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CAPITULO XVI

-"Dos meses anduvimos por el mar sin que nos sucediese cosa de consideración alguna, puesto que le escombramos de más de sesenta navíos de cosarios que, por serlo verdaderos, adjudicamos sus robos a nuestro navío y le llenamos de innumerables despojos, con que mis compañeros iban alegres, y no les pesaba de haber trocado el oficio de pescadores en el de piratas, porque ellos no eran ladrones sino de ladrones, ni robaban sino lo robado.

"Sucedió, pues, que un porfiado viento nos salteó una noche, que, sin dar lugar a que amainásemos algún tanto o templásemos las velas, en aquel término que las halló, las tendió y acosó, de modo que, como he dicho, más de un mes navegamos por una misma derrota; tanto, que, tomando mi piloto el altura del polo donde nos tomó el viento, y tanteando las leguas que hacíamos por hora, y los días que habíamos navegado, hallamos ser cuatrocientas leguas, poco más o menos. Volvió el piloto a tomar la altura, y vió que estaba debajo del norte, en el paraje de Noruega, y con voz grande y mayor tristeza dijo: "Desdichados de nosotros, que si el viento no nos concede a dar la vuelta para seguir otro camino, en éste se acabará el de nuestra vida, porque estamos en el mar glacial, digo, en el mar helado; y si aquí nos saltea el hielo, quedaremos empedrados en estas aguas." Apenas hubo dicho esto, cuando sentimos que el navío tocaba por los lados y por la quilla como en movibles peñas, por donde se conoció que ya el mar se comenzaba a helar, cuyos montes de hielo, que por dentro se formaban, impedían el movimiento del navío. Amainamos de golpe, porque, topando en ellos, no se abriese, y en todo aquel día y aquella noche se congelaron las aguas tan duramente y se apretaron de modo que, cogiéndonos en medio, dejaron al navío engastado en ellas, como lo suele estar la piedra en el anillo. Casi como en un instante comenzó el hielo a entumecer los cuerpos ya entristecer nuestras almas, y haciendo el miedo su oficio, considerando el manifiesto peligro, no nos dimos más días de vida que los que pudiese sustentar el bastimento que en el navío hubiese, en el cual bastimento desde aquel punto se puso tasa y se repartió por orden, tan miserable y estrechamente, que desde luego comenzó a matarnos la hambre. Tendimos la vista por todas partes, y no topamos con ella en cosa que pudiese alentar nuestra esperanza, si no fué con un bulto negro que, a nuestro parecer, estaría de nosotros seis o ocho millas; pero luego imaginamos que debía de ser algún navío a quien la común desgracia de hielo tenía aprisionado. Este peligro sobrepuja y se adelanta a los infinitos en que de perder la vida me he visto, porque un miedo dilatado y un temor no vencido fatiga más el alma que una repentina muerte: que en el acabar súbito se ahorran los miedos y los temores que la muerte trae consigo, que suelen ser tan malos como la misma muerte. Esta, pues, que nos amenazaba, tan hambrienta como larga, nos hizo tomar una resolución, si no desesperada, temeraria, por lo menos, y fué que consideramos que, si los bastimentos se nos acababan, el morir de hambre era la más rabiosa muerte que puede caber en la imaginación humana; y así, determinamos de salirnos del navío y caminar por encima del yelo, y ir a ver si en el que se parecía habría alguna cosa de que aprovecharnos, o ya de grado, o ya por fuerza.

