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Cambio y comunidad en La Salina

En último análisis, el gobierno republicano, por su naturaleza al ménos no es un ente distinto de la sociedad, ni destructor como a veces sucesde en otras formas políticas, de la fortuna I la libertad de los ciudadanos: e un mera organizacion que tiene por objeto hacer en comun de un modo arreglado I económico, ciertos consumes imprescindibles para los indiviuos particulares, un medio de satisfacer major ciertas necesidades inherentes a la naturaleza humana en todos los estados posibles de la sociedad.

SALVADOR CAMACHO ROLDÁN, Memoria de Hacienda y Fomento de 1871, vii

Las personas producían sal en el lugar que se convertiría en La Salina de Chita mucho antes de que los españoles llegaran y le dieran al pueblo este nombre. Los habitantes precolombinos eran los Lache, un grupo indígena que formaba parte del sistema de gobierno llamado la Confederación del Cocuy. Aunque se conoce relativamente poco sobre estos pobladores, relacionados con los muiscas hablantes de chibcha situados en el occidente, se sabe que ellos impresionaron a los españoles del siglo XVI por considerarlos como uno de los grupos indígenas menos civilizados de la región.1

Las descripciones de los Lache se centraron en su aceptación grupal de la homosexualidad, en una aparente adoración de las sombras y las rocas, y en su participación en el ritual llamado “muma”, que consistía, supuestamente, en golpearse los unos a los otros.2 La sal era uno de los pocos productos con los que los Lache3 comerciaban. El comercio de la sal en las zonas montañosas colombianas durante la conquista española tuvo cierta importancia, aunque el papel protagónico en esta obra de teatro fue ocupado por la sal extraída de Zipaquirá. Entre 1536 y 1537, se llevó a cabo la expedición liderada por el conquistador Jiménez de Quesada, quien, mientras transitaba por el Magdalena, se encontró con comerciantes provenientes de la montaña que tenían dos tortas de sal de Zipaquirá.4 Los españoles reconocieron esta sal como un signo de una cultura más sofisticada en relación con aquellas que se habían hallado en el valle del Magdalena y, por extensión, una sociedad que merecía la pena de ser conquistada. Quesada dejó el valle y siguió la ruta del comercio de la sal, regresando a las tierras cordilleranas que más tarde serían el corazón del virreinato de la Nueva Granada.

Con el tiempo, La Salina se incorporó a ese mundo. Inicialmente, los españoles bautizaron al pueblo como “el pueblo de la sal”. Más tarde, cuando lo incorporaron a la encomienda de Chita, el nombre fue modificado a La Salina de Chita.5 Como súbditos de la Corona española, los habitantes indígenas de La Salina pagaban parte de su tributo real en sal.6 Aparentemente, esta obligación no era una carga excesiva. Las listas de los tributos del siglo XVII documentan un pequeño, pero notorio, incremento en la población local, de 51 hogares en 1602 a 58 en 1636 y a 77 en 1690.7 Este crecimiento moderado muestra cómo la sal estableció que la historia de La Salina se apartara de las tendencias generales en Colombia y a lo largo de América, donde el colapso de la población indígena fue casi universal. La fabricación de la sal le permitió a La Salina retener a su población, debido a que la residencia legal como indios incluía el acceso a la producción de sal.8

Existen pocos indicios de que la Corona hubiera buscado algún tipo de intervención o control sobre la elaboración de la sal en el siglo XVII, aunque un funcionario mencionó la vertiente que era usada para hacer la sal que los comerciantes vendían en Pamplona.9 Hay dos referencias a La Salina en el archivo de ese siglo. Las dos registran disputas entre el encomendero y los pobladores indígenas.10 El Gobierno real permaneció como una fuerza distante hasta cuando las reformas Borbónicas del siglo XVIII, que rehicieron la relación entre los gobernantes y los gobernados a lo largo de la América Hispánica, establecieron un contacto más próximo entre La Salina y el Estado colonial.

Las reformas comenzaron en la Nueva Granada con el primer intento por establecer un nuevo virreinato en 1723, aunque la medida solo tuvo cierto éxito hasta 1739. Transcurrirían algunas décadas para que se reformaran la tributación y la tenencia corporativa de la tierra y para así dar comienzo a ciertas transformaciones en la vida de la Nueva Granada.11 En la cordillera Oriental, el mayor impacto resultó de la implementación de los monopolios, incluido el de la sal, y la reorganización de la alcabala.12 En las tres décadas posteriores a la introducción de esos impuestos, el monopolio del tabaco era la renta más lucrativa del tesoro real, seguido de la alcabala, los aranceles de aduana y el monopolio sobre el estanco de aguardiente.13

Los registros del siglo XVIII muestran un contacto creciente entre los residentes de La Salina y los representantes del Estado colonial, aunque a menudo la evidencia proviene de denuncias de abusos cometidos por parte de los vecinos a los indios locales o indígenas.14 En 1774, los indios de La Salina elevaron una demanda en contra de Salvador García por abigeato. Cuatro años más tarde, José María Campuzano y Lanza, un corregidor de Tunja, informó: “Que por cuanto en la declaracion tomada a los naturales de aquel pueblo resultaba que Don Manuel Guarín, administrador o superintendente de la Salina que se hallaba en aquel pueblo causaba grandes extorsiones a los indios y los maltrataba con azotes y golpes”.15 Guarín fue destituido de La Salina y se le ordenó pagar los daños. Sin embargo, Campuzano no estaba ahí para proteger a la comunidad indígena de La Salina, sino para desalojarla. Él era uno de los funcionarios de la Corona encargados de apartarlos de sus resguardos para que otros reclamaran la tierra y le dieran un mejor uso. Los intentos previos a estos desalojos fueron tentativos, e involucraron a menos de una docena de comunidades. Pero, en la década de 1770, bajo el mando del virrey Francisco Antonio Moreno y Escandón, la campaña se volvió incisiva: se desalojaron 60 comunidades que fueron reasentadas en tan solo 27 resguardos.16 La población indígena de La Salina se disminuyó, lo que la convirtió en un blanco obvio para la reubicación, sobre todo porque el pueblo tenía una población de 302 personas no indígenas.17

Una vez desalojados de sus tierras, los 153 indígenas legalmente reconocidos que vivían en La Salina fueron trasladados al resguardo vecino de Chita. Campuzano describió ese evento, revelando que, en el proceso de los dos siglos posteriores a la conquista, aún perduraban algunos elementos de la cultura Lache:

Y por cuanto tiempo de la formación de la lista se presenciarón al señor juez porción de indios, mozos, reservados por quebraduras en el vientre dimanados de los terribles golpes que se dan en el brutal, gentilicio y supersticioso juego que en sus festividades usan con el nombre de la Muma, prohibe y extingue para en lo sucesivo tan pernicioso abuso, imponiendo como impone a los contraventores la pena de cien azotes y quince dias de prisión.18

Los informes sobre el reasentamiento no contienen referencias a la elaboración de sal o a las vertientes. Campuzano afirmaba que el resguardo valía menos que otros en la región, a lo sumo 1200 pesos, precio que incluía el derecho a explotar las vertientes. Al final, la comunidad vecinal solo pagó 1000 pesos por el resguardo y los privilegios de administrarlo. Este era un precio impresionantemente bajo, si se parte de la base de una industria que produciría más beneficios que cualquiera otra en el oriente de Boyacá durante el siguiente siglo, pero los herederos de estos vecinos compradores no pudieron reclamar gran parte de esa riqueza. El control colectivo de la producción de la sal sería efímero.

Campuzano reconoció que la comunidad indígena estaba poco dispuesta a dejar sus viviendas, pero

y sin embargo de la natural repugnancia que interiormente tendrán de dejar su pueblo, donde les resulten mayores utilidades, en lo espiritual y temporal, pues su mayor bien no consiste en complacerles en lo que por capricho apetecen, sino en obligarlos a lo que según razón y justicia les es más provechoso y de menos gravamen a la Real Hacienda, no siendo justo que se pensione en pagar estipendio a un doctrinero y edificar iglesia, como allí se necesita, por tan corto número de indios.19

Amaya Roldán, un cura párroco e historiador local de Chita, tiene una perspectiva diferente:

A los indios se les repartieron tierras en los resguardos [de Chita], pero tan pocas e insuficientes, que a la vuelta de algunos meses, apremiados por la necesidad y la nostalgia, se volvieron a la Salina, pero ya los blancos estaban en posesión de ella y no los dejaron entrar. Resignados los naturales con la suerte que les cabía, se retiraron a las inmediaciones de la Salina, por los lados de Rudigoque, en donde para no morir de hambre, se dedicaron a la fabricación de “cacharros” que vendían a los blancos para la elaboración de la sal.20

No es claro por qué la población indígena de La Salina disminuyó en el siglo XVIII después de su lento crecimiento en el siglo XVII, aunque el declive puede estar vinculado al crecimiento de la población vecina y al aumento del proceso de mestizaje iniciado en la cordillera Oriental. En un artículo sobre el resguardo de Chita durante las postrimerías del siglo XVIII, Alba Luz Bonilla de Pico documentó la naturaleza multifacética de los asentamientos de los vecinos en un pueblo indígena legalmente reconocido.21 A pesar de que esta dinámica podría haber funcionado de distinta manera en La Salina, las mismas fuerzas caóticas estaban en juego. La Salina había dejado de ser un pueblo de indios antes del desalojo de la comunidad indígena en 1778, pero con ese reasentamiento se formalizó legalmente la transformación, y los vecinos obtuvieron el control sobre las tierras del antiguo resguardo. Los vecinos mantendrían el control sobre la elaboración de la sal solo durante dos generaciones, antes de que también ellos fueran dejados de lado.

Los reasentamientos fueron parte de un programa más vasto de reformas que afectaron la sociedad durante el Virreinato y establecieron las estructuras que respaldaron la política fiscal republicana. En el momento de su implementación, la reacción en contra de los nuevos aranceles destinados al comercio y a los monopolios resultó ser muy explosiva. En 1781, en la provincia de Socorro, las protestas en contra del monopolio sobre el licor y las nuevas medidas para controlar la producción de tabaco derivaron en una serie de revueltas que para mediados de ese año se convirtieron en un único movimiento: la rebelión de los comuneros.22 Vista desde una perspectiva continental, esta rebelión se vio opacada por los eventos cercanos y simultáneos de las rebeliones de Tupac Amaru y Tupac Katari en el virreinato del Perú, que fueron más grandes, más destructivas y más amenazantes tanto para el control español como para los fundamentos del orden social de la América Hispánica. Pero la rebelión de los comuneros también fue un gran desafío y sus fuerzas fueron incontenibles en Colombia. En la medida en que la revuelta se extendió a las afueras de Socorro, alcanzando otras regiones, los rebeldes elaboraron sus protestas en contra del monopolio del tabaco. Entre la amplia lista de condiciones que los rebeldes circularon había un llamado a la abolición de otros monopolios y a que se les devolvieran los resguardos a las comunidades indígenas desposeídas.23

Finalmente, los comuneros desplegaron un ejército de 20 000 personas: 10 000 provenientes de Socorro y de las otras provincias del actual Santander, 6000 aliados de Boyacá y 4000 indios. Inicialmente, el Gobierno solo pudo reunir a una pequeña fuerza opositora, que fue derrotada por los comuneros en Vélez. Después de esta victoria, los comuneros marcharon hacia Bogotá, sin ninguna oposición. Como casi cualquier ejército que se dirigiera a Bogotá desde Santander o Boyacá, ellos siguieron la ruta que atravesaba Zipaquirá. Los rebeldes acamparon allí, disfrutando de los recursos de las salinas y de la expectativa de una breve marcha sobre el terreno del altiplano hacia la capital indefensa. Luego, con el dominio sobre Bogotá, los líderes pusieron fin a la campaña. Una de las razones fue que el arzobispo de Bogotá, Antonio Caballero y Góngora, había capitulado ante una lista de demandas por parte de los rebeldes. Otra de las razones fue que los líderes de los comuneros temían los disturbios y la inestabilidad social que se habían desatado, así como los inevitables ajustes de cuentas que sobrevendrían. El momento de crisis pasó, aunque no sin algunos conflictos residuales. En 1772, el arzobispo fue designado virrey de la Nueva Granada. Aunque él garantizó un perdón general, sus promesas de satisfacer las demandas de los rebeldes finalmente resultaron vacías. Los resguardos nunca retornaron a los pobladores originarios, y Caballero y Góngora restableció los monopolios y los aranceles que motivaron la protesta, sin contar con una oposición seria. No es claro cómo la rebelión afectó a La Salina. Las listas de oficiales del ejército de los comuneros mencionaron a un capitán de La Salina y a otro de Chita, para señalar que los pobladores regionales se habían unido al ejército.24 Pese a que los intereses de la gente de La Salina y sus alrededores podían haber estado ligados a las reivindicaciones de los comuneros, en particular aquellos que involucraban a los ejidos y otros aranceles, los combates tuvieron lugar en el otro lado de Boyacá.

Después de la rebelión, las Reformas borbónicas continuaron reconstruyendo la vida en La Salina. Asumiendo un papel más activo en el control de la producción de la sal en relación con el que tenía antes de 1781, el Tesoro Real aplicó un tributo de un peso sobre cada carga (10 arrobas o 125 kilogramos) de la sal vendida.25 En torno de esta práctica, las arcas reales implementaron lo que más tarde se llamaría el “antiguo sistema”. En este acuerdo, Laso de Vega sirvió como el arrendador, recaudando el impuesto y supervisando otros asuntos.26 Los cosecheros producían sal de manera independiente y, de manera significativa, mantenían el libre acceso a todos los recursos necesarios para la producción. El sistema de producción era, en esencia, el descrito por Caicedo en 1806, aunque se habían tomado los primeros pasos encaminados a la administración estatal directa. El impacto de estas transformaciones se hizo evidente en la primera década del siglo XIX. En uno de los casos, los vecinos de La Salina contrataron a Nicolás Llanos para representar sus intereses. Entre sus esfuerzos por representarlos estaba la petición de elevar a La Salina al estatus de una parroquia independiente.27

Ignacio Caicedo asumió su cargo como el administrador del tesoro en 1804. Él había trabajado en Zipaquirá y se le ordenó que informara sobre las condiciones en La Salina. Además, conocía las propuestas de Humboldt para mejorar las condiciones en las grandes salinas. Sin duda, Caicedo estaba pensando en la compleja organización de Zipaquirá y las necesidades de mejoras estructurales en la medida en que consideraba rústica la naturaleza de La Salina. Su correspondencia documentaba los trabajos de la industria y catalogaba una serie de medidas que consideraba necesarias para mejorar la administración de las salinas.28 Además de proponer el muro, Caicedo pidió más guardias: explicó que el administrador no podía dirigir las ventas y, además, asegurar el control sobre toda la sal producida. Como en la mayoría de las propuestas, la solución sugerida en términos de más vigilancia era una extensión de la presencia burocrática del Estado. Como de costumbre, él también adujo que el costo de emplear más guardias redundaría en el aumento de ganancias para las arcas del tesoro.

Caicedo fue el primero en registrar la pobreza local y en vincularla con la producción de sal. Él adujo que la mayoría de los habitantes de La Salina eran pobres y sufrían en el invierno, cuando la industria decaía. También señaló algunos problemas derivados de los nuevos forasteros recién llegados que buscaban la repartición de los recursos para producir sal. Finalmente, mencionó que la corrupción era un problema de la administración, aunque no proporcionó detalles al respecto. Cada uno de estos aspectos serían destacados en la correspondencia emitida desde La Salina durante el siguiente siglo. Prácticamente, cada funcionario nacional que trabajaba en el pueblo contribuía a una letanía inagotable de quejas sobre el estado del muro, la pobreza local, la necesidad de más vigilancia, el fraude y los problemas con la gente que provenía de afuera. Los comentarios de Caicedo fueron únicos solo por su novedad, mientras que aquellos de sus sucesores republicanos fueron reiterativos.

La historia de La Salina y del monopolio de la sal quedó semioculta durante la etapa de la Independencia. Antonio Nariño, el heraldo de la independencia colombiana, incluyó la convocatoria de una reforma fiscal que, en teoría, podría haber afectado el monopolio de la sal antes de las guerras de independencia, pero este punto quedó a un lado por las narrativas heroicas del patriotismo y la batalla.29 Poco después de que Caicedo hiciera su bosquejo sobre La Salina, España se adentró en una crisis política que introdujo algunos de los más grandes cambios al Imperio desde su creación en las décadas posteriores a la llegada de Colón a América. Existen muy pocos registros sobre La Salina durante la época de la Independencia. Su única posible notoriedad se deriva de la historia que dice que Bolívar consideró usarla como una ruta cuando planeaba la campaña de los llanos al altiplano en 1819.30 Sin embargo, debido a que el pueblo estaba ocupado por las fuerzas realistas, Bolívar optó por pasar por los valles de Pisba y Tasco, otros dos corredores que unían los llanos con la cordillera.31 Esta campaña culminó en la Batalla de Boyacá, un triunfo que le dio a los patriotas el control sobre Venezuela y Colombia, y preparó el escenario para el Congreso de Angostura en 1819.

En este punto, la incipiente política fiscal de la nueva nación vacilaba entre los esfuerzos por abolir los ingresos coloniales, tales como los tributos pagados por los indios, y retraerse de este tipo de reformas ambiciosas. En 1819, Alejandro Osorio escribió un informe, una temprana Memoria de Hacienda, que describía el precario estado de las finanzas gubernamentales. La principal característica de este sistema era la voluntad de explotar cualquier fuente de ingresos, lo que Osorio justificaba explicando que Bolívar había determinado que, si bien las personas luchaban por su libertad, no podían permitirse abolir los impuestos existentes o pretender el disfrute de todos los beneficios de esa libertad.32 Su informe tocaba la organización del monopolio de la sal e incluía una descripción halagadora de la reorganización de Zipaquirá por parte de Bolívar y la exoneración de La Salina de cualquier contribución especial, con la mira de promover el desarrollo que se había visto afectado bajo el dominio español.33 Este era un pequeño gesto que reconocía las necesidades de la comunidad sobre la urgencia fiscal inmediata del Gobierno. Ningún régimen posterior hizo tal gesto. La única referencia a los efectos de esas medidas fue una nota sobre la reorganización de Zipaquirá bajo la administración de Cristóbal Vergara, que registraba un aumento en las ganancias mensuales de alrededor de 5000 pesos a 16 000 pesos.34

Al año siguiente, los delegados se reunieron en el Congreso de Cúcuta y aprobaron La Ley Fundamental de Colombia que establecía la nueva nación. La organización del Ministerio de Hacienda fue una parte importante de este proceso.35 El notable patriota y el primer vicepresidente José María del Castillo y Rada estableció y dirigió la Hacienda. En su informe inaugural de 1823, este vicepresidente hizo una evaluación sombría de la renta de la sal: “En el ramo de salinas existe una grande oscuridad; todavía no consta en la secretaria de mi departamento el modo con que se administra ó maneja en todas las provincias de la república. Hay proyectos aislados, y pretensiones de elaborar nuevas salinas. En estas materias, como casi en todas las de hacienda, nada puede hacerse acertadamente en detalle”.36

Esta confusión no evitó las nuevas propuestas centradas en la sal. En 1823, el Congreso buscó sin éxito arrendarle las Salinas de Zipaquirá a un contratista privado como medio para pagar la deuda externa de la naciente nación.37 Ese año el Congreso pasó una legislación que reivindicaba el mismo control sobre la sal que había detentado su predecesor colonial, una reivindicación que se materializó en La Salina. Por primera vez, hubo referencias a una dependencia donde los administradores supervisaban la venta de la sal. Sin embargo, los habitantes, a quienes se les pagaba dos pesos por cada carga de sal que les entregaban a los funcionarios del Ministerio, mantuvieron el control sobre la producción diaria.38 El compromiso en el centro del antiguo sistema perduró, aunque surgieron propuestas en el sentido de que el ministerio también debería asumir el control sobre la producción.39

El primer administrador republicano registrado fue Pedro Ignacio Valderrama, un terrateniente local y el habitante más acaudalado del pueblo. En la correspondencia enviada en 1825, Valderrama planteaba argumentos en contra de la propuesta de que el Ministerio asumiera el control sobre la producción de sal, explicando que los habitantes no aceptarían que los precios establecidos para la leña y la loza se fijaran en Bogotá.40 Si Valderrama era precavido en sus predicciones, era porque se estaba anticipando a lo que sus clientes y él harían para defender el control que tenían sobre estas industrias de suministro en caso de que el ministerio ejerciera un control directo sobre la producción. Su propuesta alternativa, que fue ignorada, consistía en que el Ministerio le diera al administrador, es decir al propio Valderrama, más dinero en efectivo para comprar y vender sal a los precios del mercado. Valderrama fue destituido de su puesto en 1826, como parte del esfuerzo por encontrar empresarios que firmaran contratos de alquiler por diez años, aunque, probablemente, su clara determinación en mantener la primacía local contribuyó a este cambio. Él continuó siendo una figura importante en La Salina, pues durante los siguientes años dominó la producción de cerámica y de madera. El Ministerio esperaba que, al tener empresarios con alquileres de diez años, se podría fomentar una producción orientada al mercado y se allanaría el camino para la abolición definitiva del monopolio.

Al arrendador le tomó dos años llegar a la Salina. En 1828, Antonio Malo, una poderosa figura de Tunja con vínculos políticos nacionales, firmó un contrato con la Hacienda.41 Los planes de Malo le hicieron eco a Caicedo y se anticiparon a los cambios durante las dos décadas siguientes. Mientras Valderrama había intentado mantener La Salina aislada y bajo su control personal, Malo impulsó e incrementó la infraestructura institucional y buscó ampliar el perfil del pueblo dentro la red fiscal nacional. Tuvo algunos éxitos, pero no pudo alterar quién controlaba la producción de la sal. El Ministerio negó el permiso para algunas de sus mejoras, aduciendo que una mayor producción de sal por parte de La Salina podría interferir en el mercado legalmente protegido de Zipaquirá.42 Durante ese mismo periodo, el Ministerio buscó ejercer un mayor control sobre el mercado de la sal, mediante la reintroducción de la práctica colonial de emitir guías para los compradores de sal. Las guías pretendían reducir el contrabando y contribuir al control regional de la distribución por parte de los funcionarios, un punto importante en La Salina, en donde el suministro de sal para las fincas de Casanare era una prioridad.43 El contrato de alquiler de Melo se cumplió por un periodo de ocho años, que abarcaron la disolución de la Gran Colombia, la dictadura de Bolívar y la creación de la República de la Nueva Granada.

Es evidente que las continuidades inherentes a la agitación política y a la administración de la sal tuvieron poco impacto sobre el monopolio, que se vio aislado de las vicisitudes políticas por el sistema de alquiler. El 22 de abril de 1836, el último año del periodo del presidente Santander, el Congreso pasó una ley que incrementó la autoridad de la Hacienda sobre la producción de la sal. Bajo su administración directa, un elaborador se hizo cargo de la producción en lugar de un arrendador, y vendió la sal a la administración a un precio fijado por un contrato, que luego vendió la sal al público bajo un precio establecido en Bogotá.44 Legalmente, había una diferencia significativa entre la producción con un arrendador y la producción con un elaborador. Un contrato de alquiler estipulaba que un arrendador pagaba un precio establecido mensualmente a la Hacienda y a menudo establecía límites a la producción, de tal manera que, teóricamente, los inquilinos más exitosos tendrían límites sobre sus posibles ganancias. Más aún, la Hacienda no se involucró en la producción y sus vigilantes no fueron acusados de erradicar el contrabando.45 El nuevo sistema estipulaba niveles de producción con multas por no cumplir con los niveles mínimos, y con bonificaciones por producir por encima de ciertos niveles. En La Salina 125 000 kilogramos al mes eran la producción estándar más frecuente estipulada en el contrato.46 La Hacienda usaba elaboradores cuando tenía la capacidad o la inclinación de verse directamente involucrada en los asuntos cotidianos, cuando el Estado institucional se sentía energético y expansivo. El Ministerio buscaba un inquilino cuando no podía administrar las obras o cuando las políticas de la época requerían que el Gobierno nacional redujera su presencia. El establecimiento de una administración directa en 1836 indicó que el Estado de la Nueva Granada había juzgado necesario, apropiado y factible un contacto cercano con La Salina.

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