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Hay, además, un tercer tipo de factores de fracaso, fundamentalmente del abandono escolar temprano, que no son achacables al sistema educativo, pues muchos de ellos tienen que ver, por ejemplo, con las características de nuestro sistema productivo o incluso con el sistema social. Ha habido años en que los jóvenes de 16 años con muy baja cualificación o sin titulación podían acceder al empleo, obteniendo además unos sueldos atractivos. Muchos jóvenes simplemente accedían al empleo y abandonaban sus estudios, pero esto frenaba su desarrollo profesional a largo plazo. ¿Por qué ahora está mejorando tanto el abandono escolar temprano? Sencillamente, porque no resulta fácil encontrar ese tipo de empleo y, en consecuencia, los jóvenes están más incentivados a seguir estudiando y, si el sistema les da posibilidades, seguirán en él.

Tengo mis dudas sobre la propuesta de extender la escolaridad obligatoria hasta los 18 años. No he sido nunca un defensor ferviente de esa ampliación de la escolarización obligatoria que exigiría perseguir a quienes no cumpliesen con la norma. Lo que sí creo es que debería estar universalizada la posibilidad de continuar ampliando la formación hasta los 18 años. Puede haber personas que a los 16 años tengan interés en trabajar, es una edad razonable y similar a otros muchos países de nuestro entorno, y habría que diseñar sistemas que les permitiesen compaginar estudio y trabajo. Por tanto, si llamamos escolaridad obligatoria a que haya una atención educativa hasta los 18 años, me parece bien, si nos referimos a la extensión del modelo de escolarización actual hasta los 18 años, tengo muchas dudas.

¿Podría resultar positivo que no hubiese al final de la Educación Secundaria Obligatoria una decisión en el sentido de certificar o no la titulación?

Sí, y menos, como plantea la LOMCE, con dos reválidas alternativas. He defendido en otros lugares la conveniencia de evolucionar hacia un modelo de certificación final en el que se certifiquen las competencias y los conocimientos adquiridos, así como los niveles alcanzados en cada uno de ellos. Sería algo parecido a los diplomas que da el sistema inglés, en el que unas materias están calificadas como A, otras como B, otras como C, etc. Si uno quiere ir al Bachillerato o a otra formación, se le piden determinadas condiciones mínimas, pero se rompe esa idea de que se obtiene o no el título, aceptando a cambio que se han conseguido logros diferentes en diferentes ámbitos y materias.

Además, así se deja el camino más abierto para quien, incluso después de terminar su escolarización obligatoria, quiere seguir formándose o revalidar conocimientos que le puedan abrir otras vías. Ir a un modelo de diploma o de certificación más abierto que el puramente dicotómico, o pasa o no pasa, seguramente nos podría ayudar. Es verdad que ese modelo alternativo va en contra de nuestra cultura, pues llevamos ya muchos años, muchas décadas, en que el sistema es otro, pero también se puede pensar que podría cambiarse. No digo que se implante de un día para otro, pero al menos que se pueda analizar y valorar como alternativa a la vigente repetición de curso entendida como sistema fundamental de control del aprendizaje. Hay sistemas educativos que no actúan como nosotros y funcionan muy bien, luego algo más podrá hacerse que no sea simplemente repetir o no repetir curso. En los últimos años percibo que empieza a haber un debate en nuestro país sobre este asunto y se va extendiendo una opinión distinta, debido, entre otras cosas, a que algunos organismos internacionales han puesto de relieve la repetición de curso como una debilidad de nuestro sistema. Creo que con el título habría que abrir un proceso similar para que, antes o después, pudiéramos reflexionar sobre ello, porque de otro modo será muy difícil eliminar la parte del fracaso que se deriva de ahí.

¿Habría, por tanto, un componente cultural en nuestra práctica de la evaluación como parte de la explicación del fenómeno de por qué tenemos tasas de repetición de curso por encima del doble de la media de la OCDE?

Sí, porque además se comprueba que se recurre a argumentos científicamente endebles. Alguien podría decir: “¿por qué nosotros tenemos un porcentaje de estudiantes más o menos similar a la media de la OCDE, con lo que PISA considera un nivel de habilidades o competencias insuficientes, y tenemos, en cambio, un porcentaje de repetición de curso que es el doble o más que el de la OCDE? Hay una cierta discordancia y, aunque no se puede hacer un análisis estadístico riguroso de la discrepancia, por lo menos nos obliga a pensar sobre ello. Si los malos resultados no son tan alejados de la media de la OCDE, ¿por qué la tasa de repetición de curso está tan alejada? ¿Acaso no estaremos exigiendo en el ámbito escolar requisitos para pasar de curso que en otros países de la OCDE no se exigen? Deberíamos pensarlo.

Otro de los fenómenos que nos distancia de los países de nuestro entorno son los datos de escolarización en la Formación Profesional, especialmente en la de grado medio. ¿Qué aporta la Formación Profesional a la formación de los jóvenes?, ¿cómo podríamos incentivar que se produjese una mayor demanda de esa formación?

Hay por lo menos un par de factores que intervienen. Uno es el que ya hemos mencionado, el título que abre o cierra puertas. Es verdad que en años recientes se han ido abriendo otras vías de acceso a la FP, pero no dejan de ser laterales. Ahí hay un problema real por el cual alumnos que podrían cursar estudios de Formación Profesional no pueden hacerlos, porque administrativamente no tienen el título correspondiente, aunque eso ya se ha planteado y va camino de resolverse.

El otro factor consiste en que tenemos un sistema productivo en el que más de un 90 % de nuestras empresas son pymes, muchas de ellas microempresas, ni siquiera de tamaño medio. En muchas de ellas la exigencia de la titulación profesional para acceder al empleo es menos rigurosa que en otros países, como Alemania o muchos de los países centroeuropeos de influencia alemana, en los que resulta impensable que alguien que no tenga un título profesional pueda ser contratado para un puesto de trabajo. Sin embargo, en España sabemos que no es necesariamente así. Si a un estudiante se le pide que haga un esfuerzo adicional de formación y siente que no va a tener una incidencia grande en su acceso al empleo, esto lo desmotiva.

Lo que los datos internacionales dicen es que el porcentaje de los alumnos españoles que cursan Bachillerato es, más o menos, similar a la media de los países europeos o de la OCDE. En cambio, el porcentaje es más bajo en Formación Profesional. Pero es que tenemos un porcentaje mucho más alto de abandono escolar temprano y creo que ahí está el problema. Mucha de esa gente que no sigue estudios son personas que en otros sistemas educativos estarían haciendo ciclos formativos, de un tipo o de otro, seguirían programas de aprendizaje, etc., y en nuestro caso simplemente se quedan fuera del sistema educativo. Ese es el núcleo del problema, no tanto que nos sobren alumnos en Bachillerato o que sobren en la universidad, ese es un diagnóstico equivocado, sino que una buena parte de los jóvenes que no adquieren formación deberían tener la posibilidad de encauzar su trayectoria a través de la Formación Profesional o de un tipo de formación más apegada a la práctica, más vinculada al trabajo, más viable y cercana.

Los sistemas educativos han de tratar de integrar equidad y excelencia. Ambas han de encontrar su lugar en un modelo de educación inclusiva que pretende garantizar el bienestar, la prosperidad y la cohesión social en una sociedad más justa e integradora. ¿La educación inclusiva es un tema pendiente en las políticas educativas? ¿Se evalúa el carácter inclusivo de la educación? ¿Qué nos queda por hacer para mejorar la inclusión, especialmente la de las personas con discapacidad o diversidad funcional?

En España se han hecho esfuerzos muy grandes hacia la inclusión de los estudiantes, por ejemplo, de los que tienen discapacidad o diversidad funcional. Por citar a mi universidad, desde la UNED atendemos más o menos al 40 % de los estudiantes universitarios con discapacidad reconocida que hay en España. Es verdad que se van planteando desafíos nuevos cada día, porque lo que antes era simplemente un problema de eliminación de barreras arquitectónicas ahora lo es de accesibilidad a la web, a internet, a los cursos virtuales, etc.

No hemos avanzado suficientemente en atención a determinadas minorías, por ejemplo, la etnia gitana, que es el caso más claro en España de escolarización insuficiente, históricamente hablando, aunque se han producido avances en relación con la situación anterior. En la integración del alumnado procedente de la inmigración los problemas se plantean, bien porque han tenido una incorporación tardía al sistema educativo, o bien por el desconocimiento de la lengua. Un alumno que viene de otro lugar no tiene por qué ser considerado un problema, aunque pueda requerir una cierta adaptación para incorporarse con normalidad al sistema educativo. Si te llega un joven de 10, 11 o 12 años que no ha estado escolarizado durante años, el problema no es que sea inmigrante, el problema es que no ha tenido escolarización anterior. Aun así, yo creo que en España se ha llevado a cabo una incorporación muy razonable de toda la población inmigrante, teniendo en cuenta que en una década llegaron prácticamente casi dos millones de jóvenes en edad escolar.

La verdad es que el grado de conflicto que encontramos en las escuelas es relativamente pequeño, se han desarrollado mecanismos nuevos de mediación intercultural con los propios estudiantes y ha habido sistemas que los han ido integrando. En general, en nuestra cultura y concretamente en España, hay una preocupación por la equidad y por la inclusión, aunque a veces no somos conscientes de todo lo que implica: hacer más cosas, poner más recursos, prestar una mayor atención, cultivar una mayor sensibilidad, etc., pero es verdad que hemos avanzado bastante. En el plano internacional también es un asunto que, por lo menos, está presente en los discursos. PISA, por hablar de una gran operación evaluadora internacional, analiza en qué medida los sistemas mantienen la equidad o no, si el sistema educativo favorece el desarrollo de las desigualdades de origen o las mitiga, si potencia en su desarrollo educativo a la población inmigrante o la inhibe en ese sentido. Por tanto, el hecho de que aparezcan datos en relación con estas evaluaciones y que se difundan contribuye a dar visibilidad a estas desigualdades. Seguramente tenemos que hacer más, pero yo creo que el sistema educativo español y los sistemas educativos de nuestro entorno más cercano sí tienen esa sensibilidad. Aunque no sea oro todo lo que reluce, tampoco se pueden menospreciar los logros que hemos conseguido.

Capítulo cuatro
Innovación y mejora de la escuela

Antonio Bolívar Boitia


Es catedrático de Universidad de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Granada, es un experto internacional en temas de educación y gestión escolar. Es también miembro del Comité Científico de la Agencia Andaluza de Evaluación Educativa (AGAEVE), del Patronato de la Fundación Educativa y Asistencial Cives de la Liga Española de la Educación y miembro y expresidente de la Asociación para el Desarrollo y Mejora de la Escuela (ADEME).

La innovación puede ser un potente motor de la mejora educativa, pero ¿es lo mismo innovar que mejorar? ¿Pueden los procesos de innovación y transformación de la escuela transformar la sociedad? ¿Qué condiciones ha de tener la innovación para que pueda impulsar una mejora de la educación? ¿Cuál ha de ser el papel de la Administración, de los centros, de los profesores o de las redes? ¿Cómo pueden contribuir a esta transformación el liderazgo, la autonomía de los centros o la rendición de cuentas?

¿El sistema educativo es un puro reflejo del sistema social y sus resultados una pura reproducción de aquel o es posible que las escuelas puedan transformar la sociedad generando oportunidades de una mejor educación para todos, como defienden movimientos como las escuelas eficaces, entre otros?

En efecto, a mitad de los sesenta, uno de los supuestos ilustrados (la escuela como instrumento de igualdad para la mejora de la sociedad) se ve gravemente cuestionado, tanto por el informe Coleman en USA (1966) como, en este lado del Atlántico, por la sociología de la reproducción en Europa. La escuela no importa (Schools don’t matter) venía a concluir la que fue la primera gran investigación educativa, pues es la situación social, económica y cultural de sus familias y la composición social de la escuela la que, en último extremo, determina los resultados del alumnado. Desde el lado francés y con un enfoque distinto (neomarxista y estructuralista), la sociología de la educación evidencia que el propio sistema educativo reproduce las diferencias sociales, siendo —además— un aparato ideológico al servicio de los intereses de la clase dominante. La reproducción, justamente, se titulaba el libro de Pierre Bourdieu (1970).

Y, sin embargo, medio siglo después, la escuela importa y marca una diferencia, aportando —según cómo funcione internamente— un “valor añadido”, como vino a demostrar (con datos) el movimiento de “escuelas eficaces”. Justamente, es en contextos vulnerables o desfavorecidos en donde más se puede notar la influencia del liderazgo escolar o de la acción conjunta de su profesorado. Desde diversos frentes hemos dado la vuelta al lema de los sesenta, de una visión pesimista a una visión optimista. Como se titula el libro de unos investigadores chilenos (Bellei, Muñoz y otros), ¿Quién dijo que no se puede?, podemos demostrar que hay buenas escuelas en contextos de pobreza. Todo ello nos lleva a cómo organizar la escuela (liderazgo, proyecto conjunto, buenos docentes, etc.) para que tenga un impacto fuertemente positivo en las vidas de los alumnos.

¿No es sorprendente que una organización cuya función es la creación y transmisión de conocimiento, como la escuela, no esté concebida para facilitar su propio aprendizaje permanente y el de los profesores? ¿No respondería este modelo de escuela a un concepto de saber estático y de escuela cerrada insostenible en la sociedad del siglo XXI? ¿Qué te parece la metáfora que propone Huberman de un grupo de jazz frente a la orquesta para sugerir la escuela innovadora y abierta a los cambios?

Sí, esa es la paradoja. Como ha dicho un gran experto en educación (Richard Elmore), si hubiéramos de diseñar una organización disfuncional e inhóspita para el aprendizaje, esa sería la escuela actual: espacios aislados y separados, individualismo y privacidad, ausencia de responsabilidad compartida, etc. Justamente algunos de los movimientos más innovadores actuales se dirigen a rediseñar los tiempos y espacios para que sean posibles las prácticas educativas que deseamos. Igualmente, algunas de las propuestas más relevantes a nivel internacional son configurar las escuelas como “comunidades profesionales de aprendizaje”. Se basa en la hipótesis de que, si las escuelas están para satisfacer las necesidades de los estudiantes, para conseguirlo, paralelamente deben proporcionar oportunidades para que los docentes puedan innovar, intercambiar experiencias y aprender juntos.

Michael Huberman, tantas veces añorado por su muerte prematura, en efecto, propuso la afortunada analogía para la innovación educativa entre el grupo de jazz y la orquesta uniformada. Por un lado, es evidente, si queremos que florezcan innovaciones en una escuela, que se deben promover y potenciar propuestas propias y dispares. Pero, por otro, actualmente, nos separamos algo de Huberman, porque las acciones efectivas son las que van al unísono, como en la orquesta, en líneas comunes de acción. Eso no quiere decir, en ningún caso, que se impidan iniciativas propias innovadoras. En fin, más que enfrentar jazz y orquesta, hoy tendemos a verlos como complementarios.

¿Puede estar el reto de la innovación no en la mera acumulación de saber, respondiendo a un optimismo ilustrado de un progreso sin límites, sino en desaprender y romper los esquemas para ser capaces de crear realidades nuevas?

Yo también pienso, muy influido por Karen Louis y Richard Elmore, que —en lugar de predicar que hay que cambiar o innovar— si queremos cambiar los papeles que las personas ejercen en una organización, es preferible cambiar la organización. Sin tocar algunos de los “pilares básicos” que gobiernan la escolaridad desde la modernidad, cualquier cambio renovador queda impedido por estas barreras estructurales. Esto se inscribe en el nuevo paradigma al que se refiere tu pregunta.