"Púsose en obra nuestro pensamiento, y en un instante vieron las aguas sobre sí formado, con pies enjutos, un escuadrón pequeño, pero de valentísimos soldados, y siendo yo la guía, resbalando, cayendo y levantando, llegamos al otro navío, que lo era casi tan grande como el nuestro. Había gente él que, puesta sobre el borde, adevinando la intención de nuestra venida, a voces comenzó uno a decirnos: "¿A qué venís, gente desesperada? ¿Qué buscáis? ¿Venís, por ventura, a apresurar nuestra muerte y a morir con nosotros? Volveos a vuestro navío, y si os faltan bastimentos, roed las jarcias y encerrad en vuestros estómagos los embreados leños, si es posible, porque pensar que os hemos de dar acogida será pensamiento vano y contra los preceptos de la caridad, que ha de comenzar de sí mismo. Dos meses dicen que suele durar este yelo que nos detiene; para quince días tenemos sustento; si es bien que le repartamos con vosotros, a vuestra consideración lo dejo." A lo que yo le respondí: "En los apretados peligros toda razón se atropella; no hay respeto que valga ni buen término que se guarde. Acogednos en vuestro navío de grado, y juntaremos en él el bastimento que en el nuestro queda, y comámoslo amigablemente, antes que la precisa necesidad nos haga mover las armas y usar de la fuerza." Esto le respondí yo, creyendo no decían verdad en la cantidad del bastimento que señalaban; pero ellos, viéndose superiores y aventajados en el puesto, no temieron nuestras amenazas ni admitieron nuestros ruegos; antes arremetieron a las armas y se pusieron en orden de defenderse. Los nuestros, a quien la desesperación, de valientes, hizo valentísimos, añadiendo a la temeridad nuevos bríos, arremetieron al navío y casi sin recebir herida le entraron y le ganaron, y alzóse una voz entre nosotros que a todos les quitásemos la vida por ahorrar de balas y de estómagos por donde se fuese el bastimento que en el navío hallásemos. Yo fuí de parecer contrario, y, quizá por tenerle bueno, en esto nos socorrió el cielo, como después diré, aunque primero quiero deciros que este navío era el de los cosarios que habían robado a mi hermana y a las dos recién desposadas pescadoras. Apenas le hube reconocido, cuando dije a voces: "¿Adónde tenéis, ladrones, nuestras almas? ¿Adónde están las vidas que nos robastes? ¿Qué habéis hecho de mi hermana Auristela y de las dos, Selviana y Leoncia, partes, mitades de los corazones de mis buenos amigos Carino y Solercio?" A lo que uno me respondió: "Esas mujeres pescadoras que dices las vendió nuestro capitán, que ya es muerto, a Arnaldo, príncipe de Dinamarca."

CAPITULO XVIII

-"En tanto que los míos andaban escudriñando y tanteando los bastimentos que había en el empedrado navío, a deshora, y de improviso, de la parte de tierra descubrimos que sobre los hielos caminaba un escuadrón de armada gente, de más de cuatro mil personas formado. Dejónos más helados que el mismo mar vista semejante, aprestando las armas, más por muestra de ser hombres que con pensamiento de defenderse. Caminaban sobre sólo un pie, dándose con el derecho sobre el calcaño izquierdo, con que se impelían y resbalaban sobre el mar grandísimo trecho, y luego, volviendo a reiterar el golpe, tornaban a resbalar otra gran pieza de camino; y desta suerte, en un instante fueron con nosotros y nos rodearon por todas partes, y uno de ellos, que, como después supe, era el capitán de todos, llegándose cerca de nuestro navío, a trecho que pudo ser oído, asegurando la paz con un paño blanco que volteaba sobre el brazo, en lengua polaca, con voz clara, dijo: "Cratilo, rey de Bituania y señor destos mares, tiene por costumbre de requerirlos con gente armada, y sacar de ellos los navíos que del hielo están detenidos, a lo menos la gente y la mercancía que tuvieren, por cuyo beneficio se paga con tomarla por suya. Si vosotros gustáredes de acetar este partido, sin defenderos, gozaréis de las vidas y de la libertad, que no se os ha de cautivar en ningún modo; miradlo, y si no, aparejaos a defenderos de nuestras armas, continuo vencedoras."

"Contentóme la brevedad y la resolución del que nos hablaba. Respondíle que me dejase tomar parecer con nosotros mismos, y fué el que mis pescadores me dieron, decir que el fin de todos los males, y el mayor de ellos, era el acabar la vida, la cual se había de sustentar por todos los medios posibles, como no fuesen por los de la infamia; y que, pues en los partidos que nos ofrecían no intervenía ninguna, y del perder la vida estábamos tan ciertos, como dudosos de la defensa, sería bien rendirnos y dar lugar a la mala fortuna que entonces nos perseguía, pues podría ser que nos guardase para mejor ocasión. Casi esta misma respuesta di al capitán del escuadrón, y al punto, más con apariencia de guerra que con muestras de paz, arremetieron al navío, y en un instante le desvalijaron todo, y trasladaron cuanto en él había, hasta la misma artillería y jarcias, a unos cueros de bueyes que sobre el hielo tendieron; liándolos por encima, aseguraron poderlos llevar tirándolos con cuerdas, sin que se perdiese cosa alguna. Robaron ansimismo lo que hallaron en el otro nuestro navío, y, poniéndonos a nosotros sobre otras pieles, alzando una alegre vocería, nos tiraron y nos llevaron a tierra, que debía de estar desde el lugar del navío como veinte millas. Paréceme a mí que debía de ser cosa de ver caminar tanta gente por cima de las aguas a pie enjuto, sin usar allí el cielo alguno de sus milagros.

"En fin, aquella noche llegamos a la ribera, de la cual no salimos hasta otro día por la mañana, que la vimos coronada de infinito número de gente, que a ver la presa de los helados y yertos habían venido. Venía entre ellos, sobre un hermoso caballo, el rey Cratilo, que, por las insignias reales con que se adornaba, conocimos ser quien era; venía a su lado, asimismo a caballo, una hermosísima mujer, armada de unas armas blancas, a quien no podían acabar de encubrir un velo negro con que venían cubiertas. Llevóme tras sí la vista, tanto su buen parecer como la gallardía del rey Cratilo, y, mirándola con atención, conocí ser la hermosa Sulpicia, a quien la cortesía de mis compañeros pocos días antes habían dado la libertad que entonces gozaba. Acudió el rey a ver los rendidos, y, llevándome el capitán asido de la mano, le dijo: "En este solo mancebo ¡oh valeroso rey Cratilo! me parece que te presento la más rica presa que en razón de persona humana hasta agora humanos ojos han visto." "¡Santos cielos! – dijo a esta sazón la hermosa Sulpicia, arrojándose del caballo al suelo-. O yo no tengo vista en los ojos, o es éste mi libertador, Periandro." Y el decir esto y añudarme el cuello con sus brazos, fué todo uno, cuyas extrañas y amorosas muestras obligaron también a Cratilo a que del caballo se arrojase y con las mismas señales de alegría me recibiese. Entonces la desmayada esperanza de algún buen suceso estaba lejos de los pechos de mis pescadores; pero cobrando aliento en las muestras alegres con que vieron recebirme, les hizo brotar por los ojos el contento y por las bocas las gracias que dieron a Dios del no esperado beneficio: que ya le contaban, no por beneficio, sino por singular y conocida merced. Sulpicia dijo a Cratilo: "Este mancebo es un sujeto donde tiene su asiento la suma cortesía y su albergue la misma liberalidad; y aunque yo tengo hecha esta experiencia, quiero que tu discreción la acredite, sacando por su gallarda presencia-y en esto bien se vee que hablaba como agradecida, y aun como engañada-en limpio esta verdad que te digo. Este fué el que me dió libertad después de la muerte de mi marido; éste el que no despreció mis tesoros, sino el que no los quiso; éste fué el que, después de recebidas mis dádivas, me las volvió mejoradas, con el deseo de dármelas mayores, si pudiera; éste fué, en fin, el que, acomodándose, o, por mejor decir, haciendo acomodar a su gusto el de sus soldados, dándome doce que me acompañasen, me tiene ahora en tu presencia." Yo, entonces, a lo que creo, rojo el rostro con las alabanzas, o ya aduladoras o demasiadas, que de mí oía, no supe más que hincarme de rodillas ante Cratilo, pidiéndole las manos, que no me las dió para besárselas, sino para levantarme del suelo. En este entretanto, los doce pescadores que habían venido en guarda de Sulpicia, andaban entre la demás gente buscando a sus compañeros, abrazándose unos a otros, y, llenos de contento y regocijo, se contaban sus buenas y malas suertes: los del mar, exageraban su yelo, y los de la tierra, sus riquezas. "A mí-decía el uno-me ha dado Sulpicia esta cadena de oro." "A mí-decía otro-esta joya, que vale por dos de esas cadenas." "A mí-replicaba éste-me dió tanto dinero." Y aquél repetía: "Más me ha dado a mí en este solo anillo de diamantes que a todos vosotros juntos."

