Читайте только на ЛитРес

Книгу нельзя скачать файлом, но можно читать в нашем приложении или онлайн на сайте.

Читать книгу: «Novelas y teatro », страница 5

Шрифт:

–Yo creo, señor don Juan, que hemos hallado todo aquello que venimos a buscar.

Tomás, que acudió a dar recado a las cabalgaduras, conoció luego a dos criados de su padre, y luego conoció a su padre y al padre de Calmazo, que eran los dos ancianos a quien los demás respectaban; y aunque se admiró de su venida, consideró que debían de ir a buscar a él y a Carriazo a las almadrabas: que no habría faltado quien les hubiese dicho que en ellas, y no en Flandes, los hallarían; pero no se atrevió a dejarse conocer en aquel traje: antes, aventurándolo todo, puesta la mano en el rostro, pasó por delante dellos y fué a buscar a Costanza, y quiso la buena suerte que la hallase sola; y apriesa y con lengua turbada, temeroso que ella no le daría lugar para decirle nada, le dijo:

–Costanza, uno de estos dos caballeros ancianos que aquí han llegado ahora es mi padre, que es aquel que oyeres llamar don Juan de Avendaño: infórmate de sus criados si tiene un hijo que se llama don Tomás de Avendaño, que soy yo, y de aquí podrás ir coligiendo y averiguando que te he dicho verdad en cuanto a la calidad de mi persona, y que te la diré en cuanto de mi parte te tengo ofrecido. Y quédate adiós; que hasta que ellos se vayan no pienso volver a esta casa.

No le respondió nada Costanza ni él aguardó a que le respondiese, sino volviéndose a salir, cubierto como había entrado, se fué a dar cuenta a Carriazo de cómo sus padres estaban en la posada. Dió voces el huésped a Tomás, que viniese a dar cebada; pero como no pareció, dióla él mismo. Uno de los dos ancianos llamó aparte a una de las dos mozas gallegas, y preguntóle cómo se llamaba aquella muchacha hermosa que habían visto, y que si era hija o parienta del huésped, o huéspeda de casa. La Gallega le respondió:

–La moza se llama Costanza; ni es parienta del huésped ni de la huéspeda, ni sé lo que es.

El caballero, sin esperar a que le quitasen las espuelas, llamó al huésped, y retirándose con él aparte en una sala, le dijo:

–Yo, señor huésped, vengo a quitaros una prenda mía que ha algunos años que tenéis en vuestro poder; para quitárosla os traigo mil escudos de oro, y estos trozos de cadena, y este pergamino.

Y diciendo esto, sacó los seis de la señal de la cadena que él tenía. Asimismo conoció el pergamino, y alegre sobremanera con el ofrecimiento de los mil escudos, respondió:

–Señor, la prenda que queréis quitar está en casa; pero no está en día la cadena ni el pergamino con que se ha de hacer la prueba de la verdad que yo creo que vuesa merced trata; y así, le suplico tenga paciencia; que yo vuelvo luego.

Y al momento fué a avisar al Corregidor de lo que pasaba, y de como estaban dos caballeros en su posada, que venían por Costanza.

Acababa de comer el Corregidor, y con el deseo que tenía de ver el fin de aquella historia, subió luego a caballo y vino a la posada del Sevillano, llevando consigo el pergamino de la muestra. Y apenas hubo visto a los dos caballeros, cuando, abiertos los brazos, fué a abrazar al uno, diciendo:

–¡Válame Dios! ¿Qué buena venida es ésta, señor don Juan de Avendaño, primo y señor mío?

El caballero le abrazó asimismo, diciéndole:

–Sin duda, señor primo, habrá sido buena mi venida, pues os veo, y con la salud que siempre os deseo. Abrazad, primo, a este caballero, que es el señor don Diego de Carriazo, gran señor y amigo mío.

–Ya conozco al señor don Diego – respondió el Corregidor-, y le soy muy servidor.

