Читать книгу: «La síntesis del yoga», страница 3

Шрифт:

CAPÍTULO 1
YOGA
el sentido

Antes de iniciar un largo viaje, vale la pena pararse para revisar el mapa y comprobar que la brújula efectivamente marca el norte del territorio. Un pequeño error de grado al inicio puede ser catastrófico a medio o largo plazo. Asimismo, adoptar una práctica de Yoga sin saber qué es lo que podemos desplegar, y qué no, puede llevarnos a una cierta incoherencia o a un elevado desorden en la práctica. No en vano, la tradición más profunda del Yoga, antes de proponer ninguna técnica, habla del sentido del Yoga, de los objetivos deseables, de las bases de una práctica sólida y de los obstáculos que podemos encontrar en el camino. Nos alecciona acerca de lo que es el Yoga y de lo que podemos esperar de él, por si acaso decidiéramos no emprender camino alguno.

La elección de un camino debería implicar (metafóricamente hablando) cerebro, corazón y entrañas; es decir, una implicación total de la globalidad que somos. O dicho de otra forma, en el caso en que nos sintamos impelidos a recorrer este camino necesitaremos una brújula en el Yoga para estar bien orientados y no perdernos aunque los caminos serpenteen por territorios, en principio, desconcertantes. La aguja magnetizada nos asegurará llegar a buen puerto. Veamos pues adonde puede apuntar la aguja de la brújula del Yoga y cuál es su más profundo sentido.

Visión

Definir el Yoga es un poco arriesgado porque lleva a sus espaldas varios milenios de vida, muchas culturas que han convivido con él y otras tantas filosofías (a veces divergentes) que han crecido en el mismo suelo estableciendo una suerte de simbiosis inseparable. No obstante, sí podemos destilar los puntos que tienen en común, apartar aquello que parece anecdótico o que responde a formas culturales muy particulares y extraer el núcleo de una sabiduría contrastada por gran número de sabios a lo largo de los tiempos. Habremos, por tanto, de definir el Yoga no sólo en base a la tradición (que es necesario no perderla de vista), definirlo también desde nuestra perspectiva actual, desde el punto común donde ahora nos encontramos. Es la tarea del caminante: interpretar la brújula desde el preciso recodo del camino donde se encuentra y no meramente desde un lugar ya recorrido.

El Yoga es uno de los seis darshanas o sistemas filosóficos ortodoxos hindúes, muy relacionado con el Sāmkhya. Juntos conjugan metafísica y práctica, indagación sobre la realidad y mística en la contemplación. La función de estos sistemas es la de apoyarnos para que podamos ver con más nitidez la realidad. Nos proveen de una perspectiva no convencional y de gran calado acerca de lo que nos rodea y de lo que vivimos en cada situación de nuestra existencia.

Todo este entramado filosófico nos sirve como una especie de espejo que nos da muchos más detalles de la realidad cuando nos miramos detenidamente en él, espejo yóguico que nos permite contemplarnos en profundidad. Cuando practicamos un āsana (postura), cuando hacemos un prānāyāma (respiración) o cuando hacemos dhyāna (meditación), nos damos cuenta de la tensión del músculo, de la ansiedad emocional o de la dispersión mental. El Yoga es como una lupa que amplifica a través de sus conocimientos el momento presente pero también son unos prismáticos para ver con mayor amplitud nuestro horizonte vital.

Es necesario ir más allá de la información que nos dan nuestros sentidos y más allá del corsé de nuestra moral aunque también hay que andar con pies de plomo para no caer a su vez en otro corsé, pretendidamente yóguico, cuando su estructura filosófica se vuelve rígida y cuando su práctica deja de ajustarse al momento presente. En definitiva, el Yoga rompe con aquella visión estrecha y nos acerca, aunque todavía tengamos los ojos vendados, a percibir el olor de lo sagrado. Y con ello nos preguntamos ¿qué hay dentro de esa visión?

Unión

Una manera de entender otro significado de la palabra Yoga es a través de una metáfora tradicional muy fecunda: la imagen del carromato. La función de un carromato es la de transportarnos o llevar nuestros enseres, pero para que cumpla dicha función las ruedas tienen que estar insertadas en los ejes del carromato, y éste a los caballos o bueyes a través de un enganche; los bueyes atados entre sí y ambos sujetos a unas riendas que maneja el cochero. Basta que una de las piezas esté ausente o mal colocada para que el carromato quede inmóvil indefinidamente. Para que nuestro medio de transporte esté a punto, las ruedas tienen que estar bien engrasadas, los ejes alineados, los bueyes alimentados y el equipaje bien sujeto.