"A todas estas pláticas puso silencio un gran rumor que se levantó entre la gente, causado del que hacia un poderosísimo caballo bárbaro, a quien dos valientes lacayos traían del freno, sin poderse averiguar con él. Era de color morcillo, pintado todo de moscas blancas, que sobremanera le hacían hermoso; venía en pelo, porque no consentía ensillarse del mismo rey; pero no le guardaba este respeto después de puesto encima, no siendo bastantes a detenerle mil montes de embarazos que ante él se pusieran, de lo que el rey estaba tan pesaroso, que diera una ciudad a quien sus malos siniestros le quitara. Todo esto me contó el rey breve y sucintamente.

CAPITULO XX

-"La grandeza, la ferocidad y la hermosura del caballo que os he descrito tenían tan enamorado a Cratilo, y tan deseoso de verle manso, como a mí de mostrar que deseaba servirle, pareciéndome que el cielo me presentaba ocasión para hacerme agradable a los ojos de quien por señor tenía, y a poder acreditar con algo las alabanzas que la hermosa Sulpicia de mí al rey había dicho. Y así, no tan maduro como presuroso, fuí donde estaba el caballo, y subí en él sin poner el pie en el estribo, pues no le tenía, y arremetí con él, sin que el freno fuese parte para detenerle, y llegué a la punta de una peña que sobre la mar pendía, y, apretándole de nuevo las piernas, con tan mal grado suyo como gusto mío, le hice volar por el aire y dar con entrambos en la profundidad del mar; y en la mitad del vuelo me acordé que, pues el mar estaba helado, me había de hacer pedazos con el golpe, y tuve mi muerte y la suya por cierta. Pero no fué así, porque el cielo, que para otras cosas que él sabe me debe de tener guardado, hizo que las piernas y brazos del poderoso caballo resistiesen el golpe, sin recebir yo otro daño que haberme sacudido de sí el caballo y echado a rodar, resbalando por gran espacio. Ninguno hubo en la ribera que no pensase y creyese que yo quedaba muerto; pero cuando me vieron levantar en pie, aunque tuvieron el suceso a milagro, juzgaron a locura mi atrevimiento.

"Volví a la ribera con el caballo, volví asimismo a subir en él, y, por los mismos pasos que primero, le incité a saltar segunda vez; pero no fué posible, porque, puesto en la punta de la levantada peña, hizo tanta fuerza por no arrojarse, que puso las ancas en el suelo y rompió las riendas, quedándose clavado en la tierra. Cubrióse luego de un sudor de pies a cabeza, tan lleno de miedo, que le volvió de león en cordero y de animal indomable en generoso caballo, de manera que los muchachos se atrevieron a manosearle, y los caballerizos del rey, enjaezándole, subieron en él y le corrieron con seguridad, y él mostró su ligereza y su bondad, hasta entonces jamás vista; de lo que el rey quedó contentísimo y Sulpicia alegre, por ver que mis obras habían respondido a sus palabras.

