Читать книгу: «Parálisis onírica», страница 2

Шрифт:

1990

El 25 de octubre de 1990, después de una temporada de romance intenso, Carlos Villarreal y Beatriz García contrajeron matrimonio.

Él, con veintiún años y ella pisando los dieciocho, decidieron pronunciarse votos y se prometieron amor en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Se juraron amor de por vida hasta que la muerte los separe. Sellaron la unión con aplausos, lágrimas y risas. Dejaron su marca en el tiempo con fotos, vestidos de gala, y comiendo a lo grande, bailando hasta el amanecer, interactuando con las dos familias involucradas en la unión. Ahora en sus dedos descansaban unas alianzas de oro, gemelas, que los vinculaba de forma directa y legal.

1991

El calendario hace hincapié en el día catorce del mes de febrero, cuando Beatriz empezó a sentir náuseas y que una vida se alojaba en su vientre. Lo sentí desde mi primer atraso. Creyó que había un bebé en su interior, y una prueba de embarazo le dio la razón. Esperó sentada a Carlos y cuando lo vio atravesar la puerta, lo hizo sentar en la mesa. Le hizo un mate y, con los ojos llenos de lágrimas, anunció que estaba embarazada. —Si es varón, le vamos a poner Carlos Fabián —le dijo él totalmente decidido. —Se va a llamar Matías. Es un varón, lo sé ya. Algo me lo dice en todo el cuerpo —le respondió Beatriz y se fue corriendo a vomitar. Cuando hubo terminado con sus espasmos, desde el baño gritó: —Se va a llamar Matías Ezequiel. Ah, Feliz Día de los enamorados. Su voz sonaba con eco. Carlos ya se había acostado en el sillón y estaba sumido en un profundo sueño reparador que acompañaba con ronquidos, que apagaron el trayecto de la voz de Beatriz.

22 de octubre de 1991

Beatriz García se despierta a las cuatro de la madrugada. Su panza es enorme y un bebé ya formado del todo nada por sus entrañas y le recuerda que está vivo. Que están vivos los dos. Ella se toca la panza y sonríe. ¿Hoy salís, no?, se pregunta en voz alta. Carlos, a su lado, descansa con olor a alcohol en la boca. Ella lo mira, lo observa cuando duerme y se da cuenta de que puede amarlo sólo cuando está así de inerte y cuando no está haciendo estupideces o volviendo tarde a casa con los ojos enrojecidos. Se da cuenta de que está dejando de sentir ese lazo que los unía. Mientras tanto, toca su panza y sonríe. No quiere amar a un hombre borracho y pestilente. Ella sólo tiene amor incondicional para el hijo que lleva en el vientre. El sol amenaza con salir muy tímido y ella siente una punzada que le asegura que las contracciones no van a parar. Intenta despertar a Carlos y, como no consigue resultados, se levanta para preparar el bolso. Mete pañales, ropita de recién nacido, un perfume Baby Johnson, mientras se sostiene contra la pared porque una contracción asestó contra su estabilidad. Abre la canilla de la ducha y pone la radio a todo volumen en el equipo de música que ambos habían recibido como un regalo cuando se casaron. Carlos salta de la cama sin entender nada. Como si depositaran a un ser vivo en una olla llena de realidad líquida e hirviente, libre de toda anestesia y borrachera que apaga el cuerpo junto con la cabeza. La mira y abre grande los ojos. Entiende lo que está pasando y comienza a ayudarla. Las contracciones se vuelven más constantes a eso de las seis y media. Pero le llama la atención que no le duele como pensaba que le iba a doler. Quizás, sus expectativas del dolor de parir eran muy altas. También revolotea, en su cabeza, la idea de que si su bebé no le hace doler es porque algo malo está sucediendo. Piensa en un bebé flaco y sin fuerzas. Sin ganas de salir a conocer el mundo. La angustia invade su pecho. No siente dolores. Las contracciones disminuyen, pero el médico no puede entenderlo, el bebé parece venir en camino de todas formas. Siendo las 07:32 de la mañana, y con una tormenta de primavera que estallaba en el cielo con relámpagos parecidos a raíces de luz, Beatriz alzó su grito de guerra en el mundo sólo dos veces para que su bebé pudiera ser expulsado de su cuerpo y así poder transitar el camino de la maternidad, al que adornaría con gemas de experiencia. Un camino que ya se había descubierto desde los inicios, con esas nauseas tan premonitorias, y que ahora estaba preparado para ser transitado. La ausencia de dolor extremo que imaginaba sólo le dejó más tiempo para sonreír mientras se lo acercaban. Vio un cuerpo con muchos pelitos, un pelo negro azabache que adornaba la cabeza del recién nacido, que solamente lloró cuando le cachetearon las nalgas. Quedó enamorada de tan preciosa e hinchada creación que tenía en sus brazos. Le besó la frente para darle inicio al mismo lazo que los unía cuando él. Ahora estaban juntos para caminar en la vida. Carne con carne. Unidos para siempre en un mundo que se caía a pedazos, y del que mucho no importaba. Eran ellos dos, contra lo que pudiera pasar. Beatriz lloró de felicidad y bañó a su hijo en lágrimas. Carlos no había hecho el curso para presenciar el parto. Se adjudicó débil para esas cosas. Y durante esas horas se la pasaba tomando vino y comiendo asados con amigos nuevos que conseguía todo el tiempo. Cuando por fin pudo ver a su bebé en brazos, un brillo le iluminó los ojos, aunque no parecía entender lo que veía. —Está hinchado, ¿no? —dijo el reciente padre, dudando, pero siendo sincero. Se notaba a leguas que jamás había tenido un bebé en brazos, ni a sus hermanos menores. —Sí. Y es hermoso. Ahora está hinchado —le dijo Beatriz, reacia con cualquier crítica que pudiera deformar el concepto de su obra de arte viviente y chiquita. —Se va a llamar Matías Ezequiel —dijo Carlos para apaciguar la cara de ira de su esposa—. Tiene carita de Matías. Mi flaquito, hermoso. Con su pelo negro, parece un renacuajo. Ambos rompieron en llanto y besaron al bebé en la frente. Sus corazones palpitaban excitados y los hilos de sus almas empezaron a enredarse los unos con los otros, a unirse en un mundo que era uno y parte de los tres al mismo tiempo, en una burbuja y una comunicación eterna entre sus miembros. La familia se había formado. Unidos para siempre. Tres que eran uno. ¿El amor era eso?, se preguntaron los dos por dentro. Cada uno por su lado volvió a mirar al bebé de pelo negro que respiraba profundo y casi ni había llorado. No hizo falta responderse nada. La respuesta estaba presente siempre que posaran sus ojos sobre ese pequeño ser.

1996
Primeras parálisis

Papá tiene un gran problema con el alcohol y la cocaína, y yo estoy pisando los seis años de edad y sé que hay algo malo en mi casa. Ya no somos tres en la familia, mi hermana Belén llegó al mundo la calurosa mañana del veintisiete de febrero. Pero ni su neonata presencia, ninguna espada, pistola con sebitas ni los chasquibum pueden ahuyentar a semejante monstruo. Lo siento asomarse por la noche y caminar por la casa. Es una sombra negra, con olor a cerveza, que balbucea en un idioma desconocido.

La primera vez que lo vi fue cuando mamá estaba sumida en un sueño profundo y yo esperaba a que papá volviera de su noche de euforia y reviente. Tenía esperanzas de que lo iba a escuchar entrar por la puerta del living antes de poder apagar mis ojos.

Mi papá siempre aparecía cuando yo estaba dormido y después lo encontraba desmayado en la cama. Pero esa noche lo vi por primera y única vez. Entró en la casa y yo estaba espiando por la puerta de mi habitación. Su mirada, perdida; su paquete de cigarros, casi vacío.

Estaba sentado en la mesa y jugaba con una tarjeta. Daba golpes frenéticos y después apoyaba su nariz acompañada de lo que parecía un tubo chiquito. Respiraba profundo y tomaba cerveza.

Papá no se percataba de que yo espiaba sus rituales. Mamá dormía demasiado relajada, como si realmente buscara bucear en otros mundos en esas horas de descanso, de punto muerto. Nada estaba bien, esa noche empecé a sentirlo.

A medida que papá se sonaba la nariz contra la mesa, unas telas negras que había traído colgando de sus ropas se lograron separar de su cuerpo y formaron una cosa negra que se arrastraba por el piso. Largué un pequeño grito de terror cuando vi la forma en la que esa cosa serpenteaba alrededor de mi padre. La cosa negra adquirió el tamaño necesario para aprisionar a mi papá sin que él se percatara de nada. Yo me fui a la cama y lloré contra la almohada. Mi papá me daba miedo. Tenía pesadillas recurrentes con esa escena. Lo amaba, pero sin esa cosa que se le había tirado encima. Entró a mi cuarto. Me dio un beso en la frente, cargado de un olor etílico, antes de sentarse a mirar televisión. Durante todas las noches en las que papá no llegaba y yo lo esperaba, esa cosa, que se había pegado a él y a sus ropas paseaba por nuestra casa. Paseaba por las habitaciones y decía palabras que jamás llegué a entender. Cuando me dormía, enojado y decepcionado porque él no llegaba, sentía a esa cosa sentada sobre mi cama. El olor a lo que ahora sabía que se llamaba cerveza o birra, que embriagaba la atmósfera opresiva que se presentaba en la oscuridad. Mi cuerpo no se podía mover, fuerzas invisibles me apretaban los huesos y me cerraban la boca: no podía gritar un suplicio a mi mamá. Los días de jardín y preescolar habían llegado, pero perdía mis fuerzas durante la noche, cuando esa cosa aparecía y me paralizaba. Había noches en las que mamá me llevaba a dormir con ella. Le daba miedo mi relato sobre la sensación que sentía en la oscuridad. Ella creía en un amplio catálogo de demonios que le había presentado la iglesia. Al mismo tiempo que también le temía a la frágil mente de un niño de cinco años que podría devenir en locura. Su pequeño hijo se sentía morir por las noches, escuchaba voces y sentía sus huesos quebrarse. ¿Qué le está pasando a mi hijo?, era la pregunta que rebotaba en su cabeza. Una noche River Plate, el equipo de fútbol por el cual papá había desarrollado una pasión folclórica y exagerada, había perdido la copa. Papá llegó con su olor habitual: una mezcla entre cigarros, sudor y alcohol. Mamá estaba cansada de protestar contra su accionar, pero ya no conseguía hacer nada. Cuando papá se emborrachaba, necesitaba tener la razón, y no hay nada más peligroso que un ser humano ebrio peleando por tener la razón. En la tele, en el canal Nickelodeon, pasaban La vida moderna de Rocko, y yo observaba atento, hipnotizado, todo lo que pasaba en el capítulo, aunque mis orejas estaban pegadas a la puerta del cuarto de mis padres. Estaban discutiendo. Papá arrastraba las palabras, mientras que mamá aumentaba el tono, y los insultos se hacían más frecuentes. Me perdí el capítulo por no prestar atención. Sentí rabia y miedo. Empecé a tener la sensación de que algo no estaba bien. Escuché gritos al mismo tiempo que se abrió la puerta del cuarto de mis padres. Papá salió corriendo y se llevó por delante el taburete donde descansaba nuestra tele de veinte pulgadas. La tele se estrelló contra el piso, y se rompió. Papá llegó a la puerta del living y me miró. Sus ojos estaban perdidos. Me los clavó dos segundos mientras yo seguía con la boca abierta. Rompiste la tele. ¿Por qué?, fue la primera frase que no pude decir. Algo me anuló la boca, mi habla estaba desaparecida y disfuncional. El shock de verlo capaz de destruir cosas. Como había empezado a destruir nuestros lazos. Papá se fue corriendo y mamá gritaba mi nombre. Mi hermanita, bebé en ese momento, pegaba alaridos propios del miedo y de haber sentido todo lo que pasaba. Me acerqué a la habitación y las vi: Mamá estaba tirada contra la pared. Sostenía a Belén en sus brazos. Lloraba y de su nariz goteaba sangre que manchaba la ropa de su hija. Mi cabeza se había desprendido de mi cuerpo y no entendía lo que estaba pasando. Se rompieron mis esquemas. Mi-papá-acaba-de-romperle-la-nariz-a-mi-mamá. Cuando me encontré con esta escena, mis cinco años y la desesperación no coincidían. Era un ser humano demasiado pequeño para albergar y procesar todo lo que estaba pasando en ese momento. Estaba conociendo el lado B de un matrimonio. Ese lado B en donde todo el amor que se juraron al casarse ya no existe. Desaparece, se deteriora. Sólo convivían las agresiones y los golpes. Corrí hacia la casa de mi abuela, con lágrimas en los ojos, pensando en mi mamá y su nariz, su sangre, mi hermanita llorando, el viento me daba en la cara y el invierno me avisaba que llegaba para congelar todo a su paso. Mientras el barrio, sumido en un completo silencio propio de una noche helada, era el único que me acompañaba en ese instante en que el dolor y la desesperación tomaban control de mi cuerpo. Mi abuela vino conmigo, y llamamos a la policía. No tardaron más de diez minutos en venir. Mi mamá le contó a mi abuela que mi papá le había dado un golpe cuando ella lo acusó de robarle plata. Cosa que era verdad. Mientras tanto, yo le preparaba hielos en un repasador con flores blancas para que se lo pusiera en la nariz. Mi mamá me pidió perdón. Yo trataba de procesar lo ocurrido, cuando una luz azul que titilaba llegó a mi casa y se metió por la ventana. Mi abuela le resumió lo que había pasado, y subimos al patrullero. La primera vez que pisé una comisaría fue por causa de mi papá, mientras mi mamá hacía una declaración de esa película de terror que habíamos vivido, yo sostenía a mi hermanita en brazos. Cuando la declaración se acercaba a su fin, escuchamos gritos en la recepción de la comisaría. A mi papá lo traían esposado al grito de ¿Así que te gusta pegarles a las mujeres? Ya vas a ver, mientras él, cuando me vio sentado y con mi hermanita en brazos, abrió los ojos haciendo una mueca extraña, como si hubiese empezado a sentir el peso de sus errores. Su mirada, tratando de forcejear con los policías mientras me gritaba hijo, perdoname, perdoname, por favor, y luchaba por quedarse a explicarme algo que a mí me había dejado aturdido y disociado. Esa fue la última vez que vi a mi papá y la última vez que quise verlo.

Buscando a papá en el horóscopo, esos años de odio hacia mi madre

En octubre, cuando cumplí seis años, aprendí a leer. A mi mamá se le ponían los ojos brillosos cada vez que me escuchaba unir letras y pronunciar cómo sonaban. Todo el tiempo me decía que era superdotado y hermoso. Pronto iba a empezar primer grado y me sentía feliz de saber leer. Mi mamá me decía que debía tener cuidado con las matemáticas.

No arreglaron el televisor, pero lo sacaron del living. Verlo ahí tirado y roto me hacía recordar a mi padre y no dejaba de llorar por días.

Para distraerme, mi abuela aparecía todos los viernes en casa y me traía diarios que sus empleadores acumulaban en bolsas de consorcio.

En casa no había libros, pero practicaba lectura leyendo los diarios y así me enteré de que existía el horóscopo y que, según mi mamá, yo era de libra. Agarraba los diarios e iba directo al horóscopo.

Tenía la esperanza de que el diario me fuera a avisar si papá quería volver para golpearnos o romper aún más nuestra televisión.

La primavera rompió con el esquema invernal de ese año y todo floreció ahí afuera, menos en mí. Volví a casa un lunes por la mañana después de haber pasado un fin de semana en lo de mis primos que vivían en Saavedra. En el sillón color caqui inmaduro descansaba Eli, una de las mejores amigas de mamá. Le di un beso en la frente. Aumentó muchísimo de peso y verla tapada con la frazada gris me recordó a esas ballenas que habitan en el sur de Argentina. Quería tanto a Eli, siempre que la veía llorar por su padre, muerto de cáncer de garganta, me preguntaba cómo había hecho para quererlo tanto. Me perturbaba pensar en ataúdes, corrí al cuarto de mamá.

Cuando entré, presioné la perilla de la luz, y la escena que vi me desencajó, me despertó un odio y una agresividad que no me cabían en el cuerpo. Mi nariz empezó a chorrear sangre y al mismo tiempo todo mi cuerpo quería actuar. Pero me quedé quieto, paralizado de ver a mi mamá compartiendo su cama con otra persona que ya no era papá. Mamá había decidido tener un novio y no me había dicho nada. La descubrí in fraganti. Empecé a odiarla desde ese día. Me parecía una puta de mierda que no respetaba los tiempos ajenos. Mis tiempos. Me habían nombrado “el hombre de la casa” y, sin embargo, ahí estaba ella, rompiendo mi corazón con su ingratitud. Cuando la luz le molestó al punto de despertarla, gritó “Hijo, vení que te expli…” Mis tímpanos estaban sellados, así que levanté uno de sus zapatos con taco aguja y se lo tiré en la cara a su novio. Salí corriendo. La sangre manaba de mi fosa nasal derecha. Corrí hasta la casa de mi abuela y lloré sin parar, hasta que pude explicarle lo que había visto. Mamá llegó a la media hora y discutió con mi abuela. Se olvidaron de que yo estaba escuchando todo. Mamá quería ser feliz, intentar una nueva vida. Mi abuela le decía que era muy pronto. Que pensara en mí y en mi hermanita. No se pusieron de acuerdo y la tensión se sentía en el aire. Cuando mamá salió de la habitación de mi abuela, vino y se sentó, mirándome a los ojos. —Mati, tengo novio. Se llama Diego. —me dijo ella buscando el contacto de sus pupilas negras con las mías. —Qué me importa. Es tu vida. Hacé lo que quieras. Sos una put… —un cachetazo en mi mejilla derecha cortó la última palabra. Ella me miró llorando. Yo también lloraba, pero en silencio, mientras sentía al odio hacerse cargo de mi sistema. Nacía desde lo más profundo de mi corazón de niño y se desparramaba por todo mi cuerpo. Sentía impulsos horribles por todo mi torrente sanguíneo. Había una electricidad de malestar constante que oprimía mi cerebro, y voces que por dentro me decían ella es una puta, ella es una puta, se buscó a otro hombre, vos no sabés ser el hombre de la casa. Y así empezaron los años en los que odié a mi mamá.

1997
Psicólogos y hemorragias en los brazos de mamá

No puedo dormir. Los nervios me carcomen mi pequeña cabeza de niño. Cuando salga el sol y la noche se termine, estaré empezando primer grado. Tengo ansias de abandonar mi casa por un rato. Odio a mi mamá y a su estúpido novio, que trata de hablarme y caerme bien pero se le dejo bien en claro: es imposible que lo logre.

Te robaste mi puesto, muchacho, y soy tan flaco y chico que no puedo golpearte, destrozarte la cara y que mamá llore cuando te vea muerto a golpes. No puedo recuperar mi puesto de “el hombre de la casa”, prefiero irme por un rato y dejarlos vivir su farsa.

Pienso en mi papá y en dónde estará. Cuando lo hago, un torbellino me recorre el sistema nervioso y el cuerpo me pincha en todos lados. Me da escozor recordarlo. Empiezo a tratar de olvidarme de él. Pero es imposible. Su cara aparece en los pizarrones cuando quiero copiar sumas y restas. Su voz, cuando cantaba canciones de River Plate, esos cánticos de hinchada. Su manera de cortar las papas y darme de comer cuando hacía su estofado.

Es imposible no llorar en la escuela. Están todos tan excitados con conocerse que nadie se da cuenta de mi tristeza. Sólo lo hace mi maestra, la señorita Gabriela.

Levanto la cabeza y la veo. Me está mirando con la cara arrugada y se acerca hacia donde estoy sentado. Me pregunta si me siento bien. Le digo que sí, que me duele un poco la panza. Y es ahí que me lleva a dirección y mandan a llamar a mi mamá.

Llega a la media hora. Le explican que me duele la panza. Pero en el interior de su ser, yo sé que mamá no cree la excusa tonta que puse.

Me piden que espere afuera de la oficina de la directora, una señora lenta y arrugada como un dinosaurio, aunque me mira con amor de madre y siento su calidez.

Mamá sale de la oficina cuando pasan unos minutos. Me agarra de la mano y salimos del colegio. Se prende un cigarrillo y me dice que voy a empezar a ir al psicólogo.

—¿Sabés qué es un psicólogo, hijo? —dijo mi mamá mientras pitaba hondo de su cigarro.

—No —le dije—. Igual no quiero ir.

—Tenés que ir. Te guste o n… —Interrumpí a mamá. Estaba furioso.

—Andá vos, pelotuda. Yo no quiero ir. Eso es para locos. —le grité eso a mamá y corrí a mi casa.

Cuando llegó estaba furiosa. Me sentó en una silla y me miró a los ojos:

—La próxima vez que me digas “pelotuda”, vas a conocer a esta, que es hermana de esta —levantó sus puños cerrados y me los acercó a la cara— pendejo de mierda y la puta madre que te parió. ¿Qué te pasa? ¿Qué te hice? Dejá de tratarme así. ¿No te das cuenta? Vas a ser igual que tu papá. ¿Vos querés tratar mal a las mujeres y quedarte solo como él? Vas a ser una mierda, igual que tu papá. Te voy a mandar al psicólogo para que te cure porque no entendés nada de lo que está pasando. Nada.

Fueron gritos que me estamparon contra la pared. No hizo falta violencia física para que mi armadura se rompiera. Mamá parecía decidida a golpearme si realmente fuera necesario para que todo en mi interior se ajustara. Pero decidió contenerse, y a la semana siguiente tuve mi primera sesión con un psicólogo, que para mi sorpresa, no era un hombre. Era una mujer hermosa y cálida que se llamaba Silvia.

Mientras tanto, en el colegio se sabía que mis padres estaban separados y que, además, yo estaba bajo tratamiento psicológico. Ese año arrancaron los comentarios incisivos sobre mi vida y la de mi familia. Odiaba a mamá. Estaba logrando todo lo que quería: arruinarme la vida. Poniéndonos en boca de gente que tenía familias unidas y normales. ¿Acaso ella era feliz con eso que hacía? Me exponía frente a niños que se reían de mí y decían que estaba loco. Mamá me miraba sin entenderme. Yo cada día la odiaba un poco más.

Un jueves a la mañana la señorita Silvia, me hizo dibujar a mi familia. También un objeto al que le temiera y un animal.

Miró el papel y me miró a mí. Se quedó perpleja y me pidió que le explicara los dibujos.

Donde estaba graficada mi familia, había dibujado a mi hermanita en brazos de mi mamá. A mamá la hice sin rostro. Mis pelos eran puntiagudos, como filosos. Mientras que papá aparecía detrás de nosotros. Cerca, un árbol de navidad con moscas.

A mi papá lo dibujé con un tridente y cola de demonio.

El objeto al que le temía era una muñeca con tutú y con los ojos deteriorados que descansaba en una cómoda de la habitación de mi abuela. Había sido su primer juguete. Cuando dibujé al animal, hice un elefante blanco. Algo en mi corazón se paraba cuando los veía en fotos. Había algo en los elefantes que me despertaba un amor inexplicable.

Cuando mamá me hablaba, yo sólo pensaba: la odio. La odio, la odio, puta de mierda, puta de mierda, puta de mierda, hija de puta, y lograba escaparme de la charla. Un día me sacudió de los brazos. Mi nariz sangraba y no había nada que me movilizara a encontrar un pañuelo. Mamá lloraba y me decía que la perdonara que mi papá le había pegado fuerte. Me pedía compasión, mientras el paño en mi nariz acumulaba sangre y yo lloraba sin ruido, mirando a la nada. Mamá se cansó de intentarlo y salió de mi habitación gimoteando. Mientras ella cerraba la puerta con resignación, yo sonreía con sorna. Mi nariz empezó a sangrar porque los nervios de mi cuerpo y de mi cabeza necesitaban buscar una vía por donde salir. Una tarde de domingo estábamos jugando con mis primos mientras nuestros padres tomaban café en el living. En el patio había una escalera de cemento que conectaba a la terraza, desnuda y sin revestimiento. Solo un pasamano que hacía de protección. Estábamos jugando a la mancha y, en el afán de no dejarme atrapar, corrí obviando mis cordones desatados. Mi cabeza se estrelló contra uno de los escalones. Lo más perjudicado fue mi tabique, que sin romperse, dio rienda suelta a un mar de sangre que encontraba salida por mis fosas nasales. Corrí a la cocina, me puse un pañuelo sobre la nariz, y cuando me preguntaron qué me pasaba, contesté que lo de siempre. Para ese entonces, ante cualquier sangrado, me sabía manejar con libertad. Me quedaba presionando hasta que la sangre se coagulaba y se formaba un tapón. Mamá se acercó a revisarme y le dije que no hacía falta, mientras me alejaba de su caricia reparadora. No tenía miedo de estar sangrando, al contrario, me sentía vivo. La sangre, para ese entonces, no me molestaba ni me impresionaba. Si nadie estaba cerca, me daba golpes en la nariz solamente para verme sangrar. El sangrado se extendió y fui juntando pañuelos empapados de sangre. Empezaba sentir de a poco cómo mi cuerpo perdía peso, cómo se volvía más liviano. Me escondí en el garaje con un manojo de servilletas de cocina que ponía en el piso mientras las pintaba con gotas de sangre que chorreaban desde mi nariz, víctimas de la gravedad, e impactaban en la absorción del papel. Me sentía débil pero no me importaba, tenía muchas ganas de morir. Cada gota de sangre que se estrellaba, silenciosa y mortecina, contra el papel era lo equivalente a lo que sentía cuando se burlaban de mí por tener padres separados y por ir al psicólogo. En cada gota escuchaba risas, escuchaba la palabra loquito, escuchaba preguntas como ¿Tus papás nunca se pudieron querer, no? Perdí la noción del tiempo. Lo que contó mi mamá fue que me encontraron tirado y rodeado de servilletas hinchadas de sangre. Me pusieron una toalla en la nariz y me cargaron en la camioneta de Julio, el mejor amigo de mamá. Iba acurrucado en sus brazos, cuando abrí los ojos y la vi. Ella me miraba y sus lágrimas caían en mi rostro ensangrentado. Cada tanto alguna entraba en mi boca, mientras ella lloraba y gritaba histérica que teníamos que ir urgente a un hospital. La sangre manaba de mi nariz y se hacía parte de una toalla más roja que blanca. Mis ojos se cerraban solos y mi campo visual se hacía negro. Estaba tan cerca de irme a otro lugar, eso pensaba en los días posteriores, que levanté una mano para tocar la cara de mi mamá. Para despedirme. Ella me agarró la mano. Me la besó. Después me miró a mí y, con su mano libre, optó por cerrarme los ojos, como aceptando que mi paso por la muerte era inminente, totalmente incapaz de observar cómo se iban cerrando lentamente. Los cerré justo cuando la camioneta se paró, con un movimiento brusco, y no arrancaba. Mamá se agitó y me pedía que aguante. Estuvo diez minutos gritando en la ruta, conmigo en brazos, por ayuda. Nadie se quería involucrar demasiado. Pero Julio logró que la camioneta volviera a arrancar, y fuimos al hospital. Para ese entonces, mi cuerpo y mi conciencia estaban profundamente dormidos. Ese día mamá pensó que había perdido a un hijo por sus descuidos. Ese día mamá perdió a un hijo pero ganó a otro.

287,95 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
320 стр.
ISBN:
9789874935205
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают