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7

Los cinco dedos en la cerca de alambre. Frente a los ojos, alambres, y tras estos, iluminaciones de tarde llenando la kermés. Señoritas que viven en los alrededores del Zócalo de Coyoacán atienden los puestos. Hay flores y globos por todos lados. Detiene la mirada en donde venden nieves de sabores. Bolas rojas, amarillas, verdes. Ahí están las hermanas Valladares, riéndose mientras sirven la nieve. Él no tiene pensado aproximarse. Estará ahí de pie hasta que se meta el sol, viviendo la fiesta de lejos. No saluda a nadie. En el puesto de nieves lo han visto. “¿Ya viste quién está allá?” Un perro flaco, parecido a un chihuahueño que se ha desbordado de su tamaño, se acerca a olerlo.

—¡Sáquese! ¡Hediondo!

El perro se mete por debajo de los alambres, entra al festejo sin mayor problema.

El tren rápido que iba de Coyoacán al Zócalo de la ciudad de México hacía un ruido distinto al tren local. El rápido era más escandaloso. Cuando Clemente y Margarita se encontraban en el mismo vagón, no platicaban mucho, de manera que en realidad no afectaba si coincidían en el tren ruidoso o en el discreto. A veces nomás se saludaban de lejos. Por eso aquel día de marzo de mil novecientos veintiuno resultó una sorpresa que Hortensia, la hermana de Margarita, llegara a casa platicando que se había topado con Orozco en el tren. El pintor le dijo que a pesar de coincidir frecuentemente con Margarita, no se había atrevido a acercarse a ella por la actitud que mostraba, demasiado seria. Hortensia tuvo la ocurrencia de invitarlo a su casa.

—¿Quiere una galleta?

—Gracias.

—¿Están buenas, verdad? Las de nuez son muy buenas. También las de cajeta. Hija, traéte las de cajeta, las que mandó tu tía.

Hortensia aparece con una caja llena de galletas.

—Tenga. Hija, arrímale el plato.

—Está bien, señora, gracias.

—Hija, sírvele más té.

—Están buenas, las dos; las de cajeta y las de nuez.

—…

—…

—…

—Son muy buenas estas.

—Sí.

—Ándele, tome otra.

—…

—…

—…

No pasaron muchos días para que llegara una carta dirigida a Margarita, en la que el pintor hablaba de su amor de seis años de antigüedad, nacido en los días de “La Manigua”. Dos años después volvió para ofrecerle matrimonio.

Los trajes rojos de los chinos lucen estupendos entre hortalizas formadas con tonalidades que parecen muestrario de verdes desaforados. Decenas de agricultores orientales regando, rehaciendo surcos, echando abono, quitando hojas secas, revisando el avance de las plagas o intuyéndolas. «Aquello parecía una pintura irregular, que no cabría en ninguna corriente de arte moderna o antigua; los chinos vestidos en seda, cultivando verduras que parecían llegadas de otro mundo debido al tamaño y a la coloración que se asomaban de manera dispareja.» Margarita y Clemente acostumbraban caminar alrededor de esos sembradíos de Coyoacán, cercanos a un río entonces limpio, en cuya orilla era común encontrarse con ranas y sapos de tonos imprecisos. Uno los veía y daba la impresión de estar mirando bodoques de color salidos de tubos de pintura, que habían tomado forma de batracios saltarines. «Nos quedábamos mirando las huertas, adonde nos íbamos a sentar luego de los bañitos de sol de los que acababas por cansarte. Ahí me gustaba besarte, Miti. Te besaba y el aire olía a mandarina, a naranja, a limón. Me ponía contento cuando tocabas las hojas del árbol más cercano mientras yo te apretaba, quería acercarme cada vez más. Así, pegaditos, yo era más yo.» Caminaban buena parte de la tarde, después volvían a la parada del tren de Aguas Potables, cerca de la casa de ella. «Olemos a árbol de fruta, decía yo, y tú te reías, muy linda te reías y atrás el sol era mancha imprecisa que te hacía precisa, tu silueta era intachable y precisa.»

Piensa en los recuerdos de Margarita, los que tienen que ver con el cine Centenario. En eso se les iban las tardes de domingo. «Tu mano Margarita, aquí con la mía.» La fila de gente con cara de querer historias. «Entonces las películas no tenían sonido, pero aun así las disfrutábamos mucho.» La película sobre la reencarnación provocó que la “Sociedad de Jóvenes Católicos” repartiera volantes para que nadie la viera. “Atenta contra nuestras creencias”, explicaban con sonrisas de estúpidos. «De estúpidos que ni siquiera intuían lo que es la santidad.» La asistencia fue abundante. Ese día quedó mucha gente fuera de la sala, sin ver la función.

