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Para McGregor los factores que motivan intrínsecamente en el desempeño de un trabajo, son propiedades de un sistema humano, y representan una fuerza potencial que no existe en los sistemas mecánicos. En estos últimos la acción ha de ser movida externamente, a través de factores extrínsecos. En los primeros se ofrece la posibilidad de que la acción sea realizada por motivos intrínsecos. En el fondo, su Teoría Y concibe al directivo como alguien que no tan solo motiva ofreciendo estímulos externos (incentivos), sino que, sobre todo, es capaz de liberar las energías del ser humano para automotivarse por los resultados intrínsecos de la acción.

McGregor no llega más allá, y recordemos que, en cuanto al contenido de los factores extrínsecos, se limita a apuntar su conexión con las necesidades inferiores de Maslow y con los factores de higiene de Herzberg, mientras que los factores intrínsecos los encuentra relacionados con las necesidades superiores de Maslow y con los factores motivadores de Herzberg. La correspondencia, sin embargo, no es exacta, y, por otra parte, el dinamismo por el que Maslow explica la aparición de la motivación hacia la satisfacción de una necesidad de orden superior, no es tampoco plenamente asumido por McGregor.

Los límites del modelo psicosociológico

Todas estas teorías apuntan claramente en una dirección, y por eso dan pie para poder hablar de un paradigma común (el psicosociológico) para el análisis de la empresa. En ese paradigma se incluyen unas ideas sobre la motivación que responden a una imagen del hombre reducido a sus propiedades físicas y psicológicas. Se dan en todas ellas una serie de ambigüedades e imprecisiones que se deben, sobre todo, a dos limitaciones propias del enfoque que siguen tanto las teorías que hemos expuesto como otras afines a ellas:

a) Las limitaciones de la metodología inductiva para avanzar en la comprensión de los fenómenos humanos.

b) El recurso a un modelo psicológico de los seres humanos que carece de una base antropológica. Esta última es absolutamente necesaria para abordar explícitamente aquellas cuestiones fundamentales que ya mencionaba Chester I. Barnard (persona, libertad, etc.).

Utilizando los descubrimientos de aquellos autores, vamos a intentar ahora exponer una teoría de la motivación desarrollada sobre bases antropológicas que permita completar lo que en ellos hemos visto.

Este avance nos introduce en un nuevo modelo o paradigma para concebir las organizaciones humanas, al que llamaremos modelo antropológico o humanista. Con él, ya podremos abordar la explicación de fenómenos tales como la identificación de las personas con la empresa, el desarrollo de la lealtad hacia las organizaciones, relaciones entre autoridad y liderazgo, etc.; temas que quizás constituyen la preocupación más dominante, tanto de los directivos como de los que teorizan acerca de la empresa, en nuestros días.

[1] Sobre el contenido y sentido de aquellas investigaciones se han escrito multitud de libros y artículos. Nos parece especialmente interesante el resumen e interpretación que de ellas hace el propio Fritz Roethlisberger, casi cuarenta años después de realizarlas, en el capítulo 4 de su obra póstuma The Elusive Phenomena (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1977).

[2] La cita está tomada del inicio del capítulo 2, The Functions of the Executive (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1938).

[3] A. Maslow, Motivation and Personality (Nueva York: Harper & Row, 1954).

[4] Frederick Herzberg, Work and the Nature of Man (Nueva York: Crowell, 1966). La teoría ya aparecía en Herzberg, Mausner y Snyderman, The Motivation to Work (Nueva York: Wiley, 1959).

[5] D. McGregor, The Human Side of Enterprise (Nueva York: McGraw Hill, 1960).

[6] D. McGregor, Leadership and Motivation (Cambridge, Mass.: The M.I.T. Press, 1966), pp. 259 y ss.

3.

TEORÍA ANTROPOLÓGICA DE LA MOTIVACIÓN

INTRODUCCIÓN

Según las ideas de McGregor, la motivación es producida por la búsqueda de unas consecuencias extrínsecas a la acción del individuo (incentivos que «alguna otra persona» atribuía a la acción), o por la búsqueda de unas consecuencias intrínsecas a la acción (es decir, derivadas de la propia realización de esa acción). Recordemos además que, para McGregor, los factores que motivan intrínsecamente en el desempeño de un trabajo son propiedades de un sistema humano, y que representan una fuerza potencial que no existe en los sistemas mecánicos. Vamos a explorar en qué puede consistir esa «fuerza potencial».