La imagen que utilizamos es adecuada en tanto que podemos identificarla con la globalidad de la que formamos parte. El carromato podría ser nuestro cuerpo mientras que los bueyes la parte instintiva a la que a menudo hay que ponerle unas anteojeras porque fácilmente es tentada por los sentidos. Las riendas son nuestra mente que tiene capacidad para dirigir esa fuerza instintiva y el cochero, el yo, el pequeño yo que organiza y dirige el camino a emprender. No nos olvidemos que en el interior del carruaje vamos nosotros mismos, nuestro Ser profundo, sin el cual no tendría sentido ni carromato ni viaje alguno.

Es evidente que si el carromato tiene el freno echado, los bueyes desenganchados, el cochero no encuentra las riendas y nosotros estamos confusos, la posibilidad de hacer un viaje queda descartada. El Yoga nos ayuda a transformar el caos inicial en orden y a dialogar con los elementos opuestos para crear una nueva armonía.

Una de las raíces de la palabra Yoga viene de yug que significa, entre otros: atar, uncir, unión, medio, magia y un largo etcétera, y también está emparentada con la palabra yugo, precisamente el yugo que hay que poner a los bueyes para que sigan unidos por el camino. Yoga, en este sentido, significa unión.

Buscamos unión pero parece ser que, en ese mismo camino de vida que recorremos, nos encontramos, sin quererlo, mucha disgregación. Les pasa a las parejas que aunque se quieran no se entienden, a los grupos religiosos que aunque persigan un mismo objetivo se ignoran, a muchas naciones vecinas que, aunque compartan gran parte de su historia, se odian. La desunión se da entre la humanidad y la naturaleza, a la cual necesitamos pero a la que no dejamos sorprendentemente de explotar y de aniquilar; desunión que habita incluso entre hombres y mujeres que, aunque seamos compañeros de vida, no cejamos en el control y a veces en el maltrato. Maltrato que también se da con los animales, con los niños o con las personas mayores, es decir, con los más débiles. Esta escisión se agrava cuando permanecemos insensibles ante el sufrimiento ajeno, cuando desconfiamos del vecino, cuando marginamos a un otro simplemente por ser diferente a nosotros. Esa fragmentación que reside en el mundo nos afecta, nos envenena y nos aliena, y no se sabe bien si es el mundo el que nos disecciona a su imagen y semejanza o somos nosotros mismos los que sembramos las semillas que después vemos crecer allá fuera.

En todo caso, la desunión más palpable la sufrimos en nuestras propias carnes. El cuerpo pierde sensibilidad y nuestra mente la capacidad de atención; decimos por la boca lo que después nuestro cuerpo desmiente, somatizamos en un plano lo que no es integrado en otro. En definitiva, nuestras corazas corporales, nuestras emocio nes desbocadas y nuestros complejos insidiosos nos hablan de aquella falta de armonía y de la necesidad de la unión que propone el Yoga.

La capacidad de trabajar globalmente, en cuerpo, mente y alma utilizando herramientas posturales, respiratorias y energéticas, favoreciendo la concentración, la meditación y la relajación, posibilita un mejor encaje de todo lo que somos y profundiza en una mayor armonía. Qué duda cabe de la urgencia en buscar esta unión.

Trascendencia

A veces es útil utilizar el simbolismo para clarificar muchas de las situaciones que vivimos. El símbolo de la cruz puede ser muy fecundo para hablar de trascendencia; si pudiéramos representar mediante líneas simples nuestra trayectoria de vida, diríamos que las experiencias que vivimos transcurren a lo largo de una línea horizontal hilvanando circunstancia tras circunstancia desde el nacimiento hasta la muerte. Sobre este horizonte sería necesario elevarnos para alcanzar con la mirada toda su extensión. La línea vertical nos daría profundidad sobre el eje de la experiencia, nos enseñaría el dibujo ondulado o rectilíneo, sólido o endeble que los innumerables actos han dejado sobre el terreno vital, y con ello, comprenderíamos mejor las cicatrices que han dejado nuestras acciones.

Si pusiéramos voz a esta cruz de la vida, seguramente el enfoque horizontal vendría a decir: “la mesa está servida. Hay que vivir, y hay que vivir con intensidad. Tenemos un cuerpo y una mente aptos para experimentar y retirarse de la vida, vivir a medio gas o de forma temeraria es una especie de locura”. Sin embargo, el enfoque vertical añadiría: “no basta con expe-rimentar. Es vano estar atado a la rueda de la vida que gira sin parar buscando las experiencias placenteras o huyendo de las dolorosas. No basta con dejar una huella indeleble a través de la vivencia, hay que saber adónde apunta lo vivido. Hay que exprimir la experiencia y sacar el jugo de la sabiduría para que el vivir sea un arte, una oportunidad de crecimiento y un espacio de asombro”.

Alzarse sobre la contundencia de lo vivido como el águila que divisa la globalidad del horizonte, no parece fácil de entrada. Requiere de un esfuerzo, demanda reflexión, discriminación y ecuanimidad. Necesita de una cierta distancia y de un desapego de aquello que nos ata, al menos para no sucumbir bajo el peso de lo experimentado.

Volviendo a la imagen del carro, de poco serviría todo el esfuerzo de poner a punto el carruaje sólo para dar vueltas alrededor de nuestro jardín. Con el carromato pretendemos hacer un largo viaje. Este largo viaje se llama en Yoga samādhi (absorción), es el octavo miembro que enumera Patañjali e implica un cultivo de la atención extraordinario para ver nítidamente la realidad. Tal vez podríamos sintetizar lo que significa el Yoga como un aterrizaje en la realidad y no, como muchos piensan, un despegar de la realidad hacia mundos

“insondables”. Es evidente que el Yoga no cimenta su filosofía sobre el posible desierto de lo humano sino sobre un anhelo, que a menudo pasa desapercibido, de trascendencia. Trascendencia entendida como la capacidad de vivir e integrar dimensiones de vida que nos abren a nuevas capacidades más sutiles y más globales, menos lastradas por la simple supervivencia o la subjetividad.

Resumiendo: el Yoga es unión de todo lo que nos habita para impulsarnos como un trampolín hacia las profundidades del Ser.

Transformación

Señalar en el mapa la cumbre a la que queremos llegar es relativamente fácil, más difícil será escalar la montaña con nuestros pies y nuestras manos. El yogui (y la yoguini) es ante todo un caminante. No carga con los libros eruditos, prefiere conocer la realidad de primera mano, saber lo que es caer y levantarse, perderse y reencontrarse, pasar frío y desesperanza por los caminos.

Cierto que el Yoga es un estado especial de unión y de trascendencia tal como apuntábamos unos párrafos atrás, pero no nos olvidemos, Yoga también es el camino que nos lleva a ese estado, con sus etapas, con sus avances y sus dificultades.

En la metáfora del camino el paisaje cambia porque nosotros nos movemos en una dirección determinada. Si siempre pasáramos por el mismo sitio nos daríamos cuenta de que estamos en un bucle, o sea, de que hemos perdido la dirección del camino. Es lo que ocurre en la práctica del Yoga: si no avanzas es que te has topado con un obstáculo muy serio puesto que el Yoga es transformación e implica un avance en nuestro conocimiento de la realidad y en nuestro desarrollo personal. Avance que aparentemente puede ser muy lento porque estamos enraizándonos en capas muy profundas de nuestra psique poco visibles a la luz de los comportamientos sociales cotidianos.

Lo inaudito del mensaje del Yoga es que nos dice: “nada es imposible, siempre y cuando vayas etapa por etapa respetando los límites”. No importa lo que tardes, lo importante es la marcha, un paso detrás de otro, ahora un estiramiento y después una respiración, más tarde estar centrado o la comprensión de la naturaleza de una cualidad de la mente. Lo importante es entender que partimos de un punto, nuestro momento actual y que, en ese punto, hay una potencialidad que podemos desplegar. Somos, por así decir, la mariposa dentro del gusano y el Yoga es el proceso de la crisálida por el que inevitablemente tenemos que pasar.

