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3.

El comienzo de la migración es solo una larva

Que avanza a velocidad luz entre los cuerpos

Los peces a contraaguas, veloces van

Angosta es la calle, el paso, la frontera, la muralla

Quietos observan otros seres territoriales acechando

Muchos quedarán detenidos en el trayecto para siempre en la noche de los tiempos

Avanzan furiosos a buscar otros nidos, otras casas, otras cuevas, otras corrientes

Gran viaje se alza entre los aires

El vuelo debe romper surcos

Ni continentes, ni mares les detienen,

Avanzan hombres, mujeres, pájaros, pájaras animales, animalas

Faumelisa Manquepillán

Tuve la sensación que después de cada conversación se me quedaban las palabras pegadas como por una semana, me volvían a lo largo de los días como algo que se había dicho o que podría haber sido dicho, o seguía las conversaciones imaginariamente. A veces se me confundían los relatos, no recordaba quién había dicho qué, o entremezclaba partes de una y de otra, incluso parece que con mis propios recuerdos. A veces de tanto escucharlas, soñaba con ellas, tenía pesadillas.

Recuerdo llegar a la casa de una de las colaboradoras sin que hubiésemos conversado nunca antes, y salir con la sensación de habernos conocido hace años. Las conversaciones en general llegaban a grados de intensidad muy altos, y esto iba creando un ambiente de confianza, donde muchos recuerdos se iban activando de acuerdo a las diferentes experiencias singulares de cada una. Había algo coral, pero como un coro desafinado, tratando de seguir un ritmo que encontraba ecos y resonancias en las voces de las otras.

Durante las transcripciones, era como estar escuchando en cámara lenta. Mi percepción cambiaba muchísimo en esa segunda escucha. Era como volver a conocer a las que ya conocía y empezar a tener contacto con las que no conocía mucho en unos grados de altísima intimidad. Algo importante se fue dando en relación a las formas de construir vínculos porque el haber vivido experiencias de desarraigo con Chile fue una manera de encontrarnos en esos lugares donde hemos experimentado formas de salirnos de un marco territorial y cultural determinado. Surgieron algunas preguntas colectivas: ¿Cómo ha sido salir de Chile? ¿Se puede salir? ¿En qué sentidos se puede salir incluso estando dentro del territorio? ¿Cómo permearnos de otras formas?, ¿Cómo contaminar nuestras prácticas cotidianas con otros referentes?

Con los relatos me fui conectando con varias cosas que tenía dormidas, olvidadas, sepultadas y otras debajo de la alfombra (como el polvo). Memorias confinadas, sin la posibilidad de salir, de procesarse, cosas guardadas por temor a que dolieran. Sobre todo mi experiencia no tan “exitosa” de la vida cotidiana cuando vivía fuera de Chile; lo difícil de encontrar trabajo para una joven menor de treinta años que solo accedía a los empleos precarios que explotan a las mujeres con sueldos bajos y casi siempre sin contrato (cuidados, limpieza, etc.); sentirme bastante mal al darme cuenta de que no tenía muchas posibilidades de quedarme y sobrevivir con esos trabajos precarios. El cansancio me daba mucha angustia, no tenía muy claro cómo poder defenderme de violencias que no alcanzaba aún a nombrar así. Esos miedos y angustias se sienten de distinta forma en los diferentes cuerpos porque hay “una relación con el espacio y la movilidad en juego en la organización diferencial del miedo mismo” (Ahmed 2015, 114), Sara Ahmed interroga la idea de que los sujetos más asustados sean los vulnerables; esto implica pensar por qué algunos cuerpos temen más que otros y cómo es que se conforman esos sentimientos.

Recuerdo también que era muy difícil hacer el proceso de papeles para vivir legalmente, y había un miedo constante de que se vencieran y quedar ilegal. Esa vivencia se tensiona con la lectura que muchas veces desde el interior de Chile aparece al momento de evaluar si “te ha ido bien”, donde vivir fuera (y sobre todo en un lugar más central o metropolitano que Chile) pareciera un éxito en sí mismo, obviando la experiencia concreta, y a la vez invitando a tergiversarla en pos de las narrativas optimistas del éxito (Ahmed 2019). El proyecto de construir una “buena vida” en un “lugar mejor” es un deseo recursivo que se proyecta sin demasiados cuestionamientos, por eso Lauren Berlant se pregunta “¿Por qué las personas mantienen su apego a determinadas fantasías convencionales de la buena vida —por ejemplo, de reciprocidad duradera en las parejas, en las familias, en los sistemas políticos, en las instituciones, en los mercados y en el trabajo— habiendo sobradas pruebas de su inestabilidad, su fragilidad y sus costos?” (Berlant 2020, 21) Hay una constante, al menos en el grupo que recoge este texto, que es la de migrar a un lugar “más grande que Chile”, aquellos lugares que permiten acercarse a lo que aparentemente en Chile no existe. Este movimiento, que en general es hacia el norte, también implica convertirse en otra persona puesto que somos según el contexto en el que estamos.