"Tres meses estuvo en su rigor el yelo, y éstos se tardaron en acabar un navío que el rey tenía comenzado para correr en convenible tiempo aquellos mares, limpiándolos de cosarios, enriqueciéndose con sus robos. En este entretanto, le hice algunos servicios en la caza, donde me mostré sagaz y experimentado, y gran sufridor de trabajos; porque en ningún ejercicio corresponde así al de la guerra como el de la caza, a quien es anejo el cansancio, la sed y la hambre, y aun a veces la muerte. La liberalidad de la hermosa Sulpicia se mostró conmigo y con los míos extremada, y la cortesía de Cratilo le corrió parejas. Los doce pescadores que trujo consigo Sulpicia estaban ya ricos, y los que conmigo se perdieron, estaban ganados. Acabóse el navío; mandó el rey aderezarle y pertrecharle de todas las cosas necesarias largamente, y luego me hizo capitán dél, a toda mi voluntad, sin obligarme a que hiciese cosa más de aquella que fuese de mi gusto. Y después de haberle besado las manos por tan gran beneficio, le dije que me diese licencia de ir a buscar a mi hermana Auristela, de quien tenía noticia que estaba en poder del rey de Dinamarca. Cratilo me la dió para todo aquello que quisiese hacer, diciéndome que a más le tenía obligado mi buen término, hablando como rey, a quien es anejo tanto el hacer mercedes como la afabilidad y, si se puede decir, la buena crianza. Esta tuvo Sulpicia en todo extremo, acompañándola con la liberalidad, con la cual, ricos y contentos, yo y los míos nos embarcamos, sin que quedase ninguno.

"La primer derrota que tomamos fué a Dinamarca, donde creí hallar a mi hermana, y lo que hallé fueron nuevas de que, de la ribera del mar, a ella y a otras doncellas las habían robado cosarios. Renováronse mis trabajos, y comenzaron de nuevo mis lástimas, a quien acompañaron las de Carino y Solercio, los cuales creyeron que en la desgracia de mi hermana y en su prisión se debía de comprehender la de sus esposas.

"Barrimos todos los mares, rodeamos todas o las más islas destos contornos, preguntando siempre por nuevas de mi hermana, pareciéndome a mí, con paz sea dicho de todas las hermosas del mundo, que la luz de su rostro no podía estar encubierta por ser escuro el lugar donde estuviese, y que la suma discreción suya había de ser el hilo que la sacase de cualquier laberinto. Prendimos cosarios, soltamos prisioneros; restituímos haciendas a sus dueños, alzámonos con las mal ganadas de otros, y con esto, colmando nuestro navío de mil diferentes bienes de fortuna, quisieron los míos volver a sus redes y a sus casas y a los brazos de sus hijos, imaginando Carino y Solercio ser posible hallar a sus esposas en su tierra, ya que en las ajenas no las hallaban. Antes desto llegamos a aquella isla, que, a lo que creo, se llama Scinta, donde supimos las fiestas de Policarpo, y a todos nos vino voluntad de hallarnos en ellas. No pudo llegar nuestra nave, por ser el viento contrario, y así, en traje de marineros bogadores, nos entramos en aquel barco luengo, como ya queda dicho. Allí gané los premios, allí fuí coronado por vencedor de todas las contiendas, y de allí tomó ocasión Sinforosa de desear saber quién yo era, como se vió por las diligencias que para ello hizo. Vuelto al navío, y resueltos los míos de dejarme, les rogué que me dejasen el barco, como en premio de los trabajos que con ellos había pasado. Dejáronmele, y aun me dejaran el navío, si yo le quisiera, diciéndome que, si me dejaban solo, no era otra la ocasión, sino porque les parecía ser sólo mi deseo, y tan imposible de alcanzarle, como lo había mostrado la experiencia en las diligencias que habíamos hecho para conseguirle.

