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Читать книгу: «Asesinato en el Reina Sofía», страница 3

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—Hay que aprovechar estos días, qué sé yo cuándo volveremos a vernos en otra igual —decía ella.

El hotel se ubicaba en el mismo centro de la ciudad, al lado de la plaza Mayor. El edificio mostraba por fuera un rostro vetusto pero elegante, con ese aire de soberbia que adquieren las construcciones con el paso de los años. La gran escalera con balaustrada que conducía a la puerta principal reafirmaba la grandiosidad del edificio.

Ambrosio se dirigió a recepción para solicitar la llave de la habitación reservada a su nombre. Lo atendió una joven vestida con un traje azul, como si fuera la azafata de una compañía de aviación, tan solo le faltaba el gorro. El mostrador se asemejaba a la barra de un pub. Dentro había varias recepcionistas que se ocupaban de diversos clientes como si fueran camareras. Tendió la mano esperando que le entregaran una llave dorada, pero en su lugar recibió una tarjeta magnética, parecida a la del banco que llevaba en la cartera. Ambrosio debió de mirar con cara de compasión a la recepcionista, de la que esperaba un trato individual y cariñoso, interrogándola con los ojos sobre la utilidad de tal artilugio. Probablemente, para evitar poner en evidencia su ignorancia, Hortensia, según rezaba la insignia de su chaqueta azul, ordenó a un mozo que lo condujera a su habitación.

—Fermín, ¿puede acompañar al señor a la 302?

El tal Fermín sí que encajaba dentro de la imagen que era de esperar de un botones, aunque fuera mayor. Era un hombre con una edad incalculable. Lo mismo podía tener cuarenta y cinco años como sobrepasar los sesenta. Era muy delgado y su cara era totalmente inexpresiva, como la de alguien que ha visto y experimentado todo lo que la vida le puede mostrar y proporcionar, actitud vital que únicamente se encuentra en los ancianos y en los trabajadores de la hostelería. Daba la sensación de extrema higiene con su pelo corto y bien recortado y un cutis que era afeitado dos veces al día.

El camarero introdujo la tarjeta magnética por una ranura situada a la altura de la cerradura y empujó la puerta. Ambrosio se quedó boquiabierto. Buscó una moneda de cien pesetas y se la entregó a Fermín. Ni cuando le dio las gracias cambió el rictus amorfo de su cara.

Las persianas estaban bajadas y Ambrosio fue a elevarlas. Corrió las cortinas y advirtió que podía salir a una pequeña terraza. Desde allí oteaba la algarabía de la plaza Mayor. Regresó a la habitación e intentó apagar las luces, pero había tantas llaves que le resultó difícil desconectar todas. En su manipulación tocó el timbre del servicio e inmediatamente sonó el teléfono. Del otro lado del auricular creyó oír la voz de Hortensia y Ambrosio no encontró las palabras adecuadas para disculparse por su torpeza. En lo sucesivo se cuidó mucho de toquetear las llaves de la luz. Descubrió con júbilo el manejo de una especie de perilla que encendía y apagaba una lámpara de mesilla, con la que se apañó mientras se alojó allí.

Le estuvo dando vueltas y vueltas, pero no conseguía que del grifo del lavabo emergiera ni una gota de agua caliente. Nunca había visto uno con una palanca. No se preguntó cómo se utilizaría porque era un manejo obvio. Lo movió de abajo arriba y manó un chorro que le salpicó. Sin embargo, era incapaz de conseguir que saliera agua caliente. Llegó a plantearse que no hubiera en las habitaciones, pero le parecía impensable que un establecimiento de esa categoría no incluyera ese servicio. No se atrevió a preguntar por teléfono en recepción, ante la eventualidad de que le contestara Hortensia. Mientras curioseaba por la habitación comprobando el estado de los armarios, los distintos tipos de perchas, el escritorio con cuartillas y sobres con el membrete del hotel, no dejaba de darle vueltas al asunto del agua. Volvió al lavabo y no cejó en su intento hasta que averiguó para su sorpresa que la palanca no solo se movía de arriba abajo, sino también en sentido horizontal, de tal manera que si la giraba a la derecha surgía agua fría, pero si la deslizaba a la izquierda, era caliente. ¡Eureka! ¡Qué contento se puso! «Es que, con estas modernidades, hasta que se acostumbra uno pasa tiempo», se dijo a sí mismo.

