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Eva sin manzana
Alfredo Cortés

Los detalles no aparecieron en la nota policíaca ni nadie reclamó el cuerpo. Sólo escuetas líneas náufragas en el mar convulso de asaltos, suicidios y crímenes pasionales; crímenes de esos que tanto excitan y alimentan el morbo de los lectores domesticados que leen sin leer y que, con imperceptibles parpadeos, omiten puntos y comas, engullendo golosamente párrafos sin respirar.

Un «nn» femenino más a la fosa común, dijo el forense garabateando mecánicamente la hoja de servicio.

* * *

El largo y silbante bostezo se amortiguó entre los pliegues de la sábana. Eva pestañeó repetidamente con pereza. Desechó la idea de tragarse un sedante, sólo se hundiría en un sopor estúpido que le impediría soñar. Optó por contar ovejas para convocar al sueño y dormir; pero sólo números danzaban en cuanto cerraba los ojos. Sonrió divertida, la noche anterior tampoco pudo contar ovejas, apareciendo en su lugar ladrillos; ahora números, ¿en qué pensaría la siguiente vez? Pensando en números y ladrillos se quedó profundamente dormida. Empezó a soñar.

* * *

La yugular mostraba un corte perfecto, simétrico, tan exacto que haría palidecer de envidia al mejor cirujano. No había en el cuerpo rastros de violencia innecesaria, estaba limpio, ni siquiera los senos abundantes y redondos o las piernas largas y blancas mostraban un mínimo rasguño o un ligero hematoma. Estaba limpia, tal vez el o los asesinos eran conocidos de la víctima y existía confianza entre ellos, concluirían los investigadores más tarde; sólo una sonrisa obtusa y congelada florecía en los labios amoratados. Lástima de cuerpo, tan buena que estaba, dijo el camillero, cubriendo el bello rostro mortecino con una manta percudida.

* * *

Estoy desnuda y eso hasta un ciego lo notaría, pensó Eva al sentir la fresca humedad de la brisa chocar en su cuerpo y endurecerle los pezones. La fría sensación del césped mojado provocaba cosquillas en las plantas de los pies y sentía el barro pegarse entre los dedos, pero caminaba sin dificultad, hasta podría decirse que disfrutaba de pasear entre el fango y las briznas verdes que se pegaban en los empeines. Le sedujo la idea de metaforizar la palabra libertad y se dijo que sería ella misma, caminando desnuda en ese parque inmenso y silencioso —¿era un parque?—, al menos tenía la apariencia de serlo, no parecía otra cosa; además no le importaba, era un sueño y nada más. ¿Es de noche o de día?, se preguntó hurgando en las entrañas de ese tiempo difuso, era esa hora en que la luz se vuelve estéril, en que se difumina la noche con el día, cuando el silencio es abrumador y todas las cosas y las luces y los animales y los rostros y todo se confunde, se mezclan entre sí, y quien lo vive y quien lo siente experimenta en los sentidos un aturdimiento angelicalmente demoníaco.

* * *

Encontraron el cuerpo tirado bocabajo en un solar, junto a un montón de basura descompuesta y periódicos amarillentos, duros y quebradizos. No lo encontró el clásico borrachín que, tambaleante regresa a casa después de una noche de ron barato y putas aún más baratas, pensando todavía en medio de los sopores de la embriaguez en las excusas con que librará la ira de la esposa tradicionalmente gorda y piernas varicosas. No, quien lo halló fue una beata madrugadora a misa de siete que sintió la irrefrenable necesidad de evacuar y corrió al baldío a desahogar el vientre, cagándose en los calzones apenas los bajaba cuando descubrió el bulto inerme junto a ella. La rezadora matinal juró que la muerta la veía con reproche, teniendo apenas tiempo de exclamar un «¡virgen santa!» y salir huyendo.