No obstante, reconstruir, rediseñar o restructurar lugares y espacios atrapados por burocracia, trabajo individualista y toma de decisiones jerárquicas, por un trabajo en colaboración no es —en efecto— tarea fácil. Las líneas de acción se han dirigido, conjuntamente, a rediseñar los lugares de trabajo, y a (re)culturizar las escuelas. La primera pretende un nuevo diseño organizativo, pensando —razonablemente— que no podemos esperar cambios relevantes en la cultura dominante en la enseñanza sin alterar los roles y estructuras, que incrementen —conjuntamente— la profesionalidad del profesorado y el sentimiento de comunidad. Si es difícil actuar directamente en la cultura escolar, por ser algo intangible, los cambios estructurales a nivel organizativo parecen ser, además de manejables, una condición para provocar cambios culturales. Por eso, rediseñar los lugares de trabajo en formas de redistribución de roles y estructuras puede posibilitar hacer del establecimiento escolar no solo un lugar de aprendizaje para los estudiantes, sino un contexto donde los docentes aprendan a hacerlo mejor.

Se habla de las organizaciones árboles de Navidad, cuyas luces se apagan y se encienden de modo intermitente, para ejemplificar la búsqueda incesante y desenfrenada de innovaciones que no conducen a la mejora. Decía Hanna Arendt que el futuro nos lleva al pasado. ¿Es importante consolidar las innovaciones a partir de lo que se ha conseguido?

He empleado, en diferentes contextos, el afortunado dicho de Arendt de que el pasado, en lugar de remitirnos hacia atrás, empuja hacia adelante y, al contrario de lo que cabría esperar, es el futuro el que nos impulsa a volver al pasado. Aplicándolo a nuestra cuestión, cualquier propuesta innovadora debe asentarse en los modos anteriores de hacer si quiere tener una sostenibilidad y, al tiempo, producir efectos duraderos.

En muchas ocasiones se identifica innovación con novedades (hacer cosas nuevas), sueltas, aisladas (como adornos del árbol de Navidad): pero una cosa es hacer algo novedoso y otra generar impactos constatados en la mejora (de la educación y los aprendizajes). Hoy estamos convencidos de que el núcleo de la innovación y de la mejora es asegurar, equitativamente, a todos los alumnos y alumnas los aprendizajes imprescindibles. Todo lo demás son “adornos”. A tal fin, habrá que hacer los oportunos cambios curriculares y organizativos, así como las prácticas docentes acordes, que puedan permitir que todos los alumnos adquieran las competencias clave. Innovaciones como luces que se encienden y al poco tiempo se apagan no nos llevan muy lejos. De ahí la exigencia de sostenibilidad en un proyecto de escuela compartido, liderado por un equipo.

¿Qué condiciones debe tener la innovación para engendrar la mejora? La OCDE11 destacó en 2015 cuatro factores clave para las políticas que crean ambientes de aprendizaje innovadores: mantenerse informados sobre los principios de aprendizaje basados en la investigación; innovar en el núcleo pedagógico; convertirse en organizaciones formativas con fuerte liderazgo en estrategias de diseño; y abrirse a asociaciones, centros escolares y ambientes de aprendizaje para crear capital profesional y mantener la renovación y el dinamismo. ¿Cómo valoras estos principios?

Ese informe de 2015 fue una buena propuesta, que la he tenido en cuenta. Esos cuatro factores, en efecto, con alguna especificación, pueden considerarse claves. Una enseñanza innovadora no debiera mantenerse al margen de los avances en la investigación educativa. Parece obvio. Otra cosa, muy relevante, es si hay canales institucionales establecidos, y si no los hay (o son débiles) cómo establecerlos o potenciarlos, entre la investigación educativa y la práctica docente.

Muchas innovaciones son periféricas al núcleo pedagógico: cómo se enseña y cómo aprenden los alumnos. Por tanto, muchas cosas se pueden hacer como innovaciones, pero su valor se verá acrecentado en el grado en que afectan más directamente a dicho núcleo. Una cosa es innovación y otra mejora. Esta se mide por los incrementos producidos en la calidad de las prácticas docentes y en las capacidades de los alumnos a lo largo del tiempo.

En la cuestión central sobre cómo dinamizar los centros escolares para conseguir el éxito educativo para todos, estamos volviendo la mirada al liderazgo pedagógico de una escuela, articulada en torno a un proyecto compartido. Por eso, la propia OCDE, en su conocido informe de 2008 Mejorar el liderazgo escolar, viene a decir: podemos intentar mejorar muchas cosas en educación, pero todas pasan como núcleo estratégico o catalizador por el liderazgo escolar. Es lo que ha hecho que me dedique a esta cuestión en los últimos años, junto con las asociaciones de directivos. Por lo demás, un tanto abandonada en nuestro país por la política educativa, que languidece año tras año, en la que después vamos a incidir.

La escuela, en las últimas décadas, ha ido acumulando tal cúmulo de responsabilidades, que se ha visto desbordada. Cualquier problema social se convertía en “educativo” y, en consecuencia, remitido a la escuela para su resolución. Al margen del sentimiento de frustración y malestar causado en el profesorado, la escuela sola no puede, como suele decir, con frecuencia, el propio profesorado. Nosotros, en el Proyecto Atlántida (2007) hemos abogado, por implicar a las comunidades locales en la tarea educativa con una nueva articulación de la escuela y la sociedad. Por eso, hablamos de corresponsabilidad y denominamos al proceso ciudadanía comunitaria. Establecer redes intercentros, con las familias y otros actores de la comunidad, incrementa el capital social y facilita que la escuela pueda mejorar la educación de los alumnos, al tiempo que todos se hacen cargo conjuntamente de la responsabilidad de la educación de nuestros jóvenes.

¿Podemos decir que se ha extendido la desconfianza sobre las políticas educativas top-down y los cambios educativos promovidos desde arriba? ¿Cómo ves el papel de la Administración educativa en el impulso a la innovación? ¿Una excesiva presión desde arriba puede alimentar la desmotivación y la desprofesionalización de los docentes y frenar el crecimiento de la escuela como organización? ¿Hace falta presión cuando los centros no tienen capacidad para ejercer su autonomía? ¿Deben todos los centros ser tratados del mismo modo? ¿Cuáles serían las claves de una nueva gobernanza en educación?

Sin duda, hacen falta impulsos para la innovación o mejora. La cuestión es, como planteé en un trabajo, lograr el equilibrio, siempre inestable, entre la presión desde arriba y el compromiso desde abajo. Yo señalaba que las políticas educativas de mejora, en líneas generales, han oscilado entre una estrategia de control, desde una tutela y dependencia de la regulación administrativa, a promover el compromiso e implicación, incrementando la autonomía escolar y mayores poderes de decisión al centro escolar.

Como señalas, se ha producido una cierta desconfianza en las políticas de presión, cuando no desengaño, pues sus resultados han sido desalentadores, en cuanto a que —en último extremo— se verán mediatizados por lo que haga cada escuela con ellas. Por eso, en una nueva “gobernanza” (que implica horizontalidad) de la escuela se quiere, por tanto, posibilitar una reprofesionalización de los docentes, potenciando su capacidad para la toma de decisiones y la implicación en el desarrollo institucional y organizativo de los centros escolares.

Como vemos en este país demasiado a menudo, los cambios educativos pueden ser prescritos y legislados, pero si no quieren quedarse en mera retórica o maquillaje cosmético, deberán ser reapropiados/adaptados por las escuelas, alterando los modos habituales y asentados de trabajo (la cultura escolar existente).

De ahí la necesidad de autonomía en la gestión. No todos los centros pueden ser tratados del mismo modo, depende del grado de desarrollo de su capacidad organizativa, en función de su historia anterior. Por tanto, la autonomía no puede ser para todos igual, sino en función de la situación de partida y de los compromisos que se quieran alcanzar. En consecuencia, prácticamente, la autonomía escolar cabe entenderla como la creación de dispositivos, competencias, apoyos y medios que permitan que las escuelas, en conjunción con su entorno local, puedan construir su propio espacio de desarrollo, en función de unos objetivos asumidos colegiadamente, y un proyecto contratado con la Administración o comunidad. Solo de este modo, el desarrollo interno de las escuelas puede ser un camino que permita reconstruir y mejorar la educación.

Hay muchos centros y profesores innovadores en nuestro país, pero ¿es nuestro sistema educativo un sistema innovador o que potencia la innovación? ¿Dónde se producen mayores resistencias, en los docentes a los cambios, a modificar sus prácticas; o en los responsables últimos del sistema a establecer condiciones de flexibilidad y confianza que faciliten el empoderamiento de los docentes y las escuelas?

Estamos en un momento difícil. Hastiados de cambios y reformas, con una sobrerregulación normativa, que han conducido las prácticas docentes hasta límites desprofesionalizadores, al albur de los cambios políticos. No podemos decir que nuestro sistema educativo, en cuanto sistema, esté configurado para la innovación. Más bien ha contribuido a ahogar las propuestas innovadoras. De hecho, el declive de innovaciones, a falta de potenciar la autonomía y el compromiso, de que antes hablábamos, ha sido progresivo. No obstante, hay intentos innovadores, parciales y esporádicos, que contribuyen a alentar que el cambio es posible. Pero una cosa es el sistema, y otra, las escuelas innovadoras.

Me he hecho eco del caso de Portugal: de acompañarnos en el furgón de cola de PISA, está a punto de convertirse en el “nueva Finlandia” en educación, con unos procesos generalizados de innovación. Con planes integrados de combate del fracaso y el abandono escolar, se ha potenciado una autonomía y flexibilidad del currículo, que hace que la escuela pueda elaborar programas personalizados para alumnos en riesgo, procurando el éxito educativo para todos. Que cada escuela tenga autonomía y flexibilidad curricular supone transformar la mirada: en lugar de estar la escuela al servicio del sistema, ahora serían el sistema educativo y sus servicios de apoyo los que tendrían la obligación de servir a las demandas y necesidades de cada escuela.

Las políticas de mejora han ido girando desde la Administración al centro escolar y de este al aula, donde se desarrollan los procesos de enseñanza-aprendizaje. ¿Quiere esto decir que el centro deja de ser considerado como unidad de cambio?

Yo me hice eco, hace años, de esta cuestión, en un trabajo que titulé Del centro al aula y vuelta. Quería dar cuenta de los cambios de acento que se han producido en las últimas décadas, a los que se refiere tu pregunta. De la Administración al centro escolar es claro y, en España, al menos como propuesta teórica (otra cosa fue la práctica), vino representado por la LOGSE. Otras muchas dimensiones igualmente se giraron al centro como unidad: formación centrada en la escuela, autoevaluación institucional, proyecto curricular de centro, etc. Sin embargo, nos dimos cuenta de que, algunas de ellas, con este cambio de acento, obviaban y silenciaban lo que se hacía en el aula, que continuaba siendo algo privatizado e individualista.

En fin, percibimos que, al dejar inalterada la estructura organizativa (gramática básica) y el modo (individualista) de ejercicio de la enseñanza, continuaba reproduciéndose lo que se quería superar. Así pues, de la constitución en los ochenta del centro como organización como unidad básica de cambio, a mediados de los noventa, el aula y los procesos de enseñanza y aprendizaje se erigieron en el núcleo de cualquier propuesta de cambio. En cualquier caso, en esta puesta en primer plano de la acción docente en el aula se recogen las lecciones aprendidas a nivel de centro, por lo que el aula aparece ahora anidada en otros muchos entornos, procesos y relaciones.

Por eso, actualmente, creemos que los cambios a nivel de escuela han de estar centrados correctamente en el aprendizaje del estudiante. No es posible una cultura de comunidad responsable del aprendizaje de todos los estudiantes cuando perviven divisiones burocráticas de trabajo y una coordinación interpersonal débil en las escuelas. Se requiere reestructurar los contextos organizativos de trabajo de los profesores. Richard Elmore ha propuesto en este sentido un diseño retrospectivo: partamos del aula para, a partir de ella, ver qué demandas hay que hacer a nivel de centro; en lugar de partir de documentos sobre cuestiones del centro y ver, luego, cómo no llegan a las aulas. En cualquier caso, se necesitan conjuntamente iniciativas locales y centrales, son necesarias estrategias de arriba abajo y de abajo arriba. Lo que importa, como reclamaba recientemente Fullan, es que haya “coherencia” entre ellas.

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9788413189024
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