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Ningún ejército podía escalar los protectores precipicios de la ciudad. Pero Ciro el Grande, en el año 547 a.C., tomó Sardis y quitó sus tesoros a Creso; Antíoco el Grande volvió a tomar la ciudad en el año 218 a.C. En ambos casos, un osado voluntario escaló los riscos semejantes a muros, y abrió las puertas de la ciudad por dentro, mientras la población, sintiéndose segura, dormía profundamente.

La reprensión. Los cristianos de Sardis en los días de Juan se sentían lo suficientemente seguros como para irse tranquilamente a dormir. “Si no estás en vela [si no despiertas]”, les dice Jesús, “vendré como ladrón”. “Tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto”.

Todos alguna vez nos hemos sentido desilusionados cuando algo de lo que dependíamos resultó ya no ser lo que era antes. Un restaurante, tal vez, o una tienda, una marca de herramientas, un equipo de fútbol, un maestro popular; al recurrir a ellos después de algunos años, descubrimos que no continuaron avanzando como lo esperábamos. Se durmieron en los laureles, y ya no son lo que eran. Nos gustaría que fueran tan buenos como los recordamos.

La congregación de Sardis también se había dormido en sus laureles. Sus miembros habían sido famosos por su espiritualidad. Los evangelistas que los llevaron a Cristo les habían predicado excelentes sermones. Había llegado el tiempo en que la iglesia debía volver a ser lo que había sido. “Tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto”. “Acuérdate [...] de cómo recibiste y oíste mi Palabra: guárdala y arrepiéntete”. “Ponte en vela [despiértate], reanima lo que te queda”.

La condición de Sardis era grave, pero no desesperada. El interés de Cristo por todos, entonces como ahora, era tan cálido y atento como si cada individuo fuera la única persona por la cual él hubiera dado su vida. Por eso, incluso en esa satisfecha y “humeante” congregación, Jesús encontró “unos pocos que no han manchado sus vestidos”.

La recompensa. En efecto, no era demasiado tarde para los miembros de esa iglesia. “El vencedor”, dice Jesús, para animar a todos los miembros, “será así vestido de blancas vestiduras y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que me declararé por él delante de mi Padre y de sus ángeles”.

“El vencedor”, en el contexto de la carta dirigida a Sardis, significa: “Cualquiera que se da cuenta de que está durmiendo y se despierta”. En otras palabras, Jesús les dice: “Si quieren despertarse y recuperar la vitalidad religiosa que una vez tuvieron, no borraré su nombre del libro de la vida y confesaré su nombre delante de mi Padre y de los ángeles”.

Cuando Jesús dice que si alguien despierta no borrará su nombre sino que, por el contrario, lo confesará delante de Dios y de los ángeles, pone en evidencia que si un cristiano de Sardis no se despierta, tendrá entonces que borrar su nombre. Y cuando Jesús se refiere al libro de la vida y a confesar nombres delante de Dios y de los ángeles, nos damos cuenta de que está hablando del mismo Juicio investigador previo al advenimiento que mencionamos algunas páginas atrás en relación con la iglesia de Tiatira. Es el Juicio mencionado en Daniel 7: “Se aderezaron unos tronos y un Anciano se sentó [...]. El juicio abrió sesión, y se abrieron los libros” (Dan. 7:9, 10).

Aquí encontramos una evidencia adicional de que todos los cristianos, como asimismo la demás gente, están igualmente sujetos al Juicio final.

Tenemos razones para creer que, en el Juicio, los cristianos nicolaitas y balaamitas no recibirán la vida eterna. Tampoco los jezabelitas. Y tampoco los cristianos dormidos.

Jesús murió con el propósito de que fuera posible que cada uno de nosotros viviera eternamente. No estaba bromeando entonces ni lo está ahora, tampoco. Nos trata seria y honestamente, y tiene derecho a esperar que nosotros seamos serios y honestos con él también.