Y abrazándose los dos, después de haberse recebido con grande amor y grandes cortesías, se entraron en una sala, donde se quedaron solos con el huésped, el cual ya tenía consigo la cadena, y dijo:

–Ya el señor Corregidor sabe a lo que vuesa merced viene, señor don Diego de Carriazo: vuesa merced saque los trozos que faltan a esta cadena, y el señor Corregidor sacará el pergamino, que está en su poder, y hagamos la prueba que ha tantos años que espero a que se haga.

–Desa manera – respondió don Diego-, no habrá necesidad de dar cuenta de nuevo al señor Corregidor de nuestra venida, pues bien se verá que ha sido a lo que vos, señor huésped, habréis dicho.

–Algo me ha dicho; pero mucho me quedó por saber. El pergamino, hele aquí. Sacó don Diego el otro, y juntando las dos partes se hicieron una, y a las letras del que tenía el huésped, que eran E T E L S Ñ V D D R, respondían en el otro pergamino éstas: S A S A E AL ER A E A, que todas juntas decían: ÉSTA ES LA SEÑAL VERDADERA. Cotejáronse luego los trozos de la cadena, y hallaron ser las señas verdaderas.

–¡Esto está hecho! – dijo el Corregidor-. Resta ahora saber, si es posible, quién son los padres desta hermosísima prenda.

–El padre – respondió don Diego- yo lo soy; la madre ya no vive: basta saber que fué tan principal que pudiera yo ser su criado.

A estas razones llegaba don Diego cuando oyeron que en la puerta de la calle decían a grandes voces:

–Díganle a Tomás Pedro, el mozo de la cebada, cómo llevan a su amigo el Asturiano preso; que acuda a la cárcel, que allí le espera.

A la voz de cárcel y de preso, dijo el Corregidor que entrase el preso y el alguacil que le llevaba. Dijeron al alguacil que el Corregidor, que estaba allí, le mandaba entrar con el preso, y así lo hubo de hacer.

Venía el Asturiano todos los dientes bañados en sangre, y muy mal parado, y muy bien asido del alguacil, y así como entró en la sala, conoció a su padre y al de Avendaño. Turbóse, y por no ser conocido, con un paño, como que se limpiaba la sangre, se cubrió el rostro. Preguntó el Corregidor que qué había hecho aquel mozo, que tan mal parado le llevaban. Respondió el alguacil que aquel mozo era un aguador que le llamaban el Asturiano, a quien los muchachos por las calles decían: "¡Daca la cola, Asturiano; daca la cola!", y luego en breves palabras contó la causa porque le pedían la tal cola, de que no riyeron poco todos. Dijo más, que saliendo por la puente de Alcántara, dándole los muchachos priesa con la demanda de la cola, se había apeado del asno, y dando tras todos, alcanzó a uno, a quien dejaba medio muerto a palos; y que queriéndole prender se había resistido, y que por eso iba tan mal parado.

Mandó el Corregidor que se descubriese el rostro, y porfiando a no querer descubrirse, llegó el alguacil y quitóle el pañuelo, y al punto le conoció su padre, y dijo todo alterado:

–Hijo don Diego, ¿cómo estás desta manera? ¿Qué traje es éste? ¿Aún no se te han olvidado tus picardías?

Hincó las rodillas Carriazo, y fuese a poner a los pies de su padre, que, con lágrimas en los ojos, le tuvo abrazado un buen espacio. Don Juan de Avendaño, como sabía que don Diego había venido con don Tomás su hijo, preguntóle por él; a lo cual respondió que don Tomás de Avendaño era el mozo que daba cebada y paja en aquella posada. Con esto que el Asturiano dijo se acabó de apoderar la admiración en todos los presentes, y mandó el Corregidor al huésped que trujese allí al mozo de la cebada.

–Yo creo que no está en casa-respondió el huésped-; pero yo le buscaré.

Y así, fué a buscalle.

Preguntó don Diego a Carriazo que qué transformaciones eran aquéllas, y qué les había movido a ser él aguador y don Tomás mozo de mesón. A lo cual respondió Carriazo que no podía satisfacer a aquellas preguntas tan en público; que él respondería a solas.

Estaba Tomás Pedro escondido en su aposento, para ver desde allí, sin ser visto, lo que hacían su padre y el de Carriazo. Teníale suspenso la venida del Corregidor y el alboroto que en toda la casa andaba. No faltó quien le dijese al huésped como estaba allí escondido; subió por él, y más por fuerza que por grado, le hizo bajar; y aun no bajara si el mismo Corregidor no saliera al patio y le llamara por su nombre, diciendo:

–Baje vuesa merced, señor pariente; que aquí no le aguardan osos ni leones.

Bajó Tomás, y con los ojos bajos y sumisión grande se hincó de rodillas ante su padre, el cual le abrazó con grandísimo contento, a fuer del que tuvo el padre del Hijo Pródigo cuando le cobró de perdido.

Ya, en esto, había venido un coche del Corregidor, para volver en él, pues la gran fiesta no permitía volver a caballo. Hizo llamar a Costanza, y tomándola de la mano, se la presentó a su padre, diciendo:

–Recebid, señor don Diego, esta prenda, y estimalda por la más rica que acertáredes a desear. Y vos, hermosa doncella, besad la mano a vuestro padre, y dad gracias a Dios, que con tan honrado suceso ha enmendado, subido y mejorado la bajeza de vuestro estado.

Costanza, que no sabía ni imaginaba lo que le había acontecido, toda turbada y temblando, no supo hacer otra cosa que hincarse de rodillas ante su padre, y tomándole las manos se las comenzó a besar tiernamente, bañándoselas con infinitas lágrimas que por sus hermosísimos ojos derramaba.

En tanto que esto pasaba, había persuadido el Corregidor a su primo don Juan que se viniesen todos con él a su casa; y aunque don Juan lo rehusaba, fueron tantas las persuasiones del Corregidor, que lo hubo de conceder; y así, entraron en el coche todos. Pero cuando dijo el Corregidor a Costanza que entrase también en el coche, se le anubló el corazón, y ella y la huéspeda se asieron una a otra, y comenzaron a hacer tan amargo llanto que quebraba los corazones de cuantos le escuchaban.

El Corregidor, enternecido, mandó que asimismo la huéspeda entrase en el coche, y que no se apartase de su hija, pues por tal la tenía, hasta que saliese de Toledo. Así, la huéspeda y todos entraron en el coche, y fueron a casa del Corregidor, donde fueron bien recebidos de su mujer, que era una principal señora. Comieron regalada y sumptuosamente, y después de comer contó Carriazo a su padre cómo por amores de Costanza don Tomás se había puesto a servir en el mesón, y que estaba enamorado de tal manera della, que sin que le hubiera descubierto ser tan principal como era siendo su hija, la tomara por mujer en el estado de fregona. Vistió luego la mujer del Corregidor a Costanza con unos vestidos de una hija que tenía de la misma edad y cuerpo de Costanza, y si parecía hermosa con los de labradora, con los cortesanos parecía cosa del cielo: tan bien la cuadraban, que daba a entender que desde que nació había sido señora y usado los mejores trajes que el uso trae consigo.

Entre el Corregidor y don Diego de Carriazo y don Juan de Avendaño se concertaron en que don Tomás se casase con Costanza, dándole su padre los treinta mil escudos que su madre le había dejado, y el aguador don Diego de Carriazo casase con la hija del Corregidor.

Desta manera quedaron todos contentos, alegres y satisfechos, y la nueva de los casamientos y de la ventura de la fregona ilustre se extendió por la ciudad, y acudía infinita gente a ver a Costanza en el nuevo hábito, en el cual tan señora se mostraba como se ha dicho.

Un mes se estuvieron en Toledo, al cabo del cual se volvieron a Burgos don Diego de Carriazo y su mujer, su padre y Costanza, con su marido don Tomás. Quedó el Sevillano rico con los mil escudos, y con muchas joyas que Costanza dio a su señora: que siempre con este nombre llamaba a la que la había criado. Dio ocasión la historia de la fregona ilustre a que los poetas del dorado Tajo ejercitasen sus plumas en solenizar y en alabar la sin par hermosura de Costanza, la cual aún vive en compañía de su buen mozo de mesón, y Carriazo ni más ni menos, con tres hijos, que sin tomar el estillo del padre ni acordarse si hay almadrabas en el mundo, hoy están todos estudiando en Salamanca; y su padre, apenas vee algún asno de aguador, cuando se le representa y viene a la memoria el que tuvo en Toledo, y teme que cuando menos se cate ha de remanecer en alguna sátira el "¡Daca la cola, Asturiano! ¡Asturiano, daca la cola!"

HISTORIA DE LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

LIBRO I

CAPITULO XXII

Donde el capitán da cuenta de las grandes fiestas que acostumbraba a hacer en su reino el rey Policarpo.

–"Una de las islas que están junto a la de Hibernia me dio el cielo por patria: es tan grande, que toma nombre de reino, el cual no se hereda, ni viene por sucesión de padre a hijo; sus moradores le eligen a su beneplácito, procurando siempre que sea el más virtuoso y mejor hombre que en él se hallara; y sin intervenir de por medio ruegos o negociaciones, y sin que los soliciten promesas ni dádivas, de común consentimiento de todos sale el rey y toma el cetro absoluto del mando, el cual le dura mientras le dura la vida o mientras no se empeora en ella. Y con esto, los que no son reyes procuran ser virtuosos para serlo, y los que lo son, pugnan serlo más para no dejar de ser reyes; con esto se cortan las alas a la ambición, se atierra la codicia, y aunque la hipocresía suele andar lista, a largo andar se le cae la máscara y queda sin el alcanzado premio; con esto los pueblos viven quietos, campea la justicia y resplandece la misericordia, despáchanse con brevedad los memoriales de los pobres, y los que dan los ricos, no por serlo son mejor despachados; no agobian la vara de la justicia las dádivas ni la carne y sangre de los parentescos: todas las negociaciones guardan sus puntos y andan en sus quicios; finalmente, reino es donde se vive sin temor de los insolentes y donde cada uno goza lo que es suyo.

"Esta costumbre, a mi parecer justa y santa, puso el cetro del reino en las manos de Policarpo, varón insigne y famoso, así en las armas como en las letras, el cual tenía cuando vino a ser rey dos hijas de extremada belleza, la mayor llamada Policarpa y la menor Sinforosa; no tenían madre, que no les hizo falta cuando murió sino en la compañía: que sus virtudes y agradables costumbres eran ayas de sí mismas, dando maravilloso ejemplo a todo el reino. Con estas buenas partes, así ellas como el padre se hacían amables, se estimaban de todos. Los reyes, por parecerles que la malencolía en los vasallos suele despertar malos pensamientos, procuran tener alegre el pueblo y entretenido con fiestas públicas y a veces con ordinarias comedias; principalmente solenizaban el día que fueron asumptos al reino con hacer que se renovasen los juegos que los gentiles llamaban Olímpicos, en el mejor modo que podían. Señalaban premio a los corredores, honraban a los diestros, coronaban a los tiradores y subían al cielo de la alabanza a los que derribaban a otros en la tierra. Hacíase este espectáculo junto a la marina, en una espaciosa playa, a quien quitaban él sol infinita cantidad de ramos entretejidos que la dejaban a la sombra; ponían en la mitad un suntuoso teatro, en el cual, sentado el rey y la real familia, miraban los apacibles juegos. Llegóse un día déstos, y Policarpo procuró aventajarse en magnificencia y grandeza en solenizarle sobre todos cuantos hasta allí se habían hecho; y cuando ya el teatro estaba ocupado con su persona y con los mejores del reino, y cuando ya los instrumentos bélicos y los apacibles querían dar señal que las fiestas se comenzasen, y cuando ya cuatro corredores, mancebos ágiles y sueltos, tenían los pies izquierdos delante y los derechos alzados, que no les impedía otra cosa el soltarse a la carrera sino soltar una cuerda que les servía de raya y de señal, que en soltándola habían de volar a un término señalado, donde habían de dar fin a su carrera, digo que en este tiempo vieron venir por la mar un barco que le blanqueaban los costados el ser recién despalmado, y le facilitaban el romper del agua seis remos que de cada banda traía, impelidos de doce, al parecer, gallardos mancebos, de dilatadas espaldas y pechos y de nervudos brazos; venían vestidos de blanco todos, sino el que guiaba el timón, que venía de encarnado, como marinero. Llegó con furia el barco a la orilla, y el encallar en ella y el saltar todos los que en él venían en tierra fué una misma cosa. Mandó Policarpo que no saliesen a la carrera hasta saber qué gente era aquélla y a lo que venía, puesto que imaginó que debían de venir a hallarse en las fiestas y a probar su gallardía en los juegos. El primero que se adelantó a hablar al rey fué el que servía de timonero, mancebo de poca edad, cuyas mejillas, desembarazadas y limpias, mostraban ser de nieve y de grana; los cabellos, anillos de oro; y cada una parte de las del rostro tan perfecta, y todas juntas tan hermosas, que formaban un compuesto admirable. Luego la hermosa presencia del mozo arrebató la vista y aun los corazones de cuantos le miraron, y yo desde luego le quedé aficionadísimo. Lo que dijo al rey:

" – Señor, estos mis compañeros y yo, habiendo tenido noticia destos juegos, venimos a servirte y hallarnos en ellos, y no de lejas tierras, sino desde una nave que dejamos en la isla Scinta, que no está lejos de aquí; y como el viento no hizo a nuestro propósito para encaminar aquí la nave, nos aprovechamos de esta barca y de los remos y de la fuerza de nuestros brazos. Todos somos nobles y deseosos de ganar honra, y por la que debes hacer, como rey que eres, a los extranjeros que a tu presencia llegan, te suplicamos nos concedas licencia para mostrar o nuestras fuerzas o nuestros ingenios, en honra y provecho nuestro y gusto tuyo.

" – Por cierto-respondió Policarpo-, agraciado joven, que vos pedís lo que queréis con tanta gracia y cortesía, que sería cosa injusta el negároslo. Honrad mis fiestas en lo que quisiéredes; dejadme a mí el cargo de premiároslo: que, según vuestra gallarda presencia muestra, poca esperanza dejáis a ninguno de alcanzar los primeros premios.

"Dobló la rodilla el hermoso mancebo y se inclinó la cabeza en señal de crianza y agradecimiento, y en dos brincos se puso ante la cuerda que detenía a los cuatro ligeros corredores; sus doce compañeros se pusieron a un lado, a ser espectadores de la carrera. Sonó una trompeta, soltaron la cuerda, y arrojáronse al vuelo los cinco; pero aún no habrían dado veinte pasos, cuando, con más de seis se les aventajó el recién venido, y a los treinta, ya los llevaba de ventaja más de quince; finalmente, se los dejó a poco más de la mitad del camino, como si fueran estatuas inmovibles, con admiración de todos los circunstantes, especialmente de Sinforosa, que le seguía con la vista, así corriendo como estando quedo, porque la belleza y agilidad del mozo era bastante para llevar tras sí las voluntades, no sólo de los ojos de cuantos le miraban. Comenzó luego la invidia a apoderarse de los pechos de los que se habían de probar en los juegos, viendo con cuánta facilidad se había llevado el extranjero el precio de la carrera. Fué el segundo certamen el de la esgrima: tomó el ganancioso la espada negra, con la cual, a seis que le salieron, cada uno de por sí, les cerró las bocas, mosqueó las narices, les selló los ojos y les santiguó las cabezas, sin que a él le tocasen, como decirse suele, un pelo de la ropa. Alzó la voz el pueblo, y de común consentimiento le dieron el premio primero. Luego se acomodaron otros seis a la lucha, donde con mayor gallardía dio de sí muestra el mozo: descubrió sus dilatadas espaldas, sus anchos y fortísimos pechos, y los nervios y músculos de sus fuertes brazos, con los cuales, y con destreza y maña increíble, hizo que las espaldas de los seis luchadores, a despecho y pesar suyo, quedasen impresas en la tierra. Asió luego de una pesada barra que estaba hincada en el suelo, porque le dijeron que era el tirarla el cuarto certamen; sompesóla, y haciendo de señas a la gente que estaba delante para que le diesen lugar donde el tiro cupiese, tomando la barra por la una punta, sin volver el brazo atrás, la impelió con tanta fuerza, que, pasando los límites de la marina, fué menester que el mar se los diese, en el cual bien adentro quedó sepultada la barra. Esta monstruosidad, notada de sus contrarios, les desmayó los bríos, y no osaron probarse en la contienda. Pusiéronle luego la ballesta en las manos y algunas flechas, y mostráronle un árbol muy alto y muy liso, al cabo del cual estaba hincada una media lanza, y en ella, de un hilo, estaba asida una paloma, a la cual habían de tirar no más de un tiro los que en aquel certamen quisiesen probarse.

"Uno, que presumía de certero, se adelantó y tomó la mano, creo yo, pensando derribar la paloma antes que otro; tiró, y clavó su flecha casi en el fin de la lanza, del cual golpe, azorada la paloma, se levantó en el aire; y luego, otro no menos presumido que el primero, tiró con tan gentil certería, que rompió el hilo donde estaba asida la paloma, que suelta y libre del lazo que la detenía, entregó su libertad al viento y batió las alas con priesa. Pero el ya acostumbrado a ganar los primeros premios disparó su flecha; y, como si mandara lo que había de hacer, y ella tuviera entendimiento para obedecerle, así lo hizo, pues, dividiendo el aire con un rasgado y tendido silbo, llegó a la paloma y le pasó el corazón de parte a parte, quitándole a un mismo punto el vuelo y la vida. Renováronse con esto las voces de los presentes y las alabanzas del extranjero; el cual en la carrera, en la esgrima, en la lucha, en la barra y en el tirar de la ballesta, y entre otras muchas pruebas que no cuento, con grandísimas ventajas se llevó los primeros premios, quitando el trabajo a sus compañeros de probarse en ellas. Cuando se acabaron los juegos, sería el crepúsculo de la noche; y cuando el rey Policarpo quería levantarse de su asiento, con los jueces que con él estaban, para premiar al vencedor mancebo, vió que, puesto de rodillas ante él, le dijo:

" – Nuestra nave quedó sola y desamparada; la noche cierra algo escura; los premios que puedo esperar, que por ser de tu mano se deben estimar en lo posible, quiero, ¡oh gran señor!, que los dilates hasta otro tiempo, que con más espacio y comodidad pienso volver a servirte.

"Abrazóle el rey, preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba Periandro. Quitóse en esto la bella Sinforosa una guirnalda de flores con que adornaba su hermosísima cabeza, y la puso sobre la del gallardo mancebo, y, con honesta gracia, le dijo al ponérsela:

" – Cuando mi padre sea tan venturoso de que volváis a verle, veréis cómo no vendréis a servirle sino a ser servido."

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
28 сентября 2017
Объем:
210 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

С этой книгой читают