A partir de entonces tuvo mucho cuidado en la manipulación de interruptores, botones y cofres de seguridad; casi no se atrevía ni a cambiar de canal de la televisión, cuando, jugando con el mando, presionó uno y aparecieron en la pantalla puntos parpadeantes, lo que le llevó a pensar que el dominio de todos los servicios que ofrecía el hotel le resultarían inalcanzables por su torpeza.

Se introdujo en la bañera y desenroscó la llave del agua caliente. Dejó que corriera, sin mirar si derrochaba o no. Otra cuestión habría sido si se hubiera duchado en su casa. Allí, con un sentido irreprochable del ahorro, hubiera sopesado y calculado en qué momento podía abrir el grifo para que coincidiera la salida del agua con el fin de la operación de desnudarse. Sin embargo, en el hotel no le cobrarían más porque tardara en ducharse veinte minutos. Casi estuvo a punto de animarse para darse un baño, pero esta idea no sobrepasó el análisis ético-ahorrador de Ambrosio. El chorro le golpeaba directamente sobre la cabeza. Cerró los ojos y permaneció inmóvil mientras el agua fluía rápidamente por los valles y altozanos de su cuerpo. Caía con fuerza sobre la bañera y el chapoteo lo relajaba. Se echó hacia atrás el flequillo para que la corriente del líquido elemento corriera por su pelo como si fluyera por minúsculos surcos. Tomó un pequeño sobre hermético de gel de baño y lo repartió por la cabeza y por sus partes. Frotó y al punto una espuma blanca y suave le empapó el pelo del pubis. Acariciándose los testículos, el pene se puso erecto. Vertió más gel para lubrificar. No le fue necesario fantasear con Hortensia, porque solo con unos cuantos vaivenes de su mano hubiera provocado un borbotón de semen, no obstante, procuró sosegarse y recrearse en la sensación tibia de los muslos y el ardor de la vulva de Hortensia. No llegó a palpar los pechos, ni a recorrer la suave espalda, ni a saborear el dulzor de sus labios, ni la sal de su piel, porque su mano sacudió imperceptiblemente el capullo y se perdió en la humedad del placer.

7. La facultad

Se despertó bastante tarde, casi a las diez. No había dormido bien; únicamente concilió el sueño de madrugada. Se hallaba muy a gusto en el calor de las sábanas y poner los pies en el suelo para incorporarse le supuso un enorme esfuerzo. Se había metido temprano en la cama. Cenó en una pizzería que encontró al lado del hotel y regresó inmediatamente a su habitación con la intención de acostarse lo antes posible para al día siguiente emprender su misión investigadora, con el ánimo resuelto de esclarecer el caso con diligencia y regresar a su hogar. Sin embargo, cuando se puso el pijama, no resistió la tentación de tomar el mando a distancia de la tele y encenderla. Nunca había visto la televisión desde la cama. Realizó un repaso veloz de las distintas cadenas. No sabía qué buscaba. No le apetecía ver una película, ni un programa de variedades, ni noticiarios, pero cambiaba de canal con desesperación. Hasta que se percató de que, en parte, esa excitación era consecuencia de la circunstancia insólita de encontrarse él solo viendo la televisión sin tener pegada a su mujer. Y lo que rebuscaba en la pantalla era la imagen de mujeres sugerentes y atractivas; trataba de descubrir los desnudos femeninos en escenas de películas, las piernas más esculturales de las vedetes, o los culos más prominentes y los pechos más turgentes o inflados en las azafatas de concursos insulsos. Cuando las protagonistas desaparecían, realizaba un barrido por todos los canales hasta tropezar con otra chica que le gustara. No tuvo suerte en esa ansiosa búsqueda. ¡Tantas veces como salían en otras ocasiones y ahora, que se hallaba solo para excitarse sin miramientos, no aparecía ninguna mujer que mereciera la pena! ¡Vaya mala suerte! Con esa fogosidad se entretuvo demasiado tiempo y, cuando se decidió a apagar el televisor y dormirse, se encontraba en un estado de tal nerviosismo que no le fue posible conciliar el sueño.