"En resolución: con seis pescadores que quisieron seguirme, llevados del premio que les di y del que les ofrecí, abrazando a mis amigos, me embarqué, y puse la proa en una isla bárbara, de cuyos moradores sabía ya la costumbre y la falsa profecía que los tenía engañados, la cual no os refiero porque sé que la sabéis. Di al través en aquella isla; fuí preso y llevado donde estaban los vivos enterrados: sacáronme otro día para ser sacrificado; sucedió la tormenta del mar; desbaratáronse los leños que servían de barcas; salí al mar ancho en un pedazo dellas, con cadenas que me rodeaban el cuello y esposas que me ataban las manos; caí en las misericordiosas del príncipe Arnaldo, que está presente, por cuya orden entré en la isla para ser espía que investigase si estaba en ella mi hermana, no sabiendo que yo fuese hermano de Auristela, la cual otro día vino en traje de varón a ser sacrificada. Conocíla, dolióme su dolor, previne su muerte con decir que era hembra, como ya lo había dicho Cloelia, su ama, que la acompañaba; y el modo cómo allí las dos vinieron, ella lo dirá cuando quisiere. Lo que en la isla nos sucedió, ya lo sabéis, y con esto y con lo que a mi hermana le queda por decir, quedaréis satisfechos de casi todo aquello que acertare a pediros el deseo en la certeza de nuestros sucesos."

LIBRO III

CAPITULO X

En un lugar, no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo, y en mitad de la plaza dél, había mucha gente junta, todos atentos mirando y escuchando a dos mancebos que, en traje de recién rescatados de cautivos, estaban declarando las figuras de un pintado lienzo que tenían tendido en el suelo; parecía que se habían descargado de dos pesadas cadenas que tenían junto a sí, insignias y relatoras de su pesada desventura; y uno dellos, que debía de ser de hasta veinticuatro años, con voz clara y en todo extremo experta lengua, crujiendo de cuando en cuando un corbacho, o, por mejor decir, azote que en la mano tenía, le sacudía de manera que penetraba los oídos y ponía los estallidos en el cielo, bien así como hace el cochero, que, castigando o amenazando sus caballos, hace resonar su látigo por los aires.

Entre los que la larga plática escuchaban, estaban los dos alcaldes del pueblo, ambos ancianos, pero no tanto el uno como el otro. Por donde comenzó su arenga el libre cautivo, fué diciendo:

–Esta, señores, que aquí veis pintada, es la ciudad de Argel, gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo, puerto universal de cosarios, y amparo y refugio de ladrones, que, deste pequeñuelo puerto que aquí va pintado, salen con sus bajeles a inquietar el mundo, pues se atreven a pasar el plus ultra de las colunas de Hércules, y a acometer y robar las apartadas islas, que, por estar rodeadas del inmenso mar Océano, pensaban estar seguras, a lo menos de los bajeles turquescos. Este bajel que aquí veis reducido a pequeño, porque lo pide así la pintura, es una galeota de ventidós bancos, cuyo dueño y capitán es el turco que en la crujía va en pie, con un brazo en la mano, que cortó a aquel cristiano que allí veis, para que le sirva de rebenque y azote a los demás cristianos que van amarrados a sus bancos, temeroso no le alcancen estas cuatro galeras que aquí veis, que le van entrando y dando caza. Aquel cautivo primero del primer banco, cuyo rostro le disfigura la sangre que se le ha pegado de los golpes del brazo muerto, soy yo, que servía de espalder en esta galeota; y el otro que está junto a mí es éste mi compañero, no tan sangriento, porque fué menos apaleado. Escuchad, señores, y estad atentos: quizá la aprehensión deste lastimero cuento os llevará a los oídos las amenazadoras y vituperosas voces que ha dado este perro de Dragut, que así se llamaba el arráez de la galeota, cosario tan famoso como cruel, y tan cruel como Falaris o Busiris, tiranos de Sicilia; a lo menos, a mí me suena agora el rospeni, el manahora y el denimaniyoc, que, con coraje endiablado, va diciendo que todas éstas son palabras y razones turquescas, encaminadas a la deshonra y vituperio de los cautivos cristianos: llámanlos de judíos, hombres de poco valor, de fee negra y de pensamientos viles, y, para mayor horror y espanto, con los brazos muertos azotan los cuerpos vivos.