Francisco, hermano de Margarita, le preguntó a su mamá si sabía que Orozco y su hija andaban de novios.

—Sí, ya me lo había platicado tu hermana.

Esa tarde Francisco había estado paseándose por el centro de la ciudad, y en la calle 16 de Septiembre los vio caminando sin prisa, Margarita del brazo del pintor. Desquehacerado, el hermano los siguió a lo largo de varias calles. Convencido que esa mujer era su hermana y el sujeto de al lado Orozco, volvió a su casa. Después de la confirmación de la madre, Francisco dijo que le parecía muy curioso ver juntos un abrojo y un espino.

8

La calle República de Cuba se llena con olores de platillos de Jalisco. Provienen de la fonda a la que llaman “Los monotes”. Esos platillos los preparan Luis Orozco, el propietario, y la güera, su ayudante. El lugar es pequeño, el humito que sale de las ollas que están a la vista lo vuelve acogedor. La gente acude también por las tortillas, recién hechas y gordas, de tonos azules, verdes y amarillos. Además, los parroquianos se divierten mirando las paredes, en donde están colgados papeles y cartones, de colores la mayoría. En estos aparecen caricaturas de curas, gobernantes y de gente de clase alta.

—Los que se joden al pueblo, pues —explica Luis, quien es hermano del hacedor de esas obras.

Es por las mañanas cuando llega a colgar sus “monos” —de ahí el sobrenombre del sitio—. A la hora de fijarlos con tachuelas no imagina que tiempo después, otro pintor, Diego Rivera, con el que tendrá una relación más agria que dulce, dirá que esos dibujos colgados en las paredes investían al autor con la cualidad más alta para un artista: “Ser pintor del pueblo y para el pueblo.”

9

Las manos destruyendo acuarelas, dibujos y pasteles se menean a idéntico ritmo que el vagón. Ha estado viendo las mismas manos desde que tomó el tren que lo lleva a San Francisco. Se le ha quedado también el sabor de las casas tristes, mugrosas de Laredo. Se quita los lentes, reclina la cabeza en el respaldo, cierra los ojos. «Hijos de la chingada.» Nomás lo piensa, pero luego en voz alta dice:

—Cabrones.

El aduanero que parecía de más autoridad, puso cara de descubridor de desvíos de reglamentaciones cuando vio una acuarela de una mujer del rumbo de Peralvillo, con labios rojos y con un vestido morado. “What is this, my friend?” Orozco contestó que eran pinturas, después sacó otras con prisa, como para adelantar el proceso de inspección, terminarlo. Destruyeron frente a ti sesenta pinturas que habías hecho en tu estudio de la calle Illescas. Alterado, preguntó el pintor que qué estaban haciendo.

—Nuestras leyes prohíben introducir a los Estados Unidos estampas inmorales —dijo el inspector que hablaba español.

Inspeccionaron las cien pinturas que llevaba. «Desparramaron mi obra por toda la oficina, aquello era como una exposición “oficial”. El examen cuidadoso de cada pieza me causó gran molestia.» Media docena de aduaneros se acercaron. Algunos se rieron, pero el que tenía traza de jefe los miró serio. A continuación dio un discurso acerca de la pureza de hábitos y sobre la importancia de comprometerse a mantener su nación libre de influencias que pervirtieran las buenas costumbres. No pudiste hablar, se te formó en el estómago una como mano que apretaba, que subió después a la garganta y detenía las palabras que querían salir. Finalmente pudiste protestar, pero te sirvió de poco. Miró las caras duras, los labios cerrados. «Aquella obra de ninguna manera era inmoral, ni siquiera había desnudos.»

Abres los ojos. El muchacho que va sentado frente a ti te recuerda a uno de los oficiales, el más joven. Lo miras serio, él sonríe pero tu expresión no cambia. Se levantó al baño, el tren iba pasando por una curva pronunciada. Por no caerse se golpeó en la ventana con el muñón. El dolor hizo que su rostro cambiara de semblante. Para distraerse le pregunta a un empleado cuánto falta para llegar a San Francisco:

—Siete horas.

Tiene treinta y cuatro años, es su primer viaje a Estados Unidos. Estará primero en San Francisco, luego en Nueva York, adonde regresará una década después. Su primera experiencia con el rostro duro de la oficialidad gringa lo ha dejado descorazonado. Laredo significará siempre el sitio donde en mil novecientos diecisiete unos animales uniformados le destruyeron sesenta piezas. Pero durante el viaje intuye que San Francisco será página nueva, esperanzadora.