Al salir del hotel, miró hasta la recepción para cerciorarse de la presencia de Hortensia. Desilusionado, comprobó que, en su lugar, atendiendo a los huéspedes, había un chico alto, trajeado y con una enorme sonrisa en los labios.

Entre los planes previstos por Escaleras para dar luz al caso y descubrir al criminal, el primero era visitar la universidad en la que el catedrático había impartido sus clases. A pesar de que la mañana se hallaba en su apogeo, el sol se ocultaba tras una capa nubosa alta y fina que le impedía mostrar sus rayos de luz. El día era opaco y triste, y hasta el bullicio y la algarabía del mercado de abastos y del tráfico agobiante de las estrechas calles terminaba deglutido por la solidez de la opacidad. Más por llevar algo entre las manos que por deseo de leer compró el periódico. Se decidió por La Gaceta, deseoso de minusvalorar la prensa provincial. Preguntó al hombre que despachaba los diarios en qué dirección se localizaba la Facultad de Bellas Artes. Dudó antes de responder.

—No me haga mucho caso, pero creo que esa se encuentra por Pizarrales. ¡Hay tantas!

Subió las escaleras que conducían hasta la plaza Mayor. A esas horas, la gente que paseaba lo hacía por dentro, bajo los soportales. Casi todos eran jubilados y algún que otro extranjero joven, seguramente estudiante de español. En la parte descubierta y en los bancos más próximos a las terrazas de los cafés, discutían en amena charla grupos de gitanos que no parecían resentirse de las inclemencias climatológicas, aunque de vez en cuando miraban en dirección donde se suponía debía de andar el sol y se frotaban las manos y echaban el aliento para calentárselas. Compró un cupón de la ONCE a uno de los innumerables vendedores que estratégicamente se situaban en cada una de las puertas de acceso y que le señaló con el brazo el arco al que dirigirse para llegar a Pizarrales.

El trajín cotidiano de los salmantinos se extendía mucho más allá de las inmediaciones de la plaza Mayor. Con la señalización deíctica del ciego se orientó hacia calles comerciales que conducían hacia la parte alta de la urbe. Ambrosio marchaba despacio, deleitándose con el jolgorio de los transeúntes, fijándose especialmente en los numerosos estudiantes que se cruzaban en su camino con sus carpetas y bolsos. Sintió envidia de ellos. ¡Cómo le hubiera gustado haber estudiado! Enseguida aprendió a distinguir a los bachilleres, que seguramente hacían novillos, de los universitarios, por su vestimenta estrafalaria a veces, otras desenfadada y hasta hippie, con complementos como pañuelos, fulares, gorros y sombreros. Se situaba detrás de grupos de estudiantes, mejor de chicas y, a la vez que regocijaba la vista con sus contorneadas figuras, procuraba captar el enigma de las conversaciones. Cuando alguien lo miraba a la cara, se sonrojaba como si lo hubieran sorprendido espiando la más secreta intimidad.

Así, casi sin querer, caminó, pasó semáforos, cruzó calles y avenidas y se internó por jardines hasta llegar un momento, una vez alcanzada la estación de autobuses, en que la ciudad desapareció. Al distinguir los primeros descampados, el inspector comprendió que por allí difícilmente hallaría ninguna facultad y preguntó de nuevo por la de Bellas Artes. No le aclararon con seguridad su ubicación, aunque sí le aseguraron que por aquellos barrios no existía ningún centro escolar, no siendo el instituto de enseñanza media. Desalentado, Escaleras tornó sobre sus pasos y, al encontrar la parada de taxis de la estación de autobuses, se subió al primero de la ociosa fila de coches que se alargaba al lado de la acera.

—¡Pues sí que lo han orientado bien! ¡Si se halla a la otra punta! De todas formas, no se extrañe usted, ya que las facultades se encuentran desperdigadas por la ciudad y es normal que la gente corriente no sepa dónde están. Las más antiguas, como la de Filosofía y Letras o Medicina o Derecho, esas sí las conoce todo el mundo, pero esta, además de no ser muy antigua, es muy rara. Queda a las afueras, en la carretera de Toro, más arriba de la plaza de toros. De todas maneras, aquí, en estas ciudades pequeñas, se llega enseguida. Eso sí, si no hay mucho tráfico, porque hay días que es imposible. Ahora, con la moda de llevar a los niños al cole en coche las mañanas que hay niebla o llueve, la circulación se convierte en un caos… Mire, esa es la plaza de toros. ¿Le gusta la lidia? Aquí, en Salamanca, hay una afición de miedo. De siempre. En ferias, si te descuidas un poco, te quedas sin entrada a la mínima. ¡Un mes antes las ponen a la venta!

Ambrosio seguía con curiosidad las divagaciones del taxista, que no paró de hablar en los diez minutos que tardó en realizar el recorrido, informándole de que gracias a la universidad Salamanca sobrevivía. «Si fuera por la industria, apaga y vámonos. Sobre todo, para nosotros, el sector del taxi, los estudiantes son el alma del negocio».

Y así llegaron a lo que parecía un gran seminario o colegio de frailes, donde se ubicaba la facultad. El taxista lo dejó al pie de las escaleras que llevaban hasta la portada con gigantescas columnas del edificio, que se asemejaba a la fachada de un templo dórico.

Ambrosio se ruborizó al ver que una multitud de chicas sentadas en los peldaños miraban cómo descendía del taxi. El policía fue consciente de que llamaba la atención y no sabía bien por qué, aunque inmediatamente descartó una: no curioseaban por su atractivo físico. Quizá por el hecho insólito de su llegada a la facultad en taxi o tal vez porque no llevaba ni carpeta, ni cuaderno, ni libro que significara su condición estudiantil.

Dentro del vestíbulo había dos dependencias acristaladas que supuso eran la conserjería. Allí se apiñaba un montón de estudiantes, como si estuvieran esperando turno para conseguir algo. Se quedó inmóvil sin saber qué hacer. De la misma forma que un poco antes se había sentido el centro de atención de la multitud, en ese momento se percató de que pasaba desapercibido. Iba a presentarse en portería, pero le parecía de lo más ridículo esperar una cola para comunicar su presencia a un conserje.

El vestíbulo poseía tres accesos por los que no dejaban de entrar y salir universitarios: una escalera central y dos puertas giratorias enfrentadas. Ambrosio se escurrió por la de la derecha y llegó a una especie de claustro acristalado con un patio en medio a cielo abierto. En él había setos, arriates y árboles cuya altura sobrepasaba la del edificio; también, un pequeño estanque en el que flotaban unos patos.

Desde el pasillo que circundaba el patio se accedía a las aulas. Los jóvenes se encontraban en su inmensa mayoría sentados en los banquillos esparcidos a lo largo de la pared. Unos fumaban, otros charlaban u hojeaban apuntes. Poco a poco, sin que hubiera una señal de aviso, los estudiantes se fueron perdiendo dentro de la maraña de asientos de las clases; las puertas de las aulas se cerraron y los bancos se quedaron vacíos. Alrededor de los ceniceros había cigarrillos que humeaban, así como envoltorios diversos que no habían sido encestados en el aro de la papelera. Los murmullos procedentes de las clases se fueron apagando y el silencio reinó en la paz del convento. De vez en cuando se dejaba escuchar alguna voz estentórea y amenazante de algún profesor que amonestaba a sus alumnos.

Ambrosio fue avanzando a lo largo del pasillo, acercándose a los tablones de anuncios y leyendo la información de numerosos y amalgamados papeles con ofertas de habitaciones de alquiler en pisos de estudiantes, venta de libros, compra de apuntes, convocatorias de actos culturales y conferencias, proyección de películas, fechas de múltiples fiestas, bailes y marchas discotequeras, mecanografiado de tesinas y apuntes, panfletos de agrupaciones políticas y de universitarios católicos… Aquellos escaparates eran los más entretenidos. Había otros, protegidos por cristal, en los que la información era meramente académica y oficial y resultaban más prosaicos y anodinos: horarios, relación de asignaturas y profesores, listas de notas, avisos de cobro de matrículas, requisitos de becarios, convocatorias de exámenes… Ambrosio hasta se interesó por la oferta de libros que se exponían en una vitrina y que habían sido escritos por los insignes doctores de la misma facultad. Para su asombro descubrió que ninguno era de bellas artes, sino referidos a psicología. «Bueno, será posible que no acierte con la dichosa facultad. Solo me faltaría que me hubiera equivocado de nuevo. ¡Estamos bien! Me voy a tirar toda una santa mañana para saber dónde se encuentra la puñetera universidad».

Avanzando con la intención de regresar al vestíbulo, descubrió la cafetería, que estaba de bote en bote. Le apeteció tomar un café y no se cortó en entrar, aunque no pudo disipar el temor a que le formularan la tan temible pregunta de si era él un estudiante para andar merodeando a su libre albedrío por el centro. Sin embargo, nadie se metió con él.

Al camarero que tan diligente y raudamente le sirvió le preguntó en qué facultad se encontraba, y le confirmó que, efectivamente, era la de Psicología, pero la cafetería era de las dos, de Psicología y de Bellas Artes.

—Fíjate en los lienzos que cuelgan de la pared. Bellas Artes se encuentra nada más atravesar la puerta que te vas a encontrar al salir al pasillo. O, si vuelves a la entrada, el ala de la izquierda es Bellas Artes —le respondió el camarero gordito cuyo cometido era la de tirar cafés en la máquina.

8. Bellas Artes: Brochaloca

Andar de una facultad a otra fue igual que pasar de la populosa urbe a un crudo desierto. En la de Psicología había multitudes y mucho bullicio; en la de Bellas Artes, silencio y desocupación. En cambio, una luz reverberaba por los pasillos y escaleras. El policía avanzó por ellos de nuevo con temor; en la masa se podía camuflar, pero en el silencio, el vacío y la luz su figura denotaba intrusismo. Buscó alguna dependencia en la que alguien lo atendiera, mas era harto difícil ubicar las aulas o estudios donde se encontraban los alumnos y los profesores. Pronto se cruzó con algún estudiante zarrapastroso, enfundado en un mono de tela de mahón o en alguna bata salpicada de pintura de amalgamados colores, como si fueran churretones impregnados artísticamente sobre el tejido níveo. Andaban en alpargatas o en chancletas. Las manos portaban grandes lienzos, carpetas, caballetes o algún botellín de cerveza. Cuando se aproximó a lo que parecía el confín de los dominios del primer piso, oyó una música atronadora que, a pesar de los tabiques, le zumbaba en los oídos como si la fuente del sonido se situara a escasos centímetros de su oreja. A través de un pequeño resquicio de la puerta vislumbró un grupo de alumnos pintando afanosamente sobre el mismo lienzo con espray. Una botella de güisqui peleón pasaba de mano en mano mientras pintaban. En una repisa, situada entre dos lavabos, se veía el casete gigantesco que creaba la atmósfera inspiradora de la obra de arte. Desde dentro alguien lo vio y con un gesto amistoso levantaron la botella en señal de invitación. Ambrosio ladeó torpemente la cabeza para negar.

Mientras descendía por la escalera vio a un señor mayor y bien vestido e, imaginando que podría tratarse de un docente, lo abordó.

—Disculpe que lo interrumpa. Ando buscando a algún profesor o alguien que me pueda informar…

—¿Qué pasa, colegui? No hace falta que me trate de don ni de usted… Además, tronco, yo no soy profesor. Soy uno más. De todas maneras, si andas perdido, te digo dónde tienes la secretaría, que allí hay unas pibas guais que te ponen al día de lo que quieras. No hay problema… Me llamo Bonifacio, pero, para los colegas, Boni o Brochaloca.

Ambrosio, mientras se encaminaban hacia la secretaría, no sabía qué decir de lo perplejo que se había quedado ante la metedura de pata. Pero Boni o Brochaloca, a pesar de su atuendo tan formal —compuesto de traje de lino verde semáforo, conjuntado con una corbata beis estampada con pequeños triángulos que enmarcaban pubis de todas formas, colores y razas—, se comportaba como si ya se conocieran.

Cuando llegaron a la secretaría, Boni le abrió la puerta y lo dejó pasar primero. Ambrosio no aceptó tal galantería; sin embargo, al persistir en su ofrecimiento, aunque avergonzado, no le quedó más remedio que adentrarse en los umbrales de una sala soleada y ruidosa donde se afanaban tres jóvenes secretarias.

—¡Buenas! Aquí os traigo a este colega, que se llama…

—Ambrosio —salió en su ayuda, pues no sabía si había olvidado el nombre o no se lo había llegado a preguntar.

—… Ambrosio, o Brosi, para los coleguis. ¡Tratádmelo bien! Hasta otro ratito.

Y, dándole una palmadita en el hombro, desapareció Brochaloca. Ambrosio hubiera deseado llegar de otro modo y no acompañado de ese jovial alumno, pero ya no tenía remedio. Él era policía y al que no le gustara era su problema. Él debía cumplir su misión.

Una de las jóvenes que, por su desenvoltura, parecía ser la jefa del negociado, le preguntó qué se le ofrecía. No sabía cómo desembarazarse y desligarse de la presentación que le habían hecho.

—Ejem… —Trató de aclarar la voz, asustado e inseguro, y, sin decir ni siquiera buenos días, alargó su carné.

La secretaria tomó el documento casi arrebatándoselo con la intención de sacarlo del atolladero, del mismo modo que si se tratara de un atolondrado alumno incapaz de expresar claramente una consulta y la trajera apuntada en una chuleta e, incluso así, no acertara a formularla explícitamente. De todas formas, al comprobar que se trataba de un inspector del Cuerpo Superior de Policía, no varió su semblante y lo miró directamente a los ojos con la urgencia rebosando en ellos para transmitirle la idea de que su tiempo era un don divino y no podía estar contemplando las musarañas.

No fue nueva esa sensación para Escaleras Arriba; en dos días había sufrido idéntica intimidación por parte de dos almas femeninas.

—Bueno. En fin, si no es usted…

—No me trate de usted.

—Perdón. Me gustaría, cómo diría yo, entrevistarme con algún colega o compañero —rectificó raudamente porque enseguida se le vino a la mente la imagen de Brochaloca al pronunciar la palabra «colega»— que pudiera proporcionarme alguna información sobre este compañero muerto en Madrid.

—Sí. Muy bien. Ahora mismo te pongo en contacto con Severino. Según sales, sigues a la derecha y de frente tienes el despacho del decano. Ya lo aviso de que vas para allá.

Y, sin despedirse, se quitó de encima a Escaleras con un gesto conminatorio, como si detrás de él hubiera una inmensa cola de gente que aguardara turno para ser atendida. El tal Severino salió a recibirlo a la puerta por si no era capaz de llegar solo. El inspector esperaba encontrarse delante de un hombre venerable y con la dignidad propia de un anciano, en cambio, se topó con un desgarbado joven que no aparentaba mucha más edad que la suya y que vestía unos ajados pantalones vaqueros y calzaba zapatos deportivos. Era sumamente alto y delgado, delgadez que se acentuaba por un perfil afilado junto a una monumental y puntiaguda nariz que caía por su propio peso. Si ya con su peculiar rostro llamaba la atención, quizá, por si algún despistado no se percataba de su incisiva presencia, perfilaba sus delgados labios un sobrio bigote color rubio pajizo. Nada más abrir sus escuálidos belfos ratoniles, Escaleras se fijó en la separación de los dos dientes centrales, porque un latigazo de salivilla amarilla se fue a estrellar contra su cara.

—Así que vienes de parte de la Policía. Quiero decir que eres un policía. Ya han estado aquí varios de ellos indagando y preguntando por el compañero.

«Bueno, bueno, bueno, lo que faltaba para el duro —se dijo para sus adentros Escaleras—. Además de memo, el menda habla para la solapa de su chaqueta, si la llevara. ¡La que me ha caído!».

No era de extrañar que el buenazo de Ambrosio se echara las manos a la cabeza. No se le entendía de la misa la mitad a pesar de que —no se sabía si porque el rector era consciente de su bajo tono de voz o porque, por su altura, parecía una espiga de centeno— metía su nariz en la oreja del policía, sin apenas mirar a otra parte que no fuera su pabellón auditivo.

—Verá. Seguramente los que han venido eran de la comisaría de Salamanca. Yo soy de la Brigada Central de Madrid —le contestó Escaleras no sin cierto retintín y silabeando para que se percatara de que debía subir el volumen de su apagada voz.

—No, si ya me lo habían advertido los que vinieron, que era muy probable que algún pez gordo llegara de Madrid.

Ambrosio no sabía cómo entrarle. Por mucho que supiera de la vida y milagros del finado, difícilmente se iba a enterar por su forma de hablar. Para su desgracia, porque le iba a hacer perder tiempo y salud, Severino —mejor Seve, lo corrigió en el momento de juntarse— no daba la impresión de estar cargado de trabajo, por lo que lo invitó a un café con leche en la cafetería.

—Ah, ya has estado. ¡Fenomenal! La compartimos con los psicólogos. Podíamos haber montado otra nosotros, pero la verdad es que nadie mostró mucho interés en el proyecto, pues tanto los alumnos como los profesores preferimos ir a Psicología porque allí hay muchas chicas guapas.

No le parecieron estos comentarios muy dignos de un rector y menos escupidos a un desconocido que, además, representaba cierta autoridad. Pero, por otro lado, Escaleras agradeció que le dieran esas muestras de confianza y se sintió obligado con Seve.

Cuando llegaron al bar, este se encontraba a rebosar. Habían coincidido con un descanso entre clase y clase. Al bajar las escaleras, no se podía dar un paso. Seve abría camino y, de vez en cuando, miraba hacia atrás para comprobar si lo seguía el agente. Al mismo tiempo le hacía guiños de complicidad y le lanzaba mensajes sobreentendidos de ánimo como diciéndole que ya faltaba menos. Llegó a la mitad de la barra y esperó la fatigosa incorporación del funcionario policial. Lo miró a los ojos y, sin abrir la boca, el inspector supo que le preguntaba qué tomaba.

—Un café con leche.

Aunque antes de ellos había un grupo numeroso de chicas, el espigado Seve, mirando al ágil camarero que se movía como loco, le indicó con la mano un dos y pronunció «cafés». Algo de salivilla se le tuvo que escapar al abrir la boca, porque tres de las chicas se volvieron a la vez para mirar qué era eso húmedo que se había posado en sus perfiles y se llevaron la mano a orejas y cuellos para limpiarse. El rector les sonrió y ellas forzaron una sonrisa, aunque inmediatamente les dejaron un hueco en el mostrador no como muestra de amabilidad, sino por temor a los aguaceros que pudieran llegar.

Escaleras sintió vergüenza ajena, pero se dijo que, si para Seve no era un problema, no lo iba a ser para él. El docente no quitaba ojo del grupo de chicas. Ellas aún lo miraban disimuladamente, temerosas de no encontrarse bien cobijadas. Hasta que no se dio la vuelta no se sintieron seguras. Seve, acodado en la barra, oteaba desde su estratégica atalaya todo movimiento femenino digno de su interés. No se cortaba nada en ese minucioso rastreo. Ambrosio se percató de que, cuando el rector surgió para recibirlo a la puerta, lo que le preocupaba no era que no atinara con el despacho, sino salir inmediatamente camino del bar para no perderse el festín visual que se estaba dando.

Poco a poco la cafetería se fue vaciando. Los chicos regresaban presurosos a sus aulas para continuar la actividad docente. Por la extensa barra solo quedaban grupos de profesores ociosos y, sentados por las mesas, alumnos que ordenaban hojas, revisaban apuntes, leían libros o periódicos deportivos o, simplemente, mataban el rato jugando al mus.

Cuando se iban a marchar coincidieron en la retirada con otros dos profesores del mismo departamento del finado. El rector se lo presentó a los dos docentes y los cuatro se dirigieron al despacho de Severino. En el corto trayecto no encontraron una conversación que aglutinara el interés del grupo, posiblemente porque el policía rompía la afinidad de los miembros.

Un sol radiante inundaba el pasillo. El inspector esperaba escuchar el ligero bisbiseo de las letanías de los enseñantes, pero en su lugar una retumbante música dispersaba en miríadas las partículas levemente visibles que flotaban entre los rayos solares.

9. El alto, el bajo y el gordo

Eran las doce pasadas. Entraron en el despacho del decano y en ese momento sonó el teléfono. Severino se sentó en un sillón frailuno y los otros en sillas de madera noble, un tanto incómodas, en opinión de Ambrosio, como si las hubieran dispuesto delante de la mesa del mandatario con el ánimo de que los visitantes abreviaran sus exposiciones y demandas.

La estancia era bastante oscura, teniendo en cuanta la luminosidad de los pasillos. Las únicas ventanas por las que entraba la luz se situaban casi al borde del techo y su presencia no lograba iluminar las apagadas paredes en las que colgaban sombríos cuadros que Ambrosio consideró decimonónicos; sin embargo, al acostumbrarse sus ojos a las tinieblas, comprobó que sus motivos eran abstractos. La mesa del despacho se asemejaba, por sus dimensiones, a la de un billar. Pese a su amplitud, a Severino le parecía faltar sitio donde ubicar todo el material. La pared frontal estaba ocupada por una gran biblioteca, cuyos anaqueles, cajones, vidrieras y estantes se expandían por toda la superficie.

—… si puede llamar en otro momento, discutiremos el asunto de una forma más sosegada porque ahora no puedo extenderme en la conversación al encontrarme reunido —acabó por atajar el decano la charla al cabo de unos minutos al no poder cortar al anónimo interlocutor—. Perdonad el ínterin —continuó dirigiéndose a los tres—. Aquí nos tienes a tu disposición para lo que gustes, aunque, como te he comentado antes, hemos hablamos con los de Salamanca y ellos te pueden informar de sus pesquisas en la facultad. Arturo y Celestino son profesores que comparten departamento y son compañeros desde hace algún tiempo…

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9788411148139
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