Parece ser que uno de los dos alcaldes había estado cautivo en Argel mucho tiempo, el cual, con baja voz, dijo a su compañero:

–Este cautivo, hasta agora, parece que va diciendo verdad, y que en lo general no es cautivo falso; pero yo le examinaré en lo particular, y veremos cómo da la cuerda; porque quiero que sepáis que yo iba dentro desta galeota, y no me acuerdo de haberle conocido por espalder de ella, si no fué a un Alonso Moclin, natural de Vélez-Málaga.

Y volviéndose al cautivo, le dijo:

–Decidme, amigo, cúyas eran las galeras que os daban caza, y si conseguistes por ella la libertad deseada.

–Las galeras-respondió el cautivo-eran de don Sancho de Leyva; la libertad no la conseguimos, porque no nos alcanzaron; tuvímosla después, porque nos alzamos con una galeota que desde Sargel iba a Argel cargada de trigo; venimos a Orán con ella, y desde allí a Málaga, de donde mi compañero y yo nos pusimos en camino de Italia, con intención de servir a su majestad, que Dios guarde, en el ejercicio de la guerra.

–Decidme, amigos-replicó el alcalde-: ¿cautivastes juntos? ¿Llevaron os a Argel del primer boleo, o a otra parte de Berbería?

–No cautivamos juntos-respondió el otro cautivo-, porque yo cautivé junto a Alicante, en un navío de lanas que pasaba a Génova; mi compañero en los Percheles de Málaga, adonde era pescador. Conocímonos en Tetuán, dentro de una mazmorra; hemos sido amigos, y corrido una misma fortuna mucho tiempo; y, para diez o doce cuartos que apenas nos han ofrecido de limosna sobre el lienzo, mucho nos aprieta el señor alcalde.

–No mucho, señor galán-replicó el alcalde-, que aún no están dadas todas las vueltas de la mancuerda; escúcheme y dígame: ¿Cuántas puertas tiene Argel, y cuántas fuentes, y cuántos pozos de agua dulce?

–¡La pregunta es boba! – respondió el primer cautivo-; tantas puertas tiene como tiene casas, y tantas fuentes, que yo no las sé, y tantos pozos que no los he visto, y los trabajos que yo en él he pasado me han quitado la memoria de mí mismo; y si el señor alcalde quiere ir contra la caridad cristiana, recogeremos los cuartos y alzaremos la tienda, y a Dios aho, que tan buen pan hacen aquí como en Francia.

Entonces el alcalde llamó a un hombre de los que estaban en el corro, que al parecer servía de pregonero en el lugar, y tal vez de verdugo cuando se ofrecía, y dijóle:

–Gil Berrueco, id a la plaza, y traedme aquí luego los primeros dos asnos que topáredes; que, por vida del rey nuestro señor, que han de pasear las calles en ellos estos dos señores cautivos, que con tanta libertad quieren usurpar la limosna de los verdaderos pobres, contándonos mentiras y embelecos, estando sanos como una manzana y con más fuerzas para tomar una azada en la mano, que no un corbacho para dar estallidos en seco. Yo he estado en Argel cinco años esclavo, y sé que no me dais señas dél en ninguna cosa de cuantas habéis dicho.

–¡Cuerpo del mundo! – respondió el cautivo-. ¿Es posible que ha de querer el señor alcalde que seamos ricos de memoria, siendo tan pobres de dineros, y que, por una niñería que no importa tres ardites, quiera quitar la honra a dos tan insignes estudiantes como nosotros, y juntamente quitar a su majestad dos valientes soldados, que íbamos a esas Italias y a esos Flandes a romper, a destrozar, a herir y a matar los enemigos de la santa fe católica que topáramos? Porque, si va a decir verdad, que en fin es hija de Dios, quiero que sepa el señor alcalde que nosotros no somos cautivos, sino estudiantes de Salamanca, y, en la mitad y en lo mejor de nuestros estudios, nos vino gana de ver mundo y de saber a qué sabía la vida de la guerra, como sabíamos el gusto de la vida de la paz. Para facilitar y poner en obra este deseo, acertaron a pasar por allí unos cautivos, que también lo debían de ser falsos como nosotros agora; les compramos este lienzo y nos informamos de algunas cosas de las de Argel, que nos pareció ser bastantes y necesarias para acreditar nuestro embeleco; vendimos nuestros libros y nuestras alhajas a menosprecio, y, cargados con esta mercadería, hemos llegado hasta aquí; pensamos pasar adelante, si es que el señor alcalde no manda otra cosa.

