos programas y estrategias más o menos racionalizados para “la conducción de la conducta”— y de su concepción de la gubernamentalidad, la que refiere a la emergencia de racionalidades políticas o mentalidades de gobierno, donde gobernar se convierte en una cuestión de administración calculada de los asuntos de cada uno y de todos, con el fin de conseguir ciertos objetivos deseables (Foucault, 1991; véase Gordon, 1991, para una discusión acerca de la noción de gobierno). Gobierno, aquí, no indica una teoría, sino un cierto tipo de perspectiva desde la cual se podría hacer inteligible la diversidad de intentos de los distintos tipos de autoridades para actuar sobre las acciones de otros en relación a objetivos de prosperidad nacional, armonía, virtud, productividad, orden social, disciplina, emancipación, autorrealización, entre otros. Esta perspectiva también dirige nuestra atención hacia las maneras en que las estrategias para la conducción de la conducta frecuentemente operan intentando modelar lo que Foucault denominaba “tecnologías del sí mismo”,11 “mecanismos de autodirección”, o las formas en que los individuos experimentan, entienden, juzgan, y se conducen a sí mismos (Foucault, 1984b, 1986, 1988). Las tecnologías del sí mismo toman la forma de la elaboración de ciertas técnicas para la conducción de la propia relación con uno mismo, por ejemplo, requiriendo relacionarse a sí mismo epistemológicamente (conócete a ti mismo), despóticamente (domínate a ti mismo), o de otras maneras (cuídate a ti mismo). Estas tecnologías están encarnadas en prácticas técnicas particulares (la confesión, la escritura del diario de vida, las discusiones grupales, los doce pasos del programa de Alcohólicos Anónimos), y ellas son siempre practicadas bajo la autoridad actual o imaginada de algún sistema de verdad y de alguna autoridad individual, sea esta teológica y sacerdotal, psicológica y terapéutica, o disciplinaria y tutelar.

Una serie de temas emergen a partir de estas consideraciones. El primero concierne al asunto de la ética. En sus últimos escritos, Foucault utilizó la noción de “ética” como una designación general para sus investigaciones acerca de la genealogía de nuestras formas actuales de “preocupación” por el sí mismo (Foucault, 1979b, 1984b, 1986; cf. Minson, 1993). Para Foucault, las prácticas éticas se distinguían del dominio de la moralidad en cuanto los sistemas morales son, en general, sistemas universales de mandato e interdicción —debes hacer esto o no debes hacer esto otro— y frecuentemente están articulados en relación con algunos códigos relativamente formalizados. La ética, por otro lado, se refiere al dominio de tipos específicos de consejos prácticos acerca de cómo uno debe preocuparse de sí mismo, hacer de uno mismo el sujeto de solicitud y atención, y conducirse a sí mismo en varios aspectos de la propia existencia cotidiana.

Diferentes períodos culturales, sostuvo Foucault, difirieron en el peso respectivo que sus prácticas de regulación de la conducta acordaron a mandatos morales codificados y a repertorios prácticos de consejos éticos. No obstante, se puede emprender una genealogía de nuestro régimen ético contemporáneo, el cual, como sugirió Foucault, alentó a los seres humanos a relacionarse consigo mismos como sujetos de una “sexualidad”, y a “conocerse a sí mismos” a través de una hermenéutica del sí mismo, para explorar, descubrir, revelar y vivir a la luz de los deseos que componían su verdad. Tal genealogía perturbaría la apariencia de ilustración que envolvía a ese régimen, al explorar la manera en que ciertas formas de práctica espiritual que podían encontrarse en la ética griega, romana y del cristianismo temprano, han sido incorporadas en el poder pastoral y posteriormente en las prácticas educativas, médicas y psicológicas (Foucault, 1986).

Claramente, la aproximación que he delineado ha derivado mucho de la forma en que Foucault pensó estos problemas. Sin embargo, quisiera desarrollar sus argumentos en distintos sentidos. Primero, como ha sido señalado en otro lugar, la noción de “tecnologías del sí mismo” puede ser algo engañosa. El sí mismo no conforma el objeto transhistórico de las técnicas para ser humano, sino únicamente una manera a través de la cual los humanos han sido conminados a entenderse y a relacionarse consigo mismos (Hadot, 1992). En prácticas diferentes, estas relaciones se expresan en términos de individualidad, carácter, constitución, reputación, personalidad y otras afines, las cuales no son simplemente diferentes versiones de un sí mismo, ni tampoco se suman para formar un sí mismo. Más aun, la medida en que nuestra relación contemporánea con nosotros mismos —interioridad, autoexploración, autorrealización, etc.— toma de hecho la cuestión de la sexualidad y el deseo como su punto de apoyo, debe seguir siendo una pregunta abierta para la investigación histórica. He sugerido en otro lugar que el sí mismo, en cuanto tal, se ha vuelto objeto de valoración, un régimen de subjetivación en el que el deseo ha sido liberado de su dependencia a la ley de una sexualidad interna y ha sido transformado en una variedad de pasiones para descubrir y realizar la identidad del sí mismo en cuanto tal (Rose, 1990).