* * *

Eva sintió clavarse en sus pechos la mirada lasciva bajando despacio hasta el pubis desnudo. Insolente y retadora, devolvió la mirada. Él era un hombre alto, de complexión estándar, nada que ver con los cuerpos de figura atlética, esos que enloquecen a algunas mujeres, era sólo un tipo común que, desnudo también, blandía en sus manos —unas manos pequeñas para la constitución del cuerpo, observó Eva— un miembro de regulares dimensiones que apuntaba hacia ella. Se miraron, midiéndose sin prisa, escrutándose los cuerpos. Ella estaba tranquila y respiraba pausada; todo lo contrario ocurría con él, la ansiedad asomaba de los ojos y en las muecas silenciosas, invitándola sin recato a un encuentro lúbrico. Eva aceptó el reto y moviendo insinuante las caderas, se plantó frente a él, hiriendo a la nariz un aliento agrio, rústico, pero no importó; pasando con malicia la lengua por los labios, se arrodilló frente a él.

* * *

Una mata de pelo estaba untada en una costra de sangre parda. Más abajo, en el cuello, la línea perfecta del tajo empezaba a obscurecerse y perdía el color cárdeno y hermoso de una herida recién hecha. Estaba desnuda, el forense dijo que no había huellas evidentes de violencia en el cuerpo. Tendría entre veinte y veinticinco años, si tenía menos la muerta no lo reclamaría, por aquello de la manía femenina de quitarse años a la menor provocación. Era un cadáver hermoso, de esos que da gusto recoger, rumió el policía que hizo las primeras valoraciones, pensando en el cuerpo tosco y descuidado de su mujer, ilusionándose por un momento con la idea de que la muerta fuera su esposa y no esa beldad que mataron quién sabe por qué oscuras razones.

* * *

A pesar de la desnudez, no tenía frío, le divertían las miradas de los transeúntes que la observaban codiciosamente y sin recato. Me encanta este sueño, se dijo feliz y siguió caminando sin prisa, limpiándose con el dorso de la mano restos de materia viscosa y blancuzca, retando provocativamente a que la miraran y la desearan.

* * *

Después de las fotografías de rigor, el cuerpo fue almacenado en una de las gavetas del frigorífico, se cumpliría el plazo estipulado por la ley, si nadie lo reclamaba se iría a la fosa común o sería destazado en alguna clase de medicina de cualquier universidad privada, para las universidades públicas eran los pordioseros, ella no, ella era un cadáver hermoso que sería vendido en una buena suma y lo demás sería historia.

* * *

Desnuda como estaba, llegó hasta su casa. Qué extraño, soñar que llegaba a su casa y más extraño aún encontrar un periódico cuidadosamente doblado sobre la mesa de centro. Lo hojeó descuidadamente y se entristeció al leer la nota, apenas unas cuantas líneas aludían a los restos mortales femeninos encontrados en un lote baldío. Llamó su atención la belleza del rostro, le recordaba a alguien, pero no precisaba a quién. Dejó el periódico y fue a dormir, fue la última imagen de su sueño.

Eva despertó contenta, bostezó largamente y estiró los brazos. Antes de meterse a la ducha quiso leer el periódico. Lo abrió sin prisas y encontró una nota que le cambió la expresión risueña. Leyó, preguntándose desolada quién sería la infeliz que encontraron muerta de un tajo en la yugular, tirada en un baldío...

a

La última parábola
Octavio Hernández

No sólo he imaginado esos sueños;

también he imaginado esa casa.

Jorge Luis Borges

Acaso así son los sueños.

Octavio Hernández

Aquel hombre de mirada desorbitada y triste sabía de los sueños de los hombres, dijo que en un principio el sueño precedió al verbo y que ningún sueño es nuevo.

Me habló sobre la invención de la lengua y la mentira, me dijo de un hombre que nació del polvo molido de todas las muertes y de la inexplicable física primitiva, el cual predicaba que la inmortalidad se encontraba en el alma; aquel sujeto sombrío y parsimonioso hablaba con gran agudeza y elocuencia.

Después lo miré dibujando en el aire la silueta perfecta de un hombre atado al hilo de una oscura mujer. Ella lo recogía, lo envolvía para que no temiera al futuro, ese futuro que en sus manos de arena sólo corroboraba el gran invento de la muerte, mientras susurraba: «Gregorio al final del sueño cae como cascada de un violento violín».

El sonido al despertar era como el de un tren que, al estrellarse con la mañana, desecha el último sueño, «sólo se escuchaba el último grito que deshoja el espejo de la jaula de Alejandra». El corría dejando a la deriva los hexágonos del silencio que abarcaba su desesperada voz, era el verbo que anulaba toda posibilidad de creer en algo que se ha dicho.

Alguna vez lo vi cargando la representación del mundo, en ese instante me sentí tan indefenso (aquí la realidad nos volvió intangibles y clandestinos), era como vislumbrar la verdad que le está vedada a los hombres.

Entre sus posesiones había un artefacto que proyectaba y abastecía de sueños a los hombres que carecían de tan dichosa actividad. Lo escuché claramente hablando en extrañas y confusas lenguas, presagiando oscuros e inciertos tiempos, en su rostro había un atardecer pálido e infinito, como si esperara el desenlace de su vida presagiada.

En cierta ocasión lo encontré detrás del espejo proyectando su sombra contra la pared, una sombra nueva, afirmando que la oscuridad existe. A su costado se encontraban algunos pergaminos en donde se veían ecuaciones matemáticas de un intelecto admirable, fijé la mirada en uno que hablaba del origen del universo, la teoría era espeluznante y ridículamente aceptable, entre otras cosas había ciertas afirmaciones sobre la evolución del hombre en simio, y en uno de ellos resaltaba la imagen de un paquidermo que podía adivinar el futuro —me llegó una risa de marfil—; en ese momento se disipó la duda: su cuerpo era un enjambre más, el grito sordo de una vieja canción desteñida por los años y su equivalencia «la del olvido».

Entonces surgió el verbo, flotaba en el aire como desde aquel momento tan concurrido por el silencio y el hambre de no saber a ciencia cierta si el barro es carne o si la conciencia es el epicentro de nuestra ceguera. En el aire existía un cierto olvido, su silueta me dio la espalda, su llanto era lo insondable que habita en la nada, su eco era el origen de la ignorancia, sólo quedó el último torrente de su muerte y de su sueño, el último esbozo de su risa y de su nada, el último hemisferio del sueño que navega entre los hombres con su mar clandestino y su fantasma hecho niebla. Quedó abatido y en silencio, inmóvil, y una vez más perdió el aliento y se deshizo.

Aquella tarde languidecí en el sueño. Al llegar la media noche, su silencio no era más que una rosa para un cerdo: dormía, soñaba el sueño de otro hombre. La metamorfosis era inevitable, su sombra se difuminó y nació el infierno mientras decía: «perdónalos porque no saben lo que sueñan».

a

La hora del té
Emma Yanet Carranza Suárez

La vida de Maite no era como la de cualquier joven de su edad, vivía bajo el cuidado de Daniel, un anciano que solía permanecer casi todo el día en el viejo y enorme sillón que había en la sala de la antigua casa. La casa era pequeña y obscura, las cortinas siempre cerradas obstruían cualquier rayo de luz, los contados muebles permanecían siempre donde mismo.

Maite acostumbraba mirar todos los días por la ventana del baño, afuera estaba la vida, y se limitaba a un estrecho y sucio callejón. Se encerraba horas para mirar por la pequeña ventana, suspiraba y entretejía los dedos bajo la barbilla, cerraba los ojos imaginando un mundo mágico, como el de sus libros, que se esfumaba cuando oía a lo lejos crujir la madera bajo el bastón de Daniel, que cruzaba la sala. Bajaba de la escalerita, abría la llave de la regadera y se metía a prisa.

Esa mañana tras abrir los ojos, Maite corrió hasta la pared donde colgaba un enorme calendario, encerrado en un círculo se encontraba el día exacto de su cumpleaños, había llegado. La sonrisa adornó pronto sus carnosos labios, su mirada seguía fija en el papel, así se quedó quizás una hora.

La cabeza de Maite nunca fue fácil. Daniel solía regañarla cuando tenía ideas descabelladas, decía: «una mente joven actúa siempre inconsciente». Entonces Maite pudo ver el arrugado y flácido rostro de Daniel en su mente, casi podía saber lo que diría cuando ella le propusiera su alocada idea: anhelaba conocer el mundo que esperaba ahí afuera. Encerrada entre esas paredes grises y carcomidas, la vida para ella se había convertido en una tortura, más que nada quería salir.

Todos los sábados por las mañanas se dedicaba a leer para Daniel, estudiaba bajo su mirada rígida, era su carcelero. Maite no sabía exactamente el parentesco que podía tener con él, pues nunca le permitía hablar sobre el asunto, ponía mala cara y le recordaba «ése no es asunto tuyo», no sabía nada de él, ni su edad, ni si había conocido a los que fueron sus padres, ¡no tenían pasado! Ni ella, ni él.

La juventud de Maite podía verse en cada parte de su rostro, su piel suave y tersa, el brillo de sus enormes ojos negros; pero su energía y sobre todo el entusiasmo se le agotaba a cada segundo atrapada entre las estrechas paredes del cuartucho, Daniel y su pesimismo le asqueaban: «encerrada aquí estás mejor». Caminaba de un lado a otro en la habitación, se detenía y miraba a todos lados, luego se dirigía al otro extremo y hacía lo mismo. La ansiedad la delataba, no podía ocultarlo, se acercó a la sala casi de puntillas y miró a Daniel en el sillón verde de siempre, mientras por su cabeza cruzaban las mil y una formas de persuadirlo para que accediera a su petición.

El bastón en la mano de Daniel señaló algo en la pequeña mesa de la sala, miró a la mesa y caminó muy despacito hasta tenerla enfrente. La voz grave de Daniel sonó en toda la habitación cuando se echó a reír, el brinco sorpresivo de Maite lo hizo reír con más ganas, sus carcajadas sonoras la tomaron desprevenida, desconcertada y perpleja lo miraba y parpadeaba. No entendía el motivo de su alegría, jamás lo había visto reír de ese modo, comenzó a creer que soñaba, entonces se talló los ojos y los abrió aún mas. «Ábrela» dijo Daniel señalando la cajita en la mesa, la tomó temblorosa entre las manos, era ligera, casi podía asegurar que se encontraba vacía, «pero ábrela ¿qué esperas?», decía divertido el viejo decrépito que no apartaba la mirada de ella. Temblorosa rasgó el papel dorado que cubría la caja, por fin la abrió; estaba confundida, ahí adentro sólo había un papel enrollado, parecía viejo y algo manchado, lo tomó en sus pequeñas y delgadas manos, lo miraba curiosa, empezó a desenrollarlo, era una invitación, tenía la fecha exacta de ese día y estaba dirigida a ella, era una cordial invitación a tomar el té, tenía una dirección impresa y la hora. Sonrió ampliamente, saldría de ahí, ¿era eso? Se preguntaba «¿saldré de aquí?» una y otra vez, perpleja puso su mirada en Daniel «¿iré?» dijo sumisa, «pero por supuesto, deberías vestirte, ya casi es hora». Se quedó congelada, las palabras pasaron unas cuantas veces en su cabeza hasta que reaccionó «¿cambiarme?».

Su rostro comenzaba a dar muestras de que se había dado cuenta del asunto, su corazón palpitaba desenfrenado, comenzaba a sonreír, se dio vuelta y fue hasta su cuarto, temblorosa eligió las prendas indicadas, entonces se le ocurrió preguntarse: «¿Quién había llevado la invitación?», no conocía a nadie. Le dio muchas vueltas, se detuvo en la respuesta que más le agradaba: sus padres vendrían por ella en su cumpleaños, la sacarían del infernal modo de vida que comenzaba a trastornarla. Sus nervios comenzaban a hacer efecto, reía bajito, parecía no querer que nadie más se diera cuenta de que reía.

Se vistió de prisa, al terminar salió a buscar a Daniel pero no lo encontraba, había revisado en todos los rincones, sólo faltaba buscar en el baño cuando vio la puerta abierta de par en par: afuera había tanta luz, y el aire fresco soplaba. Dio un breve paso y nada, otro y nada, así se acercó hasta quedar afuera por completo. Se encontró en un pasillo blanco y angosto, estaba en el cuarto piso de un enorme edificio, caminó aprisa hasta llegar a la salida, había tanta gente, corrió hasta el enorme cristal, observó maravillada a toda esa gente. Todo era hermoso, el sonido, los colores, todo.

Miró el rollo en su mano y detrás escuchó unos pasos, al voltear se encontró con un pequeño conejo blanco, Maite había visto dibujos en los libros, pero éste era real. Se acercó ansiosa y vio colgado del cuello del conejo un papel en forma de flecha con letras rojas que decía: «sígueme…» Sonrió complacida, el juego era de su agrado. El conejo comenzó a saltar de prisa, ella lo seguía ansiosa y divertida. A lo lejos del pasillo vio una puerta pequeña, parecía muy lejana pero el conejo llegó de un salto y se quedó quieto frente a la puerta. «Es muy pequeña» dijo Maite, sonrió complacida: «esto me recuerda a mi libro preferido», entonces vio brillar la llavecita colgada del cuello del conejo, sus ojos brillaban excitados por todo aquello. Tomó la llave y abrió la puerta, el conejo entró rápidamente mientras ella se arrastraba para entrar. Ya en la habitación se puso de pie, era enorme y de color naranja, en el otro extremo había otra puerta y se apresuró a abrirla, estaba emocionada. El otro lado de la habitación era de un blanco enceguecedor. Entonces vio el sillón viejo y verde de Daniel, corrió emocionada y lo giró rápidamente: una extremidad ensangrentada lo ocupaba, aterrada gritó, el brazo señalaba la otra extremidad que tenía algo en la mano. La respiración y el llanto de Maite crecían de una forma exasperada, sus quijadas temblaban, al acercarse a la puerta cerrada miró el reloj que yacía en la mano que había pertenecido a Daniel, el llanto desbordado continuó sin cesar, las manecillas marcaban las doce.

Maite parecía entrar en estado de shock, escuchó abrirse una puerta, reaccionó y abrió apresurada la ventana que señalaba el brazo ensangrentado, mientras se deslizaba por la pequeña ventana escuchó una melodía, era música de un violín, pero no se detuvo. Al otro lado había una puerta negra, corrió para abrirla, giró la perilla, el ruido la puso aún más nerviosa, abrió. Su rostro se inmutó al mirar el callejón, salió corriendo, respiró hondo y corrió sin mirar atrás, no parecía tener fin, seguía corriendo, se dio cuenta que la imagen era la misma sin importar cuán rápido corriera. Parecía no avanzar, se detuvo confundida, algo no andaba bien. Miró la cerca que quedaba a un costado, trepó por las montañas de basura y brincó agitada, se encontró con otro callejón cerrado. Abrió otra puerta y la cerró rápido tras de ella, seguía llorando, no podía contenerse, se deslizó hasta sentarse en el frío piso, abrazó sus piernas y lloró más y más…

«Daniel», gemía bajito entre dientes, tenía miedo. Entonces vio un cuadro con una flecha roja señalando hacia la izquierda, se decidió a seguirla, la llevó a un jardín, entró y miró la mesa blanca entre la maleza y las flores, sobre la mesa había seis tazas, se acercó curiosa mientras se secaba las lágrimas. A su alrededor no parecía haber nadie, vio nuevamente el rollo de papel en uno de los asientos, lo tomó y lo tiró rápido, corrió buscando una salida, reanudó el llanto desesperado, mientras corría las ramas le rasguñaban la cara, brazos y piernas. Por fin encontró una nueva puerta y dudó en abrirla, no sabía qué horror encontraría, deseaba más que nada estar a salvo tras las grises y viejas paredes de su casa, la vida aquí era terrible.

Un ruido en los matorrales la hizo tomar una decisión, abrió apresurada la puerta y se encontró con una gran cantidad de gente que parecía atenta a algo o a alguien, ella se escabulló entre la multitud y una mujer que cargaba a un infante la hizo sonreír aliviada, la pesadilla había terminado, pensó, pero se acercó para mirar al bebé y se dio cuenta de que se trataba de un muñeco sucio y viejo. Comenzó a irse lentamente, dando pasos hacia atrás, mas chocó con un hombre que la delató, todos la miraron, una mujer gorda exhaló demandante: «que la juzgue la reina». La fueron aventando hasta que quedó frente a todos, temblaba esporádicamente y gemía «¡Daniel! ¡Daniel!». La mujer con el muñeco la señalaba: «¡bruja! ¿qué le hiciste a Daniel?», «¿yo?», confundida miraba a la multitud enardecida que hacía llegar un costal ensangrentado. La mujer que se decía reina tenía un gesto malévolo, Maite miraba a todos atemorizada ¿Dónde se había metido? ¿Qué sucedía? Su mente giraba sin sentido, el grito espantoso la sacó de su órbita, «¡que le corten la cabeza!». Maite gritó y se sacudió los brazos que la aprisionaban, su mente voló lejos, muy lejos, no podía escuchar a nadie, «¡pobre Alicia! Ahora sé cómo se sentía, vivir en un mundo de locos, cómo pude desear alguna vez salir de mi casa, aquí afuera todo es horrible, bien decía Daniel que ahí estaba segura, pobre, nunca quise oírlo, ¡qué horrible cumpleaños!», decía mientras lloraba desconsolada y la gente se abalanzaba contra ella. «Quisiera despertar y volver a esas cuatro paredes custodiándome, maldita sea la hora en que salí por esa puerta, ¡maldita sea la hora del té!». Lloriqueaba a gritos entrecortados, cerró sus ojos con fuerza, pensó en aquel viejo libro que leía una y otra vez para Daniel, cómo le gustaba Alicia en el país de las maravillas, cómo lo odiaba ahora, «el mundo se ha vuelto loco ¡loco! Todos…»

«¿Maite? Querida, abre los ojos, todo está bien.» Abrió los ojos al escuchar esa voz desconocida que la llamaba tiernamente por su nombre: »Maite...»

Era una mujer delgada, vestida de blanco, su cabello rubio y largo caía sobre sus hombros. En el lugar había luz, las ventanas daban a un jardín. Entre el silencio, había una musiquita de fondo: Mozart. La mujer secaba el llanto de Maite: «todo está bien, levántate, hace días que no duermes, ven…»

La acompañó hasta un pasillo angosto, Maite miró confundida los letreros con flechas rojas. Abrieron una estrecha puerta y se sentó al borde de una cama. «Todo estará bien, Maite», le decía la mujer que le quitaba las pantuflas y la acomodaba en la blanca cama. «¿Y Daniel?», preguntó desorientada, «De eso quieren hablar contigo, bonita, unos hombres estarán aquí, promete que te portarás bien», le acarició el rostro. «No siento las piernas», dijo un poco asustada. «Alicia», dijo un hombre alto y delgado en la puerta «¿está lista?» «Ya están aquí» ¿Alicia? Pensó Maite, miró las letras rojas que en el pecho decían: «Alicia Barajas». Dos hombres entraron tras del doctor, respiraba lento, con pesadez, veía sus rostros y sus labios al moverse le explicaban algo, las imágenes que le mostraban en un gran portafolio eran las de un cuerpo mutilado, no escuchaba nada, sólo la música…

¿Quién daña por dañar? Mi regalo de cumpleaños me retrasó para la hora del té…

«¿Daniel?», dijo Maite mientras bajaba las improvisadas escaleras del baño…

En la cabeza de Maite las complicadas imágenes le traían recuerdos borrosos, se extravió cuando salió de la realidad, se perdió, justo cuando el reloj dictó las doce.

Me quedé en silencio a mitad de las escaleras, escuchaba su respiración acercarse a mí, sentí el sudor correr en mi frente, mi pecho palpitaba, sentía un leve temblor en mis rodillas que parecía esparcirse en mi cuerpo desde las puntas de mis pies hasta mis dientes, fue entonces cuando todo quedó en pausa…

El viento se detuvo, tan espeso que no podía respirarlo, tan frío que sentí mi piel gélida. El sonido de aquel grillo escondido en algún recóndito lugar de la casa parecía volverse un estruendo en mi cabeza, su mano estrujó mi brazo fuerte y firme.

Mi corazón se detuvo, mis ojos salieron de sus órbitas, en mi garganta un nudo se hacía. Mi cuerpo inmóvil no producía ninguna reacción, los segundos antes de reaccionar me parecieron eternos, un sonido hueco salió de mi boca seca, sus dedos me sujetaron con mayor fuerza, con tanta que se anclaban rasgándome la piel, comencé a sentir un calor cuyos dedos me dejaban llagas en la piel… cerré los ojos esperando que sus manos desaparecieran. Nunca me gustaron los gatos, no tenía a nadie para que me indicara un mejor camino, hablé casi susurrando.

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«Veinticuatro.» Pronunció la voz ajena.

Todo el aire que había en mis pulmones se esfumó, me sentí frágil e indefensa, me vi en el fulgor de sus pupilas, eran tan distintas que me perdí un instante en su color, su belleza única y magnífica hacía que mi piel se erizara de miedo, el gesto en su rostro me decía que disfrutaba el horror que había en el mío…

Al otro instante ya no supe de mí…

Tic, tac, tic, tac. Era tarde, era la hora del té.

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