Un viaje de tal envergadura requiere voluntad, ecuanimidad, capacidad de dominar nuestros sentidos y extrema concentración. Ahora tenemos que preguntarnos si nuestro carromato, y nosotros con él, está preparado para ello.

Purificación

Sin embargo, un largo viaje es complejo y necesitamos llevar en las alforjas otros elementos complementarios, siendo la intensidad uno de ellos. El Yoga necesita intensidad para lograr sus objetivos, el mismo vigor y el mismo esfuerzo que necesita un montañista para alcanzar una cumbre o la misma que un ceramista pone en la cocción de sus piezas al horno con la temperatura suficiente para lograr el deseado grado de dureza. Podemos simbolizar esa intensidad como un gran fuego que va quemando las impurezas que encuentra a su paso. En la base del Yoga está la purificación de las tensiones del cuerpo y de las resistencias de la mente, purificación de todo lo que impide el paso de la energía y la amplitud de la conciencia. En este sentido, nos encontramos con una dimensión terapéutica, casi imprescindible, para avanzar en el camino del Yoga.

El pintor pinta sobre el lienzo blanco y el cocinero cocina en ollas limpias, y es seguro que podemos hacer obras de arte sobre el margen de un periódico antiguo y medio roto pero, sin duda, la purificación de nuestras estructuras corporales y mentales facilita el trabajo interior. Nos movemos torpemente a causa de nuestras tensiones musculares, resoplamos aquello que el tifón de nuestras emociones no puede retener y bailamos al son de nuestros pensamientos inestables.

El segundo aforismo del primer libro de los Yoga-sūtras de Patañjali habla de esos pensamientos inestables. Este aforismo define el Yoga como el aquietamiento de las oscilaciones mentales o como la restricción de los automatismos del pensamiento. De alguna manera esta máxima o sūtra nos sugiere la posibilidad de controlar la dispersión de nuestra mente y sortear la conciencia ordinaria reactiva, plegada a la información sensorial, arrastrada por las identificaciones en el pasado, por la volubilidad de la memoria, por la insaciabilidad del deseo o por la interpretación literal de las circunstancias. Tenemos que purificar el cuerpo a través de la intensidad de la práctica, pero también tenemos que purificar la mente a través del cultivo de la atención.

En definitiva, somos prisioneros de nuestros condicionamientos, automatismos corporales y fijaciones mentales. Parte del trabajo que hacemos en Yoga consiste en esta purificación ya sea a través de posturas, respiraciones, ejercicios de concentración, higiene en profundidad y alimentación sencilla y saludable. No queda otra que agarrar la escoba del Yoga y ponerse a barrer.

Intuición

Con el cuerpo y la mente purificados la mirada sobre la realidad se empieza a aclarar. Dicen que la realidad se esconde detrás de numerosos velos pero no es verdad, somos nosotros los que necesitamos revestirla para amortiguar su contundencia y para acomodarla a nuestras idealidades; la realidad está siempre aquí dentro y allá fuera sin pestañear un solo segundo. Vivimos, no obstante, en la periferia de la realidad y para desentrañarla es preciso apartar las tendencias de nuestro temperamento, los entresijos de nuestro carácter o los dobleces de nuestra personalidad. Y no lo hacemos porque nosotros mismos estamos enmarañados en sus hilos y no nos es fácil escapar. Lo sabe cualquier niño que sin saber cómo, simplemente jugando, se le enredan las cuerdas o los ovillos y después, al intentar deshacer los nudos, atraviesa momentos de impotencia y rabieta.

Querer saber de la realidad no es ninguna veleidad pues saber lo que existe fuera o dentro es imprescindible para que nuestros actos sean certeros y no dejen rastros indeseables. A nivel práctico lo tenemos claro: si quieres deleitarte con el paisaje debes limpiar pulcramente el cristal del ventanal. Pero claro, las adherencias internas de nuestra mente son más difíciles de desincrustar que la grasa del cristal. Aunque nada es imposible si hay clara conciencia de ello.

En primer lugar, para ver nítidamente la realidad, hay que discriminar, hacer lo mismo que hacemos cuando queremos producir harina para nuestro pan: separar el grano de la paja ya sea de forma manual o con instrumentos adecuados antes de llevarlo al molino.