En las migraciones que hemos vivido hay un proceso de encuentro con un tipo de alteridad, el encuentro con otrxs y el reconocimiento de una misma como otra, y esto va sucediendo a la par y con bastante profundidad. Luego con los años he podido procesar toda esa experiencia, sobre todo con la ayuda de lecturas feministas, antirracistas y decoloniales, y desde las vivencias de otras compañeras pude comprender cómo me sentía con ese miedo y angustia a pesar que de todas formas sentía una fuerza interna que me movía “pese a todo”, probablemente la conciencia en un tipo de vulnerabilidad de clase y género que activa fuerzas de sobrevivencia. Es como si se desnaturalizara el racismo tardíamente, desde el momento en el que una se va de Chile y cambia su posición, generalmente privilegiada, o sea la que sea, que vive en su país de origen.

Muchos de esos sentimientos (frustración, rabia, desencanto) iban apareciendo mientras escuchaba las grabaciones de las entrevistas, pero sobre todo mientras leía las transcripciones. Se trataba de esos sentimientos intensos que a veces se ocultan para seguir operando, cosa que no funciona todo el tiempo, y a veces me tiende a bloquear. La lectura de todo el material a la vez me daba una sensación de fuerza, de estar presenciando una gran potencia colectiva de mujeres, sus luchas, sociales y cotidianas, era como estar presenciando un cúmulo de movimientos subjetivos sucediendo a la vez.

Los impulsos de salida son múltiples, se formalizan como becas de estudio, como estudios sin beca, como exilios13 y sexilios14, como relaciones de amor o como ahogos diversos. Cuando una se va hay cosas que se pierden, y también aparece la posibilidad de ser otra, el poder desprenderse de cosas. Es posible pensar el proceso migratorio vinculado a lo mucho o poco que una tiene que perder en el lugar de origen (prestigio, una carrera, una situación familiar, etc.). O a lo mucho o poco que una puede cambiar: cómo cambian los acentos viviendo fuera (me acuerdo que al volver a Chile me decían que hablaba “como Zamorano”, el futbolista chileno que vivió un tiempo en España, y yo sin darme cuenta pensaba en las formas camaleónicas15 que debemos adquirir para sentirnos que somos aceptadas). Se llega a un lugar donde una no es nadie, ha perdido legitimidad, y a la vez puede dejar de ser (en Chile la clase es muy determinante). Esto posibilita liberarse de muchas etiquetas que en Chile son muy pesadas. Ese proceso es paralelo al que en muchos países del norte global se espera de parte del “buen migrante”; esto significa integrarse y participar de todos los protocolos ciudadanos y culturales del nuevo territorio que una habita. Esta noción de integración focaliza la responsabilidad en la persona que migra, condicionando muchas veces su correcta participación como una que debe abandonar de forma total o parcial su habla, sus prácticas y su entramado cultural de origen. Si bien los países del norte “premian” la integración de la persona migrante, buscan fundamentalmente que esta borre sus orígenes a través de la adaptación y asimilación. Estos dos movimientos que basculan entre la integración y la desintegración marcan muchas de las experiencias migratorias que recoge esta investigación y son parte de la sensación de estar siendo siempre fiscalizada y puesta a disposición de un sistema clasificatorio.

Los encasillamientos suceden en todas partes, pero cuando sales de Chile y llegas a un lugar donde nadie te conoce, estás como menos afectada por los parámetros que marcaban tu vivencia anterior, puedes inventar algo, o puedes ser impostora más fácilmente. En Chile está la sensación de que conocen todo de ti, que todo se etiqueta más fácilmente, y entonces empiezas a formar parte de una realidad unívoca, sin la posibilidad de habitar lugares más polisémicos. En el lugar de origen hay cosas que no se pueden decir, no se le puede decir a cualquier persona que una está saturada de Chile porque queda mal, es cerrar el diálogo, convertirse inmediatamente en una pesada, en una aguafiestas16. Como que si una en Chile denuncia el neoliberalismo salvaje que hay, se está siendo deprimente y extremadamente negativa porque una está hablando de una realidad que al final no vive todos los días, que no se padece, y de alguna forma como que una no tendría derecho a venir de afuera a opinar. Está esa idea de que si te fuiste, dejaste de estar autorizada para dar tu opinión, como en la canción de Los Prisioneros, donde una persona que desea lo metropolitano y odia lo local es invitada a irse del país.

Por otra parte, revisar las narrativas también nos permitió encontrarnos con un gran relato sobre el proceso social, político y económico que hemos vivido con tanta incomodidad desde fines de los años ochenta y noventa. Los relatos me removieron la transición democrática. ¿Y qué pasó con las niñas? En muchas de las narrativas aparece algo reactivo en términos de afectos en relación a Chile. Las emociones “fuertes”, el rechazo, el resentimiento y las ganas de no volver. De alguna forma al pensar las décadas de los ochenta y noventa las conversaciones que tuvimos se fueron enlazando a ese proyecto social chileno vinculado a la transición a la democracia que bajo la implantación del sistema neoliberal fue activando un tipo de “Optimismo cruel”. Para Lauren Berlant esto remite a “aquella condición en la que se sostiene el apego a un objeto significativamente problemático”, una relación de apego “cuya concreción resulta imposible, pura fantasía, o bien demasiado posible, tóxica” (Berlant 2020, 58). En este periodo de extranjería o, a pesar de este periodo, de alguna forma nos pudimos ir sosteniendo. Las redes de apoyo, de colaboración, de apoyo mutuo que surgieron fuera del territorio nos ayudaron a resistir esa transición pactada.

Algunas narrativas hablan de una suerte de exilio elegido, o de una forma de escapar de ese contexto de pactos y privatización que se iba afianzando con tanta fuerza en el periodo de la transición. Un ejemplo de estas políticas de la desigualdad que se implementaron en Chile, tiene que ver con los efectos de la privatización de la educación escolar y universitaria sobre una generación de estudiantes que debieron endeudarse para poder estudiar, cosa que es nuestro caso así como el de algunas de las participantes. Trayectorias atravesadas por el endeudamiento en forma de créditos fiscales, letras de pago, pagarés y becas que operaban como préstamo y fuente de más endeudamiento17. Este endeudamiento fáctico y monetario se replica también a nivel simbólico y afectivo en muchas de las experiencias que recogemos en este libro. Una sensación de deberle algo o tener un pendiente con Chile por el hecho de haberse ido, por el hecho de no estar. Se trata de un tipo de relato que también emergió durante la dictadura respecto a las personas exiliadas ya que de alguna forma “no estaban sufriendo” los embates dictatoriales dentro del territorio. Esta sensación improductiva de endeudamiento atraviesa algunas de las experiencias que abordamos, alimentando relaciones complejas con Chile y aumentando las contradicciones que se viven desde afuera.

Queremos agradecer profundamente la confianza, el cariño, la alta exposición personal y subjetiva, el salto al vacío de las experiencias contadas en este libro. Las participantes y colaboradoras han confiado en el proceso de la investigación y sus resultados, sumergiéndose en un trabajo metodológico que ha puesto la autorreflexión en el centro como forma para producir relaciones personales y sociales. Este aspecto, muy vinculado con las metodologías feministas, se ha ido desarrollando de formas singulares y únicas. Las preguntas que fueron surgiendo, como “¿a quién le va a interesar esto?” o “¿por qué alguien lo va a querer leer?”, dan cuenta de la condición inestable a la que nos pueden someter algunos ejercicios de exposición, y que incluso en la incomodidad que produce el desconocer con certeza su sentido, ofrecen oportunidades para la transformación individual y colectiva al contribuir a la construcción de archivos para las “culturas públicas” (Cvetkovich, 2018).