A poco que pensemos en ello, vemos que la acción de una persona, cuando le sirve para interaccionar con otra u otras personas, tiene distintos tipos de resultados o consecuencias. Todos y cada uno de esos resultados pueden constituir una poderosa fuente de motivación, es decir, pueden ser directamente buscados por la persona que actúa y ser, en consecuencia, motivos para que realice la acción.

Pero, por otra parte, puede perfectamente ocurrir que una persona realice la acción buscando directamente tan solo alguno o algunos de esos resultados. Naturalmente que no por ello dejarán de producirse también los demás resultados. Precisamente esa es la razón que nos obliga a introducir la noción de corrección de un plan de acción. Diremos que un plan de acción es correcto tan solo cuando aquellas consecuencias de su ejecución que no han sido directamente buscadas por el decisor, no producen la aparición de un problema más grave que el resuelto por la aplicación del plan.

Como vamos a ver a continuación, todos los posibles resultados de la aplicación de un plan de acción entre personas pueden ser sintetizados en tres categorías o tipos de resultados que son distintos entre sí e irreducibles.

Para ver por qué es así, e identificar cuáles son los resultados que corresponden a cada una de dichas categorías, basta con que observemos que se puede concebir la acción humana como un proceso de interacción (acción-reacción) con un entorno que, en general, también será humano, es decir, formado por una u otras personas. El esquema mínimo para conceptualizar esa interacción será el indicado en la figura 3.


FIGURA 3

MOTIVOS DE LAS ACCIONES INDIVIDUALES

La primera característica de unos agentes personales que interaccionan entre sí es que, en términos generales, pueden aprender como consecuencia de las experiencias que vayan teniendo al interaccionar. Es decir, si tanto la acción del agente activo como la reacción del agente reactivo son producidas por la decisión que cada uno de ellos ha tomado en un momento dado, las respectivas experiencias pueden llevarles a la conclusión de que han de modificar sus decisiones en la siguiente interacción.

Por ejemplo, si el agente activo ha entregado un producto determinado (acción) al agente reactivo, consiguiendo con ello una cierta contraprestación (reacción) por parte del agente reactivo, la experiencia que ambos agentes han tenido al realizar el intercambio puede tener multitud de consecuencias desde el punto de vista de sus posibles interacciones futuras. Puede haber producido desde un cambio de actitudes por el que alguno de ellos ya no quiera en modo alguno repetir la interacción (piensa que ha sido estafado por el otro), hasta un crecimiento mutuo del interés para seguir interaccionando.

En realidad, casi la única posibilidad que «a priori» podría descartarse, es la de que la relación entre ambos agentes no cambiase en absoluto como consecuencia de las experiencias que van a tener al realizar la interacción.

Llamaremos aprendizaje a cualquier tipo de cambio que ocurra en el interior de las personas que han realizado la interacción, como consecuencia de las experiencias que han tenido al ponerla en práctica, siempre que dicho cambio sea significativo para la explicación de las futuras interacciones.

Denominamos regla de decisión al conjunto de operaciones —cualesquiera que estas puedan ser— por las que un agente activo elige su acción (o un agente reactivo su reacción). En ese caso, el aprendizaje es el concepto que utilizamos para recoger los cambios en las respectivas reglas de decisión, cambios que han sido producidos por la propia realización de la interacción.

Por lo tanto, para recoger todas las consecuencias producidas por la ejecución de una acción por parte del agente activo, hemos de distinguir tres tipos de consecuencias o resultados de esa acción:

Resultados extrínsecos: La propia interacción.

Resultados internos: Aprendizaje del agente activo.

Resultados externos: Aprendizaje del agente reactivo.

Un agente activo realiza planes de acción para resolver sus problemas, es decir, para lograr satisfacciones. A la satisfacción lograda por la ejecución de un plan de acción la llamaremos eficacia de ese plan de acción. Es decir, el grado de eficacia de un plan de acción no es más que el grado de satisfacción logrado por la persona al realizarlo y, en consecuencia, expresa el valor de los resultados extrínsecos producidos por el plan para el agente activo.

Llamaremos eficiencia de un plan de acción a los cambios que el aprendizaje produce en el agente activo, en cuanto estos cambios influyan en las futuras satisfacciones que pueda alcanzar dicho agente a través de sus interacciones con el mismo agente reactivo. La eficiencia de un plan expresa, pues, el valor para el agente activo de los resultados internos producidos por la ejecución del plan.

Llamaremos consistencia de un plan de acción, a los cambios que el aprendizaje produce en el agente reactivo, cuando esos cambios influyen en las futuras satisfacciones que puede alcanzar el agente activo a través de sus interacciones con dicho agente reactivo. La consistencia de un plan expresa, por lo tanto, el valor para el agente activo de los resultados externos producidos por la ejecución del plan.

El sencillo esquema lógico del que hemos partido para el análisis de las consecuencias de la acción de una persona, cuando interacciona con otras personas, pone inmediatamente de relieve que existen dos tipos de consecuencias —las que hemos recogido dentro de la eficiencia y consistencia de un plan de acción— que expresan lo que las personas aprenden al interaccionar entre ellas.

Esos aprendizajes pueden tener un gran valor para el agente activo, es decir, pueden tener una gran influencia en el logro de sus satisfacciones futuras. Por eso, no es nada extraño que la consecución de dichos aprendizajes pueda ser un objetivo explícitamente buscado por las decisiones de una persona.

Como antes hemos dicho, también puede ocurrir que ambos aprendizajes no solo no sean buscados, sino que sean, por el contrario, ignorados a la hora de tomar las decisiones. Naturalmente que, en principio, la interacción producirá los cambios correspondientes, con independencia de que el decisor lo quiera o no lo quiera. Si, más tarde, resulta que los cambios ocurridos no le satisfacen, lo único que habrá pasado es que su decisión fue incorrecta.

En definitiva, pues, el logro de cualquiera de aquellos tres tipos de resultados, o de todos ellos simultáneamente, puede llegar a ser motivo de las decisiones de una persona, es decir, puede ser un logro intentado por sus decisiones. Tenemos, por lo tanto, tres tipos de motivos para la acción personal:

Motivos extrínsecos: Aspectos de la realidad que determinan el logro de satisfacciones que se producen por las interacciones.

Motivos intrínsecos: Aspectos de la realidad que determinan el logro de aprendizajes del propio decisor.

Motivos trascendentes: Aspectos de la realidad que determinan el logro de aprendizajes de las otras personas con las que se interacciona.

Es evidente que el logro del propio aprendizaje es un poderoso motivo impulsor de las acciones humanas. Puede, sin embargo, resultar algo más extraña la inclusión del aprendizaje de otras personas como posible motivo impulsor de la acción.

Por supuesto que no nos faltan experiencias respecto a la presencia de esos motivos en la acción humana. No es infrecuente el caso de personas que, generosamente, dedican sus esfuerzos para ayudar a otras. Incluso, para un observador sagaz, no es difícil encontrar, en el trasfondo de la mayoría de las decisiones humanas, rastros de la presencia de ese tipo de motivos que hemos llamado trascendentes. Probablemente, el egoísmo puro es tan raro como el altruismo puro. Algún oscuro instinto nos advierte, muy acertadamente, de la imposibilidad de relaciones estables entre los seres humanos si se prescindiese totalmente de las consecuencias que las propias acciones tienen para otras personas.

En las empresas, es ampliamente reconocida la importancia práctica de la existencia de un cierto grado de motivos trascendentes en todos aquellos que toman decisiones. Si tomamos, por ejemplo, el caso de un buen vendedor, encontraremos que, al realizar una venta cualquiera, estará, por supuesto, buscando ganar algún dinero y, probablemente, buscando también una nueva oportunidad para seguir aprendiendo y afinando sus dotes profesionales. Pero, si es un buen vendedor, también pensará en el servicio al cliente, en que está ayudando a resolver un problema que ese cliente tiene.

Es bien conocido que lo peor que le puede ocurrir a un equipo de vendedores de calidad es que pierdan la confianza en el producto que venden, que lleguen a pensar que ese producto no es adecuado y que, en el fondo, el cliente haría mejor comprando un producto competidor. Se suele hablar entonces de problemas de moral del equipo de ventas, de falta de motivación y de cosas similares. Gran parte de esa frustración, sin embargo, no es más que la insatisfacción debida a la falta de logro de motivos de los que llamamos trascendentes. Al fin y al cabo, el conocimiento de que lo que hacemos es útil —es algo que los demás pueden apreciar y les es, en cierto modo, necesario— constituye un factor motivador nada despreciable. Todos esos impulsos tienen su origen en los motivos trascendentes.

Tanta evidencia acumulada acerca de la vigencia de todos aquellos motivos en las motivaciones humanas, nos ha llevado, en ocasiones, a intentos simplificadores de la teoría de la motivación de las personas, reduciéndola sencillamente a una teoría en la que se reconocía, como punto de partida, una triple dimensionalidad en la motivación para realizar cualquier acción. Se hablaba, en esos casos, de que la motivación o impulso de una persona para elegir una acción determinada ha de tener necesariamente tres componentes, los cuales vienen determinados, respectivamente, por los resultados extrínsecos de la acción (motivación extrínseca), sus resultados internos (motivación intrínseca) y sus resultados externos (motivación trascendente).

La simplificación no está exenta de riesgos porque, en el fondo, no clarifica una distinción que es absolutamente fundamental: la distinción existente entre motivos y el impulso (motivación) para el logro de los motivos. En consecuencia, tampoco permite el análisis de la relación entre ambas cosas, es decir, entre los motivos y las motivaciones. Una auténtica teoría de la motivación humana no puede limitarse a reconocer los tres tipos de motivos que necesariamente están presentes en las interacciones entre personas. Ha de explicar también cómo llegan a influir cada uno de esos motivos en la formación del impulso motivacional del decisor.

Lo normal es que en cualquier acción esos tres tipos de motivos estén presentes. Un médico, por ejemplo, es normal que al atender a sus pacientes lo haga por esos tres tipos de motivos, es decir: cobrar unos honorarios, desarrollar su competencia profesional y curar efectivamente alguna dolencia que hace sufrir al paciente.

Naturalmente, el peso de cada uno de este tipo de motivos es diferente para cada persona: siempre habrá médicos que piensen más en los honorarios, mientras que otros pensarán más en el paciente. Y eso es válido para cualquier profesional, porque lo es para cualquier acción de cualquier ser humano.

También un hombre de empresa se moverá, en su actividad, por ganar dinero, por hacer cosas que le resultan atractivas y para las que se siente preparado o capaz, y también por prestar un servicio o por hacer algo bueno para los que trabajan con él (recuérdese lo que decía Chester I. Barnard acerca de los motivos no económicos de todos los que trabajan en las empresas).

Es un curioso cliché de nuestra cultura el que lleva a pensar que un buen médico es aquel que piensa en sus pacientes —aunque también les cobre honorarios por atenderlos—, mientras que un buen empresario puede serlo pensando tan solo en el dinero que va a ganar con lo que hace. Naturalmente que hay médicos, maestros y empresarios que parece que piensan solo en el dinero que van a ganar y parecen ignorar cualquier otro tipo de motivos. En ese caso, lo que ocurre es que las personas que ejercen esas profesiones están todas enfermas del mismo mal: el materialismo. Desde el punto de vista científico, lo único que podemos hacer es predecir que, si no se curan de esa enfermedad, irán estando cada vez más insatisfechos en el plano de las necesidades no materiales, y, como veremos más adelante, eso tiene consecuencias bastante graves para ellos mismos (y también molestas para los demás).

Precisamente, la calidad motivacional de una persona viene determinada por la sensibilidad que esa persona tiene para ser movida por cada uno de aquellos tipos de motivos. Incluso en nuestro modo ordinario de expresarnos, se suele decir que una persona es «muy humana» cuando juzgamos que tiene muy en cuenta lo que les ocurre a otras personas y está siempre dispuesta a ayudarlas —lo que implica que en su motivación pesan mucho los motivos trascendentes—. Por el contrario, decimos que una persona es muy egoísta —poco humana— cuando tan solo busca en sus acciones la satisfacción propia, sin tener en cuenta el daño o las dificultades que pueda causar a los demás.

Una teoría de la motivación humana que reconozca que la motivación para realizar cualquier acción ha de explicarse en función de los tres componentes que hemos denominado motivos extrínsecos, motivos intrínsecos y motivos trascendentes, parece recoger aquellos elementos más generales y evidentes de nuestra experiencia común. Su punto de partida no puede ser más sencillo y realista. Sus consecuencias, sin embargo, no son nada evidentes y, en muchos aspectos, implican un cambio profundo en nuestro modo de concebir las organizaciones humanas y lo que significa el propio desarrollo de las personas en cuanto tales. Por ello hablábamos más arriba de un tercer paradigma o modelo —el antropológico o humanista— que es el que subyace en la concepción de la empresa (y de cualquier otra organización humana) como institución y no como sistema técnico o como organismo social.

Ahora bien, tal como antes hemos señalado, una auténtica teoría de la motivación humana tiene que explicar cómo llegan a ser operativos en el caso de una persona concreta cada uno de los tipos de motivos que hemos identificado. Dejaremos ese tema, es decir, el análisis del dinamismo a través del cual una persona desarrolla su calidad motivacional, para más adelante.

De momento, y apoyándonos únicamente en la distinción entre los tipos de motivos, podemos avanzar en la construcción de la teoría de las organizaciones, en cuanto estas pueden servir como instrumentos para que las personas satisfagan motivos de cualquiera de esos tipos. Con ello podremos poner de relieve ciertas condiciones que necesariamente han de darse en las organizaciones para que sean viables, es decir, para que puedan existir personas dispuestas a colaborar en el logro de los propósitos de la organización.

El correspondiente análisis dinámico mostrará cómo esas condiciones evolucionan debido al aprendizaje originado por las decisiones de la organización, pero ese análisis tan solo podremos realizarlo después de haber desarrollado el de la formación de la motivación individual. En definitiva, quienes realmente aprenden son las personas concretas, y es su aprendizaje el que determina ese fenómeno agregado al que llamamos aprendizaje organizacional.

Antes de abordar la teoría antropológica de la organización, vamos a ilustrar, en términos coloquiales, el sentido que tienen los conceptos que acabamos de introducir en relación con la vida de las personas.

LOS TIPOS DE NECESIDADES

Encontramos, pues, tres tipos de resultados indisolublemente ligados a una acción: extrínsecos, intrínsecos y trascendentes. El impulso motivador de una persona reacciona en mayor o menor medida, dependiendo de la calidad motivacional de esa persona, frente a cada uno de ellos. Pero es evidente que el valor real de una acción concreta depende del valor de esos resultados —de todos ellos—, y por eso es incorrecto analizar el valor de una acción mirando tan solo a uno o dos tipos de resultados, ya que los tres están normalmente presentes. Así, una persona que trabaja en una empresa puede fijarse tan solo en lo que va a ganar por ese trabajo (motivo extrínseco) y prescindir de lo que le vaya a gustar hacer esa tarea o lo que vaya a aprender haciéndola (motivos intrínsecos) y de lo que para otras personas suponga el que él haga ese trabajo o deje de hacerlo (motivos trascendentes). Lo único que ocurrirá es que cometerá un error al valorar esa actividad; error que, sin embargo, no impedirá que los resultados aparezcan en el momento de ejecutarla, y los padecerá a posteriori, ya que no supo tenerlos en cuenta a priori.

Esos tres tipos de resultados —esos tres componentes del valor de una acción— apuntan a la satisfacción de distintos tipos de necesidades en el ser humano: materiales, cognoscitivas, y afectivas. Vamos a describirlas brevemente:

Necesidades materiales: Son todas aquellas que se satisfacen desde fuera del sujeto, a través de la interacción de los sentidos con el mundo físico que nos circunda. Significan, en último término, la posesión de cosas o la posibilidad de establecer relaciones sensibles con cosas. La satisfacción de estas necesidades está ligada a lo que normalmente denominamos sensaciones de placer (y su insatisfacción: la sensación de dolor). De hecho, el placer es la medida del valor de la realidad en cuanto esta satisface más o menos este tipo de necesidades.

Necesidades de conocimiento: Son aquellas ligadas a las capacidades que las personas tenemos de hacer cosas, de conseguir lo que queremos. Se satisfacen en la medida en que la persona se va encontrando capaz de controlar la realidad que la circunda, se va encontrando capaz de hacer más cosas. Dicha satisfacción depende, por lo tanto, de la medida en que, a través del oportuno aprendizaje, una persona desarrolla lo que llamaremos su conocimiento operativo, es decir, el conjunto de sus habilidades para manejar su entorno. La sensación de poder y, en cierta medida, la sensación de seguridad corresponden a estados psicológicos que dependen de la satisfacción de estas necesidades.

Necesidades afectivas: Son aquellas ligadas al logro de relaciones adecuadas con otras personas, a la certidumbre de que no somos indiferentes para los demás, de que nos quieren como personas, de que nos aprecian por nosotros mismos, por ser quienes somos (y no porque tengamos unas u otras cualidades o porque les seamos útiles). Su satisfacción se manifiesta a través de la seguridad de que al otro le afecta lo que nos afecta a nosotros y porque nos afecta a nosotros. Las personas tenemos la capacidad de interiorizar —hacer nuestro— todo lo que les ocurre a otras personas. A esa interiorización es a lo que, en sentido estricto, se llama amor. Las personas son capaces, pues, de amar y de ser amadas, y esta relación es la que satisface las necesidades afectivas. Para el logro de estas satisfacciones, es condición necesaria el desarrollo de lo que llamaremos el conocimiento evaluativo de las personas. Más adelante veremos cómo se produce el aprendizaje en ese conocimiento, que es el que capacita a una persona para descubrir los estados internos de otras personas y, en consecuencia, sentir las satisfacciones afectivas correspondientes.

Estos tipos de necesidades no constituyen una jerarquía, sino que todos están presentes simultáneamente en el ser humano. De hecho, su satisfacción significa que la persona tiene una relación satisfactoria con la realidad en tres planos distintos: el mundo de las realidades sensibles, el mundo de las realidades personales y su propio mundo interior. A través de su actuación puede alterar esas relaciones y, al buscar mejorar una de ellas, empeorar las otras. Por ejemplo: al buscar mejorar su satisfacción en el plano de las necesidades materiales robándole algo a alguien, empeorará su capacidad de mantener unas relaciones satisfactorias en el plano de las necesidades afectivas. Es útil que nos extendamos brevemente en la explicación de por qué ocurre así.

CONFLICTOS MOTIVACIONALES Y SU RELACIÓN CON EL APRENDIZAJE

A la hora de tomar una decisión, el ser humano se encuentra muchas veces con lo que se denomina un conflicto motivacional, es decir, hay acciones que le resultan más atractivas desde un punto de vista y otras desde otro punto de vista. De estos conflictos los más importantes son los llamados conflictos intermotivacionales. En este tipo de conflictos ocurre que una acción es muy atractiva, por ejemplo, por motivos extrínsecos, mientras que otra acción lo es por otro tipo de motivos, y la persona ha de elegir una de las dos acciones. Desde el chiquillo que está dudando entre irse a jugar, dándole un disgusto a su madre que espera que se quede en casa estudiando, hasta el vendedor que duda en cerrar una operación beneficiosa, sabiendo que en el fondo engaña al cliente, podríamos ilustrar de mil modos este tipo de conflicto (siempre que lo que les haga dudar sea el «no dar el disgusto a la madre» y el «no engañar»; si la duda es debida al temor del «castigo» en el caso de que fuese descubierta la fechoría, el conflicto no sería intermotivacional sino intramotivacional, en el plano de los motivos extrínsecos).

Pues bien, la resolución de los conflictos intermotivacionales es la que va configurando la calidad motivacional de una persona. Es decir, si una persona no valora en sus decisiones los motivos trascendentes, cada vez le irá siendo más difícil tenerlos en cuenta. Dicho de otro modo: su impulso espontáneo cada vez será menos sensible a este tipo de motivos.

El que una persona se mueva por motivos trascendentes es condición necesaria para un tipo de aprendizaje, concretamente aquel que expresa el crecimiento de su conocimiento evaluativo. Este conocimiento es el que le permite descubrir las realidades personales, es decir, los estados internos de otras personas. La medida en que dicha persona sea capaz de conocer las realidades personales es, precisamente, la medida en que estará capacitada para sentir satisfacciones afectivas. Todo ello tendremos ocasión de analizarlo en profundidad al abordar el análisis dinámico de la motivación.

Tendemos a pensar que la satisfacción de las necesidades de un ser humano depende únicamente de lo que ocurre fuera de él. Esto es cierto —y tan solo en parte— para las necesidades materiales. La satisfacción de las necesidades afectivas depende, sobre todo, de algo que está dentro de la persona: el estado de su conocimiento evaluativo. Aunque una persona esté rodeada de otras que la quieren de verdad, si esa persona no tiene desarrollado dicho conocimiento, sus necesidades afectivas estarán insatisfechas. Y lo estarán porque será incapaz de descubrir y, en consecuencia, de sentir el afecto que le tienen. Por eso puede decirse que la motivación por motivos trascendentes es la motivación que trata de orientar la acción humana hacia la propia mejora personal en el plano más hondo de su ser individual: su capacidad de sentir a otras personas como tales personas, su capacidad de establecer profundas relaciones afectivas con otros seres humanos.

El problema para que las decisiones de una persona sean coherentes con el logro de esa mejora, lo encontramos en el coste que entraña ese tipo de comportamiento. Es frecuente que, en los conflictos intermotivacionales, el impulso espontáneo para el logro de motivos extrínsecos o intrínsecos sea mucho más fuerte que el impulso para el logro de motivos trascendentes. La elección de alternativas que intenten este último logro supondrá, normalmente, un coste de oportunidad, es decir, un sacrificio respecto al logro de los motivos extrínsecos y/o intrínsecos que podrían conseguirse a través de la elección de otras alternativas distintas.

Vamos a dejar por el momento estas cuestiones, a las que volveremos en la Segunda Parte, porque, como antes hemos dicho, para el análisis estático de las organizaciones nos basta con que tengamos presentes los tres tipos de motivos que pueden motivar la acción de una persona cuando participa en una organización. Cuando abordemos el análisis del dinamismo, es decir, del aprendizaje de las organizaciones, tendremos que partir del análisis de lo que ocurra en el plano de los aprendizajes individuales que se produzcan como consecuencia de lo que las personas están haciendo en la organización.[1]

[1] Nota del autor: Los conceptos de eficacia, eficiencia y consistencia, que acabamos de introducir en este capítulo, juegan un papel decisivo en la teoría antropológica de las organizaciones. Para los lectores que estén familiarizados con los trabajos de Chester I. Barnard, dichos conceptos les habrán hecho recordar, seguramente, los de eficacia y eficiencia que Barnard descubre y aplica, tanto a la acción personal como a la de la organización en su conjunto (en los capítulos II y V, respectivamente, de The Functions of the Executive). La distinción realizada por Barnard es, en mi opinión, uno de los hitos más importantes en el proceso de elaboración de la Teoría de las Organizaciones Humanas. El objetivo de esta nota no es otro que el reconocimiento de mi deuda intelectual hacia dicho autor. No es este el lugar adecuado para desarrollar los análisis teóricos que conducen, a partir de los conceptos de eficacia y eficiencia de la teoría de Barnard, a los de eficacia, eficiencia y consistencia de nuestra teoría. Para el lector que esté interesado en estas cuestiones, cfr. Organizational Theory: A Cybernetical Approach (Barcelona: IESE, Research Paper n.° 5, 1974). Allí se intenta demostrar la necesidad y posibilidad de una teoría que, al tener en cuenta el dinamismo producido por los aprendizajes de los decisores, generalice la teoría de Barnard.

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9788432144424
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