Con el tiempo, la mente purificada se convierte en un perfecto bisturí y puede discernir los actos contingentes del hilo delgado que une las acciones vinculadas a los procesos internos. La precisión mental desenmascara los soportes donde arraigan nuestros deseos mostrando el impulso profundo que los sostiene; o simplemente, la capacidad de diferenciación nos ayuda a reconocer que detrás del caleidoscopio de las formas que vemos con nuestros ojos se esconden las esencias de las cosas. En todo caso, discriminar requiere de una concentración extrema, de mucha paciencia y de una extraordinaria tranquilidad. No en vano es lo que le decimos al niño cuando quiere deshacer aquellos nudos que hemos dejado párrafos atrás: sigue el hilo, no te pongas nervioso y ve poco a poco para deshacerlos.

Cualquier elemento puede ser objeto de nuestro discernimiento pero, especialmente, lo son aquellos hitos nucleares que suceden en nuestra vida. Desde el inicio del proceso de hominización el ser humano ha quedado consternado ante la muerte de sus congéneres porque aquel cuerpo que había manifestado vitalidad ahora yace inmóvil y sin ninguna expresión. Y ese cuerpo otrora vivito y coleando, ahora empieza a corromperse hasta ser sólo huesos. ¿Hay algo que trascienda la muerte, algo insustancial que no podemos asir, una esencia que no está contenida en el espacio o encerrada en el tiempo? Valga este ejemplo para señalar que el proceso de discriminar y discernir nos permite extraer las esencias de la vida para no engañarnos con las formas, siempre cambiantes, raramente simples y a menudo ilusorias.

La vía del conocimiento intuitivo despeja este camino lleno de trampas y nos dice: “observa con detenimiento, mira detrás de la vida los patrones energéticos que se activan, observa cómo hay una lógica precisa en su interior, detecta el momento sensible donde se producen los cambios y amplía la visión hasta comprender el entramado de la realidad. Sólo entonces podrás fluir con los cambios sin resistencias y activar alguno de ellos para inducir una mayor armonía en la vida”. Así de fácil y también así de difícil.

Fundamentalmente el Yoga es una manera precisa y pautada de desnudar la realidad, primero purificando nuestro cuerpo y nuestra mente para darle después una estocada a lo ilusorio a través de la discriminación.

Con lo dicho, y siguiendo la metáfora del camino, nos encontramos de viaje con nuestro carromato y con toda seguridad en el trayecto nos encontraremos con encrucijadas que hay que dilucidar y con obstáculos que hay que sortear. Sólo nuestro anhelo profundo de alcanzar la meta y una buena sagacidad nos harán encontrar el camino adecuado. En otras palabras, el Yoga nos ayuda a desarrollar nuestra intuición, a confiar en nuestra fe, a extremar nuestra atención para reencontrarnos con la realidad y comprenderla en sus más profundos secretos. ¿Pero esta profunda intuición es suficiente?

Sincronía

Ahora bien, esa visión iluminada de la realidad bien podría ser eso, una visión exquisita pero, al fin y al cabo, una visión sin más. ¿Cómo sabemos que es bien real? ¿Cómo sabemos que no es una visión descarnada, parcial o fantasiosa? ¿Cómo sabemos que la persona sabia que la describe con vehemencia, o nosotros mismos, no es un loco, un charlatán, un embaucador o un aficionado? Evidentemente lo sabemos cada vez que las visiones se plasman en la realidad, es entonces cuando percibimos los errores de perspectiva y las miopías de sus argumentos. No basta con la visión grandilocuente de la realidad, hay que practicarla, transitarla sobre el terreno y ponernos a prueba para ver si estamos a la altura de sus verdades.

Así pues, el Yoga podría ser también un Yoga de la acción. Un Yoga bastante difícil puesto que nuestras acciones están teñidas del estado anímico con el que las realizamos. Qué duda cabe que nuestros actos pueden ser interesados o desinteresados, libres o condicionados, adecuados o inadecuados.

El Yoga de la acción nos coloca delante de una verdad incontestable: estamos atados a la gran rueda de las acciones, una rueda que no para de girar… Queramos o no, las acciones suceden aunque nos quedemos quietos, maniatados y con los ojos vendados. Detenerse también es actuar.