Apostamos por que estas narrativas conformen una cartografía extraña. Tradicionalmente los mapas y las cartografías son instrumentos del poder, determinan los límites y dejan de lado aquello que no conforma el territorio oficial. Esta otra cartografía que pensamos se dibuja imaginariamente con las narrativas, está llena de complejidades transversales a aquellas formas del poder; igualmente se entrelazan con el orden oficial pero lo exceden y desbordan, lo interpelan y trazan incluso líneas de fuga a otros territorios impensados. Esta extrañeza implica que los territorios físicos y los sensibles se entrecruzan sin jerarquías, se sustraen las formas de poder y así se pueden atravesar fronteras territoriales, existenciales, subjetivas, sociales y políticas. Algo así como un mapa del tesoro infinito, donde el trayecto para llegar a un punto fijo es mucho más importante que la llegada en sí, porque no encontrar el cofre implica otras múltiples posibilidades de seguir buscando.

Textos referenciados

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Ahmed, Sara. (2015). La política cultural de las emociones. Traducido por Cecilia Olivares Mansuy. Universidad Nacional Autónoma de México, Programa Universitario de Estudios de Género (Obra original publicada en 2004).

Ahmed, Sara. (2018). Vivir una vida feminista. Traducido por María Enguix Tercero. Barcelona: Bellaterra Edicions (Obra original publicada en 2017).

Ahmed, Sara. (2019). La promesa de la felicidad. Traducido por Hugo Salas. Buenos Aires: Caja Negra (Obra original publicada en 2010).

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Cecilia y Lucía en la casa okupa La Enredadera en Madrid. Paulina por internet en Viña del Mar.

28 de febrero de 2019

¿Qué quieren saber de mí que yo no sepa? Con cuarenta años de migración para hablar de eso necesito como cuatro días, mínimo un día por década. Al ser tanto tiempo una tiene como cuarenta carreteras a partir de las cuales ir narrando la propia experiencia. Pero voy a imaginar una ruta a seguir.

Llevo cuarenta años buscando un cambio, de geografías externas e internas. Y la primera geografía que abordo es mi “exilio autónomo”, que empecé a los diecisiete años y que pude ejecutar a los diecinueve, cuando definitivamente salí de Chile. Mirando retrospectivamente, me doy cuenta de que en cada momento he tenido distintas razones para huir e irme de los lugares donde he estado para tratar de encontrar otros. Me definiría como alguien en constante movimiento, así es mi vida, y eso tiene que ver con el cine, que es movimiento. Tiene que ver con estar constantemente persiguiendo cosas que son un instante. Desde que nací quise caminar y moverme hacia distintos lugares, partiendo de mi primera infancia en Punta Arenas, la ciudad más austral del mundo como se decía reiteradamente en las radios magallánicas. Ese fue un lugar, una geografía clave para tener presente los movimientos en el mundo. Mirando barcos que salían y entraban del puerto de la ciudad. Esa fue la primera gran panorámica de observación: de poder desde pequeña ver el mundo como algo que está más allá de tu calle. Cuando naces o vives tu primera infancia en lugares de frontera hay una vitamina natural que te inyecta el deseo de la búsqueda, la aventura, el viaje.

Mi primera diáspora fue el viaje a España, que tenía que ver con escapar del horror y del color gris militar que había, y también de la dureza social. En 1977 tenía que entrar a estudiar y yo no tenía nada que estudiar allí, donde no había sino represión. No era científica ni ingeniera. Hacer cine era imposible. Mis padres me comprendieron y apoyaron. Y con el argumento de estudiar cine, metí en la maleta todo el resto de huidas de ese país: el escape de lo social, de lo político, del clasismo chileno. No era capaz de darle un nombre técnico a las cosas, era un tiempo en el que ni siquiera las disidencias sexuales se podían nombrar con claridad. Podías tener la intuición de que a ti te gustaban las mujeres, pero el concepto de lesbianismo no lo sabías entender: era una categoría que venía de afuera sin que tú tuvieras ese concepto introyectado. Para mí no existía en ese momento ninguna palabra que pudiera definirme de una forma permanente, para toda la vida, como casándote con ser algo. ¿Soy hetero? No. ¿Soy lesbiana, para toda la vida? No. En esos años setenta el binarismo existía en todo orden de cosas. Creo que al irme de Chile también huía de estos casorios: casarte con ser chilena, casarte con una geografía de la que era muy difícil escapar, casarte con ser algo. En términos de sexualidad sabía ya en ese momento que no me iba a querer casar de la forma en la que se entendía el matrimonio, ese formato no era el mío, lo supe desde muy niña.

En Santiago solo hice el sexto básico, y nada más en cuanto a educación en esa ciudad. Por lo tanto siempre he llevado conmigo una cierta resistencia o subversión conceptual en defensa de lo provinciano. No me gusta la prepotencia que se construye en las capitales, así que en muchas de las que he vivido, siempre encuentro esa resistencia provinciana que constantemente tienen las grandes ciudades, son los barrios y gentes de migraciones de provincia, los que más me gustan. Santiago era de barrios: dependía del barrio donde estuvieras, cómo vivías la ciudad. En la adolescencia viví una etapa en Talca, que era quizá la ciudad más rancia del país, pero eso no fue lo único que determinó la complejidad de esa etapa de mi vida, con tantas contradicciones emocionales propias de una adolescente. Lo peor fue el recuerdo de los prolegómenos del golpe militar observando de cerca la reacción y el cómo se armaba, hasta que se culminó. Contrariamente a ese ambiente tan conservador mi colegio en Talca, que se llamaba Colegio Integrado, era una suerte de extraño experimento moderno en ese entorno, donde se mezclaban ricos y pobres dentro de un modelo educativo más de la onda Paulo Freire. Esto permitía la confluencia de amigos y amigas de un amplio espectro social e ideológico. Cuando sucedió el golpe pude ver a jóvenes llenos de dolor, llorar de pena y desaparecer, y otras y otros celebrar la muerte de Allende y la caída de la Unidad Popular con gritos y expresiones al mejor estilo del fascismo siempre extremo y miserable.

Siempre tuve la sensación de que quedarse en Chile (con todos los respetos por quienes se quedaron), significaba quedarse en un frame, en un encuadre muy cerrado. Necesitaba tener la sensación de que iba a dejar de ser pobre, no quería depender de mis padres, y quedarme en Chile me daba la sensación de que no iba a poder nunca atravesar las clases sociales. Tuve cierta lucidez respecto a la realidad que me tocaría vivir si me quedaba. Solo quería salir del país, pero no pertenecía a ninguna militancia que me facilitara un exilio más protegido. En esa época eran muy pocas las chicas que con dieciocho años se iban a Europa literalmente solo con su maleta. Pensé que viajando iba a encontrar rápidamente un trabajo y que iba a poder mandar dinero a mi familia. Cosas de ser migrante, que se complementan con mi ser exiliada y con mi ser estudiante.

Los primeros trabajos que encontré en España me permitían mandar dinerito a Chile, incluso trabajando de camarera. Así que por un tiempo sostuve el mandato familiar chileno que dice que “siempre tendrás a alguien a quien ayudar”, alguien a quien pagarle la cuenta de la luz, o comprarle zapatos.

Me quise ir para tener más libertad, más autonomía. Y me encontré con un país que estaba efervescente, con muchas cosas que me facilitaban mi estar. Madrid salía de la dictadura, había gran libertad sexual y el movimiento gay y de lesbianas empezaban a cobrar visibilidad ganando la calle e interpelando el espacio político de la izquierda ortodoxa. Pero curiosamente comparando la generación de mis padres con los padres de mis amigas y amigos españoles me demostraba que mis padres chilenos, a su manera, eran veinte veces más modernos y de forma muy clara me espantó como las mujeres comunes y corrientes españolas de la generación de mi madre parecían de otro siglo con una moralidad muy tradicional y reprimida.

En los setenta también de Chile veníamos bastante más despiertos de lo que estaba la gente que vivía aquí en España, donde en mi curso de universidad la mayoría eran vírgenes. Y yo sin haber tenido tanta experiencia ya me había encargado de quitarme la virginidad de encima, no quería tener ese “carnet de identidad”. Así que en España se valoraba lo distinta que yo era, como ser latinoamericana, que en ese momento me hacía una persona más atrevida, atractiva y seductora, sensual, y esos eran instrumentos de poder. Es cierto que yo de alguna forma me podía situar como migrante “blanca”, no tenía muchos rasgos visibles de los pueblos indígenas y esa “facilidad” dada por el color también me permitió acceder al hábitat académico, a la universidad y al mundo del feminismo, cuya práctica viví por primera vez en ese momento. Creo que rápidamente me españolicé, o más bien, me madrileñicé, cuando Madrid empezaba en esa ruptura maravillosa con lo viejo, reprimido y católico. Esa etapa concluye cuando termino la universidad, en la facultad de Imagen. La universidad era malísima en esa época. Cuando terminé la carrera logré legalizar mi situación consiguiendo la nacionalidad española. Y apenas tuve la ciudadanía lo primero que quise hacer fue irme y poder moverme con ese pasaporte a otras partes de Europa y el mundo. Volver a Chile y revisitarlo a finales de los ochenta. El país ya había cambiado y explotaba la gran resistencia a la dictadura y al dictador. Salir de Madrid se me hacía urgente.