Más aún, quisiera sugerir que se necesita extender el análisis de las relaciones entre el gobierno y la subjetivación más allá del campo de la ética, si por ello se entienden todos esos tipos de relación con uno mismo que son estructurados por las divisiones de la verdad y la falsedad, de lo permitido y lo prohibido. También se necesita examinar el gobierno de esta relación a lo largo de otros ejes.

Uno de estos ejes concierne al intento de inculcar una cierta relación con uno mismo a través de transformaciones en “mentalidades”, o de aquello que se podría denominar “técnicas intelectuales” —lectura, memoria, escritura, cálculo— (para algunos ejemplos potentes, véase Eisenstein, 1979; Goody & Watt, 1963). Por ejemplo, especialmente en el curso del siglo XIX en Europa y Estados Unidos, se advierte el desarrollo de una multitud de proyectos para la transformación del intelecto al servicio de objetivos específicos, cada uno de los cuales busca imponer una relación particular con el sí mismo a través de la implantación de ciertas capacidades de lectura, escritura y cálculo. Un ejemplo aquí sería la forma en que, en las últimas décadas del siglo XIX, educadores republicanos en Estados Unidos promovieron el cálculo, particularmente las capacidades numéricas que podrían ser facilitadas por la decimalización, con el propósito de generar, en aquellos así capacitados, un tipo particular de relación consigo mismos y con el mundo. Un sí mismo numerizado sería un sí mismo calculador, que establecería una relación prudente con el futuro, con el presupuesto, con el comercio, con la política y con la conducción de la vida en general (Cline-Cohen, 1982; cf. Rose, 1991).

Un segundo eje estaría relacionado con las corporalidades o técnicas corporales. Por supuesto, antropólogos y otros han investigado en detalle el modelamiento cultural de los cuerpos —comportamiento, expresión de la emoción, entre otros— en tanto difieren de cultura en cultura y, al interior de las culturas, entre géneros, edades, grupos de estatus, y así sucesivamente. Marcel Mauss proporcionó la representación clásica de las formas en que el cuerpo, como instrumento técnico, es organizado diversamente en distintas culturas: diferentes formas de caminar, sentarse, excavar, marchar (Mauss, 1979a; cf. Bourdieu, 1977). Sin embargo, una genealogía de la subjetivación no se preocupa por la relatividad cultural de las capacidades corporales en y del sí mismo, sino por las maneras en que diferentes regímenes corporales han sido ideados e implantados en los intentos racionalizados de producir una particular relación con el sí mismo y con los otros. Norbert Elias ha dado muchos ejemplos potentes acerca de las formas en las que códigos explícitos de conductas corporales —como los modales, la etiqueta y el automonitoreo de funciones y acciones corporales— fueron insertados en individuos que ocupaban diferentes posiciones dentro del aparato de la corte de Luis XIV a mediados del siglo XVIII (Elias, 1983; cf. Elias, 1978; Osborne, 1996). El disciplinamiento del cuerpo del individuo patológico en la prisión y el asilo del siglo XIX no sólo involucró su organización dentro de un régimen externo de vigilancia jerárquica y de juicios normalizadores, y su ensamblaje a través de regímenes moleculares de gobierno del movimiento en el tiempo y el espacio. También buscó insertar una relación interna entre el individuo patológico y su propio cuerpo, en la que el comportamiento corporal manifestaría, y a la vez mantendría, un cierto tipo de dominio disciplinado ejercido por la persona sobre sí misma (Foucault, 1967, 1977; véase también Smith, 1992, para una historia de la noción de “inhibición” y su relación con la preocupación victoriana por las manifestaciones externas de firmeza y autodominio a través del ejercicio de control del cuerpo). Una forma análoga de relación con el cuerpo, aunque sustantivamente diferente, fue un elemento clave en la autoconstrucción de una cierta estética en la Europa decimonónica, encarnada en determinados estilos de vestimenta y en el cultivo de ciertas técnicas corporales como la natación, que pro duciría y mostraría una particular relación con lo natural (Sprawson, 1992). Los teóricos y las teóricas del género han comenzado a analizar las formas en las que la performance apropiada de la identidad sexual ha estado históricamente vinculada a la inculcación de cierto tipo de técnicas del cuerpo (Bordo, 1993; Brown, 1989; Butler, 1990). Ciertas formas de posar, de caminar, de correr, de sostener la cabeza y de posicionar las extremidades no son simplemente variaciones culturales o adquisiciones a través de la socialización del género, sino que son regímenes del cuerpo que buscan subjetivar en términos de una cierta verdad del género, inscribiendo una relación particular con uno mismo en un régimen corporal: prescrito, racionalizado y enseñado en manuales de consejo, etiqueta y modales, e insertadas a partir tanto de sanciones como de seducciones (cf. los estudios reunidos en Bremer & Roodenburg, 1991).

