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1999
Aquellas preguntas, mutantes, antes de dormir

¿Por qué lo hizo? ¿Por qué me eligió a mí? ¿Dónde estaba mi mamá cuando eso pasó? ¿Dónde estaban todos cuando eso pasó? ¿Por qué me sentía incapaz de contárselo a alguien? ¿Por qué tenía erecciones cuando recordaba aquello que pasó? ¿Por qué tenía pesadillas con eso que pasó? ¿Cuándo me iban a empezar a gustar las mujeres? ¿Por qué cuando sentía olor a vino o cerveza, una angustia se despertaba en mi interior y me golpeaba las paredes de la garganta y anudaba todo a su paso? ¿Por qué Mirtha apareció, al día siguiente de lo que me hizo, en casa con la cara desfigurada por golpes, y mi tío, por la noche, lloraba gritando que era una puta de mierda que se había hecho un aborto? ¿Qué mierda era un aborto? ¿Por qué todos hablaban de Mirtha como si fuese una asesina que había roto los sueños de mi tío? ¿Por qué Mirtha había desaparecido para siempre de nuestras vidas sin decirme aunque sea “chau, pendejito, chau”?

Diariamente una de estas preguntas aparecía en mi cabeza y me carcomía la atención. Pero no encontraba respuestas, y las preguntas mutaban en otras preguntas que me carcomían más, cuyos recuerdos estaban salpicados de miseria, asco y culpa.

Nunca sabré su verdadero motivo, jamás voy a saber por qué me tocó. No recuerdo su apellido, quizás jamás se lo pregunté. Mamá estaba en la casa de mi abuela. Habían dejado a Mirtha durmiendo en mi habitación, pero ella insistió en colarse en el cuarto de mamá para dormir conmigo, para romperme por dentro y llenarme de mierda.

Sentía vergüenza por pensar o querer expresar lo que me había pasado, había un miedo invisible mientras me sumergía cada vez más en un imaginario paranoico, contárselo a mi mamá resultaba catastrófico. Entonces, sólo me quedaba en silencio, haciéndome preguntas sin respuestas. Analizando toda esa situación de aquella noche, separando cada momento y tratando de entender por qué lo había hecho, por qué me lo había hecho. Eso es un abuso, una ruptura en el pensamiento de alguien que todavía no ha crecido y no puede procesar todo lo que le pasa. Terminar con su inocencia, llevarlo a un terreno desconocido y no apto, tirarlo ahí y abandonarlo.

Las erecciones eran puramente producto del estímulo que recibí y la presión que me auto-ejercía para no gustar nunca más de un chico. Al fin y al cabo, no me quería quemar en el infierno.

Las pesadillas eran el resultado de una gran masa oscura que mi mente trataba de procesar y olvidar.

Las mujeres me empezaron a gustar, pero la mayoría tenían más de treinta años y eran las amigas de mi mamá. A las que les hacía bailes de stripper mientras ellas aplaudían y las hacía reír. No me gustaban las mujeres, las amaba.

El olor a vino y cerveza me angustiaba porque me recordaban a las dos personas que quería ver muertas y destrozadas: Mi papá y Mirtha. En el mismo ataúd si fuese posible, cortados en pedazos.

Mirtha estaba embarazada del tío Julio pero decidió hacerse un aborto con una vecina que los hacía en la otra punta del barrio. A mi mamá le dijo, llorando, que no estaba preparada para ser madre.

Un aborto, según me explicó mi mamá cuando Mirtha se había ido de casa con la cara rota por los golpes de mi tío cuando se enteró, era «una operación para sacarte un “casi-bebé” que tenías por hacer el amor sin cuidarte, y porque a veces las cosas no funcionan y es mejor matar a la semillita antes de que se convierta en un bebé y llegue al mundo para sufrir». Como me había pasado a mí, pensé. Quizás yo hubiese querido un aborto para mi vida. Le pregunté a mi mamá si ella me hubiera abortado antes de verme sufrir. Sus ojos se inundaron de un brillo lacrimoso y me abrazó fuerte. Me dijo que me amaba y sentí la necesidad de contarle lo que Mirtha me había hecho. Pero las palabras se quedaban atoradas en mi cabeza y no descendían por mi garganta. Sentí que en ese momento era mejor cederle el espacio al “casi-bebito” que esa perra inmunda había elegido sacar de su cuerpo. Abracé fuerte a mamá, pensé en un bebé cortado en pequeñas partes. Mis arcadas empezaron a invadirme la mente.

Mamá me preguntó si me sentía bien y le dije que sí. Que estaba impresionado. Esa tarde aprendí que había mujeres que pagaban para sacarse bebés y otros reciben dinero por hacerlo.

Cuando, acostado, me tapaba hasta la cabeza y quería dormir, comenzaban las preguntas de siempre, y algunas nuevas: ¿Por qué me hizo esto a mí y además asesinó a su bebé? ¿Por qué? ¿Tiene algo con los niños? Los odia. Ella me odiaba.

Palabras afiladas y nuevos odios

Estuve sin poder decirlo y levantándome todos los días con la misma sensación: Mirtha me había tocado el cuerpo, me había hecho cosas feas. En la tele veía casos similares. Pero no podía hablarlo. Cada vez que intentaba buscar el momento, algo me interrumpía. A veces era mi propia mente que gritaba: te salvó del infierno. Ya no vas a ser puto nunca más. Otras veces la palabra “abuso” aparecía en todos los lugares, en todas las noticias.

Y como una marea que sube por la noche y obedece los deseos de una luna, cubrí toda mi superficie con cosas que trataran de no anclarme en ese momento, en esa noche, aunque fallaba muchísimo. Mamá me había dicho que ese año en el colegio haríamos la promesa a la bandera. En su cara vi el deseo más profundo en mucho tiempo: quería que sea abanderado. Me lo repetía todos los días: que yo era un chico muy inteligente y que me amaba. Me miraba con sus ojos negros, y un manto oceánico de cariño me bañaba y me sentía renovado.

Iba a lograrlo. Me propuse sacar buenas notas y a tratar de hacer todo lo posible para que mamá estuviese feliz.

De día estudiaba intensamente y por las noches, me sentaba con mamá frente al televisor a tomar café (me servía porciones minúsculas en tazas de porcelana berreta) y mirábamos películas en I.Sat.

Ella estaba soltera de nuevo y se sentía tan sola que me convertí en su amigo. Y mi principal sorpresa para celebrar nuestra amistad era que iba a ser todo lo posible para estar parado frente al mundo sosteniendo la bandera, siendo una figura de orgullo para ella, grabándome en su memoria por siempre.

Belén ya iba al jardín. Era vivaracha y hablaba de todo y con todos. Me encantaba verla; su piel morena y sus rasgos oculares eran similares a los míos. Y al mismo tiempo, los dos éramos un poco —demasiado— parecidos a mamá. Nuestra relación oscilaba entre explosiones de ira y enojo, pero a los tres minutos ya nos estábamos riendo de nuevo. Hay algo en la sangre que te une a tus hermanos, el mero hecho de crecer juntos, y es lo mismo que te puede hacer odiarlos en un par de segundos.

Mi abuela Olga nos mantuvo varios años, se encargó de pagarnos la educación. Aunque cuando ya estaba en cuarto grado, ella y mamá tuvieron una gran pelea y dejaron de hablarse.

Mamá empezó a mantenernos con la ayuda del tío Julio. Y volvieron a salir por las noches. El destino elegido era una inmortal “rockería” que ambos frecuentaban desde tiempos remotos, desde que eran chicos. Un antro lleno de historias donde sonaba música country y de estilo Rockabilly. Se expresaba mediante una danza extraña que se basa en pasamanos y en ocuparte de llevar de acá para allá a tu pareja. Mirarse a los ojos y sentir que ambos se manejan al mismo ritmo mientras a tu alrededor el tiempo sigue avanzando. Mamá me había enseñado a bailar. Y nuestros días se iban entre abrazos y música country, que escuchábamos a un volumen alto mientras ella limpiaba la casa.

El destino empezó a sonreírme el día en que estaban anunciando los próximos abanderados para el acto de promesa a la bandera y dijeron mi nombre:

Matías Villarreal. Un grupo de pequeñas cabezas giraron, al mismo tiempo, y más de cincuenta ojos estaban depositados en mí. Salté de la silla, a modo de festejo, y en el recreo todos se acercaron a felicitarme. No podía esperar hasta llegar a casa y contarle a mamá que lo había logrado. Si la felicidad y la buena suerte pudieran enfrascarse, juraría que ese día había tomado un poco de esa pócima. Mi sangre se sentía menos contaminada, como si todas mis células tuvieran una sonrisa grabada en alguna parte de sus microscópicas existencias.

Esa tarde en casa me esperaba ella, mi hermana y, además, un hombre que jamás había visto en mi vida.

Entré, los vi riéndose y saludé de forma tímida al hombre sentado a la mesa y compartiendo café con mi mamá. Ella dirigió sus ojos dulces hacia mí y dijo:

—Coco, él es mi hijo, Matías. —en los ojos de mamá había cierta especulación sobre mi forma de reaccionar. —Mati, él es Coco, nos conocimos en la rockería.

Coco me extendió la mano y, mientras me miraba a los ojos, abrió la boca y conocí su guardiana voz.

—Hola, campeón. Hoy vine a conocerlos. Tenía muchas ganas de saber cómo eran los hijos de ella —ladeó su cabeza hacia mi madre— …y también vine a pedirles la mano de ella. Quiero ser su novio. Quiero ser su marido algún día. Quiero respetarla, ayudarla y hacerla sentir la verdadera mujer que es. Yo no quiero que piense que los hombres que pasaron por su vida la maltrataron. Es una mujer hermosa, con unos hijos hermosos y se merecen lo mejor. Si me dejan, yo quiero ayudar.

—¿Vas a ser nuestro nuevo papá? —dijo Belén, mientras tomaba un Baggio de Manzana.

Todos nos echamos a reír. Coco se puso rojo, un brillo de bondad bañaba sus pupilas. Unas lágrimas salieron de sus ojos y nos contó que no tenía hijos.

Nos contó que trabajaba manejando colectivos y mi hermanita le preguntó cuánto ganaba por mes. Mamá la retó y Coco prefirió no responder. De todas formas, algo me decía que además de quererlo, mamá había buscado a un nuevo marido para que nos ayudara económicamente. Me odié por pensar en eso, así que decidí mitigar ese pensamiento contando mi novedad.

Alcé una taza con restos de café y le pegué con una cucharita.

—Atención, familia y Coco, les tengo que contar algo… —el suspenso nunca fue lo mío así que directamente fui al grano —voy a ser el abanderado del acto de la promesa a la bandera. Me eligieron, mamá, me eligieron.

Mi madre se abalanzó sobre mí y me estrechó con fuerza a su cuerpo. Sus lágrimas, calientes; su olor, tan rico en el pelo; su suéter, negro; y el corazón latiendo con fuerza y orgullo. Nos fundimos en un abrazo que no pasaba hacía muchísimo. De esos abrazos que reviven la suma infinita de abrazos que uno se puede dar con quienes ama.

El lazo que nos unía ahora se multiplicaba en múltiples filamentos que enlazaban su cuerpo con el mío. Amaba a mamá, de nuevo y como nunca lo había hecho.

Hicimos un asado para festejar y vinieron personas a saludarme. Todos los que me querían. Esperé hasta las doce de la noche con la esperanza de que alguien le contara y él decidiera venir corriendo a verme. Pero no pasó. Mi papá estaba desaparecido de nuestras vidas y un hijo abanderado no iba a lograr que viniera.

De todas formas, qué importaba. Esa misma tarde, un señor bajito, morocho y con un jopo que caía sobre su frente había tenido la cortesía de pedirme la mano de mi madre y ayudarme a ser un verdadero “hombre de la casa”.

Abanderado y con nuevo padre. La vida me soplaba brisas de tranquilidad, y un aroma dulzón empezó a manifestarse en los días siguientes. Aunque cada tanto me despertaba y pensaba en ¿por qué? ¿Por qué nos hizo esto a nosotros?

El día había llegado y mi pelo no estaba bien crecido del todo. Mamá siempre había optado por llevarme a la peluquería y pedir que me pasaran una maquinita porque mi pelo crecía de una forma horrible y no era maleable. Motivo por el cual siempre me sentí burlado y feo. Mis orejas tienen una forma particular, cuanto menos pelo había en mi cabeza, más apariencia de taza con doble manija tenía.

Sin embargo, ese día había usado colonia y me había cepillado los dientes dos veces. Practiqué miradas de triunfo frente al espejo y me repetía que todo iba a salir de maravillas.

Llegamos al colegio y las maestras me miraban como si portara una corona imaginaria. Todas me sonreían, todos lo hacían. ¿Eso era a los 10 años: una figura que despertaba un sentimiento de superación y disciplina? Aunque iba mucho al psicólogo porque la ausencia de mi papá me producía desequilibrios emocionales, ese día no podía parar de pensar en él. En lo que se estaba perdiendo.

Me dieron instrucciones de cómo sostener la bandera, de cómo incrustarla en esa lata forrada que se pegaba a la franja honorífica del abanderado. Tenerla entre mis manos era como llevar un mástil sagrado. Sentía poder, como si se tratara de una varita mágica gigante que multiplicaba la sonrisa y el orgullo de mi madre.

«Demos un fuerte aplauso a quien hoy tiene el honor de portar la bandera, y a quienes la escoltan, asegurando libertad y amor por la patria: de cuarto grado, Matías Villarreal, y Daniela Visconti y Federico Trinidad».

Los aplausos enviaban electricidad por todo mi cuerpo. Se multiplicaban cada vez más. La sangre subía y bajaba, así como mis náuseas y en mi interior ardía la caprichosa esperanza de ver a mi papá entre los cientos de rostros que esperaban vernos ahí parados celebrar a la patria.

El himno había comenzado a sonar y ahí estábamos los tres, rígidos y serios como las maestras nos habían pedido. Entre las personas que nos miraban había flashes de fotos. Yo cantaba buscando a mi padre entre la gente. Pero no estaba. ¿Por qué pensé que iba a venir? …y los libres del mundo responden al gran pueblo argentino salud… ¿Dónde estaba? ¿Con quién? ¿Tendría nuevos hijos? ...coronados de gloria vivamos… ¿Esa piña que le pegó a mi mamá fue todo lo que nos dejó? ¿De eso se trataba todo, de que te engendren y te lastimen para siempre, para luego irse de tu vida? ¿Odiaba a mi papá? Sí, lo odiaba. Lo odiaba tanto que deseaba verlo muerto. Enterarme de cómo había muerto. Quería poner un aviso en el diario que dijera “Despedimos a Carlos Fabián Villarreal. Mal padre, sorete gigante”. Entre la gente que me fue a ver pude ver los rostros de mamá, de Coco, mi hermanita, mi abuela y mi madrina. La sien me titilaba demasiado y la cabeza me dolía, ¡Oh! Juremos con gloria morir, cantaba mientras una gota de sangre se asomaba por mi nariz. ¡Ohhh! Juremos con gloria morir, ahora sangraba por las dos fosas mientras que por mis cuencas oculares volvían a aparecer las lágrimas que había derramado cuando aquella noche me tiró la televisión. Podía ver los rostros de todos los que tenía enfrente, sus caras estupefactas por culpa de un niño de diez años que sostenía la bandera mientras lloraba y sangraba. Gran papelón. Todo por esperar ver a mi papá entre esas personas que ahora se llevaban sus manos a la boca mientras yo sangraba de forma continua. ¡Ohhh! Juremos con gloria morir, grité con todas mis fuerzas antes de apagarme y ver cómo todo se fundía a negro.

2000
Aquellos tesoros de la niñez, el que le roba a un(a) ladrón(a) tiene cien años de perdón

Me quiero cambiar de colegio. —le dije a mi mamá. —en el colegio todavía me joden por lo que pasó el día que juramos la promesa a la bandera, y me tienen harto.

—En este momento está medio difícil. ¿Qué te parece para el año que viene? Te quedan tres meses nomás. Aguantá. —mamá me acarició el pelo y me miró de forma dulce.

Me besó la cabeza y se fue a limpiar. Me quedé tirado en la cama leyendo y jugando con un libro de “Elige tu propia aventura” que se trataba del Titanic. Aunque trataba de elegir las opciones que me aseguraban morir, de alguna u otra forma siempre quedaba vivo y eso me daba rabia. Lo tiré a un costado de la cama y me puse a contar mis figuritas de Dragon Ball. Eran más de 250. Mi propio tesoro, los billetes de mi infancia. Las miraba todos los días y las clasificaba por tipo, por repetidas, por hologramas. Las amaba realmente, como cualquier niño que descubre el sentimiento de atesorar cosas.

La señorita Griselda era una mujer rechoncha y de cara seria, y nos llamaba la atención por todo. Estar en su curso de Lengua era como practicar el arte de quedarse quieto y trabajar en silencio, porque ella no toleraba los ruidos. Sus clases eran como velorios sin llantos. El lenguaje de basaba en miradas y movimientos de labios. Cada tanto una risita. Pero siempre hablando con el compañero que tuvieras cerca, muy cerquita.

Mientras ella corregía pruebas, y después de que nos dictara las consignas para trabajar, yo me dedicaba a intercambiar figuritas repetidas.

Había una sensación de adrenalina muy fuerte cada vez que lo hacíamos; una simple mirada de esa mujer, que no perdonaba y nos gritaba con su voz finita e infernal, podía arruinar toda la jugada. Nos paralizaba y, mientras se acercaba, nos estudiaba el cuerpo y la cara, para luego sacarnos el tesoro, que devolvía al final de la clase.

Pero nosotros: Federico Trinidad, Diego Montenegro y yo, nos asegurábamos de que la señorita Griselda no estuviera al tanto del mercado negro de figuritas que manejábamos en sus clases.

Pero un día pasó. No lo veíamos venir. Pensábamos que era imposible porque conocíamos todos sus movimientos. Pero yo nos mandé al muere: dejé escapar un grito ahogado cuando me ofrecieron la figurita de Giru, un robot blanco que formaba parte de los personajes principales de Dragon Ball. Me producía una ternura inexplicable y necesitaba esa figurita. La tenía en mis manos, la satisfacción se sentía en todo mi cuerpo, por fin estaba sonriendo de nuevo.

—¿Qué están haciendo… tarea, no? —la voz de la señorita Griselda se metió en nuestro pequeño círculo de travesuras y lo rompió.

Ninguno podía hablar, estábamos paralizados. No queríamos mirarla a los ojos. Su presencia estaba cerca y se podía sentir su enojo, su respirar tan pronunciado.

Dos manos gordas, de dedos adornados con anillos feos, se encargaron de quitarnos nuestros mazos abarrotados de materia prima que nos servía de charla y unión en el recreo.

—Esto es para mí y se los voy a dar a fin de año. Por rebeldes y maleducados. —La señorita Griselda les puso nuestros nombres a los mazos y se los guardó en la cartera. Nos miró con una sonrisa y, aunque no lo dijo en voz alta, la vi decir—: pónganse a trabajar.

Pasaron semanas y no nos devolvía los mazos. A Federico se lo devolvieron antes de terminar las clases pero el mío seguía sin aparecer, guardado en el bolso de la ogra. Mamá reclamó dos veces por mi mazo, pero cada vez que buscaba a la señorita Griselda para charlar, ella no estaba o se escapaba. Después dejó de intentarlo porque se ponía agresiva, y me dijo que no me preocupara. Me secó las lágrimas y me dijo que mi maestra iba a recibir su merecido.

Esa noche tomamos café y vimos una película llamada “Mi vida en rosa”, en la que un niño llamado Ludovic, demasiado andrógino, tenía la mentalidad de una niña. La película muestra cómo el niño acepta el género que tiene en la mente y no presta atención al de su cuerpo, aunque su familia se horrorice cada vez más y más. Cuando terminamos de verla, mamá tenía lágrimas en los ojos y me buscó con la mirada.

—Mati, ¿te puedo hacer una pregunta? —me dijo, seria y bastante incómoda.

—¿Qué? —dije sabiendo lo que me iba a preguntar.

—¿Si en algún momento sentís que te gustan los chicos, confiarías en mí como para contármelo? —su voz sonaba dudosa pero no dejaba de flotar un tono de nervios ansiosos por una respuesta.

—Obvio que te lo diría. Pero no me gustan los chicos. Ahora mismo me gusta una chica que se llama Mayra Pereira.

—Ah, bueno. Qué bueno. —mamá parecía convencida. Se levantó para ir al baño.

Me quedé mirando el piso, hacia la nada y perdido en el vacío de unas cerámicas rojas y negras que se desplegaban por toda la habitación. Repitiéndose, como la mentira enorme que había dicho. Podía sentir, en el silencio, cómo esa mentira se volvía cada vez más mentira y me inmovilizaba, como un tablero de Damas donde mis razones entraban en juego. Si se lo decía, mamá iba a sentirse mal, aceptando que me iría al infierno. Y si no se lo decía, iba a empezar a tener secretos. Los secretos, pensaba yo, se volvían cargas después de mucho tiempo. Después de esa charla, lo comprobé.

Mamá volvió del baño y le toqué el tema de mis figuritas confiscadas por la señorita “Grimierda”. Ella, muy decidida y con sabiduría me aconsejó que esperara hasta la última clase con ella y que le robara algo. Podía ser plata, un aro, una foto, un recuerdo, su documento de identidad.

—Cuando salgan todos al recreo, si deja el bolso, se lo revisás rápido. Y le sacás algo. Sólo para recordar cuando lo mires y lo tengas en tu mano, que el que le roba a un ladrón tiene cien años de perdón —me dijo mamá.

Y eso hice la última clase que tuvimos con la señorita Griselda. Estuve rogando toda la hora que saliera disparada a fumar, a la sala de profesores, y se olvidara el bolso.

La campana sonó y ella, usando su dedo como si fuese una batuta, dio la orden de salir. Todos mis compañeros salieron disparados como perdigones de un mismo cartucho. En cambio, yo me quedé y planifiqué mi estrategia. Disponía de unos escasos minutos hasta que la señorita Griselda se diera cuenta de que no tenía su bolso y volviera para llevárselo. Esperé a que Daniela Visconti agarrara su revista de chismes y entonces sí me quedé completamente solo. Me sentía en paz, había algo en la soledad que se podía apreciar por la simple quietud. El silencio reinaba y el salón parecía estar durmiendo. El sol atravesaba las ventanas.

Me acerqué al bolso negro, muy feo y desgastado, lo abrí y miré su contenido: una crema para manos, un paquete de cigarrillos Jockey Club, una agenda, tres lapiceras, una petaca de anís “Los 8 hermanos” (con el tiempo entendí porque la señorita Griselda tenía ese aliento pasado por alcohol que tanto rechazo me daba cuando salía de la boca de una mujer grande) y por último, en una bolsa de papel madera descansaba un libro de tapa blanda, con un muchacho en la portada. Iba tras el rastro de una pelota con alas, mientras que en el fondo se veía un lago sin fin, que besaba las costas de un castillo custodiado por un perro de tres cabezas que parecía mirar a la media luna y el cielo salpicado de estrellas. Un unicornio terminaba de completar la escena, se lo veía corriendo en el bosque. Los anteojos y la cicatriz en forma de rayo sobre ese niño que montaba una escoba fueron el toque final para que mi corazón se acelerara de forma brusca.

Abrí el libro y en una hoja en blanco rezaba “Para mi hija Gabriela, con amor de mamá 15/12/2000”.

Leí la dedicatoria y algo en mi interior me gritó que eso era lo que necesitaba llevarme de ella. Era algo que me haría recordar que yo una vez tuve un tesoro y ella decidió arrebatármelo. Se lo robé. Lo metí en mi mochila y estuve temblando toda la tarde hasta que la señorita Griselda se fue a dar clases a otro colegio, sin antes despedirse y agradecernos por el buen año que tuvimos. Ofrecía su sonrisa más irónica y me miró a los ojos dos veces. Yo jugaba a que todavía sentía culpa por lo de las figuritas. Pero eso era una mentira, estaba fingiendo dolor por algo irrecuperable.

Poco me importaban las figuritas, cuando esa tarde llegué a casa sintiendo que en la mochila cargaba con algo que valía su peso en oro, mientras mamá me convidaba un mate

—Mirá, mamá, le robé este libro. Se lo iba a regalar a la hija. —le dije mientras engullía un pedazo de tortilla.

—Harry Potter y la piedra filosofal. ¿De qué será, no? —mamá estaba decepcionada, o eso parecía, quizás esperaba mi aparición acompañado de un monedero o cosméticos.

—No sé, pero yo me voy a leerlo ya. —le dije mientras me metía en mi cuarto y encendía mi velador con forma de calabaza de Halloween.

Siempre imagino que una voz anuncia el inicio del despegue cuando uno se sube a un barco, crucero o un avión. “Buenos días, queridos pasajeros, están a punto de sentir el despegue hacia el destino que eligieron. Ahora, necesitamos que se pongan cómodos y disfruten el viaje. Gracias”. Ese pensamiento lo tuve desde el primer momento en que abrí mi ejemplar, mi nuevo tesoro, y leí el cuarto párrafo del capítulo uno, “El niño que vivió”:

Nuestra historia comienza cuando el señor y la señora Dursley se despertaron un martes, con un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban tormenta. Pero nada había en aquel nublado cielo que sugiriera los acontecimientos extraños y misteriosos que poco después tendrían lugar en toda la región…

De esa forma había empezado mi despegue e iniciación al verdadero mundo de la literatura. Ya no se trataba de pequeños libros de elegir aventuras prediseñadas y buscar la muerte en los finales. Había empezado a leer un verdadero libro, mi desafío era llegar al final y seguir por los otros, las continuaciones. Un fervor me recorría el cuerpo y una sensación tibia que penetraba por mi cabeza y bajaba hasta el corazón a medida que avanzaba por los capítulos y, entre páginas, caminaba por los castillos de Hogwarts. También hubo días en los que le decía “Wingardium Leviosa” a mi cartuchera, esperando que se levantara y comenzara a levitar. Había desatado un torbellino de emociones a medida que leía. También había recuperado la capacidad de volver a imaginar, de salirme de ese mundo donde mis días orbitaban hacia los amargos recuerdos que asociaba con adultos. Ese mundo donde tu padre te abandona por un poco de droga y las mujeres grandes te tocan la entrepierna cuando están borrachas, con el único fin de romperte el alma en pedazos. Había encontrado en mi primer libro las ganas de llegar al final y empezar otro. Me esperaba, en la página 215, un poco del brillo de vida que sentí que había perdido o me habían robado. Leí “Harry Potter y la piedra filosofal” catorce veces. En cada lectura encontraba detalles nuevos y me había llegado un rumor: la película venía en camino. Ese verano, con mis primos, nos pusimos a juntar cobre de cables que no servían y que encontrábamos en las calles o, en todo caso, robábamos. Tenía que buscar la forma de conseguir el segundo libro. Mamá me regaló “Harry Potter y la cámara de los secretos” para año nuevo y, sin saberlo, participó activamente de que empezara a leer para sanarme. Sin entender cómo funcionaba, y hasta admirando mi capacidad para estar quieto y volando al mismo tiempo, pasaba por al lado mío y me besaba la cabeza cuando me veía con un libro abierto y los ojos buceando entre letras; en los territorios curativos de mi imaginación. Y así fue como muté por primera vez, y muy a lo lejos y cada vez más cerca. Abrir un libro se convirtió en un gran alivio para los recuerdos que me perseguían, leer se convirtió en mi actividad favorita, a la que descuidaba sólo porque me había fanatizado con “Nevermind”, un disco de Nirvana que se había olvidado un amigo de mamá hacía mucho. El día que se fue tomó prestada una bicicleta que jamás devolvió y yo me tomé la libertad de apropiarme de ese disco, valía mucho más. Había empezado una nueva etapa en mi vida. Era malo y odioso durante el día, la voz de Kurt Cobain expresaba los desgarros internos que sentía en el pecho. Mientras que por la noche, J. K. Rowling me curaba con sus párrafos y conjuros, actuando como un bálsamo.

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9789874935205
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