Si tuviera que hacer un sumario forense de la época que pasé en Madrid diría: llegué en 1977 a Madrid, en octubre. El año 78 se produce el atentado de Atocha, que es de los últimos atentados de la época de Franco. Iba a las fiestas del Partido Comunista que en ese momento era un espacio muy interesante en el que las personas chilenas éramos recibidas prácticamente con fuegos artificiales. La gente estaba muy interesada en lo que una pudiera contar, sobre todo les interesaba lo que fuera resistencia chilena aunque yo no fuera militante del PC. Los españoles (demócratas y de izquierdas) habían seguido todo el proceso político de Chile y la muerte de Allende y el golpe con una tristeza tremenda. Estremecidos por su paralelismo con el golpe militar de Franco en su Segunda República. ¿Cómo podía yo explicar todo ello?

(Después de hacer esta pregunta, de pronto el teléfono de Cecilia hace un ruido y es Siri, que le dice “lamentablemente no te puedo ayudar”).

En Madrid también me di cuenta de muchas cosas gracias a la Filmoteca y otros espacios de difusión cultural y política de solidaridad con Chile. Yo sabía que en Chile la cagada era bastante gorda, pero no sabía hasta qué nivel. Por ejemplo, pude ver la película de Mattelart, La Espiral (Armand Mattelart, Valérie Mayoux, Jacqueline Meppiel, 1976) a través de la cual tuve acceso a un montón de cosas que en Chile no sabía, fue como meterme dentro de una ola que me dio entera vuelta. La batalla de Chile (Patricio Guzmán, 1975-1979) que pude ver entera, porque se estrenó fuera de Chile. Te dabas cuenta de todo lo que no habías visto o de lo que no habías vivido en primera persona, pero que había sucedido a dos metros de ti, o lo que le pasó a tus amigos de izquierda que habían desaparecido. Cuando vi La Batalla de Chile pensé en tanta gente de mi entorno. Los que fueron derrotados y los que vencieron a costa de la muerte… También me pasaron cosas en otros sentidos, que abrían los ojos y la necesidad de otras libertades. Vi El último tango en París, que fue un evento histórico en España. Colas de gente en la Gran Vía para verla, después de haber levantado su prohibición. Al mismo tiempo empezaba a aparecer el feminismo como debate social públicamente en la prensa. También cobraba fuerza la movida gay en lugares de Madrid y Barcelona sobre todo. Coincidió con que para pagar la universidad trabajaba en un Vips, que era un local nocturno del centro de Madrid, en la calle Fuencarral y ahí llegaba parte de la llamada “movida madrileña” a cerrar la noche. Yo lo observaba en primera línea pero no participaba porque no era fácil entrar si no te drogabas y estabas en una onda relajada que te permitiera perderte de la responsabilidad del trabajo y la sobrevivencia. Para mí no era fácil consumir droga y luego no responder en el trabajo que me daba de comer. No tenía una familia que me protegiera. Tenía una responsabilidad de “movida obrera” que creo que fue otra y quizá más interesante en otros sentidos. La movida sirvió a personas que se convirtieron en personajes del estilo y universo de Almodóvar. Mucho más despolitizados.

Tuve conciencia de que yo no pertenecía aquí, de que mi espacio y mi identidad social no era la de esa clase media burguesa española que podía permitirse tomar drogas y meterse todo tipo de cosas en el cuerpo. Si a mí me pasaba algo, estaba totalmente sola. No me podía meter un pinchazo de heroína y quedarme tirada en una cuneta como los hijos de burgueses para que alguien de mi círculo me rescatara. Tenía un compromiso con mi familia que me había ayudado a venir, no podía meterme caballo (heroína) y tirarlo todo por la borda. La movida madrileña en ese sentido perteneció a una burguesía muy concreta y los que no eran burgueses, la mayoría se morían. En ese momento, tal como entró la apertura sexual, entraron las drogas. Y el sida, que también me lo podría haber cogido, porque había un despertar sexual en el que no teníamos ningún tipo de precaución. Tengo muchos amigos que murieron y yo tuve en ese sentido mucha suerte. También tuve un aborto, cuando aquí en Madrid estaba prohibido, y me fui a Londres como hacían todas las españolas.

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9789566048572
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