Estos comentarios debiesen indicar algo de la heterogeneidad de los vínculos entre el gobierno de otros y el gobierno del sí mismo. Es importante subrayar dos aspectos más de esta heterogeneidad. La primera concierne a la diversidad de modos en los que una cierta relación con uno mismo es impuesta. Existe una tentación por enfatizar los elementos de autodominio y de autorrestricción sobre los propios deseos e instintos implicados en muchos regímenes de subjetivación; el mandato de controlar o civilizar una naturaleza interna que sería excesiva. Ciertamente, se puede ver esta temática en muchos de los debates decimonónicos acerca de la ética y el carácter tanto del orden dominante como de las respetables clases trabajadoras: un paradójico “despotismo del sí mismo” en el corazón de las doctrinas liberales acerca de la libertad del sujeto (derivo esta formulación de Valverde, 1996; cf. Valverde, 1991). Sin embargo, hay muchos otros modos en los cuales esta relación con el sí mismo puede ser establecida e, incluso al interior del ejercicio de dominio, existen diversas configuraciones a través de las cuales uno puede ser alentado a dominarse a sí mismo (cf. Sedgwick, 1992). Dominar el propio deseo en función del carácter, a través de la inculcación de hábitos y rituales de autodenegación, prudencia y previsión, por ejemplo, es diferente de dominar el propio deseo a través de la concientización acerca de sus raíces a partir de una reflexión hermenéutica, con el propósito de liberarse a sí mismo de las consecuencias autodestructivas de la represión, la proyección y la identificación.

Yendo aún más lejos, la forma misma que adopte esta relación puede variar. Puede ser una relación de conocimiento, como en el mandato de conocerse a sí mismo, que Foucault localiza en la confesión cristiana y llega hasta las técnicas psicoterapéuticas contemporáneas: aquí, inevitablemente, los códigos del conocimiento son suministrados no por la pura introspección sino por la traducción de la propia introspección en un vocabulario particular de sentimientos, creencias, pasiones, deseos, valores, etc., y de acuerdo a un código explicativo particular derivado de alguna fuente de autoridad. Puede ser también una relación de preocupación y atención, como en los proyectos de cuidado del sí mismo a través de la acción sobre el cuerpo que debe ser nutrido, protegido y salvaguardado por regímenes de dieta, de minimización de estrés y de autoestima. De forma similar, la relación con la autoridad puede variar. Considérense, por ejemplo, algunas de las cambiantes configuraciones de autoridad en el gobierno de la locura y la salud mental: la relación de dominio que fue ejercida entre el médico de asilo y el loco en la medicina moral de fines del siglo XVIII; la relación entre disciplina y autoridad institucional establecida entre el médico de asilo del siglo XIX y el interno; la relación pedagógica entre el higienista mental de la primera mitad del siglo XX y niños y padres, pupilos y profesores, trabajadores y gerentes, generales y soldados; la relación de seducción, conversión y ejemplaridad actual entre psicoterapeuta y cliente.

Como es evidente a partir de la discusión precedente, aunque las relaciones con uno mismo implantadas en cualquier momento histórico pueden parecerse unas a otras de formas variadas —por ejemplo, la noción victoriana de carácter fue dispersada en muchas prácticas diferentes—, es la investigación empírica la que debe mapear la topografía de la subjetivación. No se trata, entonces, de narrar una historia general de la idea de la persona o el sí mismo, sino de rastrear las formas técnicas concedidas a la relación con uno mismo en varias prácticas: legales, militares, industriales, familiares, económicas. E incluso dentro de una sola práctica, la heterogeneidad debe ser asumida como algo más común que la homogeneidad. Considérense, por ejemplo, las muy diferentes configuraciones del ser persona en el aparato legal en cualquier momento, la diferencia entre la noción de estatus y de reputación como funcionó en procedimientos civiles en el siglo XIX, y la elaboración simultánea de una nueva relación con el infractor de la ley como una personalidad patológica en los tribunales criminales y en el sistema penitenciario (cf. Pasquino, 1991).

Nuestro propio presente parece estar marcado por una cierta nivelación de estas diferencias, de modo tal que las presuposiciones concernientes a los seres humanos en diversas prácticas comparten una cierta similitud: que los seres humanos serían sí mismos con autonomía, elección y autorresponsabilidad, equipados con una psicología que apunta a la autorrealización, y que dirigen sus vidas, efectiva o potencialmente, como si se tratara de una especie de empresa de sí mismos. Pero este es precisamente el punto de partida para una investigación genealógica. ¿De qué forma fue constituido este régimen del sí mismo? ¿Bajo qué condiciones y en relación a que demandas y formas de autoridad? Indudablemente, durante los últimos cien años hemos presenciado una proliferación de expertises sobre la conducta humana: economistas, gerentes, contadores, abogados, consejeros, terapeutas, médicos, antropólogos, cientistas políticos, expertos en políticas públicas, entre otros. Sin embargo, quisiera sostener que la “unificación” de los regímenes de subjetivación en términos del sí mismo ha tenido mucho que ver con la emergencia de una forma particular de expertise positiva sobre el ser humano, esto es, las disciplinas psi y su “generosidad”. Por “generosidad” me refiero a que, contrariamente a las visiones convencionales acerca de la exclusividad del saber profesional, las disciplinas psi “se han entregado” felices, diría incluso deseosas: han prestado su vocabulario, sus explicaciones y sus tipos de juicios a otros grupos profesionales y los han implantado entre sus clientes (Rose, 1992b; véase el Capítulo 4 de este volumen). Las disciplinas psi, en parte como consecuencia de su heterogeneidad y de la ausencia de un paradigma único, han adquirido una peculiar capacidad de penetración en relación con las prácticas de conducción de la conducta. Han sido capaces no sólo de suministrar una gran variedad de modelos del sí mismo, sino también de proveer recetas útiles para la acción en relación al gobierno de personas para profesionales en diferentes lugares. Su potencia ha sido incrementada aún más por su habilidad para complementar estas cualidades prácticas con una legitimidad derivada de sus afirmaciones acerca de decir la verdad sobre los seres humanos. Se han diseminado rápidamente a través de su pronta traducibilidad en programas para el remodelamiento de los mecanismos de autodirección de los individuos, ya sea en la clínica, en la sala de clases, en el consultorio, en las columnas de consejos de revistas o en los programas televisivos confesionales. Por supuesto, es verdad que las disciplinas psi no gozan de una alta estima pública y que sus practicantes usualmente son objeto de burla, pero esto no debe engañarnos: se ha vuelto imposible concebir el ser persona, experimentar el ser persona propio o ajeno, o gobernarse a sí mismo o a los otros, sin las disciplinas psi.

