Читать книгу: «Las hadas si existen», страница 2

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—Ya se nota que estamos en otoño. Los árboles están empezando a mudar sus hojas. Mira cómo está ya todo el jardín —dijo Tibu señalando al suelo.

Todo el césped estaba cubierto por una alfombra compuesta por cientos de hojas de colores amarillos, anaranjados y rosas. Era la estación favorita de Águeda y también de Tibu. Los colores, los olores, la temperatura y los paisajes que estos formaban hacía que fueran los meses más bonitos y especiales del año.

—Tienes razón, qué bonito se está poniendo ya el haya —dijo mirando el árbol tricolor, su favorito de todo el jardín. En otoño sus hojas se volvían de un rosa rojizo, como la lengua de un gato o las mejillas coloradas de un niño cuando se sonroja.

—Bueno, ¿cómo llevas ese trabajo en la cafetería? —le pregunta su Tibu.

—Bien. Es un trabajo tranquilo y no es muy complicado. Además, tengo una compañera que es muy divertida y me cuenta unas historias de ella y sus amigas que me mondo de risa —le contesta mientras le sale una sonrisa pensando en Sofía.

—Me alegro mucho. —La mira con ese brillo en los ojos tan diferente del resto.

—Tibu, te veo cansada, ¿qué te pasa? —le dice con un poco rastro de preocupación en la voz.

—Nada, hija, es que llevo unas semanas durmiendo un poco revuelta. Tengo sueños algo extraños y me levanto por la noche y luego no hay quien me acueste. Se me ha terminado la lavanda y tengo que ir a buscar más… —Martina no ha podido descansar bien desde esa noche. No la deja tranquila. Nkisi se le aparece cada noche en sueños, visitándola, y advirtiéndola que estuviera atenta, que pronto algo grande iba a suceder.

—¡Yo te la traigo! Sé el sitio donde me dijiste que la plantaste. Cerca del monte do Facho ¿verdad? No vas a subir hasta ahí tú sola. Además, hoy hace un día precioso para hacer fotos.

—¡Pero ten cuidado! Ayer llovió y las rocas pueden estar resbaladizas. ¡Presta atención de no tropezar! Esta niña siempre corriendo…

A pesar de ser muy tranquila, cuando iba sola, le gustaba correr y que el viento le diera en la cara y le desordenara el pelo. Águeda va a por su cámara de fotos al coche, entra a la casa y sube al piso de arriba hacia la habitación que lleva usando desde siempre. Le gustaba casi más que la de su casa en Vigo. Se pone las botas de montaña y baja corriendo. Llama a Obi-wan y se encamina hacia el sendero que lleva hacia lo alto de la cima. El olor a sal y a humedad le llenaban los pulmones y se le metía bajo la ropa. Mientras iba por el sendero, iba sacando fotos: de las flores, de su perro oliendo una piedra o del acantilado. Después de veinte minutos andando encontró la lavanda que su Tibu plantó hace años. Había crecido un montón y se había convertido en un gigantesco arbusto de flores lilas, que resaltaban entre el resto de las plantas verdes. Subir hasta ahí le daba la sensación de estar en el punto más alto de la Tierra. De estar más cerca del cielo que nadie más. Incluso que lo podía tocar con la yema de sus dedos.

