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Читать книгу: «Asesinato en el Reina Sofía», страница 4

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En el silencio claustral, la voz de Seve llegaba con nitidez, si bien no lograba borrar la opacidad de su timbre. Hasta se puso más formal y erguido. Resguardado detrás de la mesa, apoyados los brazos en el borde labrado y con la mirada repartida por cada uno de sus interlocutores, aunque se detenía especialmente en Escaleras, se parapetaba tras la formalidad para defenderse del interrogatorio del inspector. Sabía muy bien distinguir los dos momentos o los dos papeles que interpretaba en su profesión: el de los actos institucionales y el del trato amistoso con el resto de los compañeros y, por qué no, hasta con los alumnos. Y no dijo nada a partir de ese instante.

«Por fin —pensó Escaleras— puedo iniciar mi trabajo».

—Bueno, la verdad es que siento mucho volver a interrogarlos porque comprendo que no debe de ser un plato de gusto para ustedes y me imagino que no andarán sobrados de tiempo, como todo el mundo, pero resulta que los que llevamos la investigación somos nosotros, la Brigada Central de Madrid, que es el lugar donde se cometió el crimen y, por tanto, los trámites judiciales, exactamente igual que las investigaciones correspondientes, debemos llevarlas nosotros. Así que si quieren comenzamos y cuanto antes acabemos mejor.

Nadie contestó, dando a entender que todos estaban dispuestos a colaborar y terminar con el asunto cuanto antes.

—¿Se llamaba Eustaquio? —preguntó por iniciar por cualquier punto las averiguaciones.

—Sí —respondieron al unísono—. Gil de P… —se cortó Celestino, que se situaba en el medio de los tres e impartía la asignatura de Historia del Arte—. Eustaquio Gil de P… No me acuerdo del segundo apellido.

—Es igual —intervino Escaleras.

—Si a mí no me resulta raro…; es Gil de Peñala… —salió en ayuda el que ocupaba la tercera silla, Arturo Arriero de las Heras, profesor de Dibujo.

—No os preocupéis —atajó inmediatamente Severino—, ahora mismo busco su expediente personal y salimos de dudas.

—… de Peñalba —dijo el inspector para salvar las vacilaciones, viendo que iban a convertir en asunto primordial del interrogatorio dilucidar cuál era el segundo apellido.

—Sí, es verdad. Eso es, Eustaquio Gil de Peñalba.

El rector se levantó y de un fichero extrajo una cartulina color caramelo y leyó: «Eustaquio Gil de Peñalba, hijo de Sergio Gil Hidalgo y de Joaquina de Peñalba Sarnosa, con documento nacional de identidad 15987384 Ñ, nacido en Verín, provincia de Orense, el día 16 de enero de 1940».

—Muy bien —dijo Escaleras—. Aquí, en esta facultad, ¿cuántos años llevaba dando clase?

—Yo, cuando llegué, ya estaba. Probablemente desde que se abriera o inmediatamente después; es decir, la facultad se inauguró en el curso 81/82…, diez a once años, como mínimo.

—Lo puedo comprobar en un instante en sus hojas de servicio —anunció Seve.

—No es necesario; no tiene mucha importancia ese dato. Ya me hago la idea de que llevaba aquí varios años. ¡Muy bien! ¿Y siempre enseñó la misma materia?

—Desde que lo conozco ha impartido Teoría y me da la sensación de que, más o menos, entré cuando él.

—Me parece que sí —corroboró Arturo.

Escaleras Arriba no sabía por dónde comenzar a preguntar sin ser indiscreto. Los profesores se fueron relajando, excepto el decano que, aunque había encendido un cigarrillo, seguía al acecho, como si temiera una encerrona y lo pudieran pillar fuera de juego. En cambio, los otros dos, observó el policía, comenzaron a desperezarse y a rebullir en las frailunas sillas. El más pequeñín, Celestino, una vez que chascó la lengua, mostró unas ansias indomables de meter baza. El otro, más gordo pero igual de nervioso, esperaba pacientemente para intervenir moviendo una media melena en la que las canas eran visibles, mas, cuando tomaba la palabra, entre sonreír y repetir lo que decía muchas veces, no finalizaba nunca.

Intentó una estrategia aproximativa intermedia con el deseo de no entrar de sopetón en los temas clave y de acabar de ganarse la confianza de los profesores.

—¿Cómo de simpático era Eustaquio? ¿Trataba con todo el mundo o, por el contrario, no era muy bien visto?

Celestino y Arturo se miraron y se sonrieron. El rector permanecía tan inmutable como al principio, pero puso cara de asco ante tal pregunta, aunque enseguida hizo una mueca y se encogió de hombros adentrándose en los desfiladeros larguísimos de su cuerpo, que lo condujeron a la abstracción.

—¡Hombre! ¿Qué quieres que te diga? Aquí, en la facultad, seremos unos cien profesores…

Rescatado con garabatos de las profundidades sinuosas en las que se hallaba inmerso el rector por alguna palabra mágica que había resonado en el despacho, se despertó y, apretando fuertemente los labios, corrigió la cifra aportada por el anterior, como si de esa rectificación dependiera el dominio de la verdad.

—… ciento uno.

Sin tomar en cuenta la aclaración de su superior, Celestino retomó lo que parecía iba a ser un discurso de cierta envergadura.

—… No hay centro de trabajo, con un colectivo tan numeroso, en el que todos se lleven bien. Sería algo excepcional que yo hasta este momento, en mi largo deambular por la enseñanza, no he encontrado. Sin embargo, el caso de Eustaquio era una sorpresa, porque era un hombre sin enemigos. Con unos tienes más trato que con otros; y siempre, por mil razones que no es cuestión de abordar en esta conversación, hay personas que no se hablan. Para mí es absolutamente normal y no por eso vamos a imaginar que esas pequeñas insidias sean la causa de males graves. Simplemente no se hablan o se critican mutuamente, pero sin llegar a enfrentamientos mayores. De Eustaquio podríamos casi asegurar que escaparía de estos conflictos internos: hablaba con todo el claustro de profesores.

Arturo, que no paraba de mirar atentamente a Celestino, aunque no lo escuchara con detenimiento, no dejaba de espiar el más breve silencio perdido por el pequeño y vivaz profesor en la perorata para introducir él la suya. Sonriendo con todo, limpiándose gotas de sudor de la frente y ajustándose continuamente las gafas en la pequeña nariz, al fin encontró el hueco que andaba buscando.

—Bueno, Eustaquio no tenía problemas con nadie. Se enrollaba con todo el mundo. Con todos se paraba y charlaba. Se interesaba por cualquier asunto que se le comentara. Tanto que a veces yo me preguntaba de dónde sacaba el tiempo para estar con la gente con la multitud de ocupaciones que cargaba en las espaldas. Y, si con alguien se llevaba mal, jamás se le oía comentar y menos criticar a su contrincante. La verdad es que tampoco mostraba mucho apego a la facultad. Con los numerosos asuntos más interesantes que traía entre manos, no se sabe cómo no la dejaba. De dinero le rebosaban los bolsillos, no era ese el aliciente.

—No digas eso, porque nadie puede jactarse de que no le hace falta dinero —intervino cortante y de forma vehemente Celestino, como si la opinión de Arturo fuera un sentir arbitrario.

Se alteró y se levantó de la silla de la misma manera que si lo hubieran azuzado con un punzón en su pequeño trasero. Arturo ni se inmutó mientras Celestino le soltaba la regañina; se sonreía y, cuando el otro dejaba de mirarlo porque hacía ademán de retirarse, aunque se sentaba de inmediato, miraba al policía y con una socarrona sonrisa le señalaba al compañero, alegrándose de haberlo sacado de sus casillas y disfrutando de verlo enojado. En un momento, Celestino se sosegó y se sentó, aun cuando no renunciara a los aspavientos.

Sonriendo y como si la tormenta pasada no hubiera dejado ni charcos, Arturo continuó sin parar de reír mientras hablaba:

—Está claro que lo de la facultad no lo hacía por dinero. Si con lo que le pagaban de diputado y sus negocios de anticuario ganaba un montón de pasta. Tenías que comprobar qué colecciones y qué antigüedades poseía… Él mismo reconocía que andaba bien de caudales. ¿Y los libros que había publicado? Los derechos de autor le proporcionaban unas rentas anuales considerables.

Hablando de antigüedades, a Arturo los ojos le hacían chiribitas de envidia porque, como el finado, era también coleccionista y amante de ellas. Los otros se dieron cuenta de ello y Celestino no pudo por menos que soltar:

—Si la envidia fuera tiña, cuántos tiñosos habría. Si los dos erais iguales en este aspecto.

—No le hagas caso —contestó Arturo mirando al policía sin dejar de sonreír, pareciendo estar de guasa.

Eran cerca de las dos de la tarde y la facultad estaba a punto de cerrar. Intervino el silencioso decano para recordar que debían ir concluyendo. A Escaleras le parecían muy interesantes las aportaciones que revelaban los dos profesores casi sin formular preguntas y sintió mucho que finalizara esa reunión. No obstante, tanto Celestino como Arturo le propusieron que se fuera a comer con ellos y al inspector se le presentó una oportunidad que no pudo rechazar para indagar sobre la vida del catedrático. Severino se disculpó por no poder acompañarlos.

10. La procesión

Mientras esperaba la llegada de los dos profesores en el vestíbulo, Ambrosio no sabía qué pensar de la mañana. No había conseguido datos importantes, pero se consolaba creyendo que se hallaba en el buen camino. «Estos dos cantarán lo que saben y, por lo menos, obtendré información fidedigna de una de sus facetas u ocupaciones».

Comenzó a desfilar una masa incalculable de jóvenes que salían hambrientos de sus clases, casi sin aliento, para llegar a sus alojamientos y reponer las fuerzas desgastadas en su carrera por despejar las tinieblas de la ignorancia. De pie y bien recto al lado de la máquina expendedora de refrescos, como un centinela en alerta, trataba de fijar la mirada en los rostros y en los cuerpos que, unos detrás de otros, se alejaban desordenadamente. Los más se apresuraban en salir, pero algunos más parsimoniosos charlaban o intercambiaban apuntes u ordenaban fotocopias hechas en el último instante. Escaleras se regocijaba con el espectáculo de la juventud, de la belleza y de la vida. ¡Cómo los envidiaba!

Al poco tiempo, y mezclados con los alumnos, desfilaron también grupos de profesores que con sus carteras o maletines seguían el mismo camino. También charlaban entre ellos, aunque su cara denotaba fatiga y hastío o quizá satisfacción por la lección bien enseñada. Eso difícilmente lo podría adivinar el policía por muy buen detective que fuera. Los sentimientos de gozo o de sufrimiento a veces son caras de la misma moneda. Probablemente, aquellos dos profesores le podrían sacar de dudas si les planteaba la cuestión.

Se dio cuenta de que la afluencia de personas disminuía y ellos no daban señales de vida. Pensó que la investigación no se desarrollaría siguiendo los cauces habituales. No era frecuente que sus testigos se ofrecieran a acompañarlo a comer. No hubiera sido muy cómodo ni para ellos ni para él, que siempre anhelaba acabar el servicio y olvidarse del trabajo. Sin embargo, cuando se lo propusieron con toda la naturalidad del mundo, aceptó como si mantuviera cierta amistad con ellos.

Estar parado delante de la máquina de Coca-Cola empezó a resultar extraño a los bedeles, que lo miraban de vez en cuando con curiosidad, por eso, casi sin querer, comenzó a pasearse avanzando en pequeños pasos, midiendo cada uno de ellos y sumando las baldosas que pisaba, dando a entender a los conserjes que su actitud era la de quien aguarda impaciente la llegada de alguien. No hubo lugar para la desesperación porque inmediatamente oyó las carcajadas de Arturo y las broncas de Celestino, que fue quien primero asomó por las escaleras. Antes de iniciar la bajada de los peldaños, se detuvo en el borde como si temiera que el otro desapareciera al perderlo de vista. Y en algo hubo de entretenerse Arturo porque Celestino volvió para regresar con él y agarrarlo del brazo.

—¡Vaya rollo que tienes! ¡Te entretienes con las musarañas! ¿No ves que nos van a cerrar las puertas? —Y dirigiéndose al policía, a manera de disculpa—: ¡Este es más pesado que…!

Arturo continuaba con su sonrisa, ahora desequilibrada hacia medio lado, sin prestar oído a lo que de él decía su compañero y con la sensación de ser el hombre más feliz de la Tierra. Cargaba un abultado maletín, que aparentaba más edad que la suya. El policía se enteraría después de que dicho maletín era famoso, pues en él se podían encontrar sapos y culebras anidadas desde épocas inmemorables acompañando a exámenes de alumnos, hojas informativas, prospectos, actas de su comunidad de vecinos, facturas, entradas de museos, libros perdidos por él mismo hacía décadas… Enfundado en un viejo gabán que no lograba abrochar al no abarcar el perímetro de la barriga, su corpulencia se multiplicaba. Mostraba gran aprecio por ese maletín y no lo hubiera cambiado por otra cartera de más calidad, aunque se la hubieran regalado, algo que jamás osaron los colegas ante la desagradable experiencia que sufrieron cuando unas Navidades decidieron obsequiarle un nuevo maletín. Con la mejor intención del mundo, las compañeras dedicaron una tarde de su tiempo libre a comprar un portafolio sobrio, aunque dentro de una línea actual y moderna. Con ilusión, adquirieron uno que fue de su agrado y del resto de profesores. Pero no se lo entregaron directamente, sino que, aprovechando una ausencia, se introdujeron en su habitáculo y traspasaron el montón de documentos y objetos al nuevo y lo dejaron allí, retirando el jubilado. Arturo tornó de impartir su clase. Se había establecido un sistema de aviso para que, en el momento que llegara, los demás estuvieran preparados para observar cómo reaccionaba ante la sorpresa. Salió del aula, pero, antes de dirigirse al despacho, se entretuvo una hora hablando con los compañeros. Cuando por fin entró, anduvo dando vueltas a la mesa, corrigiendo ejercicios, pero sin reparar en el regalo. Solo cuando ya se iba a marchar, echó mano de él y se percató de que no estaba. Dio mil vueltas por la mesa, por la habitación, detrás de la puerta, en el perchero, en las estanterías… Al comprobar que no lo hallaba, fue a preguntar y a mirar en el resto de los despachos. Todos le respondían que no lo habían visto. Volvió de nuevo al suyo y observó la presencia de un maletín extraño. Regresó agarrando la nueva valija con dos dedos, levantándola y separándola lo más posible de su cuerpo, como si le diera asco. «Y esto, ¿de quién es?», preguntaba y preguntaba. Después de múltiples insinuaciones, lo convencieron de que lo abriera a ver si dentro se encontraban sus posesiones. Los allí reunidos desaparecieron por arte de birlibirloque ante la cara de disgusto que puso Arturo al percatarse del trasvase de sus pertenencias al maletín regalado. Ese fue el único enfado que se le conoció en la facultad al simpático profesor.

—¿Tienes hambre? —preguntó con una medio risa Arturo al mismo tiempo que apretaba los dientes.

Se montaron en su Renault 6. Se trataba de un vehículo caduco y con solera; para el profesor era como un baúl, también de los recuerdos, no solo por los kilómetros recorridos y por haber pasado con él mil aventuras en la mayoría de los países comunitarios, sino porque su maletero era un arca en el que se hallaban, junto a la rueda de repuesto, montones de folios, libros, revistas, lapiceros, botellas, cuerdas, paños, prendas de abrigo, jerséis, bolsas de plástico, un termo…

Escaleras cedió el asiento delantero a Celestino y él, retirando más carpetas, libros y hojas diversas, se aposentó en el hueco que consiguió despejar. La impaciencia y nerviosismo del pequeño profesor iba en aumento al comprobar la parsimonia con que se manejaba el conductor. Cualquier comentario trivial le impedía avanzar en los preparativos del arranque del motor: si se estaba abrochando el cinturón, se detenía a la altura de la barriga y no acababa de abrocharlo hasta dejar zanjado el asunto; si Escaleras abría la boca, Arturo miraba atrás y expectante lo escuchaba…

—¡Puñetas! —exclamó Celestino, que ya no se pudo contener un instante más—. ¡Que es para hoy! ¡Eres más tranquilo que el Bombas!

—¿Quién era el Bombas? ¿Y por qué se decía que era tranquilo? —le inquirió Arturo con una sonrisa picarona para colmar la impaciencia de Celestino.

—¡Y yo qué coños voy a saber quién era el Bombas y por qué era tranquilo! Me imagino que… el nombre de Bombas era un apodo de alguien de profesión dinamitero, barrenero o artillero. Y a lo mejor era demasiado calmoso a la hora de montar las cargas que se disponía a explosionar. Quizá las prendía y en vez de apresurarse en la retirada, buscaba refugio tranquilamente y la gente se admiraba de la serenidad de ese buen hombre. ¡Yo qué sé! ¡Si es que tienes unas ocurrencias…!

—¡Muy bien! ¡Muy aguda tu explicación!

Quizá sorprendido por su misma disquisición, Celestino se había sosegado un poco, olvidando por momentos la rabieta que estaba presto a iniciar.

—¿Qué tal si nos acercamos a un comedor universitario, que hace mucho que no voy por allí? ¿Quizá le pueda resultar interesante? —sugirió Arturo mirando primero al colega para acabar fijando los ojos en el policía.

A Escaleras no le pareció buena idea, pero no se atrevió a formular ningún reparo. Lo que lo inhibía era que pasaría mucha vergüenza comiendo con los estudiantes y, además, rodeado de dos profesores.

—¡Venga! ¡Vamos a allá! —remató Celestino con el entusiasmo y alborozo propios de escolares que suben al autobús al iniciar un día de excursión—. ¿Cuál elegimos? ¿El de las Salesas o el del barrio chino?

—Si quieres vamos al del barrio chino, que hace un siglo que no voy por aquellos parajes.

Cuando salieron de la finca a la carretera de Toro, no quedaba casi nadie en la facultad. Una procesión de estudiantes presurosos descendía por ambos lados de la calzada. El viejo vehículo avanzaba despacio para que los dos profesores pudieran avistar el contoneo de las alumnas de Psicología. El mismo Escaleras contemplaba furtivamente y con temor a que lo descubrieran en una de las miradas hacia atrás que echaba el conductor. Siempre le había gustado contemplar a las mujeres por la espalda. A veces caminaba por las calles y se entretenía con un juego apasionante. Observando la constitución del cuerpo de las chicas, el perfil de su talle, su estatura, la redondez de su trasero, la esbeltez de sus pantorrillas y, sobre todo, el color y corte de su pelo, trataba de aventurar, sin mirarlas de frente, si serían guapas y si le gustarían. En muchos casos se llevaba unas desilusiones formidables. Quizá veía a una joven que de espaldas se asemejaba a una cariátide, con unos sensuales andares; observaba su culo con los ojos desorbitados y se imaginaba el tibio contacto de su mano sobre sus piernas desnudas: la boca se le hacía agua. Después de la meticulosa observación, decidía apretar el paso para adelantarla y comprobar cómo era de frente. ¡Cuántas pésimas sorpresas se había llevado! Se encontraba con rostros feos, o con gafas, o con expresión estúpida, o con aparatos correctores en la dentadura, o con unos labios insípidos, o con otros mil detalles que convertían la imagen tan sensual de la espalda en una impresión amorfa y poco sugerente. También se había encontrado casos contrarios. Espaldas demasiado escuálidas u hombrunas, o culos invisibles o enormes, o piernas gruesas o consumidas que no le resultaban atractivas; luego, al verlas por delante, esas mujeres mejoraban notablemente: caras simpáticas, amables, con sonrisas frescas y joviales, miradas luminosas, expresión serena, con un pecho con personalidad y unas caderas voluptuosas… Todo eso y la experiencia habían hecho a Escaleras muy prudente a la hora de emitir un juicio sobre la belleza. Sobre todo, era precavido con las primeras impresiones. El paso del tiempo le había enseñado que las hembras de gran belleza que habían despertado inicialmente sus sentidos, en el transcurso de unos pocos días conviviendo con ellas en distintas circunstancias, habían ido socavando la poderosa y erótica imagen de la primera vez.

11. El barrio chino

El inspector se sorprendió de los problemas de circulación de la ciudad. Jamás se habría imaginado que una población tan exigua pudiera llegar a estar tan colapsada. Pensaba que ese problema era solo patrimonio de las grandes urbes, como Madrid.

Arturo conducía el coche de una manera un tanto irregular y anárquica: volvía la vista hacia Escaleras constantemente; agarraba el volante con una mano o simplemente no lo sujetaba —¡sin manos!, como se decía cuando de pequeño se quería demostrar la pericia en el arte de montar en bicicleta—; aceleraba y frenaba bruscamente sin alterar su calma, no así la del policía ni la de Celestino, que, aunque no hizo ningún comentario, no dejaba de supervisar las maniobras del conductor. A todo eso, había que añadir la poca confianza que proporcionaba el vehículo, no por sus muchos años o por su nulo pedigrí, sino porque le hacía falta una buena puesta a punto: la suciedad de todos los cristales impedía casi adivinar lo que se situaba enfrente, el espejo retrovisor era minúsculo y, para aminorar aún más la visibilidad del cristal trasero, colgaban muñecos que se balanceaban al compás de los acelerones y frenazos.

No le gustaba a Ambrosio viajar en los coches de nadie y, cuando lo hacía porque no disponía de otro medio, muy pocas personas lograban infundirle la confianza suficiente como para despreocuparse de los aconteceres de la conducción. Pero el mayor temor e inseguridad se lo provocaba el montarse en los asientos traseros; desde allí no controlaba las maniobras del conductor y se sentía perdido. En aquella ocasión, a esas sensaciones había que añadir la claustrofobia y el hallarse desorientado debido al desconocimiento de la ciudad y de las calles por las que circulaban.

—¿Conoces Salamanca o es la primera vez que vienes?

—Vengo por primera vez. Me habían dicho que era muy bonita y también que había mucha marcha por la noche con los estudiantes.

—Y a todas las horas. En esta ciudad, a cualquier hora del día te encuentras a gente de juerga. Lo mismo da un lunes que un martes. ¿No ves que los alumnos no tienen ningún control de los padres? Pues hacen lo que les viene en gana. Cuando llegan a casa no hay ni madre ni padre que les pida responsabilidad —comentó Celestino, no sin un deje de amargura, posiblemente originado en cierta envidia infantil por verse él privado de tales libertades.

Abandonaron la avenida de Alemania, una gran calle con doble carril de circulación, una de esas arterias con edificios altos, sin personalidad, tan del gusto del régimen franquista, empeñado en proporcionar en los años sesenta un aire de modernidad a las capitales de provincia, y se adentraron en las callejuelas de la ciudad antigua. En las aceras, el trasiego de las gentes era denso y los transeúntes invadían el asfalto, por lo cual se debía circular con mucha precaución. No lo entendía así Arturo, que no aminoró en absoluto la velocidad. Incluso, no se sabe bien si por mostrar su habilidad o por gastar alguna broma, le dio por asustar a peatones que atravesaban la calzada o que paseaban invadiendo el arcén. Si veía a alguno no muy atento a las vicisitudes del tráfico, se lanzaba acelerando hasta él y en el último metro frenaba en seco. El pobre peatón dirigía una mirada de cordero degollado hacia el conductor, mostrándole agradecimiento por sus reflejos y pidiendo disculpas. El piloto, para aumentar la gracia, se llevaba las manos a la cabeza y gesticulaba con cara de horror ante la desgracia que podía haber causado. Esas chiquillerías le hacían gracia a su colega, no al policía, aunque pretendía aparentar normalidad exhibiendo una sonrisa de compromiso.

—Bueno, llegamos al famoso barrio chino.

En realidad, ese célebre conjunto urbanístico, centro del comercio carnal y nido de delincuentes y gitanos, ya no existía. Todavía se veían pequeños bares con las puertas abiertas para que se secaran los pisos recién fregados. Desde la calle solo se vislumbraba en ellos alguna bombilla de color rojo dentro de un panorama general de penumbra, que parecía mucho más densa contemplada a la luz del mediodía; incluso se podía dudar de la decencia y pureza de algunas mujeres que merodeaban cerca de portales con escaleras tortuosas y empinadas, pero lo que quedaba no era más que un pequeño retazo de lo que fue en épocas pasadas. El barrio, casi sin darse cuenta una población —que antiguamente deseaba con fruición que pasara el tiempo de Cuaresma para, atravesando el Tormes, ir a buscar a las meretrices a la otra orilla— había ido perdiendo su personalidad. Como muestra de distrito marginal que fue en otros tiempos, aún perduraba en una de las lomas una serie heteróclita de casetas y chabolas.

Si bien las construcciones modernas habían borrado el aire paupérrimo de esa zona centro de la ciudad, no se había conseguido apartar a individuos malencarados que merodeaban por los alrededores. Dos mundos diferentes se entremezclaban por sus despejadas calles: vecinos decentemente vestidos y otros con harapos, o mujeres con faldas de colores chillones o de riguroso negro, y con boina oscura los hombres. En la misma acera se podía observar caminando a una universitaria con fular al cuello y a una mujer con una pañoleta sujetando el pelo, sacudiendo el polvo de un trapo después de haberlo quitado de los muebles; o a un gitano con sombrero de ala al lado de un joven con un pañuelo rojo cubriendo su cabeza a semejanza de ciertos piratas peliculeros… Sin embargo, lo que más abundaba eran los niños, como si el índice de natalidad fuera superior en ese barrio que en el resto de la ciudad. Jugaban a pillarse alrededor de una fogata que habían prendido en los solares pelados de lo que fueron quizá viviendas de amigos o primos…

Aunque el coche no merecía tantos miramientos, Arturo se cercioró repetidamente de que lo aparcaba bien y sobre todo de que no dejaba ninguna puerta sin cerrar con llave. Y, antes de separarse de él, miró en las cercanías por si había algún mocoso merodeando.

Eran casi las tres de la tarde y a esas horas la afluencia de público era muy escasa. Celestino se acercó a una ventanilla estrecha situada a una altura bastante considerable para el enano profesor, el cual hubo de alzar las manos para depositar las monedas. Arturo se sacó un monedero del bolsillo con ademán de pagar su comida. Lo mismo pretendía realizar el policía, que desconocía el sistema de acceso a esos locales universitarios.

—¡Venga ya! —dijo Celestino, despreciando el ofrecimiento de los otros—. Otra vez será al revés.

El policía, con todo, cuando le entregó un cartón a modo de entrada, le dio unas agradecidas y sinceras gracias por su amabilidad y generosidad.

Como si fuera un self-service, los tres pasaron delante de pilas y enormes bandejas y de ellas les fueron sirviendo las viandas que ofrecía el menú del día. Escaleras se situó el último con el deseo de observar cómo era el funcionamiento de la repartición. Cuando estuvieron listos, decidieron en qué parte del comedor se iban a aposentar. Mientras se dirigían cuidadosamente hacia los grandes ventanales para no verter la comida, el policía se percató de que algunos alumnos reconocían a los profesores y cuchicheaban al mismo tiempo que se reían.

Se acomodaron los dos docentes uno al lado del otro, dejando el sitio de enfrente para el invitado, que, por un momento, se perdió los dichos y las ocurrencias que no cesaban de proferir sus dos amigos, mientras contemplaba el panorama que se le ofrecía a través del inmenso cristal. A esas horas un tibio sol proyectaba de lleno sus rayos luminosos sobre los cristales y la temperatura ascendía rápidamente como si a su lado hubiera una invisible hoguera. En lontananza, destacaba un apéndice urbanístico, feo y vulgar, erigido en una colina. En medio, el Tormes, con lento avance, se extendía en un cauce tan ancho que sorprendió al inspector, que nunca había imaginado que ese río poseyera tal caudal. En la ribera, se levantaban filas de majestuosos árboles que, a trechos, ocultaban el agua; una iglesia o ermita cobijaba un embarcadero con las barquichuelas amarradas a un destartalado muelle. Desde allí, sentado plácidamente, vislumbraba el ocioso vivir de la ciudad universitaria: en unos campos de arena se disputaba un partido de fútbol o de rugby; siguiendo la corriente, dos piragüistas competían por alcanzar una meta imaginaria y los coches circulaban con pereza por las carreteras de circunvalación. Junto a la alameda se distinguían las figuras de dos burros que pastaban sin levantar sus belfos de la hierba.

Los profesores se percataron de que el invitado se hallaba abstraído contemplando la panorámica del río. Se echaron una mirada de complicidad sin que el inspector los viera. Les costaba admitirlo, pero el policía les caía bien; era simpático con ese aire desgarbado a pesar de su robustez corporal y del gran cabezón que sostenían los anchos hombros.

Era cierto. La bondad —o la, según otros, estupidez— de Ambrosio era proverbial. El inspector era alto y robusto, pero para nada daba la sensación de rigidez o envaramiento. La cabeza era una gran masa redondeada, sin embargo, esa esférica mole pelirroja proporcionaba placidez a la expresión que se desprendía de su persona. No era agraciado en las líneas faciales: la nariz judía, idéntica a la de un mochuelo; los ojos anodinos, de color verde, como los de los gatos, mas la mirada limpia y transparente. La frente, al igual que un páramo, surcado por dos profundas cuencas; los labios rosados y frescos eran la puerta de una boca coronada con dientes separados y mellados. No era fácil para Ambrosio, con ese semblante, con esa fisonomía, con la amenaza de ese cuerpo, dar confianza a los demás. Aun así, bastaba una breve conversación para que todos los reparos y miedos iniciales desaparecieran de inmediato. Era afable y cortés; educado sin llegar a ser remilgado. A veces, con una cara demasiado seria cuando escuchaba; ahora bien, al instante se suavizaban las estrías de su rostro y un espíritu risueño iluminaba la mirada sincera y tranquila de sus ojos de búho.

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9788411148139
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