Permítaseme regresar al tema de la diversidad de regímenes de subjetivación. Una dimensión más amplia de heterogeneidad emerge del hecho que los modos de gobernar a los otros están relacionados no sólo con la subjetivación de los gobernados, sino también con la subjetivación de aquellos que gobiernan la conducta. Así, Foucault sostenía que para los griegos la problematización del sexo entre hombres estaba vinculada con la exigencia de que quien ejercía autoridad sobre los otros, debía primero ser capaz de ejercer dominio sobre sus propias pasiones y apetitos, dado que sólo si uno no era esclavo de sí mismo podía ser competente para ejercer autoridad sobre otros (Foucault, 1988; cf. Minson, 1993). Peter Brown ha apuntado al trabajo requerido a un joven de las clases privilegiadas del Imperio Romano del siglo II, a quien se le sugirió eliminar de sí mismo todo aspecto de “suavidad” y “feminidad” en su caminar, en sus ritmos de habla, en su autocontrol, con el propósito de mostrarse capaz de ejercer autoridad sobre otros (Brown, 1989). Gerhard Oestreich ha sugerido que el renacimiento de la ética estoica en los siglos XVII y XVIII en Europa fue una respuesta a las críticas hacia una autoridad osificada y corrupta: las virtudes del amor, la confianza, la reputación, la amabilidad, los poderes espirituales, el respeto por la justicia, entre otros, se iban a convertir en los medios de las autoridades para renovarse a sí mismas (Oestreich, 1982). Stefan Collini ha descrito las formas novedosas en que las clases intelectuales victorianas se problematizaron a sí mismas en términos de cualidades tales como la firmeza y el altruismo: se interrogaron a sí mismas en términos de una constante ansiedad y debilidad de la voluntad, y encontraron, en ciertas formas de trabajo social y filantrópico, un antídoto al autocuestionamiento (Collini, 1991, discutido en Osborne, 1996). Mientras estos mismos intelectuales victorianos estaban problematizando todo tipo de aspectos de la vida social en términos de carácter moral, amenazas al carácter, debilidad del carácter y de la necesidad de promover el buen carácter, y argumentando que las virtudes del carácter —autosuficiencia, sobriedad, independencia, autocontrol, respetabilidad, automejoramiento— debían ser inculcadas en otros a través de acciones positivas del Estado y de los estadistas, estaban haciendo de sí mismos el sujeto de un relacionado, pero algo diferente, trabajo ético (Collini, 1979). De forma similar, a través del siglo XIX, se observa la emergencia de programas de reforma de la autoridad secular dentro del servicio civil bastante novedosos, el aparato colonial de dominio y las organizaciones de la industria y la política, en las cuales la persona del funcionario público, del burócrata y del gobernador colonial se convertiría en el blanco de un nuevo régimen ético del desinterés, la justicia, el respeto por las reglas, la distinción entre el desempeño en el trabajo y el ámbito de las pasiones privadas, y muchas otras (Weber, 1978; cf. Hunter, 1993a, 1993b, 1993c; Minson, 1993; du Gay, 1995; Osborne, 1994). Y, por supuesto, muchos de aquellos que fueron sometidos al gobierno de tales autoridades —oficiales indígenas en las colonias, amas de casa de las clases respetables, padres, maestros de escuela, trabajadores, institutrices— fueron ellos mismos llamados a jugar su parte en el modelamiento de las personas, y a inculcar en ellos una cierta relación consigo mismos.

Desde esta perspectiva, ya no resulta sorprendente que los seres humanos frecuentemente se encuentren a sí mismos resistiendo a las formas de ser persona que están obligados a adoptar. La resistencia —si por ello significamos la oposición a un régimen particular de conducción de la propia conducta— no requiere una teoría de la agencia. No necesita un relato acerca de las fuerzas inherentes a cada ser humano que ama la libertad, que busca mejorar sus propios poderes y capacidades, o que lucha por la emancipación, que fuesen previas a, y en conflicto con, las demandas de la civilización y disciplina. No se necesita una teoría de la agencia para afirmar la resistencia, así como tampoco se necesita una epistemología para sostener la producción de los efectos de verdad. Los seres humanos no son los sujetos unificados de algún régimen coherente de gobierno que produce personas en la forma que las sueña. Al contrario, ellos viven sus vidas en un movimiento constante a través de diferentes prácticas que los subjetivan de diferentes maneras. Al interior de estas diferentes prácticas, las personas son tratadas como diferentes tipos de seres humanos, se presupone que son distintos tipos de seres humanos, y se actúa sobre ellos como si fueran diferentes tipos de seres humanos. Las técnicas para relacionarse con uno mismo como un sujeto con capacidades únicas y dignas de respeto, se enfrentan con las prácticas de relación con uno mismo en tanto blanco de la disciplina, el deber y la docilidad. El humanista que exige que uno se descifre a sí mismo en términos de la autenticidad de las propias acciones, compite con la demanda política o institucional de regirse por la responsabilidad colectiva de la toma de decisiones organizacionales, aunque uno esté personalmente en contra. La demanda ética de sufrir las propias penas en silencio y hallar una forma de “seguir adelante”, es considerada problemática desde la perspectiva de una ética pasional que nos obliga a revelarnos a nosotros mismos con los términos de un vocabulario particular de emociones y sentimientos.

Es así como la existencia de la contestación, el conflicto y la oposición en prácticas que conducen las conductas de las personas no es sorprendente y no requiere de la apelación a cualidades particulares de la agencia humana, excepto en el sentido mínimo de que el ser humano —como todo lo demás— excede cualquier intento de pensarlo; mientras el ser humano es necesariamente pensado, no existe en la forma del pensamiento.12 De este modo, en cualquier sitio o lugar, los seres humanos hacen que programas destinados a un objetivo se pongan al servicio de otros objetivos distintos. Por ejemplo, psicólogos, reformadores de la gestión de empresas, sindicatos y trabajadores, han tomado el vocabulario de la psicología humanista para realizar una crítica de las prácticas de administración basadas en un entendimiento psicofisiológico o disciplinario de las personas. Durante las dos últimas décadas, reformadores de las prácticas asistenciales y de la medicina han virado hacia la noción de que los seres humanos son sujetos de derecho, contra las prácticas que presuponen que los seres humanos son sujetos de protección. Desde afuera de este complejo y disputado campo de oposiciones, alianzas y disparidades de regímenes de subjetivación, vienen acusaciones de inhumanidad, críticas, exigencias de reforma, programas alternativos y la invención de nuevos regímenes de subjetivación.

Si decidimos designar algunas dimensiones de estos conflictos de resistencia, esto asume en sí mismo un carácter perspectivista: requiere que ejerzamos un juicio. Es infructuoso quejarse de que tal perspectiva no nos deja lugar en la conformación de una ética crítica y en la evaluación de posiciones éticas. La historia de todos aquellos intentos de fundar éticas que no apelen a algún garante transcendental es suficientemente clara: no pueden clausurar los conflictos acerca de los regímenes de la persona, sino simplemente ocupar una posición más dentro del campo de discusión (MacIntyre, 1981).

Pliegues en el alma

Los tipos de fenómenos que han sido discutidos aquí, ¿no son interesantes precisamente porque nos producen como seres humanos con un cierto tipo de subjetividad? Esta es, sin duda, la visión de muchos de los autores que han investigado estas temáticas, desde Norbert Elias hasta las teóricas feministas contemporáneas, quienes descansan en el psicoanálisis para fundamentar relatos acerca de las maneras en las que ciertas prácticas del sí mismo vienen a inscribirse en el cuerpo y el alma del sujeto generizado (e.g. Butler, 1993; Probyn, 1993). Para algunos, este camino no parece problemático. Elias, por ejemplo, no dudaba de que los seres humanos fueran un tipo de criatura habitada por psicodinámicas psicoanalíticas, y que esto suministrara la base material para la inscripción de la civilidad en del alma del sujeto social (Elias, 1978). Ya he sugerido que esta visión es paradójica, dado que requiere que adoptemos una verdad histórica reciente acerca del ser humano —que se forjó a finales del siglo XIX— como la base universal para la investigación de la historicidad del ser humano. Para otros, esta opción es requerida si se desea evitar representar al ser humano como el objeto simplemente pasivo e interminablemente maleable de los procesos históricos, si se tiene una explicación de la agencia y la resistencia, y si se puede encontrar un lugar desde el cual evaluar un régimen de ser persona a partir de otro (véase Fraser, 1989, para un ejemplo de este argumento). He propuesto que ninguna teoría de este tipo es requerida para dar cuenta del conflicto y la contestación, y que la base ética estable provista aparentemente por cualquier teoría sobre la naturaleza del ser humano, es ilusoria. No se tiene más opción que entrar en un debate que no puede ser clausurado apelando a la naturaleza del ser humano en tanto sujeto esencial y universal de derechos, de libertad, de autonomía, o lo que fuese. Entonces, ¿es posible que se pueda escribir una genealogía de la subjetivación sin una metapsicología? Creo que sí.

Propongo que tal genealogía requiere sólo una mínima, débil o delgada concepción del material humano sobre el cual se escribe la historia (cf. Patton, 1994). Lo que nos preocupa aquí no es la construcción social o histórica de la persona o la narración del nacimiento de la identidad moderna del sí mismo. Más bien, lo que nos preocupa es la diversidad de estrategias y tácticas de subjetivación que han tenido lugar y que han sido desplegadas en diversas prácticas en diferentes momentos y en relación a distintas clasificaciones y diferenciaciones de personas. Aquí, el ser humano no es una entidad con una historia, sino más bien el objeto de una multiplicidad de tipos de trabajos, más parecido a una latitud o una longitud intersectada a distintas velocidades por diferentes vectores. La “interioridad”, que tantos se ven compelidos a diagnosticar, no es aquella referida a un sistema psicológico, sino una superficie discontinua, una especie de plegamiento interno de la exterioridad.

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