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Somos seres lingüísticos, lo que significa que nuestro lenguaje es el contexto en donde ocurre nuestro ser. Es nuestra mayor posibilidad y también nuestro mayor límite. Define nuestra conciencia sobre lo que vemos y también nuestras cegueras. Y lo que sea que pueda existir fuera de él, no existe para nosotros mientras no sea nombrado. Lo que llamamos “realidad” ocurre como un efecto del ser “en” el lenguaje. El lenguaje también nos permite la recursividad, el hacernos preguntas sobre nuestras preguntas y reflexionar a niveles que, hasta donde sabemos, solo los seres humanos podemos alcanzar.

Por vivir en el lenguaje, somos seres con compromiso. El compromiso es acción y los seres humanos siempre estamos en alguna acción, aun cuando creemos que no hacemos nada. Nuestro compromiso, nuestra fuerza y dirección, se orientan en cada momento hacia alguna acción. Hacemos la diferencia cuando la acción deja de ser una expresión automática y se realiza en acciones previamente diseñadas, a través de una reflexión consciente que tiene como propósito la concreción de ciertas metas o resultados de valor.

Siempre estamos comprometidos con algo, no existe el no compromiso. La pregunta fundamental es:

¿Dónde (en qué acción) tengo puesto en este momento mi compromiso?

Si aceptáramos la posibilidad de que podemos rediseñarnos, de que no estamos destinados sino impulsados por el pasado:

¿Es este el compromiso que quiero ser?

Somos también seres históricos. Como tales estamos arrojados a vivir en una determinada geografía, en una época particular, con sus devenires, emergencias y contingencias. Somos lo que somos, dadas las posibilidades que la historia misma nos regala. Sin dudas, no es lo mismo haber nacido en la Italia renacentista del siglo XV que en la Italia de la actualidad. Y no es lo mismo haber nacido en una familia acomodada, que ser hijo de una madre soltera en una comunidad que penaliza o discrimina una situación de esas características. Somos, en gran parte, el producto de la historia. Lo que nos tocó vivir. Y lo que hicimos con eso.

Tomando todos estos aspectos es posible concluir que somos seres existenciales, constituidos por los aprendizajes y tradiciones del pasado del lugar y la época a la que fuimos arrojados, y también en relación con los tiempos que vendrán, con el futuro que aún no sabemos cómo será. Es nuestro sentido de trascendencia el que nos llevará a la inquietud de dejar huella, de contestar a la pregunta:

¿Qué va a ser diferente en el mundo

a partir de mi paso por él?

Hacerle espacio a esta reflexión posiblemente nos lleve a dimensionar la complejidad a la que estamos sometidos por el solo hecho de pertenecer a esta aventura de estar vivos. La vida humana es una experiencia extraordinaria, abundante, misteriosa y llena de contradicciones y paradojas.

La vida es misterio, por ello está plagada de aventuras. Y por ser misterio y aventura, tiene también tragedias.

Comprender la complejidad del fenómeno de la vida y su misterio puede servirnos como base para reconocer que también nosotros, como producto existente de esta vida y su complejidad, somos una de sus expresiones.

Estamos dentro de la vida. No nos pertenece. Nosotros le pertenecemos a ella. Ella es grande, nosotros pequeños. No estamos separados de ella, ni somos sus dueños. Somos una experiencia más del fenómeno insondable del vivir, quizás no la única interesante, pero, sin duda, una digna de ser explorada.

Personalmente, me interesa que aprendamos a vivir una vida en la que, a los albores de su final, mirando el camino recorrido, podamos hacer tres declaraciones:

–Siento serenidad por mi vida, así como fue, también con sus desafíos y sus tragedias.

–Estoy en gratitud por el regalo de la vida como aventura existencial, tal y como fue.

–Me retiro de esta aventura de vivir, en la conciencia de haber contribuido en dejar un mundo con mayor conciencia y bienestar del que encontré, al menos para aquellos con los que hice contacto.

Este viaje comienza entonces con una exploración, con la intención de diseñar un camino que permita esbozar las habilidades necesarias para poder decir de nosotros mismos que somos adultos, que alcanzamos lo que se espera (y necesitamos) en cada etapa y para cada desafío que tengamos que atravesar.

Por ello, los invito, estimados amigos y amigas, a caminar juntos una respetuosa reflexión sobre la aventura que somos, los desafíos a los que hemos sido arrojados en el vivir, y las habilidades que necesitaremos desarrollar para “surfear” estas aventuras con determinación, gratitud y, sobre todo, confianza en el proceso.

Esta es una invitación a llevar la experiencia de vivir a donde considero que merece estar: al universo de lo simple. La vida es simple, aunque a veces nos sea difícil vivirla. Solo me limitaré a hablar sinceramente, a expresarme en palabras no demasiado técnicas sino buscando la simpleza y en ella, la profundidad de lo que pueda ser esencial para comprender lo complejo.

Espero mis palabras se entrelacen con las suyas y hagan de esta reflexión una compañía para todos nosotros como comunidad, en la humanidad compartida en donde nada de lo humano nos es ajeno; reconociendo que no sabemos, de lo importante, casi nada.

Le dedico estas reflexiones a nuestro propio esfuerzo conjunto de crear sentido, sabiendo que estamos vivos y que somos seres finitos con la expectativa de ser infinitos. También a quienes quieran iluminar su propio camino con reflexiones que abran mundos de posibilidades nuevos para sí mismos y para sus compromisos más importantes.

Para todos aquellos que tienen como misión acompañar a otros en su camino de aprender a expandirse, a diseñar su vida presente y sus relaciones con mundos nuevos de posibilidades.

¿Comenzamos?

PARTE 1.

El camino

(del sentido)


Un día de primavera, un viajante descansaba tranquilamente al borde del camino bajo un árbol. Mirando la naturaleza que lo rodeaba, observó cómo la oruga de una crisálida de mariposa intentaba abrirse paso a través de una pequeña abertura aparecida en el capullo. Estuvo largo rato contemplando cómo la mariposa iba esforzándose hasta que, de repente, pareció detenerse.

Tal vez la mariposa —pensó aquel hombre— había llegado al límite de sus fuerzas y no conseguiría ir más lejos. Así que, decidido a ayudar a la mariposa, tomó unas tijeras de su mochila y ensanchó el orificio del capullo. La mariposa, de esta forma, salió fácilmente. Su cuerpo estaba blanquecino, era pequeño y tenía las alas aplastadas. El hombre, preocupado, continuó observándola, esperando que, en cualquier momento, la mariposa abriera sus alas, las estirara y echara a volar. Pero pasó el tiempo y nada de eso ocurrió. La mariposa nunca voló, y las pocas horas que sobrevivió las pasó arrastrando lastimosamente su cuerpo débil y sus alas encogidas hasta que, finalmente, murió.

Aquel caminante, cargado de buenas intenciones, con voluntad de ayudar y evitar el sufrimiento a la mariposa, no comprendió que el esfuerzo de aquel insecto para abrirse camino a través del capullo era absolutamente vital y necesario, pues esa era, precisamente, la manera que la naturaleza había dispuesto para que la circulación de su cuerpo llegara a las alas, y estuviera lista para volar una vez hubiera salido al exterior.

Cuento anónimo

Capítulo 1.

¿Cómo logramos cambiar?

Sabemos lo que somos

pero aún no sabemos lo que podemos llegar a ser.

William Shakespeare

Todos los seres humanos, en diferentes momentos de nuestro vivir, deseamos hacer cambios. A veces queremos cambiar las condiciones que nos llevan a tener lo que tenemos: queremos tener más, menos o diferente. Otras veces deseamos cambiar lo que hacemos. Y algunas veces, las más esenciales (quizás cuando estamos atravesando algún tipo de crisis), queremos cambiar lo que somos, nuestras maneras de ser, sentir o reaccionar. En definitiva, cambiarnos a nosotros mismos.

Sin embargo, rara vez nos preguntamos: ¿qué es cambiar? ¿Qué implica? ¿De qué depende que cambiemos o no? Para ello, necesitamos revisar las bases de cómo llegamos a aprender lo que sabemos, en la conciencia de que el aprendizaje nos cambia y que cambiamos cuando aprendemos algo nuevo.

Según nuestra tradición cultural, tendemos a creer que tener información es lo mismo que saber. Eso hemos aprendido y desde esa creencia, confundimos el conocimiento con el tener información, el saber con el saber hacer.

Hoy más que nunca, un propósito fundamental de quienes estamos interesados en el bien-estar es investigar nuestra naturaleza humana, social, emocional, lingüística y existencial, sus bases y características, hasta convertir nuestras cegueras e incompetencias en recursos disponibles para el buen vivir.

Exploremos entonces, el fenómeno del aprendizaje y cómo se conecta con el cambio.

–Aprendizaje: Del lat. apprehendĕre. Adquirir el conocimiento de algo por medio del estudio o de la experiencia.

–Cambio: Del lat. cambiāre. Dejar una cosa o situación para tomar otra. Modificarse la apariencia, condición o comportamiento.

–Transformación: Del lat. Transformāre. Hacer cambiar de forma a alguien o algo.

Aprendizaje, cambio y transformación se refieren, los tres, en un sentido práctico, al mismo fenómeno. Llegar a aprender algo apunta a emprender una práctica que, en algún momento y de cierta manera, va a modificar nuestra habilidad para producir resultados en un determinado dominio o área de nuestro vivir y se evidenciará en que podremos emprender una acción que antes de haber aprendido, no podíamos hacer.

El cambio, al mismo tiempo, implica que hay algo que hemos podido modificar. En muchos aspectos de la vida (principalmente aquellos que dependen de nuestra capacidad para tomar decisiones) el cambio será la evidencia de lo aprendido.

Se pone en juego aquí una ley sistémica que establece que cuando en un conjunto de elementos comienzan a conservarse ciertas relaciones, se abre espacio para que todo cambie y se transforme en torno a las relaciones que se conservan. Esto quiere decir que cuando uno sabe lo que quiere conservar, todo lo demás cambia en torno a lo que uno conserva. Lo central es tener en claro qué es lo que se quiere conservar porque el futuro resulta según lo que hacemos en el presente.

Transformación significa, en un sentido etimológico, cambiar la forma habitual de ser o de hacer, en un aspecto o en determinada área.

Aunque no son sinónimos estrictamente hablando, podemos distinguir que son fenómenos intrínsecamente conectados.

1. 1.¿Qué es saber?

¿Qué sentimos cuando decimos que sabemos? ¿Nos sentimos más seguros? ¿Está relacionado, en nuestro modelo cultural, el saber con el sentir seguridad?

Para la tradición cultural aún vigente en Occidente, existen en nuestra vida cotidiana ciertos juicios o creencias —no siempre cuestionadas— que asocian el saber con tener poder, autoridad o con el ser “superiores” (“dueños de la verdad”). De esta manera, el saber (entendido como posesión de información) nos brinda una sensación de seguridad frente a una existencia que, en lo fundamental, es y será un misterio.

Esta reflexión intenta abrir otra pregunta: ¿Saber es conocer? Y si así es, entonces: ¿Cómo conocemos?

Cuando sabemos hacer o cuando somos capaces de realizar una acción efectiva, decimos que “sabemos”. En palabras de Maturana, reconocido biólogo y epistemólogo chileno, “conocer es hacer y hacer es conocer”.

A partir de este supuesto, cuando hacemos, conocemos. Y entonces también, decimos que sabemos. Cuando nos preguntamos sobre el saber estamos apuntando directamente al hacer. Nos preguntamos cómo hacemos lo que hacemos. La pregunta sobre el saber se responde con un hacer. Si alguien me pregunta: “¿puede decirme donde queda la calle San Martín?”. Yo respondo: “tiene que caminar tres cuadras derecho en esta misma dirección, doblar a la izquierda y cruzar hacia la peatonal. Allí comienza la calle San Martín”. La pregunta es sobre el saber y la respuesta implica el mostrar un hacer. El saber tiene que ver con el hacer, con lo que uno hace cuando distingue lo que distingue.

Aprender es la apertura de espacios nuevos de posibilidades de acción que hasta ese momento no estaban disponibles para nosotros.

1. 1. 1.¿Cuándo decimos que hemos aprendido?

Cuando comparamos nuestra acción en dos momentos diferentes en el tiempo: ayer nos subíamos a la bicicleta y no lográbamos sostener el equilibrio; hoy podemos pedalear y al mismo tiempo pensar en otra cosa o hasta hablar con quien va a nuestro lado, sin caernos ni perder la estabilidad.

El aprendizaje implica un cambio en nuestra biología (en nuestras redes neuronales) y eso se evidencia en que el cuerpo puede repetir una acción determinada sin que tengamos que reflexionar sobre ella para ejecutarla. Cuando manejamos un automóvil, no estamos pensando en cuándo acelerar y cuándo frenar. Cuando nos cepillamos los dientes, no necesitamos reflexionar sobre cómo mover el cepillo o en qué dirección. Es mecánico.

Si el cuerpo puede emprender una acción sin el esfuerzo de la reflexión o del recuerdo, podemos decir que hemos aprendido.

Siguiendo esta interpretación, si en nuestro presente no logramos tener la serenidad o la alegría con la que deseamos vivir (en la medida que sea lo que nos proponemos), cabe hacernos una pregunta:

¿Qué es lo que aún no he logrado aprender

para que mi relación con la vida se base

en la serenidad y la alegría como formas habituales de mi manera de ser?

Si estas cualidades no ocurren en nuestra persona automáticamente, es porque aún no son un estado de ánimo instalado o, dicho de otro modo, no hemos desarrollado una habilidad que con el tiempo se convierta en un hábito emocional y luego, en un patrón de conducta. Podemos sentir alegría como una emoción experimentada de a ratos, disparada por ciertos eventos; pero no define nuestra manera de estar en este mundo. No es parte de la estructura de nuestro carácter o nuestra personalidad. Me detendré más profundamente sobre este fenómeno en capítulos posteriores, cuando reflexionemos sobre la emocionalidad.

Les invito entonces a mirar nuestra forma de ser no como una “cosa dentro nuestro” sino como ese presente continuo, cambiante, que se expande, se adapta y que, entonces, en esa adaptación y en ese desarrollo, va a producir una evolución.

1. 1. 2.Cerebro, mente y aprendizaje

Es posible plantear aquí que la piedra angular de la tradición cultural occidental parte de una confusión: en nuestra vida cotidiana solemos usar los términos “mente” y “cerebro” como si fueran sinónimos. Estos fenómenos, aunque están conectados, son intrínsecamente diferentes.

El cerebro es un órgano del cuerpo que hace posible que seamos quienes somos, y a partir del cual todos nuestros aprendizajes ocurren y se organizan físicamente de una manera única y particular. Es un fenómeno biológico que ha evolucionado de diferentes maneras en el devenir de la humanidad y está en continuo desarrollo.

La mente es el espacio de interacción y relación con los demás y con el mundo, que incluye las creencias, emocionalidades, disposiciones, caracterizaciones y valores, que van a abrir o cerrar el espacio de posibilidades de esa configuración relacional. No es un fenómeno biológico sino social: nos define en la relación con el entorno y eso incluye nuestras experiencias pasadas, presentes y las suposiciones sobre el futuro.

Como humanos, no logramos distinguir lo que ocurre en nuestra experiencia del vivir cotidiano. He dicho anteriormente —y lo repetiré varias veces más en esta conversación— que los seres humanos somos tanto seres emocionales como racionales y estos son aspectos fundamentales de nuestra condición humana, pero no tienen la misma jerarquía temporal. Como decía Maturana en sus comienzos como conferencista: “la emoción es el ‘caballo’ y la razón es el ‘jinete’: la razón va a caballo de las emociones”.

Necesitamos que razón y emoción cabalguen juntos, que nuestra razón siga siendo, de alguna manera, la que le permita a nuestro caballo coordinar su fuerza para saber a dónde va. Una persona solamente emocional es un peligro para sí misma y para los demás. De igual manera, una persona solamente racional estará orientada a actuar desde los supuestos que existen detrás de sus creencias y evaluaciones (sea o no consciente de ellos) y no tendrá en cuenta, entre otras posibilidades, el impacto de sus acciones y de su decir en su entorno.

Es necesario jerarquizar e integrar nuestro aspecto racional y nuestra emocionalidad, ya que los dos son indispensables para la condición humana. Y más indispensable aún, es que existan en un balance continuo, que nos permita desarrollarnos y expandirnos en forma íntegra y empática con el entorno.

Sin duda, uno de los principales desafíos para lograr ese equilibrio es superar el paradigma de disociación generalizado en nuestra cultura, por el cual experimentamos el sentir y el pensar como opuestos no complementarios. Por ejemplo, al querer tomar una decisión importante, muchas veces terminamos en un callejón sin salida: “¿Hago lo que siento que es mejor o lo que pienso que es mejor?”. Este mecanismo es en sí mismo una trampa, porque desde donde sea que decidamos (el sentir o el pensar) lo haremos parcialmente, excluyendo aspectos y condiciones cruciales para tomar una decisión con fundamento. Elegir significa que al tomar algo, rechazamos todas las otras posibilidades; es decir que implica muchas renuncias, y saber renunciar no suele ser una habilidad común porque la falsa disputa entre el sentir y el pensar la oculta.

Si aceptamos que aquello a lo que llamamos mente es una forma particular de relación con el mundo, queda por reconocer que la mente no está en el cerebro, sino en toda la biología. Se manifiesta en todo nuestro cuerpo y también en el cuerpo del otro; se contagia conviviendo así en un espacio psíquico, un campo común, que incluye los cuerpos y también el espacio o configuración relacional que nos conecta.

No existe un aprendizaje sostenido si nuestra razón y emoción no funcionan integradas y en armonía. Cualquier “exceso” de emoción o de razón interferirá en nuestro proceso de aprender, llevándonos a incorporar maneras de ser y de pensar que luego podrían ser contraproducentes. Quienes se relacionan demasiado emocionalmente, tienden a ser muy dramáticos ante los errores y tienen poca tolerancia a frustrarse en el camino de ser un aprendiz. Quienes son demasiado racionales, creerán que saben algo porque pueden repetir la información en detalle, pero cuando tienen que poner la información en acción, se encuentran muchas veces con carencia de recursos y de la creatividad necesaria para inventar en el camino de ir aprendiendo.

1. 1. 3.El aprendizaje habita en el cuerpo

Una de las paradojas más extraordinarias de la existencia humana radica en el hecho de que incorporar (hacer cuerpo) lo que aprendemos, y adaptarnos a ello, representa al mismo tiempo una gran posibilidad y una de nuestras mayores limitaciones. Cada hábito que creamos —nos sirva o no en el presente para lo que nos proponemos lograr— va a provocar una inercia en el cuerpo, y nos va a impulsar de forma mecánicamente a que este lo sostenga. Esa misma inercia, que existe en nuestra naturaleza biológica a partir de los hábitos mecanizados en nuestro cuerpo, va a dar lugar al fenómeno del compromiso.

Como primer acercamiento, llamaremos compromiso a la acción elegida en el presente que nos conecta con el futuro deseado y existe fuera de la “re-acción” mecánica.

Para crear algo nuevo es necesario comprometernos “fuera” de la inercia de nuestros hábitos —más allá de ella— si lo que queremos es cambiar una manera de ser o de hacer que ya está establecida en nuestros patrones de conducta aprendidos.


Aceptar esto permite reconocer la siguiente premisa como un aspecto fundamental de nuestros hábitos emocionales: cada vez que decidimos desde el “me gusta” o “no me gusta”, hacemos referencia a alguna forma de adicción o forma mecánica de ser. ¡Los gustos son adicciones!

Insisto: cada vez que nos propongamos cambiar algo, tendremos que ir en contra de la inercia de nuestros hábitos, sobre todo la de aquellos que están conectados con nuestras antiguas maneras de ser y hacer. Y debemos contar con la fuerza necesaria para ir en contra de esa inercia, corporal, mecánica, aprendida y sostenida por años de condicionamiento y repetición.

En numerosas ocasiones, no somos capaces de reconocer que comprometernos a cambiar algo no es solo una declaración de posibilidad, aunque nos llene de entusiasmo conectarnos con el resultado que nos proponemos alcanzar. Necesitaremos la determinación para generar una acción nueva, aun en contra de las sensaciones corporales asociadas a la inercia de los hábitos de nuestra historia particular de aprendizajes.


Muchas veces no tenemos la fuerza para comprometernos porque ir en contra de la inercia de lo que sabemos hacer es incómodo. Pero esto sucede al comienzo, hasta que un nuevo hábito se instala y nuestro cerebro crea nuevos canales neuronales de repetición, incorporando así otras maneras automáticas de hacer y de ser.

Compromiso entonces, implicará la siguiente declaración:

“Lo hago aun sin ganas”.

“Lo hago aun con miedo”.

“Lo hago por el sentido que tiene el futuro al que aspiro,

más allá de que sienta o no ganas de hacerlo”.

Cuando no logramos algo nos justificamos, llenándonos de explicaciones para tranquilizar al jinete (la razón) que, a pesar de ser supuestamente quien manda, sabe que en muchos momentos el control lo tiene el caballo (la emoción).

Para aceptar este proceso es necesaria una gran cuota de compasión hacia nosotros y hacia cada uno de nuestros esfuerzos. Cada vez que decimos: “Yo no tengo lo que debo tener”, o “No soy lo que debería ser para poder producir el cambio en mí que tanto me importa”, estamos manifestando que nuestro cerebro está conformado para repetir un hábito y que, al aceptar esa explicación que surge desde la impotencia, ya no tendremos que vencer esa inercia de nuestro cuerpo y de nuestra manera de sentir. O sea, estamos diciendo: “Me resignaré a no lograr lo que me propuse y a cambio, regresaré a la supuesta comodidad de lo conocido”.

En este marco de compromiso, determinaciones y decisiones, es importante traer a colación que los seres humanos vemos lo que vemos, porque nuestra historia causa un efecto en el presente y eso es lo que llamamos historicidad. Nuestra historicidad —la forma en que hemos aprendido algo— crea una particular relación con el mundo, una manera de mirarlo, una dirección, un impacto del pasado en el presente, una expresión única. En ella tenemos la habilidad para emprender ciertas acciones y sostener prácticas ya conocidas: vivimos en tradiciones que sostenemos, aunque no las hayamos inventado, y algunas abrirán posibilidades y otras las cerrarán.

El desafío es crear conciencia para reconocer la diferencia. Somos nuestra historia de aprendizajes, como individuos y también como sistemas sociales, instituciones, culturas, mundos de prácticas compartidas.

Nuestro pasado existe en nuestra biología como información, no solo como recuerdo. De hecho, las mismas historias que creemos saber cómo fueron, se van modificando en nuestro relato con el paso de los años: cambiamos la manera de mirarnos y juzgar la vida; y por ende, nuestras memorias sobre como fue nuestra historia. Las memorias son construcciones que dependen de nuestra particular relación en el presente con aquello que estamos evocando. No son recuerdos, aunque las vivamos como tales.

El pasado puede convertirse en un obstáculo: cuando no podemos estar en paz con nuestra vida como fue o con lo que nos tocó vivir, estos se convierten en obstáculos. Pero pueden convertirse en recursos si les hacemos un lugar, los integramos convirtiéndolos así en una fuente de fuerza para vivir, más que en la razón de su pérdida.

El reconocimiento y aceptación de nuestro pasado es condición fundamental para poder diseñar el futuro y así, entrar en la serenidad. Principalmente vivir con serenidad con aquello sobre lo que no tenemos control alguno. La serenidad crece cuando podemos confiar en nosotros mismos y en nuestra propia capacidad de ser, dejar de ser, y ser diferentes.

El camino de la transformación reside en convertir los obstáculos en recursos, y de esa alquimia, crear la fortaleza emocional para alcanzar plenitud y sentido.

Toda ayuda debe dirigirse primero a darnos fuerza para asumir el destino que nos toca vivir (condiciones y eventos fuera de nuestro control), como parte esencial del misterio único que somos.

El proceso de aprender podríamos resumirlo en cuatro momentos: expresión (mostrar al mundo quiénes somos y qué sentimos), experimentación (mantenernos abiertos a nuevas experiencias y oportunidades de aprendizaje), integración de lo aprendido en uno mismo y del sentido del proceso en su totalidad (también podríamos llamarla incorporación) y trascendencia (poner todo al servicio de otros y, al final, soltarme de mi propio recorrido).

El interés por el aprender no es una novedad. Desde épocas antiguas el hombre se ha preguntado y ha generado diferentes respuestas a este fenómeno. El aprender a aprender es entonces, una competencia ontológica crucial ya que involucra al mundo de las acciones y también al de nuestras formas de ser; se trata de un requisito fundamental en una era de cambios acelerados. Cuando digo que es “ontológica”, me refiero a que es una habilidad del “ser” más que un aprendizaje puntual sobre una nueva acción.

Aprender a navegar la incertidumbre del futuro y ser agradecidos con las contingencias de nuestro pasado, hará la diferencia a la hora de vivir en el bienestar o en un continuo y repetido malestar, definiendo de esa manera nuestra relación con las posibilidades.

1. 2.Obstáculos del aprender

(…y del cambiar)

¿Cuáles son las creencias o prejuicios que interfieren o imposibilitan nuestra capacidad de aprender? Los llamaré obstáculos del aprender. Paradójicamente, estos son aprendidos, no innatos; y cada cultura crea los propios. Se trata de patrones o hábitos que naturalizamos a través de las tradiciones y las conversaciones culturales que compartimos.

A continuación, detallaré algunos de estos obstáculos que comienzan como actitudes culturales frente al fenómeno del aprender, para manifestarse luego como maneras de ser, sentir y actuar de las personas.

1. 2. 1.Decir “Yo ya lo sé”

Cuando decimos continuamente “yo ya lo sé”, cerramos las posibilidades de aprender y la emoción que podemos reconocer en nosotros es la de la certidumbre. Vivir en la certidumbre es un placebo contra el miedo a la incertidumbre y al cambio que cada vez es más acelerado e impredecible.

Declarar “no sé” es un recurso indispensable, fuente para el aprendizaje, que pone sobre la mesa la declaración de ignorancia durante muchos años entendida en términos culturales como una evaluación descalificatoria (para muchos aún lo es, por lo que viven con miedo al no saber y esconden su ignorancia con vergüenza a ser rechazados o descalificados).

Aceptar la ignorancia nos abre la puerta a la habilidad más importante a alcanzar, como manera de relacionarnos con el cambio y la incertidumbre: el aprender a aprender. Esta habilidad es la que nos lleva a reconocer el camino recorrido, qué de lo aprendido sirve para el mundo que se presenta hoy, qué es completamente nuevo y requerirá nuevas habilidades de observación y de acción.

A su vez el aceptar el no saber cambia nuestra relación con el error. El error siempre es posterior a la experiencia. Nadie hace algo con el propósito de equivocarse. El error aparece después, en la reflexión. Las personas actuamos pensando que estamos haciendo lo correcto. El error no es la acción sino la reflexión que señala que lo que hice antes, desde mi mirada actual, no es válido. Entonces cabe la disculpa. En general vivimos en un mundo más centrado en la desconfianza que en la confianza y consecuentemente castigamos los errores; y cuando hacemos eso, invitamos a la mentira. Las personas cuando tienen miedo, esconden o echan la culpa a otro por miedo al castigo. Por lo tanto, el error es algo que requiere ser conversado hasta encontrar una oportunidad para un nuevo aprendizaje.

Tenemos certezas (cómo nos llamamos, en qué país hemos nacido, qué edad tenemos, a qué nos dedicamos), pero eso no significa que vivamos en certidumbre.

1. 2. 2.Confundir “saber” con “tener información”

Hablamos de información como un conjunto de datos que se pueden acumular. Tener información es solo un momento y una posibilidad dentro del fenómeno del aprender, es un primer eslabón del aprendizaje que puede ser importante en ciertos dominios, pero dada nuestra tendencia a sobrevaluar la razón, en ocasiones creemos que sabiduría es sinónimo de información. Esta creencia suele hacernos ciegos al hecho de que existen quienes tienen muy poca información y una gran sabiduría.

La sabiduría tiene que ver con el arte de vivir y tener información no es suficiente para decir que aprendimos.

Saber hacer implica tener las competencias para fundar los juicios sobre cuál es la información válida que nos permite generar la acción efectiva, a fin de lograr el resultado que nos proponemos.

Lo central en este punto es distinguir el tener información del comunicar. La comunicación tiene que ver con la relación con el otro. Y el punto central de la comunicación está en nuestra capacidad conjunta de reflexionar, hacernos preguntas sobre los supuestos que sostienen lo que decimos y finalmente abrirnos a la plasticidad de cambiar de opinión si es necesario.

1. 2. 3.El fenómeno de la ceguera cognitiva

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