En la superficie, las acciones parecen simples y compactas; chutamos el balón o apretamos el botón que tenemos delante pero, en el fondo, éstas se ramifican y ramifican en una red de consecuencias ad infinitum. Si la pelota que chutamos entra o no dentro de la portería puede, en determinados casos que todos conocemos bien, hacer que todo un país salte de alegría o se frustre ya que si bien los actos son, de entrada neutros, se comportan como esponjas que absorben un universo de múltiples significados.

Si es cierto que es imposible sustraerse de nuestras acciones, sí podemos ponernos en una posición en la que amortiguar sus efectos al menos de aquellos más indeseables. No en vano, la Bhagavad-Gītā, texto épico fundamental en el hinduismo, plantea el Yoga, entre otras enunciaciones, como la habilidad en la acción. ¿Por qué habilidad? precisamente por aquella complejidad que toda acción supone más allá de su impacto inmediato. Y es que las acciones no siempre son lo que parecen. No seamos ilusos, cada acción deja un rastro infinito de consecuencias y sólo vemos algunas estelas de ellas, apenas la punta del iceberg.

Muchas de nuestras acciones tienen efectos inmediatos pero parecen reverberar en el tiempo. Uno cosecha lo que siembra pero sería más preciso decir que la naturaleza de nuestros actos refuerza la intención con la que los hemos hecho, formando un bucle que se retroalimenta. En la física, la ley de causa y efecto está muy bien estudiada, pero el mundo interno también tiene su gravedad que actúa inexorablemente en las compensaciones de las emociones, las atracciones del amor, las equivalencias de las razones o las sincronías de las intuiciones.

La agresividad que empleamos sobre el objeto (o sujeto) que nos estorba o amenaza explota fuera pero también implosiona dentro en forma de frustración, negatividad o culpabilidad. No podemos lavarnos las manos de las acciones irresponsablemente, cada acto deja una impronta en forma de semilla que, si la regamos a menudo, no tarda en florecer. Es cierto que una gota que cae no produce una tormenta, pero una secuencia repetida de actos conforma un hábito y a la postre un carácter. Y, lo sabemos, somos la mayoría de las veces víctimas (y cómplices) de nuestras estructuras mentales y emocionales.

El Yoga nos propone lo siguiente: si somos hábiles en la acción, si nuestra acción está libre de precipitación, egoísmo y apego seremos libres, libres de aquellos posos que toda acción va dejando en su arremetida contra la realidad. Los imponentes egos que hemos construido se han destilado con pequeños y casi insignificantes actos, en nuestras obras y pensamientos, tal como las enormes estalactitas se han formado pacientemente con el residuo que deja al caer una gota tras otra.

Si nuestra acción estuviera sintonizada con el momento presente, en su justa medida, desharíamos el nudo que nos aprieta. Si las acciones no se construyeran desde la confusión, la necesidad de afirmación, la búsqueda de placer o el rechazo al dolor… O simplemente, si nuestras acciones no dejaran un rastro de miedo a lo desconocido o al vacío que produce la desaparición, caerían como una gota de lluvia sobre la amplitud del océano sin dejar la más mínima huella. Entonces sería, valga la paradoja, una inacción en la acción, una acción que no es empujada o retenida por nadie porque, sólo entonces, no habría el artífice del yo manipulando aquí y allá, sino el simple acto alineado con lo que reclama la vida. Pura sincronía.

Esta sincronía la tiene que respetar todo músico dentro de una orquesta. No piensa en la nota que tiene que tocar, simplemente fluye con la música y la nota surge espontáneamente sin esfuerzo, arrastrada por la armonía del conjunto. ¿No serán el yogui o la yoguini músicos de la vida? ¿No será cada acción una nota más en el interior de una sinfonía mayor? Forzar cada acto reclamando la propia autoría y, por tanto, el interés de los resultados es la mejor manera de crear una sutil cárcel de apegos.