6. Filadelfia, la iglesia de la puerta abierta. Apocalipsis 3:7-13.

El escenario. No muchos kilómetros al sudeste de Sardis se hallaba Filadelfia, que como Tiatira estaba edificada sobre una amplia colina ubicada entre dos fértiles valles. Uno de esos valles ofrecía una salida natural: una “puerta abierta” a través de las montañas, en dirección al este, que contribuía considerablemente al éxito comercial y la influencia cultural de Filadelfia. Tal como las otras ciudades de nuestra lista, Filadelfia era ocasionalmente sacudida por terremotos. Aparentemente, los habitantes de Filadelfia se pusieron especialmente nerviosos después de uno de esos terremotos, pues se fueron a vivir en chozas en los campos circunvecinos durante el largo período en que siguieron las secuelas de ese fenómeno.47

Filadelfia significa “amor fraternal”. El rey Atalo II de Pérgamo dio a la ciudad este hermoso nombre en memoria de su hermano mayor, el rey Eumenes II. Con el nombre turco de Alasehir, es decir, “ciudad roja”, existe en el mismo lugar actualmente una relativamente próspera ciudad de unos veinte mil habitantes.

El encomio. Jesús felicitó a los cristianos de Filadelfia y resolvió pasar por alto sus defectos. Tal como en el caso de los cristianos de Esmirna, no les envió ningún reproche. En lugar de ello, se refirió al hecho de que tenían “poco poder”, con lo que los excusa, en lugar de acusarlos. Inmediatamente antes de ir a la Cruz, Cristo declaró que todos nosotros carecemos de poder. “Separados de mí”, dijo en esa ocasión, “no podéis hacer nada” (Juan 15:5). “Has guardado mi palabra”, dijo con aprecio a los cristianos de Filadelfia, “y no has renegado de mi nombre”.

La recompensa. Jesús derramó promesas sobre los cristianos de Filadelfia. La “Sinagoga de Satanás”, dijo, tendría que inclinarse a sus pies y enterarse de que Cristo los amaba. Al hablar de la sinagoga de Satanás, probablemente se refería a judíos renegados o, más seguramente, a ciertas personas que pretendían ser cristianas, sin serlo. Prometió que los filadelfos que vencieran se convertirían en columnas en el Templo de Dios, y nunca más necesitarían salir de allí. La estabilidad y la seguridad de la vida eterna con Dios contrasta aquí con la nerviosidad de la gente de Filadelfia después del terremoto.

Jesús también prometió que los vencedores recibirían “el nombre de mi Dios, el nombre de la ciudad de mi Dios [...] y mi nombre nuevo”. Ya nos enteramos del significado del nombre de una persona como manifestación de su carácter. (Véanse las páginas 105 a 107.) Cuando Jesús promete que nos va a dar el nombre de Dios, quiere decir que si cooperamos con él va a ayudarnos a desarrollar caracteres de calidad superior, semejantes al suyo. ¡Qué promesa extraordinaria!

Su promesa de que nos dará “el nombre de la ciudad de mi Dios” significa que llegaremos a ser ciudadanos de la Nueva Jerusalén, la capital del Reino universal de Dios. (Véase Hebreos 11:14 a 16 y Filipenses 3:20.) Nos recuerda la promesa de Daniel 7:27: “Y el reino y el imperio y la grandeza de los reinos bajo los cielos, todos serán dados al pueblo de los santos del Altísimo”.

Protección en medio de la tribulación. ¡Qué consolador resulta leer que Cristo prometió a los cristianos de Filadelfia que los guardaría “de la hora de la prueba que va a venir sobre el mundo entero para probar a los habitantes de la tierra”!

Se refiere a la tribulación mencionada en Daniel 12:1: “Un tiempo de angustia como no habrá habido hasta entonces otro desde que existen las naciones”. De esta tribulación, Daniel 12:1 dice: “Se salvará tu pueblo”. Del mismo modo, en Apocalipsis 3:10 Jesús promete guardar a Filadelfia “de la hora de la prueba”.

La suprema hora de prueba final ocurrirá en ocasión del fin del mundo, cuando Miguel se levante, o “surja” (Dan. 12:1), después de que los libros hayan sido examinados en el juicio previo al advenimiento (Dan. 7:9-14) y justamente antes de la resurrección (Dan. 12:2), cuando se produzca la Segunda Venida.

Ahora bien, Esmirna debió enfrentar una tribulación de diez días, que hizo necesario mantenerse “fiel hasta la muerte”. Iba a ser una tribulación producida por la persecución que se lanzaría contra los verdaderos cristianos, en que algunos fieles creyentes serían entregados a la muerte. A Tiatira también se le advirtió que tendría una tribulación, pero se le aclaró que sería un castigo que sufrirían los malvados seguidores de Jezabel. (Véase el diagrama de la página 34.)

De manera que las cartas a las siete iglesias nos hablan de tres diferentes períodos de tribulación: 1) la persecución de Esmirna, por la cual algunos santos morirían; 2) el castigo a Tiatira, en que los seguidores de Jezabel tendrían que sufrir; y 3) la hora de prueba final, en que todo el mundo será sometido a prueba, pero de la cual el pueblo de Dios será liberado. (Véanse las páginas 31 a 35). Debemos recordar estas distintas tribulaciones cuando nos preguntemos (en las páginas 122 a 135) si las siete iglesias simbolizan siete períodos de la historia de la iglesia.

Antes de hacerlo, sin embargo, preguntémonos qué tenemos que hacer para ser preservados de la tribulación venidera. Estamos interesados en ello; y recordemos que las promesas son para todo “el que tenga oídos”, es decir, para todos los que estén dispuestos a escuchar.

Jesús afirma: “Ya que has guardado mi recomendación de ser paciente en el sufrimiento, también yo te guardaré de la hora de la prueba que va a venir”. En griego, el idioma en que se escribió el Apocalipsis, la palabra traducida “recomendación” es lógon, “palabra”, que también se puede traducir por “mensaje”, “instrucción” u “orden”. Una versión moderna de las Escrituras dice: “Puesto que has guardado mi orden de soportar pacientemente, yo también te guardaré” (Nueva Versión Internacional, en inglés). Los puntos a destacar son: a) que Cristo nos amonesta a soportar pacientemente las dificultades de la vida diaria; y b) que nos promete que si nos aferramos a él ahora, venciendo con su ayuda las tentaciones de cada día, ciertamente nos sostendrá cuando sobrevenga la gran crisis final.

Comenzamos nuestro estudio acerca de Filadelfia calificándola como la iglesia que tiene una “puerta abierta”. Cristo se le presenta como “el que tiene la llave de David: si él abre, nadie puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir”. La imagen proviene de Isaías 22:22, donde, con referencia a un asunto muy local, se usan estas palabras con respecto a Elyakim, un funcionario del Gobierno, que se desempeñó solo por corto tiempo. En contraste con esto, Jesús conserva las llaves eternamente, puesto que está respaldado por una autoridad trascendente. Jesús añadió, en Apocalipsis 3:8: “He abierto ante ti [los cristianos de Filadelfia] una puerta que nadie puede cerrar”. Vamos a estudiar con más detalle este asunto en las páginas 133 a 139.

7. Laodicea, la iglesia tibia. Apocalipsis 3:14-22.

El escenario. Laodicea, la séptima y última ciudad de la lista de cartas de Cristo, era el paraíso de los hombres de negocios. Era enormemente rica, y se enorgullecía de ello. Cuando un terremoto la arrasó en el año 60 d.C., Laodicea, a diferencia de otras ciudades, no solicitó ayuda de Roma; por el contrario, la ciudad fue reconstruida con sus propios recursos.

Mucha de la riqueza de Laodicea provenía de sus actividades comerciales y bancarias. En forma significativa, una lana negra suave y sedosa, y de muy alto precio, se vendía allí y se la usaba como materia prima para fabricar vestimenta fina y alfombras. La ciudad, también, era famosa por su facultad de Medicina y por un colirio fabricado sobre la base de ingredientes producidos localmente. También era un lugar de veraneo y descanso. Aguas termales surgían de unas colinas ubicadas a pocos kilómetros hacia el sur. Cuando esas aguas llegaban a la ciudad por medio de un acueducto estaban tibias, por lo que resultaban desagradables para beber, pero eran muy buenas para bañarse en ellas.

La reprensión. Aparentemente, los cristianos de Laodicea compartían la autosuficiencia de la ciudad, pero sin justificación alguna. Jesús les envía una reprimenda particularmente dura, y ningún encomio. “Dices: ‘Soy rico; me he enriquecido; nada me falta’ “, les dice Jesús. “Y no te das cuenta que tú eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo”. Y añade: “No eres ni frío ni caliente [...] eres tibio”.

La manera en que Jesús se presentó a los cristianos de Laodicea era especialmente apropiada. Dijo de sí mismo: “El Testigo fiel y veraz”. Eligió este título porque se dirigía a gente autoengañada. Deseaba que tuvieran confianza en su desagradable diagnóstico.

También se presentó como el “Amén”, una palabra hebrea que significa: “En verdad”. Era otra manera de recordar a los mistificados laodicenses que él era capaz de sacarlos de su engaño.

Pero cuando se refirió a sí mismo diciendo “El Principio de las criaturas (de la creación, RVR) de Dios”, tenía en mente algo completamente distinto. La idea implícita era que si admitían la verdad de lo que les estaba diciendo, él podría convertirlos completamente. ¡Podía regenerarlos! (Para un análisis más amplio de “el Principio de las criaturas de Dios”, véase “Respuestas a sus preguntas”, páginas 144 a 146.)

Jesús formuló, además, la receta para sus males en términos que los laodicenses podían entender rápidamente. Se presentó como un mercader celestial que ofrecía exactamente los productos que ellos necesitaban tan desesperadamente, pero que suponían no necesitar. “Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y colirio para que te des en los ojos y recobres la vista”.

Para gente que se creía rica, se presentó como la Fuente de las verdaderas riquezas. Para gente que creía tener el remedio para todas las enfermedades de la vista, ofreció el único colirio eficaz. Para gente que creía que producía algunas de las prendas de vestir de mejor calidad del mundo, ofreció las ropas blancas –no negras ni púrpura– de su propia justicia.

Los “vestidos blancos” aparecen en Apocalipsis 19:7 y 8, donde leemos acerca de “lino deslumbrante de blancura”, el atuendo de la novia del Cordero, que se define como “las buenas acciones de los santos”. ¿De dónde proceden sus buenas acciones? De Cristo, porque “Yahvéh, [es] justicia nuestra” (Jer. 23:6). Únicamente si Cristo expía nuestros pecados, cambia nuestros motivos, nos anima y nos ayuda, podremos ser buenos o hacer algo bueno.

En cuanto al colirio, ¿no es, acaso, el Espíritu Santo quien acicatea nuestra conciencia cuando obramos mal y nos ayuda a ver nuestras faltas? (Véase Juan 16:8 al 10.) Podemos considerar, entonces, al colirio como símbolo del Espíritu Santo.

Las cosas más valiosas de la vida son la fe y el amor. Podemos decir que son “oro”. Pero ¿acaso se vende la gracia de Dios? ¿Se pueden “comprar” la fe, el amor, la justicia y el Espíritu Santo?

“¡Oh, todos los sedientos”, dice Dios en Isaías 55:1, “id por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata y sin pagar, vino y leche!” Pero en Lucas 14:33 Jesús dice: “Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”.

Los mayores dones de Cristo son gratuitos, pero nos cuestan todo lo que tenemos y somos. No se los puede adquirir con dinero, ni cheques ni tarjetas de crédito; solamente con la entrega total de nuestros corazones.

La recompensa. Aun las recompensas prometidas a Laodicea implican una reprensión. “Estoy a la puerta y llamo”, dice Jesús, dando a entender que no está morando ahora en el corazón de los laodicenses. Pero “si alguno [...] abre la puerta, entraré en su casa”.

Los espléndidos vestidos, el oro y el colirio que ofrece Jesús son gratuitos, pero no llegan por correo. Los entrega el Señor personalmente; y no nos obliga a aceptarlos. Tampoco va a entrar para ponerlos en casa mientras dormimos. Tenemos que despertarnos y ponernos en pie. Tenemos que reconocer que realmente no tenemos nada que ponernos. Tenemos que decidirnos a abrir la puerta, aceptar su vestido blanco e invitarlo a entrar.

Es bueno querer ser cristiano, pero evidentemente, esto no basta; mucha gente se va a perder con la esperanza y el deseo de salvarse. Tenemos que decidir ser cristianos. Tenemos que decidir vivir la fe cuando nos sentimos inclinados a quejarnos; a vivir el amor cuando nos sentimos inclinados a rumiar amarguras; a hacer el bien cuando nos sentimos inclinados a hacer nada o a ser mezquinos. Y debemos decidir hacerlo de la única forma posible: por medio de una relación vital y personal con Jesucristo. Tenemos que abrir la puerta y dejarlo entrar. Si queremos que nuestra familia sea cristiana, tenemos que hacer el esfuerzo de permitir que Cristo entre en nuestro hogar.

Los laodicenses eran “tibios” como el agua de su acueducto. Ni muy malos ni muy buenos. No eran hostiles a Cristo, pero tampoco eran dedicados. No totalmente mezquinos, pero no entusiastamente generosos. No se oponían a ayudar a la gente, pero no hacían mucho por ella, tampoco.

Ni fríos ni calientes. “¡Ojalá fueras frío o caliente!”, suspiró Jesús. Entendemos por qué anhela que seamos calientes: porque entonces estaríamos ansiosos de hacer el bien, llenos del primer amor, de alabanza y de gozo. Pero ¿por qué podría querer que seamos fríos? Porque entonces nos sentiríamos lo suficientemente incómodos como para darnos cuenta de que algo anda muy mal.

“Puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca”.

Palabras duras. Pero no definitivas. “A los que amo, reprendo y corrijo. Sé, pues, ferviente y arrepiéntete”. Cristo nos reprende para que mejoremos. “Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono”.

El laodiceanismo es la peor de las enfermedades mortales que afligen a las iglesias: la tibieza, la insipidez... Pero aun estas pueden ser vencidas. Si permitimos que Cristo tome plena posesión de nuestras vidas ahora, nos va a hacer participar de su vida por la eternidad. Aun puede hacer resplandecer “como las estrellas, por toda la eternidad” (Dan. 12:3) a la humeante Laodicea.

II. Estímulo para el desarrollo personal

No todos los matrimonios son iguales. Uno de los matrimonios de más corta duración que conocí terminó cuando una ambulancia y un patrullero llegaron a la fiesta de bodas. La ambulancia llevó a la novia y a su séquito al hospital... y el patrullero se llevó al novio y a sus acompañantes a la cárcel.

No todos los matrimonios duran tan poco. Aun en los Estados Unidos, país tan inclinado al divorcio, más de la mitad de los matrimonios sigue durando “hasta que la muerte los separe”. Pero no todos los matrimonios que duran toda la vida son felices. Algunos, en realidad, persisten a pesar de todo. Cierta vez preguntaron a una esposa combativa si alguna vez había pensado en poner fin a su matrimonio. Respondió así: “¿Por medio del divorcio? ¡Jamás! ¡Pero todos los días tengo ganas de matarlo!”48

Con tantos matrimonios que duran tanto tiempo, es una pena que muchos de ellos solo perduran; no son verdaderamente felices.

El casamiento y el divorcio son cosas que ocurren a la gente. Las personas casadas verdaderamente felices revelan ciertas características personales que constituyen lo que podríamos llamar “madurez”. En palabras de un libro de texto de vasta circulación, los matrimonios felices están formados por gente que tiende a ser “emocionalmente estable, considerada con los demás, dispuesta a ceder, amigable, con confianza propia y emocionalmente dependientes”.49

Las Sagradas Escrituras nos presentan a Jesucristo como Alguien que poseía características humanas ideales. ¡Qué maravilloso marido habría sido Jesús! Viril, valeroso y con confianza en sí mismo. Era lo suficientemente considerado y amigable como para que los niños gustaran de él, para perdonar a sus enemigos personales, para atraer multitudes de desvalidos, y para usar su vasta sabiduría con el fin de relatar historias que hasta los incultos podrían entender. Era lo suficientemente íntegro como para vivir los elevados principios que enseñaba y practicar lo que predicaba. Y enfrentó valerosamente a las clases dirigentes de sus días, para desalojar de los atrios del Templo, sin ayuda de nadie, a una multitud de estafadores que gozaban de protección oficial.

La mayoría de nosotros admiramos a Jesús y nos gustaría ser como él... si no fuera tan difícil serlo. En el momento de la tentación, a menudo nos olvidamos de nuestras buenas resoluciones. Como medio de ayudarnos a ser mejores y a madurar, las cartas de Cristo a las siete iglesias pueden ser consideradas una serie de incentivos que nos animan.

En las siete cartas, Jesús expresa aprecio por las buenas cualidades de sus seguidores, las características que se asemejan a las suyas. En el seno de nuestras familias deberíamos expresar aprecio por las buenas cualidades que vemos en los demás. Jesús se refiere con gratitud a las “fatigas” (trabajo duro), la “paciencia”, la “fe” (o fidelidad), el “servicio” (la dedicación a los demás) y el “amor”.

Promesas animadoras. También podemos encontrar motivos de ánimo en las extraordinarias promesas que ofrece a los que vencen, o conquistan, las tentaciones particulares de su época y su localidad. Las tentaciones mencionadas en las siete cartas todavía se nos presentan a nosotros, aunque en formas diferentes. Por ejemplo, en tres de las iglesias, Éfeso, Pérgamo y Tiatira, la gran tentación consistía en transigir con ciertos aspectos de la civilización de la época, que realmente eran incompatibles con el cristianismo pero mucha gente no creía que lo fuera.

Los cristianos jóvenes, los nuevos conversos y las columnas de la iglesia que se habían cansado un poco, eran presa fácil para ciertos amigos que señalaban lo deseable o lo agradable en aquello que las Escrituras prohiben. Resultaba especialmente difícil para esos cristianos jóvenes, débiles o cansados, cuando quienes presentaban esas insinuaciones eran hermanos en la fe: nicolaítas, balaamitas o jezabelitas.

Es difícil para los cristianos de la actualidad resistir a los amigos que tratan de persuadirlos de que este o aquel aspecto pecaminoso de la cultura moderna no son tan malos, después de todo. El historiador William Warren Sweet señaló hace algunos años el hecho de que cuando los Estados Unidos se dividieron a causa de la cuestión de la esclavitud, las iglesias cristianas estadounidenses experimentaron la misma división. Cuando comenzó la guerra civil, los cristianos de esa nación se vistieron con los uniformes azules o grises, y empezaron a matarse los unos a los otros. Cuando los Estados Unidos se volvieron aislacionistas en la década iniciada en 1920 –es decir, se dedicaron casi exclusivamente a asuntos de política interna, y a despreocuparse del mundo exterior– decayó bastante el apoyo de los cristianos de ese país a las misiones de ultramar.50 Cuando en la década de 1840 millones de cristianos de los Estados Unidos defendían ardientemente la esclavitud, y cuando en la década de 1920 renegaron de sus compromisos con las misiones extranjeras y gastaron su dinero en la construcción de imponentes templos en el país, se convencieron a sí mismos de que estaban haciendo la voluntad de Dios. Pero en realidad, en cada caso, estaban siguiendo la tendencia popular del momento. Tal como los nicolaítas y los balaamitas, estaban sucumbiendo con todo entusiasmo a la tentación, en lugar de resistir las tendencias de la sociedad contemporánea y buscar verdaderamente la voluntad de Dios.

Los cristianos evangélicos de los Estados Unidos se han regocijado cuando los estudiantes manifestaron un interés creciente en la religión, como ocurrió a mediados de la década de 1920, a principios de la de 1950 y hacia fines de la de 1960. Dean R. Hoge, sociólogo de una universidad católica, ha estudiado esas tendencias religiosas y ha descubierto que fluctúan hacia arriba y hacia abajo estableciendo un notable paralelismo con el interés de los estudiantes en otros asuntos, como, por ejemplo, el “miedo al comunismo” y la “conformidad con las normas sociales del colegio o la universidad”. Como la mayoría de los adultos, muchos estudiantes son buenos o malos, mayormente, por lo que son sus semejantes.51

Si todo esto no es sorprendente, aquí hay algo que podría serlo. Eunice Kennedy Shriver, vicepresidente ejecutiva de la Fundación Joseph P. Kennedy, de los Estados Unidos, institución que se preocupa particularmente de las adolescentes embarazadas, dijo cierta vez que “nuestros jóvenes necesitan apoyo y tienen un sentido de los valores”. (Sus conclusiones se asemejan a las de muchos visitadores sociales que conozco que trabajan en favor de los jóvenes.) Se quejó de que “la sociedad misma podría estar fomentando las relaciones sexuales entre adolescentes, para después condenar con hipocresía sus resultados”. Sobre la base de sus 25 años de experiencia con chicas adolescentes, dice que “están más dispuestas a recibir normas de conducta que anticonceptivos”. Para ilustrar su argumento, relata que asistió a cierta clase formada por adolescentes, y observó las reacciones mientras la maestra sugería una serie de asuntos de este tipo, ninguno de los cuales atrajo su interés. Pero cuando la maestra preguntó: “¿Les gustaría saber cómo decir ‘No’ al amiguito sin perder su amor?” todas las manos se levantaron.52

El argumento de la Sra. de Shriver es que muchos jóvenes quisieran ser buenos. Muchos de ellos resistirían las presiones si supieran cómo hacerlo y si se les diera el ánimo adecuado para ello. Detrás de esa fachada de rebeldía, muchos jóvenes “tienen un sentido de los valores” y “necesitan apoyo”.

Las promesas de las Escrituras podrían proporcionar ese apoyo, si estuvieran profundamente enraizadas en la vida del joven.

“¿Cómo el joven guardará su camino? Observando tu Palabra [...]. Dentro del corazón he guardado tu promesa, para no pecar contra ti” (Sal. 119:9, 11).

Algunas de las mayores promesas de la Palabra de Dios se nos ofrecen en las cartas a las siete iglesias. “Mantente fiel [a Dios] hasta la muerte y te daré la corona de la vida” (Apoc. 2:10). “Al vencedor [al que vence la tentación] le daré a comer del árbol de la vida” (Apoc. 2:7). “Al vencedor, al que guarde mis obras hasta el fin, le daré poder sobre las naciones” (Apoc. 3:5). “Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Apoc. 3:20).

Es demasiado tarde para ofrecer por primera vez estas promesas a una pareja de jóvenes que se encuentra en el asiento trasero de un automóvil respirando pesadamente; deberían haberlas conocido antes de concertar esa cita. Los hombres de negocios cristianos deberían conocerlas antes de caer en la tentación de anotar informaciones falsas en su formulario de pago de impuestos, y antes de gastar miles de pesos, o dólares, en una fiesta regada con bebidas alcohólicas; dinero que bien podría haber sido destinado para obras de caridad.

Personalice las promesas. Considere que fueron formuladas para usted. Imagine la alegría de gozar de la presencia de Cristo con nosotros ahora, y de pasar la eternidad con él en lo futuro. En el mejor de los casos, la vida en este mundo es muy corta. Por más malograda que esté, es bastante buena. Me gusta vivir; seguramente a usted también. La resurrección de Cristo lo es todo para nosotros, porque significa que él vive y que nosotros podremos vivir felices para siempre. Si nosotros y los miembros de nuestras familias incorporamos a nuestra conciencia, y hasta a nuestro subconciente, la realidad de la resurrección y de las promesas de vida que se nos brindan en las cartas a las siete iglesias, podremos desarrollar casi una especie de instinto para querer hacer lo recto cuando se nos provoque o se intente seducirnos. El Espíritu Santo nos recordará esas promesas con toda su fuerza cuando necesitemos ayuda. De ese modo, nuestros caracteres crecerán y madurarán.

Advertencias para reflexionar. Junto con las promesas que promueven nuestra madurez personal, las cartas a las siete iglesias nos advierten acerca de nuestra peligrosa tendencia a confiar demasiado en nosotros mismos. Los cristianos de Sardis y Laodicea estaban tan seguros de que su condición era inmejorable, que cayeron en un estado de inercia y somnolencia. Los efesios dejaron su primer amor. Francamente, el exceso de confianza propia es uno de los riesgos inherentes al cristianismo. Sabemos tanto acerca del amor de Dios, de su perdón y su disposición a aceptarnos como somos –y es necesario que sepamos todas estas cosas maravillosas–, que fácilmente nos podemos engañar a nosotros mismos y llegar a pensar que él se conforma con que permanezcamos como estamos.

¿No han pasado alguna vez algunos parientes por su casa de regreso de las vacaciones, con todos los chicos, con ese perro grandote y con una montaña de ropa sucia? ¿No los invitó usted a pasar la noche, y se quedaron una semana? ¿No le vaciaron el refrigerador (heladera)? ¿No le rompieron un colchón? ¿No le mancharon la alfombra?... y por fin se fueron bufando.

Bueno, usted les dio la bienvenida, ¿no es cierto? Usted los aceptó tales como eran. Pero ¿quería usted que continuaran siendo como eran?

Posiblemente, no podamos pagar a Dios por las comidas que nos sirve o por los vestidos blancos y el oro que nos vende. Tampoco le interesa que le paguemos; ni siquiera le interesa que le ofrezcamos pagarle. Pero quiere que nos desarrollemos como hombres y mujeres de carácter, que sirvamos a los demás con inteligencia por su causa, hablándoles acerca de su bondad y dándoles un ejemplo que les pueda servir de inspiración. Desea que nuestra familia sirva de inspiración al barrio entero.

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