Se sienta en una roca observando el mar y observa los barcos veleros a lo lejos y a los pescadores faenando en sus navíos. Le gustaban mucho las historias de piratas y contrabandistas, y en esta zona existían miles de ellas. En ese momento se acordó de la leyenda del rey marinero: «Se dice que había una vez un rey de un país muy lejano al que le encantaba navegar. Era tal su pasión, que tenía la flota más grande jamás vista. Miles de barcos, grandes, imponentes y poderosos. Surcaban las aguas como bestias marinas, y no había tormenta ni vendaval que los detuviera. El objetivo principal del monarca era conseguir navegar todos los mares del planeta. Conocer cada rincón de este mundo y conquistarlo. Así pues, junto con su mejor tripulación, se lanzaron rumbo a la aventura a completar su deseado mapa. Navegaron y navegaron, hasta que llegaron a las costas gallegas. Para aquellos entonces, habitaban en las turbias aguas unas sirenas de largo pelo plateado y corona de conchas que, con su canto y su belleza, hipnotizaban a cualquier navegante que surcara las aguas. El rey se quedó tan maravillado con su belleza, que se volvió loco. Tan loco que se tiró al agua para encontrarse con estas maravillosas criaturas, y no se supo nada de él nunca más. La tripulación, que sin su soberano y mejor marino no supo cómo salir de estas complicadas aguas, naufragaron y se hundieron para siempre en el fondo del mar. Se dice que, a veces, el mapa reaparece en las playas, para que, aquel que lo encuentre, se convierta en el heredero del rey y continúe el objetivo que el empezó.»

Águeda empezó a tener hambre, así que se levantó, llamó a Obi-wan y empezó a bajar la empinada cuesta dirección a la casa de su Tibu. Cuando estaba bajando por uno de los caminos que los pastores habían dejado a lo largo de los años, notó un sonido en la oreja. Más bien el roce de unas alas. Fue una milésima de segundo. Casi imperceptible. Como el aleteo de un pájaro al lado de su cabeza. Se giró, pero no había nada. Solo un cielo raso azul intenso y las casas de los vecinos de Donón que se veían a lo lejos. Decidió no darle importancia y siguió caminando. Pero, de repente, sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Algo imposible de descifrar. Como si un relámpago de energía, fuerza y poder le atravesara todo el cuerpo. Jamás había sentido una sensación como aquella. Se quedó paralizada, en medio del camino, mirando hacia los lados, asustada y con los brazos cruzados sobre su cuerpo. No era frío lo que había sentido. Era como si hubiera emergido de la tierra y se le hubiera metido en las venas. Había entrado por la punta de los dedos de los pies, y se había colado en ella y en lo más profundo de su alma. Obi-wan parecía haberse dado cuenta de lo que acababa de pasar. La estaba mirando muy quieto y con la cabeza levemente inclinada. Miraba asustada y desconcertada a los lados, sin saber qué hacer. Águeda se puso a caminar de nuevo, aún con el cosquilleo en los pies de lo que acababa de pasar y se dirigió a casa sin dejar de pensar en la sensación que acababa de sentir.

Al llegar a la casa, se encontró a Tibu montando la mesa. Olía al plato favorito de Águeda, empanada de jamón y queso. Se acercó a la encimera de la cocina y colocó la lavanda en el recipiente de porcelana que Tibu tenía para guardarla.

—Venga, hija, siéntate que se te va a enfriar la comida. Has tardado mucho, ¿que te has puesto a regar los arbustos que ibas encontrando por el camino? —le dice sonriendo—. Espera… ¿Qué te pasa? Cariño, estás más blanca de lo normal.

—Nada, nada, Tibu, que me ha entrado un poco de frío al subir allí arriba. Cuando coma me voy a sentir mucho mejor —le dice mientras baja la cabeza y se pone a comer.

Los ojos de ella y los de Tibu se encuentran por un momento y le es suficiente para saber que no era el frío lo que hacía que Águeda estuviera tan descompuesta. No podía engañarla, a ella no. Decide no insistir y se ponen a comer en silencio, mientras los rayos de sol entran por la ventana y se escucha de fondo el silbido del viento chocar contra las hojas de los árboles.

3

El sonido del despertador junto con el repique de la lluvia chocando con el alféizar de la ventana despertaron a Águeda a las ocho de la mañana. Era viernes y hoy entraba a la cafetería a las nueve. Se levanta y va arrastrando los pies hacia el cuarto de baño que estaba en la otra punta del pasillo. Tiene quince minutos de paz antes de que sus hermanos se despierten. Qué mal se le daba madrugar. Se quita el pijama y pone el agua lo más caliente posible. No soportaba el agua fría para ducharse, ni siquiera en verano. Se comienza a enjabonar todo el cuerpo, despistada y pensando en sus cosas, cuando se mira el brazo y se da cuenta de que le ha salido una pequeña mancha de color rosado en el brazo derecho, en la parte interior, cerca del codo. Se acerca el brazo a los ojos, apartándose el pelo mojado y el agua de la cara mientras mira la mancha fijamente, estrechando el entrecejo. Coge la esponja y empieza a frotar suavemente, y después más enérgicamente. No se va. Se la toca y se da cuenta de que no es un moratón, porque no le duele. Mete el brazo bajo el cálido torrente y deja correr un poco el agua sobre ella, sin resultado. Como tiene prisa, no le da más importancia, se termina de duchar y va a su habitación a vestirse.

Baja corriendo y sale hacia la cafetería con su bicicleta. Llega con la hora justa para abrir. Por la mañana está ella sola, hasta que Sofía sale del instituto. Fue una mañana muy ajetreada y casi no le dio tiempo ni a respirar. A eso de las doce y media cuando la cosa se estaba empezando a calmar un poco, entra un chico vestido con un vaquero, unas Converse negras y una camisa de lino color azul marino con los dos botones de arriba desabrochados. Lleva unas gafas de sol y, por su paso lento y su pelo despeinado, parecía que se acababa de levantar. Se sienta en un taburete en el pico de la barra. Águeda se acerca y el chico le pide un café con leche mientras se quita las gafas. Puede ver un intenso color verde que se le queda mirando durante unos segundos. Ella se da cuenta y aparta la mirada, dirigiéndola a la cafetera. Le lleva el café con leche mientras él le dirige una sonrisa y un suave «gracias», sin dejar de mirarla. Saca un par de monedas y le paga el café. La estaba poniendo nerviosa. Es muy guapo. Tenía el pelo rizado y de color castaño, una sonrisa preciosa que le quedaba genial con sus labios carnosos, y un lunar en la parte izquierda de la cara, justo encima de la arruga de la felicidad. Águeda decide salir de la barra y ponerse a recoger las mesas para no sentir la constante presencia del chico detrás de ella. Llegan un par de clientes más y se distrae atendiéndolos, olvidándose de él.

Una mesa de cuatro personas se acababa de levantar, así que empieza a recoger los restos que habían dejado en la mesa. Con la bandeja llena de botellas, tazas y platos, se gira rápidamente y sin darle tiempo a reaccionar, se choca con el chico que estaba tomando café en la barra, que se estaba dirigiendo a la puerta. El tiempo parece ir a cámara lenta, mientras Águeda ve todos los vasos y platos caer al suelo, formando un ruidoso alboroto, y una de las tazas, que estaba medio llena, derramarse sobre la camisa del chico, provocando una gran mancha marrón en el torso del muchacho.

—¡Oh, dios mío!¡Cuánto lo siento! Estaba pendiente de que no se me cayeran los vasos y no te he visto. ¡Oh, tu camisa! Déjame que te ayude, un momento —las palabras salen de la boca de Águeda amontonadas unas sobre otras. No puede parar de moverse y comienza a recoger rápidamente todo el estropicio del suelo, siendo incapaz de mirarlo a los ojos.

—No te preocupes, ha sido mi culpa. Tendría que haberme dado cuenta de que estabas girándote. —Se agacha nervioso y ayuda a Águeda a recoger los vasos y platos rotos del suelo.

Se dirigen los dos hacía la barra, donde Águeda le da un paño húmedo para que se pueda secar la mancha de café de la camisa.

—Mira tu camisa, te la he destrozado. De verdad que lo siento mucho… —Águeda estaba muy avergonzada. Era relativamente nueva en el oficio y lo pasaba fatal cada vez que tiraba algo delante de algún cliente. Además, este chico la intimidaba.

—De verdad, no importa. Vivo aquí al lado y puedo ir a cambiarme en un segundo. Muchas gracias por tu ayuda…

—Águeda, me llamo Águeda —le dice, todavía roja.

—Bonito nombre. Yo soy Ander. Encantado. —Se queda un rato mirándola y se pasa una mano por la nuca, un poco nervioso—. Bueno, aquí tienes tu trapo. Muchas gracias por la ayuda. Ah, y, por cierto, bonita flor. —Y sale de la cafetería medio corriendo.

Águeda se queda mirándole cómo se iba, entre avergonzada por lo que acababa de pasar y desconcertada con la última frase que le acababa de decir. Bonita flor. ¿Qué flor? Mira a los lados buscando cuál era el objeto al que se estaba refiriendo, y entonces se mira el brazo. No se había dado cuenta. La mancha que le había salido esta mañana en el brazo tenía forma de flor. Si te fijabas bien, era como una petunia difuminada de color rosa. Se la vuelve a acariciar, mientras le sale una media sonrisa, preguntándose qué sería eso.

Si por la mañana había estado ajetreada, por la tarde hubo aún más gente. Incluso con la ayuda de Sofía, que se incorporaba a las cuatro, no pararon de trabajar ninguna de las dos. En un momento de descanso, Sofía salió a fumarse un cigarro. Águeda le había insistido docenas de veces que dejara de fumar, pero ella no escuchaba a nadie, y le daba igual. Águeda miró por la ventana y le pareció ver a Ander pasar por la cafetería. Un cosquilleo le subió por el estómago y se acercó para ver si lo veía bien. Ya no estaba. Cuando entró Sofía, tenía una sonrisa sospechosa en la cara. Se acerca a ella y le dice:

—No sabía yo que tenías tan buen gusto, chica —le dice sin poder ocultar su cara de satisfacción.

—¿Pero qué dices, Sofía? —le pregunta Águeda, sin saber a lo que se estaba refiriendo su compañera.

—Sí, sí, no te hagas la tonta. El tío bueno ese que vive a dos calles de aquí. Yo ya lo tenía fichado. Pero parece que te me has adelantado.

—Sofía, de verdad que no sé de qué me estás hablando —dice riéndose y obviando los comentarios tan infantiles que estaba diciéndole Sofía.

—¿Ah, no? Un chico alto, con los ojos verdes, el pelo rizado y un lunar aquí. —Y se señala la mejilla.

—¿Ander? —dándose cuenta de que esta describiendo al chico con el que había tenido el percance esta mañana.

—¿Así se llama? Vaya, qué nombre tan sexy. Le pega mucho —dice, insistiendo—. Y bueno, ¿de qué lo conoces? ¿Habéis quedado ya? ¿Cuántos años tiene?

—No lo conozco de nada, Sofía. Ha venido esta mañana a tomarse un café y sin querer le he tirado una taza encima. Ya está —le dice, siendo muy paciente.

—Vaya historia de amor. —Se queda mirándola fijamente para ver si Águeda le suelta algo más, pero al ver que está distraída recogiendo una mesa le suelta—. Pues le he dado tu teléfono.

—¿¡Que has hecho qué?! —le dice histérica mirándola con los ojos muy abiertos.

—Pues sí. Se ha acercado a mí, me ha preguntado si trabajo aquí y si te conozco. Le he dicho que sí y me ha pedido tu teléfono. Y se lo he dado. Ahora me dirás que no tendría que haberlo hecho.

—¡Pues no! ¡Tendrías que haberme preguntado antes! ¿Y si yo no quería que se lo dieras, qué? —le dice pensando que no le apetecía volver a hablar con nadie, y en general, tener contacto con ninguna persona del género contrario.

—¡Carallo, pues si no quieres, cuando te llame, le das largas y listo! No exageres las cosas, que pareces una abuela. —Se da media vuelta, y la deja ahí, plantada.

Águeda se queda con el ceño fruncido, limpiando la barra y diciéndose a sí misma por qué Sofía había hecho tal cosa y por qué tenía que aguantar las tonterías de una niña de dieciocho años. Aunque, más tarde, ya más relajada y pensándolo bien, se alegraba de que lo hubiera hecho. Se pregunta… ¿Y por qué no?

* * *

El domingo por la tarde, como no tenía nada que hacer, le mandó un mensaje a Aline, pero se encontraba fuera de la ciudad. Águeda no tenía muchas amigas de verdad. No porque no fuera amable, ni generosa con sus amigos, sino porque simplemente tenía unos gustos peculiares al resto de la gente, y normalmente no solía quedar en grupo para ir a discotecas o tomar cervezas. Lo hacía de vez en cuando con Aline y sus amigos, que les caían bastante bien, pero no era su pasatiempo favorito. Prefería pasar su tiempo con su perro, hacer fotos, o ir a visitar a Tibu.

El día no era muy frío, además, la lluvia era intermitente y no muy fuerte, así que decidió coger la cámara y salir a pasear con Obi-wan. Se fueron juntos dirección al Paseo da Praia de Guía. El paseo recorría parte del monte Da Guía, y de la playa. Cuando estaba entrando al camino por la parte del puerto, le gustó el color que el sol reflejaba a través de los árboles, y se paró a hacer algunas fotos. Le hizo algunas a Obi mientras olisqueaba y bebía en un charco formado en el camino. Siguió caminando y decidió pararse en la Cala do Faro, una pequeña incisión que hacía la tierra, formada de rocas y arena, donde se podía divisar todo el puerto de Vigo además de pueblos al otro lado de la ría como Moaña, Reibón o Tirán. Se sentó en una de las rocas menos mojadas que encontró a contemplar el mar. El agua estaba intranquila, y chocaba con las piedras levantando un fuerte olor a sal. Eso hacía que, con cada colisión, todo ese perfume del océano se adentrara dentro de Águeda a través de su nariz y pareciera que estuviera sumergida dentro, como una sirena. Se levantó a buscar caracolas y conchas entre las rocas. Traía consigo la pelota de Obi-wan, así que comenzó a lanzarla para que su perro corriera tras ella. En uno de los intentos la tiró un poco más adentro del mar, y Obi, sin pensarlo, se tiró tras ella nadando con sus fuertes patas hacia la pelota. Águeda comenzó a reírse a carcajadas tras la ocurrencia de su perro e intentó no volverla a tirar tan fuerte, para evitar que este cogiera un resfriado.

Las rocas seguían luchando contra las olas, fuertes e incansables, mientras Águeda se balanceaba entre las piedras, con un pie y con otro, buscando las conchas. A veces el aire le hacía perder el equilibrio y hubo un par de momentos en los que se tambaleó a punto de caerse, pero era bastante ágil y consiguió mantenerse recta. Vio una caracola brillar entre uno de los charcos formados entre dos rocas y se acercó para poder cogerla. Se agachó y pudo ver que era una concha con espirales de colores beiges brillantes. Se inclinó un poco más para poder cogerla. Las olas seguían chocando agresivamente contra las rocas. Águeda, que estaba distraída mirado la caracola, no se dio cuenta que una ola de un tamaño más grande que el resto se estaba formando desde lo hondo del mar e iba directamente hacia ella. Cuando miró hacia el océano, solo tuvo tiempo de cerrar los ojos y ponerse los brazos en la cara para recibir el impacto. Se quedó en esa posición durante varios segundos esperando que el agua le empapara todo el cuerpo, pero no pasó nada. Abrió uno de los ojos y miró hacia la ola. No había nada. Era imposible. La ola estaba prácticamente encima de ella. No podía haber desaparecido. Se toco todo el cuerpo comprobando si le había caído algo de agua encima, pero estaba completamente seca. Ni una gota. Segundos después, volvió a percibir el escalofrío que tuvo la semana pasada en el monte do Facho. La misma energía que le subió por los pies y le recorrió el cuerpo hasta dejarla sin aliento. Se volvió a quedar paralizada, y con la respiración entrecortada, sin saber muy bien qué estaba pasando. Se levantó y salió de las rocas, analizando lo que acababa de pasar. ¿Cómo podía haber desaparecido la ola sin más? ¿Tenía algo que ver la sensación de energía que le recorría con esto? ¿Había sido ella la que había parado la ola?

Volvió caminando a casa sin dejar de pensar en todas esas preguntas. Cuando llegó, cenó con sus hermanos y su madre una pizza que habían estado preparando ellos mismos durante toda la tarde y subió rápidamente a su habitación. Cuando se puso el pijama y se metió en la cama la noche se había convertido en un recital de estrellas que ocupaba todo el cielo. Se tumbó boca arriba y la imagen de la ola a punto de caer encima de ella volvió a ocupar su mente. Se miró hacia el brazo y observó la pequeña petunia que le había salido hace dos días. ¿Tendría esto algo que ver con lo que le estaba sucediendo últimamente? No pudo evitar acordarse de Ander. Una pequeña sonrisa le apareció en la cara. ¿La llamaría? Siguió así, dándole vueltas a unas cosas y otras, con un remolino de emociones en su interior, hasta que se quedó profundamente dormida.

4

Ander estaba terminando de recoger su cuarto cuando vio la camisa azul marino que la camarera de la cafetería le había manchado cuando le tiró el café encima. Le divirtió volver a recordar esa escena, no por la situación, sino por el comportamiento que había tenido la chica. No paraba de moverse y se veía realmente avergonzada. La verdad es que le había llamado la atención. Había hecho bien en pedirle el teléfono a su compañera. ¿Cómo se llamaba? Andrea, Amanda… Águeda. Sí, eso. No era el tipo de chicas con las que él estaba acostumbrado a salir. A esas normalmente las conocía en los bares donde solía ir con sus amigos o en el club de golf al que iba con sus padres los domingos por la tarde. Aunque le gustaba conocer gente diferente, sobre todo chicas guapas, y ella lo era, sin duda. Se dijo que la llamaría más tarde y bajó a ver si encontraba algo en la cocina que devorar. Se había levantado tarde, así que se le había pasado la hora de desayunar. Abrió el frigorífico para comprobar si su madre había hecho algo para almorzar ese día, pero al no encontrar nada que le convenciera, decidió hacerse un sándwich de pavo con queso y pepinillos. Estaba terminándoselo de comer en la barra americana que tienen añadida a la encimera cuando entra su hermano Luis con cara de recién levantado y muchas ojeras. Pasa por delante suya y va directamente a por un vaso del estante para echarse agua del grifo, sin dirigirle la palabra a Ander.

—Buenos días, ¿eh? —le dice Ander—. Con cuánta educación nos levantamos por la mañana.

—Hola —le contesta malhumorado su hermano. Está abriendo todas las puertas de la cocina buscando algo.

Últimamente no le estaba gustando el comportamiento de Luis. Tenía dieciocho años, había terminado el instituto en mayo, y aunque no con unas notas extraordinarias, consiguió obtener el título de bachiller y poder realizar el examen de acceso a la universidad. Sin embargo, este lo suspendió y ahora se encontraba en un limbo académico y personal que afectaba a su humor, su comportamiento y su forma de ser. Ni siquiera sabía lo que quería hacer el año que viene. Simplemente se dejaba llevar y no estaba tomando ninguna decisión ni pensando al respecto.

Para no estar sin hacer nada hasta que pudiera entrar a la universidad, el hermano de su padre, el tío Miguel, se había ofrecido a llevárselo con él al puerto algunos días, donde trabajaba de mantenimiento y arreglo de los barcos de los pescadores y algún que otro yate. La verdad es que a Luis siempre le había gustado el mar, pero los padres de Ander y de él siempre se habían sentido muy reacios a la idea de navegar. Les parecía muy peligroso y querían una vida mejor para sus hijos que pasar el resto de sus días en la bahía. Aunque no muy grande, el tío Miguel poseía un barco, que lo tenía para alquilar a los turistas de la zona y navegar él mismo en su tiempo libre. Eso es lo único que parecía provocar un poco de ilusión a Luis, que su tío le permitiera navegar con él, y a veces conducir él mismo.

Su hermano empieza a buscar en la cajonera de los medicamentos de la cocina alguna pastilla, y Ander, para romper el hielo, decide intentar entablar alguna conversación:

—Bueno, y hoy, ¿cómo es que te has levantado tan tarde? ¿No tienes que ir al puerto con el tío Miguel?

—No, hoy no tenía mucho trabajo y me dijo que podía descansar – le contesta metiéndose un ibuprofeno en la boca.

—¿Y entonces por qué llegaste anoche tan tarde? – le pregunta recordando que escuchó a su hermano entrar a su habitación cerca de las dos y media de la madrugada.

—Pues estaba por ahí. Además, ¿a ti que más te da? ¿A qué vienen tantas preguntas? No tengo el cuerpo para que me interrogues como si fueras mamá y papá. Ya tengo suficiente con ellos —y se va sin decir nada más.

Ander se queda en la cocina terminándose su sándwich, enfadado y pensando cómo el imbécil de su hermano le acababa de contestar. Solo estaba intentando ser simpático, ¿qué le pasaba? Ellos solían tener muy buena relación. Es verdad que nunca habían sido de contarse las cosas el uno al otro, pero siempre se protegían y se cubrían las espaldas cuando surgía algún problema.

* * *

Se arrepiente de haber ido a esa clase. Historia Internacional podía ser la asignatura más interesante de la carrera si no fuera por el profesor que la estaba impartiendo. Era un hombre de casi sesenta años, con diapositivas de hacía dos décadas, que se dedicaba a sentarse en la silla y leerlas en voz alta con la voz más monótona y aburrida que había escuchado en la vida. Al terminar la clase, Ander sale el primero hacia la puerta en dirección al aparcamiento cuando escucha una voz detrás de él que lo llama.

—¡Sh, sh, Ander! —Marta se le acerca por detrás mientras mete el ordenador en el bolso y se echa el pelo hacia un lado—. Chico, no hay quien te vea. Cuando vienes a clase sales disparado hacia la puerta y no hay quien hable contigo ya.

—Bueno, intentaba librarme lo antes posible de ese tostón de clase. ¿Cómo estás, Martuqui? —Ella y él habían tenido algo en primero de carrera, pero eso era más diversión que otra cosa. Ahora en quinto, el grupo con el que solía salir se había disipado y no quedaban casi nunca.

—Yo genial, como siempre. Oye, esta noche vamos a ir algunos de la clase a tomarnos algo juntos. Como en los viejos tiempos. Te apuntas, ¿no?

—¿Esta noche? —La verdad es que no se había planteado ir a ningún lado hoy y tampoco tenía muchas ganas—. Bueno vale, sí, allí nos vemos —le dijo, sin embargo. Siempre podía rechazar la invitación más tarde si no le apetecía.

—Eso, eso, te esperamos. —Y le guiña un ojo mientras le toca el hombro y se va en dirección contraria meneando sutilmente las caderas.

Ander había escuchado que había roto con su novio hace poco, y le había dado la sensación de que lo había invitado esta noche por otra razón diferente a pasar tiempo juntos con el resto de la clase. La observa alejándose mientras la mira de arriba abajo, imaginándose cómo sería volver a coger esa cintura de nuevo sin nada de ropa. Ya lo vería, él estaba soltero y le gustaba disfrutar del momento, y a ella también.

***

Águeda se sentía disfrazada con el vestido que le había prestado Aline. Qué cabezona era. Primero la había obligado a salir con su grupo de amigos porque esta noche era su cumpleaños. Aunque se sentía un poco fuera de lugar cuando se encontraba con demasiada gente que no conocía, la verdad es que le apetecía poder pasar tiempo con su amiga y verla disfrutar de su cumpleaños. Acostumbrada a una vida tranquila y diurna, Águeda no tenía un gran repertorio de ropa de fiesta, y como su amiga lo sabía, se había plantado en su casa con un vestido negro, pegado y de una sola manga y no le había dado más explicaciones. Para añadirle al look un toque un poco más personal, se había puesto sus converses grises y una chaqueta de color gris azulado.

A eso de las once Aline la recoge en su casa con el Range Rover de su padre. Ella iba espectacular: se había puesto una falda negra larga y pegada, que tenía una abertura que le llegaba casi a la cadera y un top también negro de palabra de honor con una chaqueta de cuero negra. Llevaba los pendientes dorados más grandes que había encontrado en el Zara y sus carnosos labios latinos pintados de un rojo intenso que hacía que parecieran una fresa brillante y fresca. Además, iba montada en unos taconazos de doce centímetros.

Al mirar a su amiga y montarse en el coche se sintió ridículamente vestida y se arrepintió de no haberse puesto algo de ropa de su armario.

—¡Pero qué ven mis ojos! Mi Águeda con un vestido negro y que enseña un poco los hombros. ¡Se han alineado los astros! Bueno, la próxima vez te traigo también unos zapatos. Pero las converses te dan un toque informal y en cuanto te quites esa chaqueta se te van a pegar como moscas, amiga. Estás preciosa.

—Porque es tu cumpleaños y no he tenido más remedio, que eres una dictadora —le dice mientras busca algo en el bolso—. Bueno, te he traído un regalo. —Y le da un sobre envuelto en un lazo rojo. Cuando Aline lo abre descubre una caracola junto con un colgante de fino oro.

—¡Oh, Águeda, es precioso! ¿Lo has hecho tú? —lo dice mientras se lo intenta poner.

—Más o menos. La caracola la encontré en uno de mis paseos con Obi-wan y la mandé a la joyería para que le añadieran el colgante.

—Me encantan todos tus regalos. Siempre son mágicos —le dice mientras le besa repetidamente la cara—. Y ahora…¡Vámonos! ¡La noche nos espera!

***

Ander se había bebido unas cuantas cervezas y estaba un poco borracho. Había comenzado a beber muy pronto, a eso de las nueve, y la verdad es que estaba disfrutando mucho la noche. La gente de su clase siempre les había caído bien y las mejores fiestas habían sido con ellos. Estaban en un bar en el centro de Vigo donde había un billar y buena música. Marta estaba especialmente cariñosa con Ander, y él se estaba dejando llevar por la situación y llevaban toda la noche de bromas y tonterías, con algún que otro roce. Los chicos lo invitaron a jugar al billar y él se levanta, estira el brazo para que ella se lo coja, mientras le dice:

—Venga, Martuqui, que te enseño a jugar, verás que fácil. —Parecía un poco molesta porque se hubiera levantado, pero enseguida se le pasa y va detrás de él.

—Yo soy un paquete con estos juegos, pero venga, voy a intentarlo. —Él le da el taco a Marta se coloca detrás de ella mientras los dos se inclinan hacia delante y él le empieza a susurrar algo al oído mientras los dos se ríen. Ella, disfrutando la situación, se pega aún más a él, se pone el pelo hacia un lado y tira de cualquier manera mientras sigue escuchando lo que Ander le dice al oído.

Siguen jugando todos juntos y Ander, al darse cuenta de que se le había acabado la bebida, se acerca a la barra a pedir una cerveza. Distraído, mira a los lados esperando a que le atiendan cuando de repente, la ve. Era ella. No se había dado cuenta de que hubiera entrado. No la había reconocido en ese vestido negro, acostumbrado a verla con su uniforme en la cafetería. Estaba muy guapa. El grupo de gente con el que estaba eran la mayoría latinos o de piel oscura y ella estaba bromeando con una deslumbrante chica que parecía sudamericana. El camarero le da la cerveza, y sin pensárselo, va a hacia ella. Le toca el hombro y le dice mientras se toca la nuca.

286,40 ₽
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9788411140522
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