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capítulo 2

2.1. LA ELECCIÓN DE ÁLVARO URIBE VÉLEZ, UN VOTO POR LA SEGURIDAD

Recuerda Sheldon Wolin que tal vez fue Thomas Hobbes el primer teórico político en Occidente que relacionó el miedo y el poder, mostrando cómo estos dos elementos podían ser utilizados para promover una gran concentración de poder y autoridad estatales, y exhibirla como fruto del consenso popular.1 Como bien lo describe Hobbes, el tipo de vida que puede llevarse allí donde no existe “un poder común que temer”, se caracteriza por la precariedad, por la desconfianza mutua y, sobre todo, por el miedo a perder la vida de manera violenta.2

A este estado de cosas Hobbes lo denomina estado de naturaleza, que significa, según la interpretación de Bobbio, “aquel Estado en que un gran número de hombres, uno por uno o en grupo, viven en el temor recíproco y permanente de una muerte violenta, a falta de un poder común”.3 En palabras de Hobbes, la vida en una situación tal “se denomina guerra: una guerra de todos contra todos […] y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve”.4

Sin duda, como lo afirmó el mismo Hobbes, es posible que una guerra semejante nunca haya existido, pero su poderoso modelo teórico, que parte de esta situación de guerra de todos contra todos, homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre), nos ayuda a entender, por una parte, la necesidad de la construcción del Estado como garante de la ley común, la seguridad y la paz, así como “de su defensa contra un enemigo común”; y por otra, los problemas que ocurren en aquellas sociedades que cuentan con un Estado débil, que no logra imponerse sobre los grupos armados por fuera de la ley, quienes imponen su voluntad mediante la fuerza, el miedo y el terror, en territorios o espacios significativos de la sociedad. Según Hobbes: “Donde no hay poder común, la ley no existe: donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales”.5

En una situación en la cual todos pueden apropiarse de todo, utilizando la fuerza o la astucia, propias del modelo hobbesiano, “Es natural también que en dicha condición no exista ni propiedad ni dominio, ni distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que puede tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo”.6

La disolución de la autoridad, el defecto de poder, el enseñoramiento por parte de los grupos armados (de diversos signos: izquierda, derecha, narcotráfico combinado en ambos casos) en amplios territorios en donde imperaba el miedo y el terror armado, todo esto lo simbolizó, en aquella coyuntura de la vida política colombiana, el gobierno débil y “frívolo” del presidente Andrés Pastrana Arango, por su falta de liderazgo en casi todos los temas,7 especialmente en el de seguridad. La incapacidad de su gobierno para contener la violencia guerrillera y paramilitar hizo de la campaña electoral de 2002 una de las más violentas. Como lo afirmó en su momento Alfredo Rangel (especialista en temas de seguridad y defensa), esa campaña estuvo, “como ninguna otra en el pasado, interferida por la violencia política”.8

Para Fernando Vallespín, la imagen del estado de naturaleza como un “estado anárquico” le sirve a Hobbes para explicar “por qué es legítima una determinada configuración política”. Para Vallespín, lo que hace Hobbes en su teoría del contrato social es “en definitiva, responder a la pregunta sobre cómo y porqué ‘debe’ cada persona ‘reconocer’ su vinculación a la autoridad estatal […]”.9 Para Hobbes, siguiendo a Vallespín, las personas no deben sumisión inevitablemente al Estado como tal, “sino a un Estado verdadero, aquel capaz de acoger las funciones para las que es creado —en Hobbes, en concreto, la salvaguardia de la paz social— […]”.10

En verdad, Hobbes es cuidadoso en el manejo del lenguaje y habla de “pactos mutuos” entre los hombres, que llevan a la construcción de un “hombre artificial”, soberano o Estado, pero no menciona un contrato social que obligue de alguna manera al soberano: “Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos”.11

Gracias al consentimiento del pueblo, que puede lograrse también por simple mayoría, como se señaló anteriormente, se instaura el procedimiento adecuado para establecer el “pacto” que confiere el poder soberano a un hombre o asamblea de hombres. Este poder es el único que está en capacidad de “asegurar la paz pública”, fundamentalmente mediante el trazo de una línea o frontera clara que defina “Esas normas de propiedad (o meum y tuum) y de lo bueno y lo malo, de lo legítimo e ilegítimo en las acciones de los súbditos, son leyes civiles, leyes de cada Estado particular”.12

La situación colombiana, que describió el economista Alberto Carrasquilla —quien fuera ministro de Hacienda del gobierno Uribe—, se asemejó en algunos aspectos al estado de naturaleza descrito por Hobbes. El analista hizo referencia al pesimismo y la desconfianza reinantes en aquel momento en el país. Para él, “Las raíces de la desconfianza arrancan de la ineptitud del Estado para garantizar lo que nos debe garantizar: nuestra seguridad, nuestra libertad, nuestra propiedad […]”.13 En la visión de Carrasquilla, el Estado colombiano era incapaz de garantizar esos derechos fundamentales; sin embargo, “se las da —empero— de café con leche y mete sus narices en demasiadas ranuras de nuestra vida diaria, con el solo propósito de estorbar […]”.14

La perspectiva del economista expresaba una visión de un Estado limitado y de una sociedad de individuos libres que demandan del Estado el aseguramiento de la vida, la libertad y la propiedad. Esta visión era compartida en ese momento por el empresariado, la tecnocracia colombiana, ampliamente favorables a las propuestas de Uribe, pero también por las clases medias y el pueblo, afectados por el conflicto. Asimismo, daba cuenta Carrasquilla, en su artículo, de una realidad que era familiar en Colombia: la incapacidad del Estado para ser un “Estado verdadero”, en palabras de Hobbes, capaz de cumplir los objetivos para los cuales fue creado, delimitados por la Constitución Nacional (con fuerte ascendiente liberal)15 en su Artículo 2, cuando definió como “fines esenciales del Estado”, entre otros, “asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo”. En el mismo artículo, la Constitución señala que las autoridades de la República están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades.16

Que el Estado era incapaz de garantizar estos derechos y libertades lo demostró la realidad. Las cifras sobre orden público, violencia guerrillera y paramilitar, presentadas en el capítulo anterior, así lo reflejaban.17

Sin duda, la elección de Álvaro Uribe en primera vuelta dejaba en evidencia la búsqueda de la opinión pública, o de su mayoría, para poner orden, e inclinaba la balanza hacia un gobierno que tuviera como objetivo prioritario hacerle frente militarmente a la guerrilla y encarrilar el tema del orden público.

Así lo expresó el veterano político liberal y exministro de Hacienda de los años setenta, Abdón Espinosa Valderrama: “A lo largo de la campaña electoral campaneó Uribe Vélez sobre tres conceptos: autoridad, seguridad democrática, patria”.18 Para el profesor universitario Eduardo Pizarro Leongómez,19 esta elección “puso en evidencia hasta qué punto Uribe Vélez expresaba el sentimiento predominante de los colombianos a favor de la restauración del orden y la seguridad”.20

En sus propuestas de campaña, condensadas en el llamado “Manifiesto democrático”, y en las distintas intervenciones públicas como candidato, Uribe tenía una visión negativa sobre la intervención del Estado colombiano en las distintas esferas de la vida social y una evaluación desfavorable sobre el desempeño del mismo. Su discurso recordaba, en algunos aspectos, cierto tipo de republicanismo. En contra de la “corrupción y la politiquería”, se proponía luchar por la moralización de las costumbres políticas y sobreponer las obligaciones con la patria por encima de cualquier bien individual. En el numeral 1 del “Manifiesto democrático”, denominado “La Colombia que quiero”, se dibujaba, teóricamente por supuesto, la imagen de la república soñada y el deseo de servicio de este ciudadano virtuoso: “Sueño con una Colombia en la que todos podamos vivir en paz […], gozar en familia de nuestras carreteras, paisajes y ríos. Sentir con ilusión que nuestra Patria nos pertenece y que debemos cumplir seriamente nuestras obligaciones con ella. Una Colombia con autoridad legítima y cero poder para los violentos”.21

La corrupción y la politiquería fueron identificadas por Uribe como los vicios causantes de los mayores daños para la República, incluso, de la violencia: “Los corruptos son la otra guerrilla. Si no derrotamos la corrupción y la politiquería, el pueblo no nos apoyará para contener a los violentos. Del mismo modo, necesitamos la participación activa, no discurso, de toda la comunidad para derrotar la politiquería y la corrupción […]”.22

En el apartado 4 del mencionado manifiesto, “Lucha contra la corrupción”, se ilustra cómo la “corrupción y la politiquería” menoscaban la autoridad y, de paso, destruyen la república. Para Uribe, el Estado debía mostrar superioridad moral, derrotando la corrupción y la politiquería. Recurriendo al ejemplo, estrategia retórica privilegiada en su discurso, comparaba la república con una familia en la que el padre es el Estado: “El padre de familia que da mal ejemplo, esparce la autoridad sobre sus hijos en un terreno estéril. Para controlar a los violentos, el Estado tiene que dar ejemplo, derrotar la politiquería y la corrupción”.23 El lenguaje del presidente evocaba una pirámide, imagen sugerida por Hannah Arendt para los gobiernos autoritarios, en donde la autoridad se concentra en el vértice de la pirámide y va descendiendo hacia la base, aunque disminuida a través de varias capas, pero “cuyo punto focal común es la cima de la pirámide y también la fuente trascendente de un poder supremo”.24

En la cruzada por la moralización del Estado y por la renovación de las costumbres políticas, Uribe propuso una “presidencia austera para dar ejemplo”. “Menos Congreso, menos consulados y embajadas. Menos contralorías, menos vehículos oficiales. A cambio más educación, más salud, más empleo productivo”.25 Para lograr estos objetivos, se propuso apelar al pueblo, presentando un “referendo contra la corrupción y la politiquería”. Dicho referendo incluiría la reducción del Congreso, la eliminación de auxilios parlamentarios y de los privilegios de los congresistas en pensiones y salarios.

Tras un discurso de acento republicano se deslizaba una visión “gerencial y tecnocrática” del Estado que propendía por su “adelgazamiento”. Tras su propuesta de agilizar la democracia (propuesta más bien efectista dirigida a captar sectores del electorado) persistía una visión simplificadora de la misma, que reduce las fallas o imperfecciones del sistema democrático a un problema de costos. En el “Manifiesto democrático”, el apartado sobre la reforma política y administrativa afirmaba: “El número de congresistas debe reducirse de 266 a 150. Sin privilegios pensionales, ni salarios exorbitantes […] Soy partidario de una sola Cámara, que integre al Congreso con la ciudadanía, titular de la democracia participativa […]”.26

Su propuesta de Estado comunitario parecía oscilar entre dos extremos que él consideraba perniciosos: el denominado Estado “burocrático y politiquero”, que ha “engañado al pueblo con un discurso social que no ha cumplido porque los recursos se han ido en clientelismo y corrupción”, y el del “modelo Neoliberal” que “abandona lo social a la suerte del mercado, con lo cual aumentan la miseria y la injusticia social”.27

2.2. LA CONSTRUCCIÓN DE UN LIDERAZGO

Colombia, como la mayoría de los países de América Latina, se ha caracterizado por el acentuado presidencialismo de su régimen político, “definitivamente adicta al sistema presidencial”.28 Así la definió el exministro de Estado y destacado jurista Alfredo Vásquez Carrizosa, en su ya clásico libro El poder presidencial en Colombia. La crisis permanente del derecho constitucional. Si bien el país no ha sido un terreno fértil para la emergencia de caudillismos en el siglo xx,29 el ascenso del príncipe democrático (como denomina Sergio Fabbrini a los líderes del Ejecutivo), tanto en política electoral como en política gubernamental,30 o el fenómeno de la “personalización de la po- lítica”, también de la política electoral, como lo describe Benard Manin,31 ha sido un rasgo distintivo de la democracia colombiana, lo que ha implicado un protagonismo mayor del líder por encima del partido y del presidente como cabeza del Ejecutivo. En Colombia, aparte de los amplios poderes que la Constitución le otorga, la opinión deposita en el presidente y en su obra de gobierno todas las expectativas.

En un ritual que se repite cada cuatro años, el país se precipita a una nueva ilusión, casi siempre antecedida por el desengaño con el Gobierno anterior.32 En correspondencia con esta tendencia, y en razón de las particularidades de la coyuntura, la elección de Álvaro Uribe Vélez suscitó una oleada de optimismo en la opinión. En esta ocasión, las esperanzas eran mayores, teniendo en cuenta que el país venía de dos períodos presidenciales malogrados: el del presidente Samper por el escándalo del “Proceso 8.000”, y el del presidente Pastrana por el fracaso del proceso de paz, en el que su gobierno había invertido los mayores esfuerzos. Al finalizar el período presidencial, Pastrana tenía una imagen de favorabilidad de apenas el 22%.33

Todo grupo social, afirma Fabbrini, necesita un líder. Los líderes del Ejecutivo en las democracias modernas están dotados de “poder decisional” y esto es así, “porque es el medio a través del cual es [sic] posible las soluciones colectivas vinculadas a los problemas de pertenencia, seguridad y justicia […]”.34 Para Fabbrini, los regímenes políticos que carecen de poder decisional, “están condenados a la decadencia”.35

Uribe se constituyó en el líder fuerte que el país reclamaba en ese momento.36 Así lo percibió la opinión en el transcurso de la campaña electoral. De esa manera lo expresaron los columnistas Roberto Posada García-Peña, Carlos Lemos Simmonds y Daniel Samper Pizano.37 Para el primero, que firmaba sus columnas con el nombre D’ Artagnan en el diario El Tiempo, “Lo que los colombianos vamos a —y queremos— elegir hoy es exactamente todo lo contrario de cuanto ha representado Andrés Pastrana Arango como presidente en los últimos cuatro años”.38 El segundo, un político del Partido Liberal de reconocida trayectoria, apuntó en la misma dirección: “Ya empezó la cuenta regresiva para el peor de los gobiernos que haya tenido el país desde los días del virrey Sámano hasta hoy”.39 Las palabras de Daniel Samper Pizano ratifican la posición de Lemos Simmonds: “Hoy termina el peor gobierno de nuestra opaca historia patria. No lo digo yo. Lo dicen las encuestas, que lo ponen a la pata de los demás; y lo dicen los expertos, que lo rajan prácticamente en todo”.40

Pastrana era la encarnación de la liviandad,41 del desgobierno, dijo el profesor William Ramírez: “La gobernabilidad de Pastrana no fue precaria sino inexistente”.42 Uribe, por el contrario, fue representado como la encarnación del liderazgo, de la autoridad: “Nace este miércoles una nueva esperanza, con la llegada a la Presidencia de la República de Álvaro Uribe Vélez”, escribió el editorial del diario El Espectador, y aunque advirtió el editorialista que no debían esperarse soluciones a corto plazo por la gravedad de los problemas, justificó las esperanzas en el liderazgo de Uribe: “tras cuatro años de un pobrísimo liderazgo en la cabeza del Estado, toma ahora el mando un líder sólido con un programa de gobierno claro y definido […]”.43

La democracia colombiana ha sido reconocida como una de las más estables de América Latina, pese a la persistencia de la violencia política y la proliferación y la superposición de distintas violencias en las últimas tres décadas. En esa estabilidad han tenido un papel fundamental los procesos electorales regulares y reconocidos como legítimos a lo largo del siglo xx. Quizá una excepción la constituyó la elección del conservador Misael Pastrana Borrero en 1970 (padre de Andrés Pastrana Arango), elección que generó dudas, no sólo porque Pastrana Borrero se impuso por una mayoría mínima frente al candidato de la Alianza Nacional Popular (ANAPO), Gustavo Rojas Pinilla, sino por el tratamiento que el presidente de entonces, Carlos Lleras Restrepo (liberal), le dio a la situación que se presentó el día de las elecciones.44

No obstante los acontecimientos, como lo sostiene David Bushnell, “pruebas contundentes”45 del fraude electoral nunca hubo y Rojas “aceptó ‘pacíficamente’ la derrota”.46 Salvo este suceso, la legitimidad de los procesos electorales en Colombia suele ser reconocida por los candidatos perdedores y sus seguidores,47 lo que le otorga al presidente electo legitimidad y gobernabilidad.

La elección de Álvaro Uribe confirmó esa constante histórica. El 26 de mayo de 2002, a medida que el conteo electoral lo daba como seguro ganador, los candidatos perdedores reconocieron rápidamente su derrota y el triunfo transparente y contundente de Uribe Vélez, al mismo tiempo que se reconoció la efectividad y la transparencia de los organismos electorales. En el mismo sentido se pronunciaron los medios de comunicación (instituciones fundamentales de las democracias modernas), que además anotaron que en esta jornada electoral la mayor ganadora había sido la democracia colombiana.48

Los cuestionamientos que desde algunos sectores se le hicieron al candidato por connivencia con el paramilitarismo y que fueron ampliamente difundidos por la prensa en su momento,49 no condujeron al desconocimiento del triunfo de Uribe Vélez.

La campaña electoral de 2002 mostró los niveles de polarización alcanzados por la sociedad colombiana en ese momento, en torno a los temas de la guerra y la paz y, sobre todo, respecto a la pregunta por el camino expedito para la búsqueda de la paz. El fracaso del proceso de paz y la responsabilidad de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en esto, inclinaron la balanza del lado de la opción que propuso una salida militar al conflicto armado. Mostró, así mismo, los niveles de penetración de los actores ilegales en la vida política, especialmente la incursión del paramilitarismo.

No obstante, y como se desprende de los resultados electorales (paradojas de la democracia colombiana), los grupos armados no lograron imponer su voto a las poblaciones bajo su influencia, lo que puso en cuestión la efectividad de sus estrategias de terror: Uribe ganó en regiones de dominio de las FARC y Serpa en regiones de control paramilitar.50 En los departamentos más afectados por la vio- lencia, el candidato Uribe Vélez derrotó a Serpa, igual que en Bogotá, donde el voto de opinión había sido decisivo en otras elecciones;51 ganó también en el exterior.52

El triunfo de Álvaro Uribe Vélez fue descrito con distintos apelativos: contundente, nítido, incuestionable. Así lo escribieron columnistas como Abdón Espinosa,53 Alberto Carrasquilla54 y Daniel Samper.55 Este último calificó el triunfo de Uribe Vélez y Francisco Santos (formula vicepresidencial) como una “victoria incuestionable”. En esta misma dirección se pronunció el diario El Tiempo. En el editorial del 27 de mayo afirmó: “El 53 por ciento de votos que dio la presidencia a Álvaro Uribe Vélez es contundente y nítido. La mayoría de los colombianos se identificó con las fórmulas que propuso el candidato disidente del liberalismo (también sin precedentes), que recibió un mandato inapelable y claro. Reconocido a tiempo, con serenidad, madurez y patriotismo, por todos su adversarios”.56

Posteriormente, la legitimidad y la legalidad, que le garantizarían capacidad de gobierno al nuevo presidente, fueron reconocidas por el diario en el editorial del 30 mayo: “Con su victoria en primera vuelta y por nítida mayoría, Uribe construyó un valioso capital político […]”.57

Como lo sentencia George Balandier, siguiendo a Maquiavelo, las artes de la dramaturgia deben ser utilizadas también en la “dirección de la ciudad”: “El príncipe debe comportarse como un actor político si quiere conquistar y conservar el poder. Su imagen, las apariencias que provoca, pueden corresponder a lo que sus súbditos desean hallar en él”.58 En una similar interpretación, Sheldon Wolin, refiriéndose a la supuesta amoralidad que le suelen atribuir los comentaristas al príncipe, señala cómo para Maquiavelo, “por la índole de la situación, el hombre político debería ser un actor, ya que no aborda una sola situación política, sino varias. Las circunstancias cambian, la conjunción de factores políticos sigue una pauta variable; en consecuencia, el actor político eficaz no puede permitirse poseer un carácter continuo y uniforme; debe redescubrir constantemente su identidad en el papel que le asignan los momentos cambiantes […]”.59

De frente a las nuevas circunstancias, el presidente electo pronunció un discurso con ocasión de la aceptación del triunfo electoral, que si bien no representó un cambio sustancial respecto a las propuestas programáticas de su campaña (“Manifiesto democrático”), sí sorprendió por el tono y complació incluso a sus opositores políticos. Editorialistas y analistas especularon sobre el acento moderado y conciliador del discurso (distinto al tono de confrontación utilizado en la campaña electoral). Resaltaron su apertura al diálogo con los grupos armados, el anuncio de que pediría ayuda internacional para buscar ese diálogo, el lenguaje empleado para referirse a los actores armados. Para Salud Hernández, el discurso del presidente electo confirmaba que los electores habían escogido acertadamente: “Usted demostró el domingo por qué el 53 por ciento de los colombianos no se equivocaron al otorgarle su confianza. Habló como un estadista, como un pragmático y un conciliador […]”.60

El periodista Daniel Samper Pizano (que apoyó abiertamente la candidatura de Horacio Serpa) celebró que Álvaro Uribe no hubiera recibido el resultado electoral con “el berrido triunfal de Tarzán [en referencia a las posiciones guerreristas que se le atribuyeron en la campaña] cuando desnucaba a un león […] sino en tono de conciliación nacional y de paz con los alzados en armas”.61 “Ni guerrerista. Ni neo- liberal. Generoso y firme […]”,62 “brillante, serio e intachable”,63 “Sereno, austero y firme”.64 Estos fueron algunos de los calificativos que recibió el nuevo presidente.

Como sostiene Balandier, son ampliamente conocidos los efectos del poder sobre quienes arriban a éste: separa, aísla, hace enfermar, “Sobre todo cambia a quien accede a él […]”.65 En su alocución del 26 de mayo de 2002, Uribe saludó a sus contendores por la presidencia, a quienes llamó sus “amigos” y de quienes solicitó ayuda: “El momento de Colombia es difícil, no puede haber mezquindad, yo no me las sé todas, tengo toda la voluntad y toda la energía para trabajar pero necesito la inteligencia de Ingrid Betancourt, de la doctora Noemí Sanín, de Luis Eduardo Garzón, del general Bedoya, de Horacio Serpa Uribe […]”.66

En correspondencia con el rol de presidente de los colombianos, con el “espíritu conciliador” que animó inicialmente su discurso, llamó a los grupos armados ilegales “grupos violentos”, pero “todavía no terroristas y narcotraficantes”, diría el periodista y analista político, Fernando Cepeda Ulloa.67 La capacidad de Uribe para adecuar el discurso a las distintas circunstancias y audiencias, sus dotes de actor ya habían sido puestas a prueba a lo largo de su campaña. Frente a los militares, y con ocasión de la crisis del proceso de paz, arreció sus críticas contra ese proceso, fungiendo como líder de la oposición al gobierno de Pastrana. Esta posición le valió el reconocimiento de los medios de comunicación. El uso de la expresión “grupos violentos” o “grupos terroristas” dependería de las circunstancias, del momento y de las expectativas de la audiencia.

En un acto de reconocimiento del “otro” como interlocutor legítimo y en clara referencia a las FARC,68 expresó: “Los grupos violentos, todos, estamos hechos de esta carne y de estos huesos del alma colombiana, han derrochado, han perdido muchas oportunidades para la paz, siempre las tendrán. Las confrontaciones ideológicas, aquello que se puede apreciar sobre la evolución económica y social de los pueblos, todo es respetable, comprensible, pero aquello que nunca se puede aceptar en la democracia, en la convivencia es la violencia”.69

También el presidente anunció que recurriría a la ayuda internacional para buscar un diálogo con los grupos armados ilegales: “Mañana a primera hora empezaremos a trabajar para apelar a una mediación internacional con objetivo preciso, con mandato determinado para buscar el diálogo con los grupos al margen de la ley, sobre una base: que se abandone el terrorismo y se facilite un cese de hostilidades”.70

El tono del discurso de Uribe no evidenciaba cambios sustanciales con respecto a su programa de campaña. La propuesta de diálogo con los grupos armados ilegales y el anuncio de que pediría mediación internacional para buscar un acercamiento con esos grupos, hicieron parte del “Manifiesto democrático”; así mismo, la condición de que tales grupos empezaran por abandonar “el terrorismo” y aceptaran el cese de hostilidades: “Soy amigo del diálogo con los violentos, pero no para que crezcan, sino para hacer la paz. Pediré mediación internacional para buscar el diálogo con los grupos violentos, siempre que empiece con abandono del terrorismo y cese de hostilidades”.71

Estos cambios eran expresión de su nueva condición, la de presidente electo, de su nuevo rol de jefe de Estado, no ya de un candidato en campaña electoral. Uribe candidato ofreció un discurso que lo diferenció de sus contendores (principalmente Horacio Serpa, candidato de la paz), que lo sintonizó con sectores importantes de opinión decepcionados del diálogo y la negociación como vías expeditas para la paz, así como con los paramilitares, enemigos declarados de los diálogos,72 y con un sector del estamento militar que había tenido dificultades con el gobierno de Pastrana en torno al proceso de paz. Los militares, a lo largo de más de cuatro décadas de lucha contrainsurgente, habían aprendido a identificar a las guerrillas como el “enemigo público”, más que a los paramilitares, en quienes habían encontrado a menudo un aliado sobre el terreno.73

Como presidente electo, Uribe debió llamar a la unidad, convocar a la nación, a aquellos sectores de la sociedad que votaron por otros candidatos y que, en consecuencia, mostraron su preferencia por otras opciones políticas, incluido el diálogo y la negociación como estrategia de paz. En este sentido se pronunciaron dos editoriales del diario El Tiempo, del 27 y 30 de mayo de 2002. En el primero, el diario afirmó: “La euforia del triunfo del uribismo no debe excluir sino atraer”. El diario registró la cifra de los 4,8 millones de colombianos que votaron por otros candidatos, la abstención cercana al 54% y los votos en blanco. En la segunda nota editorial se enfatizó en la necesidad de conciliar: “El tono reposado de la primera alocución moderó los efectos nocivos de un triunfalismo desbordado. Las palabras generosas con los adversarios de campaña y las visitas a sus propias residencias han servido como antídoto frente a la agria polarización que había llegado a contaminar el final del debate electoral”.74

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