La palabra que ha utilizado la tradición para hablar de la ley de causa y efecto es karman. Viene de la raíz kri que significa “hacer”, y por supuesto, no habla sólo del baile de formas que proceden de las acciones, sino de la acción dentro de la acción, es decir, de nuestras intenciones. Es igual al efecto que tiene la pelota cuando la golpeamos: rebotará de diferente manera dependiendo del ángulo y de la intensidad del golpe. Fijarse, por poner otro ejemplo, en el objeto del regalo que nos hacen y no tanto, en la intención que hay detrás puede ser una fuente de malentendidos. Nos movemos siempre en un universo de significados personales, grupales y sociales. Hacemos lo que hacemos porque nuestros actos son atraídos por la fuerza del prestigio, por la moral dominante o por la necesidad del momento, aunque no siempre seamos conscientes de ello. Cuando actuemos, vale la pena convertirnos en personas prudentes, sigilosas y atentas. Y hay que decir, además, que aunque nos metamos bajo la cama por temor a las consecuencias de las acciones, ésta no nos protege de nada, pues seguimos estando a merced del río de la vida, de sus causas y efectos. El Yoga es un compromiso inteligente con la vida.

La acción tiene que estar libre, tal como decíamos, de ego, apego y miedo, aunque las acciones no aparecen y desaparecen de forma aislada. Son como los músculos, que siempre se activan en una sinergia con otros y estiran, al mismo tiempo, sus antagonistas. Funcionan solidariamente en cadenas que serpentean por todo el cuerpo. Y esto, en el caso de las acciones, se complica un poco más porque un acto meditado, de los resultados del cual somos plenamente conscientes, no requiere tanta destreza; sin embargo, aquellas que se encuentran en medio de otras acciones en situaciones complejas reclaman no sólo pericia sino nuestra más alta sabiduría. Estamos hablando de la sincronía en las acciones, y por ello, no cuentan sólo nuestros actos sino también los de los demás. Cuenta el momento del día y el momento del año. Cuenta lo que decimos y lo que callamos, lo que deseamos, lo que sentimos y lo que intuimos, cuenta la globalidad de nuestro entorno porque todo es real y tiene su peso específico en cada momento. Sincronizar nuestras acciones no es como sincronizar nuestras agendas con el ordenador, requiere de una escucha muy fina y de un corazón muy grande.

El Yoga nos propone, en primer lugar, simplificar, hacer una criba de las acciones después de desarmar nuestra codicia y nuestra avaricia. De esta manera cada acto no proviene del anterior ni persigue al siguiente, sino que da tiempo al tiempo y respeta el ritmo de cada proceso. Pero sobretodo, el Yoga nos invita a pensar globalmente y a actuar en lo cercano, nos dice que no seamos prisioneros de los extremos y que miremos lo infinitamente pequeño sin descuidar lo infinitamente grande. En otras palabras, el Yoga de la acción requiere un dominio del análisis y también de la síntesis, desmenuzar lo concreto sin perder de vista lo global. ¿Sabremos realizar este malabarismo?

Celebración

La lección es ésta: entrar en el mercado de la vida con sus tentaciones y su algarabía, con sus productos y su especulación y no quedar enredados en sus trifulcas. Retirarse del mundo es una solución fácil, si bien es cierto que la muerte social es la muerte más difícil de todas; por eso no es de extrañar que, en el sosiego de nuestras solitarias reflexiones, tengamos que ir lamiéndonos las heridas. Hay, no obstante, otra solución: decir sí al mundo a través de una acción sin acción y conseguir así la implosión de nuestro egoísmo a través del gesto desinteresado y el desenmascaramiento de la hipócrita piedad de la que hacemos gala ya sea para camuflar nuestro interés o para confundir a nuestros enemigos.

Lo más probable es que acabemos tarde o temprano atrapados en la telaraña que el mundo teje alrededor de nuestras motivaciones no revisadas. Para salir de ese laberinto necesitaríamos unas alas como las del hijo de Dédalo, quien las construyó con las plumas de los pájaros y la cera de las abejas para remontarse por encima de sus muros. Necesitaríamos unas alas, es cierto, aunque no artificiales (como las de Ícaro, quien acabó cayendo al abismo como nos recuerda el mito) sino unas que nos ayudaran a remontarnos por encima de la contundencia de las cosas, por encima de su insignificancia y de sus consecuencias, por encima también de la competencia feroz donde se gana y (más a menudo) se pierde. Estas alas sólo pueden surgir del corazón, sólo el amor entendido como una disolución del yo puede liberarnos del yugo de las acciones.

908,75 ₽
Жанры и теги
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
386 стр. 27 иллюстраций
ISBN:
9788415053835
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают