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En España en esos años era muy difícil hacer cine sin tener dinero. Todos los chilenos que conocí y que pasaron por acá, trabajaban temas relacionados con el exilio y eran apoyados por instituciones europeas, especialmente en Francia, Littin, Patricio Guzmán, Raúl Ruiz… Una de las razones por las que yo cuando jovencita quería estudiar cine era porque fantaseaba con ser la primera mujer en Chile que fuera cineasta. Pero desconocía las pocas mujeres mayores que yo que ya estaban dando sus primeros pasos. En Finlandia estaba Angelina Vázquez a quien después conocí cuando se vino a vivir a Madrid; en Francia conocí a Valeria Sarmiento; en Chile un par de veces estuve con Tatiana Gaviola, que era como de mi misma edad y hacía temas más de video arte; con Gloria Camiruaga coincidí en Madrid cuando con otras amigas organizamos el primer encuentro de mujeres cineastas y videoartistas. Queríamos encontrarnos para pensarnos en una dimensión propia y de ámbito iberoamericano. Años después, ya en los noventa, las muestras de cines de mujeres empezaron a proliferar por todas partes del mundo. Al final para mí si no se subrayaban otros aspectos de carácter más feministas o transidentitarios me dejaban de interesar. Y empecé a frecuentar muestras de cine o creación audiovisual en las que se abría el ámbito experimental, video arte, queer o disidencias y fronteras.

Cuando tuve la nacionalidad española quise irme. Tenía pendiente el cine, que había sido mi principal motivo para migrar. Habían pasado diecisiete años, entre el 77 y el 93, en los que yo había sido una sobreviviente, trabajaba y estudiaba, lo cual dificultaba o ralentizaba mi proceso de “profesionalización”. Hasta que no tuve papeles no pude dar pasos severos. Cuando conseguí un trabajo estable, con buen salario, e incluso vacaciones pagadas, pude contratar un abogado y sacar mis papeles, sacarme ese problema de encima, y el año 93 ya teniendo la nacionalidad me fui a Nueva York por tres meses.

Recuerdo haber grabado una manifestación del orgullo gay, el Gay Pride, en la Quinta Avenida donde se hizo un minuto de silencio por los enfermos del sida, fue algo brutal y enormemente emocionante. Recuerdo ver pasar unos buses turísticos por el desfile, donde en la parte de arriba iban todos los enfermos de sida que sabían que iban a morir. Fue algo espeluznante, y fue el primer orgullo que grabé (luego perdí la cinta, usé una cámara prestada además). Esta experiencia me produjo un click. Ahí se me produjo toda la conciencia en relación a la crisis del sida, la movida queer, en un escenario muy real, no en los libros y teorías que después vinieron. La gente habla hoy de lo queer como quien hablaba de marxismo. Pero yo aterricé en lo queer en ese momento en Nueva York, no sé bien cómo conocí a una chica puertorriqueña que me alojó en su casa del centro del Village por un mes y medio, y con ella fui a esa manifestación del orgullo. Me enseñó muchas cosas del activismo. Ella formaba parte del centro Lambda, que se dedicaba al estudio y la asistencia a personas lesbianas y gays (en esa época no eran visibles tantas identidades como ahora, habían menos personas trans fuera del armario, sobre todo trans masculinas). Ese viaje a Nueva York fue una especie de iniciación para mí. Tomé conciencia de lo queer a través de las voces latinas, había un grupo de lesbianas latinas llamado “Las Buenas Amigas”, y seguían a las autoras chicanas. Para ellas yo era muy española, repelente, y me ponían en cuestión mi forma de hablar, reivindicaban mi chilenidad, el que yo fuera latina. Eso a mí me puso patas pa’ arriba. Ellas se reían de la Judith Butler, para ellas era una profesora blanca y gringa, y se burlaban de mí por seguirla. Eran puertorriqueñas, mexicanas, chicanas, todas súper potentes. Conocían todo de Gloria Anzaldúa, Audre Lorde, bell hooks y a Angela Davis la seguían donde fuera. Era la época en la que en México estaba la “Cocina de mujeres” que eran un grupo de cineastas de los ochenta. Ahí me di cuenta de lo cateto (que es como en España le llaman a la gente inculta, momia y conservadora) que era Madrid y España, porque estas feministas del tercer mundo gringas, estaban súper adelantadas para mí. Entonces quise irme a vivir allí, así que cuando volví empecé a organizar todo para irme. Me inventé una película que quería rodar en Nueva York, cosa que finalmente hice años después, ya que me costó un tiempo, y así entré a este espacio político latino. Estuve primero en San Francisco y luego me fui a Nueva York. Ahí también me vinculé con el feminismo más “institucional y más blanco”, articulado en 1995 en torno al encuentro mundial de mujeres de Beijing.

Antes de irme a radicar en Nueva York pasé por la escuela de cine para estudiar documental, en la Escuela de cine de San Antonio de los Baños en Cuba. Fui a hacer un seminario de verano por tres meses, porque si bien yo había venido a Madrid a estudiar cine, en realidad entré a una facultad de comunicación decadente, mezclada con periodismo. Elegí entonces ir a Cuba para tener una formación más específica en documental y allí realicé un trabajo sobre ese país que me sirvió mucho en Nueva York para conseguir trabajo.

Estuve en Nueva York siete años, de 1993 al 2000, entrando y saliendo. Me fui a Beijing, luego a América Latina, seguía viniendo a España para cobrar el paro, que es el seguro de desempleo, y conseguí rodar la película en Nueva York, pero me vine a montarla a Madrid porque me era más fácil conseguir financiamiento. En Nueva York ya tenía que empezar a regularizar mi situación legal y coincidió con el momento en el que la ciudad se estaba gentrificando y todo se planteaba difícil y caro. La película que hice el 2000 fue con un presupuesto mínimo, es la historia de una psicoanalista que trabaja en la ciudad y pasa su consulta arriba de una auto caravana, una consulta móvil. Algo muy visionario para ese momento. En la película aparecían las Torres Gemelas porque uno de sus pacientes trabajaba por ahí y la psicoanalista lo va a visitar en la calle de su oficina. Él, que era adicto a la cnn y las noticias, termina suicidándose. El estreno en Nueva York estaba organizado para el día 13 de septiembre del 2001, por supuesto que no pudimos hacerlo. Cuando la estrené en Chile fue el momento en el que conocí a todos los cineastas chilenos de ese momento. Estrené Time’s up en San Sebastián y coincidimos con Silvio Caiozzi y con el director del El Chacotero sentimental, y luego también me crucé en Madrid con Andrés Wood, toda esa época de principios del siglo veintiuno, primeros años del nuevo milenio donde las mujeres cineastas chilenas aún no explosionaban como felizmente sucedió después.

Antes de salir de Chile en 1977 hice unos talleres de cine en la Universidad de Chile, los impartían personas muy raras que nos mostraban cosas clandestinamente, eran clases muy informativas. De hecho, en mi equipaje con el que me vine desde Chile (esos equipajes de los que ya no te queda nada, quizá cuatro cartas y un casete que eran como los antiguos podcast), traje tres libros y una revista sobre cine de la que tenía tres números. Me acuerdo que un curador de video arte que pasó por Madrid me dijo que eso era una joya.

Siempre tuve la sensación de que había conocido Chile estando fuera, todo lo hice fuera, excepto el capítulo de Tres instantes y un grito que rodé en 2011 sobre el movimiento estudiantil. Ahí hice una catarsis porque en ese capítulo aparecen chicas que tienen casi la misma edad que tenía yo cuando me fui. Ellas tienen una clarividencia y una madurez emocional y política que impresiona mucho a quienes ven la película. Chicas valientes, tienen capacidad de jugar. Cosas que a veces veo en el feminismo joven, gente que tiene las cosas muy claras y van adelante sin hacerse tantas preguntas. ¡Bendita juventud, siento, hago y luego pienso!


Tengo un relato pendiente con Chile. A veces me digo, “dite la verdad”. Hice lo de los estudiantes, y una pieza del proceso chileno del NO con mis sobrinos hablando de la democracia, sin poder decir esa palabra, decían “cracracia”, eran pequeños y alguno no sabía hablar todavía pero ya intentaba repetir una palabra; democracia, que en 1988 oía a sus padres repetir todo el tiempo. Siempre me pareció muy duro el cine, muy clasista y castrador, como que te exige entrar en la industria, por eso me acerqué más a las artes visuales o al video. Esto le pasa a la gente que tiene la necesidad de hacer cosas que hay que producirlas en un momento muy concreto, cuando no tienes tiempo para hacer una película durante seis años, ni para lidiar con actores narcisistas. Y a veces una quiere contar y crear, por eso sí me siento más ligada a las artes visuales, y ahora hay una serie de herramientas de bolsillo que te permiten ir haciendo en pequeño formato, los teléfonos, etcétera. Cosas que tienen que ver con lo que hacíamos hace unos años con el video arte. Esto sin tener que depender de grandes productoras en manos de usureros.

Mi orfandad artística cinematográfica ha sido total

Creo que perdí el pudor y ya no me importa salir en los encuadres de otra gente. Creo que tengo una pulsión con documentar y grabar la realidad. Estoy grabando siempre todo, y tengo mucha curiosidad. Es como oler los pinos. Grabar y colaborar también es una forma de sentir amor por la gente, como a quien le gusta cocinar e invita a comer, yo voy grabando. Y creo que, si hubiese tenido esta conciencia desde temprana edad, si me hubiese encontrado con una escuela buena y sana con gente que me hubiera apoyado, seguramente me hubiese transformado en un estilo de Chris Marker, alguien que iba experimentando con la realidad. Pero el problema es que mi orfandad artística cinematográfica ha sido entera, además de que el documental por muchos años fue un cine considerado menor que suscitaba menos interés, al menos acá en España y en mi época. En Chile era otra cosa, se hizo siempre mucho documental, más intenso y evolucionado. Ahora todo el mundo hace documentales y causa más interés. Para haber tenido una mejor experiencia formativa me tendría que haber quedado en Cuba, o irme a Suiza, a Bélgica, donde lo apoyan mucho más.

Yo hablo más de un cine de urgencia porque es la parte que a mí me ha interesado. Otros cineastas se fijan en la belleza de la imagen, yo hablo más de la urgencia de la realidad. Así como mi hermano tiene talento para la cocina, yo creo que tengo un talento natural con la escucha, no me cuesta ser casi invisible, de hecho, aunque no sea invisible porque muchas veces para documentar me tengo que meter en el centro de la imagen general, pero hay un momento en el que la gente ya no me ve. Y eso te permite recuperar cosas que la gente ya no ve o de las que se olvidan. Y como yo me comprometo con las causas que filmo, nunca voy a sacar cosas o personas que pongan o se pongan en riesgo.

Creo que en el mundo contemporáneo la gente se escucha cada vez menos, los grandes debates o encuentros se tratan cada vez más de que cada uno vaya a soltar su rollo ombliguista, y eso cada vez me interesa menos, lo de seguir a gente que no sabe escuchar. También es verdad que en mi trabajo me interesa escuchar a aquellos que no son escuchados; los que no son escuchados por el sabio, por el narcisista, por el político… Que esa gente cuya voz no es escuchada pueda expresarse, me interesa un montón, la gente del afuera, en el sentido del centro del poder, del significado, del foco… Me interesan esos momentos vírgenes de la palabra, cuando la gente toma por primera vez un micrófono y titubea como nunca más va a volver a titubear cuando se haga conferenciante. Es un aburrimiento seguir escuchando a las mismas personas de siempre. Creo que hay que gestionar nuevas formas de expresión o de gestión de la palabra, para que los mismos de siempre dejen de ocupar todos los espacios, porque son repetitivos y aburren.

En los espacios de activismo antirracista se hará también necesario desarrollar unos lugares que rompan con el formato blanco de autoritarismo, elitista, donde habla el que más sabe o el que lo hace de forma más articulada. Eso hay que irlo trabajando con otras herramientas. Y esto también ha pasado en el feminismo, que al final está ocupado siempre por las mismas voces hegemónicas que repiten lo mismo, por ahí hay que desordenar los temas. Al menos artísticamente habría que hacerlo.

Para cerrar, creo que esto permite producciones espontáneas con formatos rápidos. Cuando estás en la escucha de la urgencia, vas pillando cosas que están pasando, la compones y la devuelves. Y ya no tienes necesidad de construir un relato desde unos propósitos preconcebidos. Creo que esta manera de trabajar también se traducirá formalmente en creaciones distintas, producciones y relatos desordenados. No soy capaz de imaginarme por dónde voy a seguir, pero sí mantengo mi deuda personal con mi primera patria, ese sur de Chile, lleno de verde y agua, que ya se está amarilleando y secando. Con ese Chile que tiene que derrocar algún día esa minoría miserable e inmoral que se quedó con toda la riqueza del país y que la vendió y expolió con los intereses de ese capitalismo global al que nunca le interesa poner en el centro la vida de la gente. Hay un Chile secuestrado por la violencia patriarcal y machista de una minoría de sicópatas. Espero llegar a ver la victoria de la inteligencia colectiva y que por fin tengamos el país que merecemos desde hace más de dos siglos. ¡¡¡Y nazcan les chilenes libres, con sus razas y colores!!! Todo esto mientras estemos en este planeta.

*



Carla en su casa en Klosterneuburg. Lucía y Paulina en Viña del Mar en la casa de Paulina.

21 de agosto de 2018

Terminé la universidad en Chile el año 2000, fue un año bastante movido en el que dejé de vivir en la casa de mis padres. Me fui a una casa en un sector periférico de Valparaíso, es un lugar central pero un barrio bien pobre y complejo en ciertos aspectos. Me tocó allí una situación de vida bastante extrema, convivir con la pobreza de forma tan cercana fue duro pero al mismo tiempo interesante porque empezamos a trabajar con unos amigos y colegas de la universidad en una oficina de diseño. En ese momento buscábamos ejercer resistencia a través de proyectos de arte y diseño que tenían mucho que ver con el desarrollo de la ciudad.

Hay una razón muy importante de por qué me fui de Chile y es que mi hermano mayor, a fines de los años ochenta, dejó el país por razones políticas. Estudiaba en la Universidad Católica de Valparaíso y era parte de un movimiento de izquierda; de hecho, el año que mi hermano se fue de Chile estuvo muchas veces preso por su constante participación en las marchas y protestas. En el año 1987 mis padres deciden sacarlo del país, porque además del peligro latente de una desaparición, la situación económica en Valparaíso estaba muy mal, no había perspectivas laborales para los jóvenes. En ese momento uno de los países que tenían un acuerdo para recibir a refugiados políticos era Suecia, y mi hermano se fue para allá. Cuando salí del colegio e ingresé a estudiar artes visuales en la Universidad de Playa Ancha, después del primer año y en medio de confusiones típicas de la edad, decidí ir a Europa por seis meses y visitar a mi hermano. Yo llegué a Escandinavia, no a Europa central. Este viaje fue fundamental, fue un cambio radical en mi vida. Mi hermano vivía en un pueblo pequeño, y yo pasaba muchas horas leyendo en la biblioteca y observando la realidad de la vida cotidiana de las personas en Escandinavia. Luego tuve la posibilidad de bajar a Europa central, visitando museos y viendo en vivo y en directo todo lo que había estudiado en las clases de historia del arte en la universidad. Con todas estas grandes experiencias volví a Chile y terminé la universidad. Sobrevivir en ese tiempo, y ser mujer en un estudio universitario donde la mayoría eran hombres, no fue algo fácil.

En el año 2001 una amiga muy cercana se fue a vivir a Roma y eso gatilló en mí el deseo de volver a vivir en Europa. En medio de esas ganas de salir del país, apareció Matthias. Él llevaba muchos años trabajando en el medio cultural en Viena pero en ese momento vivía en Valparaíso. Nos enamoramos, nos fuimos a vivir juntos a Playa Ancha y nos casamos, y un mes después, en abril del 2002 nos vinimos a vivir a Viena. Tuve la suerte de que él vivía en la capital y no en el campo. Creo que yo no hubiera resistido en ese momento la vida en una ciudad pequeña, por el clima, el frío, la falta de panorama cultural, etcétera. Llevo dieciséis años en Austria y hace siete años que vivo en las afueras de Viena.

En mi caso me vine casada a Europa, así que nunca tuve problemas para recibir el permiso de residencia. Fue fácil llegar a una cierta base social establecida: amigos de Matthias, un departamento amoblado, una familia cercana. Este gran “flotador” también se transformó en la gran barrera que me impidió relacionarme con el mundo vienés como lo hubiese hecho si es que no hubiera tenido toda esta red de apoyo familiar. De alguna forma todo eso también me frenó un poco: por un lado me dio una base de seguridad económica y legal, pero al mismo tiempo me quitó todo lo que significaba pasar por la experiencia de ser una mujer inmigrante sin ese respaldo y tener que valerse de las fuerzas propias para salir adelante. Siempre supe claramente cuáles eran los privilegios de tener la libertad de trabajar desde esa posición; entonces traté de usar ese lugar para tematizar la situación de otras mujeres inmigrantes, con sus propios temas.

En Chile trabajé siempre como artista, pero cuando llegué acá los primeros seis meses estuve cuidando niños y aprendiendo alemán; tras esos meses me di el valor para hacer contactos con galerías o centros de arte y con otros artistas. La primera exposición la tuve en mayo del 2003 y mi primer trabajo pagado como artista fue en el verano de ese mismo año. Tuve suerte, no sé si me habría quedado en Viena si no hubiera tenido ese reconocimiento a nivel económico y en mi currículum. Entre 2003 y 2007 tuve un promedio de ocho exposiciones anuales, lo que era bastante para esos primeros años. Fue un camino en que pude ver el reconocimiento de parte de la institucionalidad austriaca, fueron años en que me gané becas, premios, y con una de esas becas de residencia me fui a vivir a París. Esta residencia me hizo pensar por primera vez en la posibilidad de ser madre. Mathilde, mi primera hija, nació en el 2008. Su nacimiento fue un quiebre bastante importante en mi vida, fue el primer paso para tomar decisiones que me llevaron al lugar donde estoy ahora, digamos, profesionalmente, ya que vivir solamente de proyectos artísticos siendo madre es muy sacrificado.

El año 2004 ingresé al programa de doctorado de la Universität für angewandte Kunst (Universidad de Artes Aplicadas) en Viena, pero antes de entrar allí ya conocía a gente que estudiaba y me daba cuenta que las escuelas de arte acá no tenían el nivel teórico que nosotras teníamos en Valparaíso. Yo les hablaba de libros y teorías que muchas veces los otros alumnos y colegas no conocían. Como nunca pasé por Santiago no llegué a tener una vida profesional allí, me vine de Valparaíso directamente a Viena. A pesar de eso, nunca me sentí periférica, ni a nivel de producción plástica, ni a nivel teórico. Hasta ahora esto me parece súper interesante, siempre fui bien segura del valor de mi trabajo y esto me ayudó a luchar los primeros años. La formación académica que tuvimos en Chile estaba, al contrario de lo que siempre pensamos, muy por sobre el nivel de mis colegas vieneses.

Cuando recién llegué acá, a diferencia de la situación ahora, Viena era un desierto a nivel de coyuntura artística, no había otros colegas latinoamericanos con quienes generar discusiones a nivel teórico-político-activista, armar proyectos colectivos, crear redes de intercambio. Ninguno de nuestros proyectos tenía repercusión institucional y a ratos eso era muy desalentador. Por otro lado me dio mucha fuerza entender que tenía la responsabilidad y el deber de crear y reclamar mis propios espacios. Tuve que aprender a negociar con instituciones y eso me dio la posibilidad de hacer proyectos interesantes como los que he hecho hasta ahora y sigo haciendo.

Matthias, mi compañero, me ayudó con el idioma y traduciendo mis primeros textos, pero llegó un momento, sobre todo luego del nacimiento de nuestras hijas, Mathilde y Charlotte, en que ya no hubo tiempo para eso. En ese momento todo el apoyo que yo tenía desde la casa y desde él ya no me funcionó más y esto me obligó a ampliar mis redes de trabajo, lo cual tuvo un efecto muy positivo. La inconformidad es un motor que te permite buscar nuevos caminos, buscar soluciones cuando no las hay. Cuando la gente te dice que no hay presupuesto, una sigue buscando, y cuando no hay nadie que te ayude de repente tocas otra puerta y “logras lo imposible”.

Vengo de una familia sencilla. En mi casa no hubo libros y el televisor estaba encendido muchas horas al día. Estos son los límites de clase con los que he tenido que luchar. Yo no hablaba inglés, recién ahora lo aprendí y estoy moviéndome en algunos círculos académicos que lo hablan. Los primeros años en Austria tuve que trabajar para vivir, y no podía cuidar niños sin hablar alemán. Hoy no podría enseñar en la universidad si mi alemán no fuera suficiente. Actualmente los colegas que llegan a estudiar a la universidad vienen con un inglés perfecto y se niegan a aprender el alemán. Yo creo que los subalternos, los migrantes, las primeras, segundas y terceras generaciones debieran poder defenderse en alemán, pues si no desde dónde resistes ¿desde el inglés? Y ¿para quién es ese discurso, para la academia? Para quienes llegamos acá con el deseo de quedarnos a vivir hablar el idioma es primordial, desde mi punto de vista es una de las formas posibles de cambiar la sociedad en la que vives.

Me puse a estudiar inglés hace dos años y eso me ha abierto otras puertas a otro mundo discursivo. Para mí ahora el mundo alemán pasa por lo doméstico, por hacer las compras, mi vida como mamá, acompañar y apoyar con las tareas del colegio, por el permiso para conducir. Y pasa por enseñar, ya que trabajo en el departamento de pedagogía en arte donde las clases son en alemán, no como en artes visuales donde se ocupa más el inglés. Mi inglés lo uso para escribir, investigar y leer.

Siento que con Chile tengo una relación en deuda, primero con mi familia, pero también con el país. Austria ha sacado provecho tanto de mí como persona, con mis experiencias y vivencias… Las temáticas de mis exposiciones hasta hace cinco años atrás tenían que ver con mis vivencias, con experiencias personales acumuladas desde mi infancia viviendo cerca de la feria de la Avda. Argentina en Valparaíso. Siento que Austria se ha alimentado de mí culturalmente estos últimos años teniéndome como puente. Me gustaría devolver esto de alguna forma, pero ahora no puedo porque mis hijas son chicas y debo acompañarlas. Quiero volver a hacer algo en Chile, a hacer algo que pueda aportar para cambiar cosas. Quizá tantos años de vida en Europa y la distancia ganada ayuden con este fin.

Mis últimas visitas a Chile han sido para ver a la familia, pero anteriormente yo iba a buscar material, iba con cámaras de foto y video, documentaba y me devolvía a hacer mis trabajos de arte.

Viviendo en Austria siento la diferencia respecto de vivir en Italia o España porque aquí hay de partida una discriminación por tu color de piel, ya no solo por el hecho de ser pequeña de tamaño o hablar otro idioma. Yo nunca me sentí como una persona de color hasta que pisé Austria. En Chile crecimos pensando que éramos parte del mundo occidental y llegando acá me di cuenta que nosotros definitivamente no éramos Occidente, sino parte del “Sur global” no europeo y esa discriminación la aprecié en todo. Ahora lo percibo en otros niveles, pero al llegar lo sentía directamente en el cuerpo. Desde subir al metro y percibir que cuando la gente te ve se da vuelta y agarra su cartera o, cuando cuidaba a una niña, sus padres me pedían hablarle en español, pero al mismo tiempo en el transporte público la gente me paraba y me pedía que le hablara a la niña en alemán, ese tipo de discriminación. Cuando comencé a trabajar en mi profesión me di cuenta que todo ese racismo que al principio sentía en el cuerpo, lo podía percibir ahora a nivel institucional. Cuando interactúas, cuando realmente comienzas a formar parte de la sociedad en la que vives, es donde el racismo más dolor causa.

Estuve trabajando hasta el verano del año pasado en la Universidad de Artes Aplicadas, allí daba clases. Perdí mi trabajo por un tema de discriminación, cosa que hasta ahora no he querido reclamar. No quise decir que había sido un tema discriminatorio porque había otras colegas involucradas a las que no quería dañar. Así que me fui del lugar con la cola entre las piernas, y con la esperanza de que aparecería otra oportunidad.

Por suerte ahora me avisaron que voy a empezar a dar clases en la Academia de Viena, que para mí es el mejor lugar donde podría enseñar, es una universidad de renombre a nivel internacional. Me dieron un puesto de senior lecturer (profesora adjunta), así que ahí voy a intentar mover cosas desde dentro de la institución, ver qué se puede cambiar, ver qué puede hacer este cuerpo de color en la institución. Si hace diez años se prefería dar puestos de trabajos a mujeres y gente queer en las instituciones, ahora en las universidades están queriendo tener gente de color y en ese sentido, sé que cumplo una función, pero por qué no aprovechar esta oportunidad. Poder incorporar otros discursos y hacer un puente entre los movimientos de la gente de color e inmigrantes fuera de la academia. Trabajo en el departamento de educación, donde nos interesamos en aspectos políticos de la discriminación, en cómo por ejemplo el racismo institucionalizado se aprende ya en la escuela. Silvia Rivera Cusicanqui plantea que nuestra situación nos hace definirnos; no es que yo sea de color, sino que me han vuelto de color. De hecho yo no llegue acá siendo de color, fue cuando llegué que me di cuenta de que había definiciones culturales y políticas que me ponían en un lugar determinado.

Me formé en estudios culturales en la universidad y establecimos grupos de estudio con otros latinos. Nunca me encontré con artistas chilenos porque en ese momento había muy pocos viviendo en Viena. Un amigo peruano fue una de las primeras personas de color que tuvo un puesto en una universidad de arte austriaca, y ahora trabajo con él en el mismo instituto.


En el 2010, me invitaron a un proyecto expositivo en que se trataban las problemáticas de ser inmigrante y mujer. En ese momento nuestra postura de resistencia fue no hacer una exposición sino que crear una plataforma discursiva que terminó siendo un libro titulado Migrationskizzen, que significa Bosquejos migratorios18. Fue uno de los primeros libros hechos por mujeres inmigrantes editado en alemán.

Cuando tuve a mi primera hija empezaron las primeras experiencias discriminatorias en el parque, en la plaza de juegos. Con mi segunda hija tuve una matrona externa que me aconsejaba y una de sus advertencias fue que cuando me vieran llegando al hospital público siendo una mujer latina pequeña casada con un alemán grande las matronas pensarían para sí: “Puf, aquí se viene un parto complicado”, una clara muestra del racismo aplicado a los cuerpos.

Algunas de las experiencias que he tenido como mujer y como madre migrante terminan siendo parte de mi trabajo artístico y una de estas experiencias fue cuando fui con mi hija Mathilde a visitar un lugar llamado “La casa de las mariposas”, que es un gran invernadero ubicado en la zona imperial de la ciudad, donde hay palmeras falsas y cientos de mariposas volando alrededor. La primera vez que fui a este sitio fui con una niña a la que yo cuidaba y que era hija de una familia rica; ellos me pidieron ofrecerle algunas experiencias culturales durante las tardes que pasaríamos juntas. La segunda vez que visité el lugar fue con mi hija Mathilde y vi unas esculturas que estaban detrás de las palmeras que en ese momento no supe lo que representaban. El año pasado me invitaron para una exposición donde fotografié estas esculturas que iban acompañadas de una pregunta: ¿Quién saca provecho de esto? (en alemán es “Wer hat was davon”). Las esculturas fueron hechas por un artista peruano-sueco, y evocan a una familia de indígenas del Amazonas en el Perú. Yo pienso que no habría podido verlas si no hubiese visitado ese lugar en el rol de madre y niñera, traspasando una herencia cultural, traspasando historias a mi hija o a la niña que entonces cuidaba. La metáfora de estas esculturas se repite en el cotidiano vienés. Son historias de grupos que están siendo silenciados y que su rol en la sociedad es de adornar con su presencia exótica. Aún sigo investigando sobre este tema y pienso continuar escribiendo y produciendo obra a partir de esto.

Mi compañero no se involucra tanto en estas reflexiones pero sí las escucha y tratamos de pensar juntos lo que significa criar a niñas en la diáspora. Ellas no solo hablan dos idiomas sino que también tratamos de mantener algunas costumbres chilenas en la vida cotidiana, son niñas transculturales. En algún momento toman conciencia de estas diferencias y la pregunta no se deja esperar: ¿Mamá porque tienes la piel de color y nosotras somos tan blancas?

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9789566048572
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