–Lo que pienso hacer es-replicó el alcalde-daros cada cien azotes, y, en lugar de la pica que vais a arrastrar en Flandes, poneros un remo en las manos que le cimbréis en el agua en las galeras, con quien quizá haréis más servicio a su majestad que con la pica.

–¿Querráse-replicó el mozo hablador-mostrar agora el señor alcalde ser un legislador de Atenas, y que la riguridad de su oficio llegue a los oídos de los señores del Consejo, donde, acreditándole con ellos, le tengan por severo y justiciero, y le cometan negocios de importancia, donde muestre su severidad y su justicia? Pues sepa el señor alcalde que summum jus, summa injuria.

–Mirad cómo habláis, hermano-replicó el segundo alcalde-, que aquí no hay justicia con lujuria: que todos los alcaldes deste lugar han sido, son y serán limpios y castos como el pelo de la masa; y hablad menos, que os será sano.

Volvió en esto el pregonero, y dijo:

–Señor alcalde, yo no he topado en la plaza asnos ningunos, sino a los dos regidores Berrueco y Crespo, que andan en ella paseándose.

–Por asnos os envié yo, majadero, que no por regidores; pero volved y traeldos acá, por sí o por no, que quiero que se hallen presentes al pronunciar desta sentencia, que ha de ser, sin embargo, y no ha de quedar por falta de asnos; que, gracias sean dadas al cielo, hartos hay en este lugar,

–No le tendrá vuesa merced, señor alcalde, en el cielo-replicó el mozo-si pasa adelante con esa reguridad. Por quien Dios es, que vuesa merced considere que no hemos robado tanto que podemos dar a censo ni fundar ningún mayorazgo; apenas granjeamos el mísero sustento con nuestra industria, que no deja de ser trabajosa, como lo es la de los oficiales y jornaleros. Mis padres no nos enseñaron oficio alguno, y así, nos es forzoso que remitamos a la industria lo que habíamos de remitir a las manos si tuviéramos oficio. Castíguense los que cohechan, los escaladores de casas, los salteadores de caminos, los testigos falsos por dineros, los mal entretenidos en la república, los ociosos y baldíos en ella, que no sirven de otra cosa que de acrecentar el número de los perdidos, y dejen a los míseros que van su camino derecho a servir a su majestad con la fuerza de sus brazos y con la agudeza de sus ingenios, porque no hay mejores soldados que los que se trasplantan de la tierra de los estudios en los campos de la guerra; ninguno salió de estudiante para soldado que no lo fuese por extremo, porque cuando se avienen y se juntan las fuerzas con el ingenio, y el ingenio con las fuerzas, hacen un compuesto milagroso, con quien Marte se alegra, la paz se sustenta y la república se engrandece.

Admirados estaban todos los circunstantes, así de las razones del mozo, como de la velocidad con que hablaba, el cual, prosiguiendo, dijo:

–Espúlguenos el señor alcalde, mírenos y remírenos, y haga escrutinio de las costuras de nuestros vestidos, y si en todo nuestro poder hallare seis reales, no sólo nos mande dar ciento, sino seis cuentos de azotes. Veamos, pues, si la adquisición de tan pequeña cantidad de interés merece ser castigada con afrentas y martirizada con galeras; y así, otra vez digo que el señor alcalde se remire en esto, no se arroje y precipite apasionadamente a hacer lo que, después de hecho, quizá le causara pesadumbre. Los jueces discretos castigan, pero no toman venganza de los delitos; los prudentes y los piadosos mezclan la equidad con la justicia, y, entre el rigor y la clemencia, dan luz de su buen entendimiento.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
28 сентября 2017
Объем:
210 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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