En la calle Misión, de San Francisco, hay un galerón enorme de madera que un día fue taller, pero ahora es casa y negocio de un carpintero y de un pintor. Los muros del domicilio son verdes, en donde sobresalen letras amarillas que se pueden ver a veinte kilómetros de distancia. Escribieron: “FERNANDO R. GALVAN & COMPANY”. La palabra “Company” se refiere únicamente al señor José Clemente Orozco. La parte restante tiene que ver con Fernando Galván. El futuro muralista lo conoció por intermediación de Joaquín Piña, que había apoyado a Orozco años antes, recomendándolo con el director de “El Ahuizote”, y que una vez más lo ayudó en Estados Unidos con una hospitalidad que no habrá de olvidar.

Cuando Galván conoció la obra de Orozco (la que se salvó de los aduaneros de Laredo) le vio pocas posibilidades para el mercado local. «Me dijo que iba a ser casi imposible venderla. Medio triste, me olvidé por un tiempo de ella.» Entonces tomaron la decisión de pintar carteles a mano para dos cines. Semejante actividad le permitió a Clemente tener medios para vivir, además de tiempo libre en abundancia, que era lo que se precisaba en una ciudad como aquella.

La banca es cómoda, de madera oscura. El árbol de hojas rojas que le proporciona sombra, parece de mentiras porque es perfecto. El parque tiene muchos más árboles y bancas. Ahí lee el periódico. Entiende casi todo. Le gusta repasar con calma los encabezados, los textos, los anuncios. En las fotos se detiene varios minutos. Lee sobre lo que ocurrió hace unos meses, cuando Estados Unidos decidió participar en la Primera Guerra Mundial, el 6 de abril pasado. Se alineó con Inglaterra, Rusia y Francia, que combaten a Alemania, Italia y Austria-Hungría. El análisis explica mucho del alboroto que se vive en la ciudad. Continúa leyendo mientras de una bolsa saca una manzana que se comerá con calma. Termina de leer el periódico, mira a su alrededor. El sol se está poniendo. La calle se va llenando de gente que ha terminado de trabajar o que sale de sus casas a pasear. Decenas de “marines” bromean y miran a las muchachas, les gritan piropos en medio de besos sonoros. Muchos de ellos llevan tatuajes, el más común es el de la bandera americana con el águila. Otros optaron por retratos de sus novias en el pecho o en los brazos. Hay decenas de diferentes modelos donde se ven vehículos de guerra, automóviles, rostros de viejos, niñas, señoras, veladoras, santos… Hace unos días, caminando en una calle llena de tiendas, encontró varios “talleres de tatuaje”. Al asomarse a través de un ventanal, quedó admirado con la fila larga de soldados esperando su turno. El sujeto que hacía los tatuajes, un chino con dientes de oro, volteó a verlo sonriendo, le hizo la señal para que entrara a su establecimiento, pero el pintor le sostuvo la mirada sin cambiar de expresión. Congelaste al chino con tu seriedad.

«Muchos años después, habiendo ya realizado mis principales murales, soñé que había un gigante fuera de mi segundo estudio de Guadalajara. Se sentaba a media calle, para decirme a continuación que su espalda era mi nuevo gran mural. El gigante mostraba sin escrúpulos el inicio de la rayita que dividía sus nalgas. Daba indicaciones en inglés, pero sin mover la boca; me hablaba como desde el pensamiento. Yo entonces pintaba en esa espalda enorme —llena de granos reventados, por reventar, con pelos enroscados—, los días de San Francisco, con todo y el alboroto, las guapas enfermeras, los soldados y los bailes que terminaban hasta bien amanecido el día.»

Se sorprende porque el pie izquierdo sigue el ritmo de la música (no es costumbre suya seguir los ritmos con alguno de sus miembros). Un pianista negro alegra aquel “Saloon”, acompañado de un saxofonista que cada que tiene oportunidad, muestra sus dientes de caballo. Clemente ha bebido desde la tarde, su ánimo se ha venido alegrando. Entran y salen hombres y mujeres. Él está sentado en la barra, no deja de mirar lo que ocurre a su alrededor. Cuando pasa de la una de la mañana, comienzan a cantar unos “marines”, desafinados y contentos, la canción que estará escuchándose durante varios meses:

“Johnnie get your gun, get your gun, get your gun,

Take it on the run, on the run, on the run,

Hear them calling you and me

Over There, Over There...”

Sonríe, le gusta la canción. Repite para sí mismo: “Over There, Over There”. Entorna los ojos, brinda consigo mismo. Mira a los borrachos que no paran de repetir las estrofas. Sale tambaleándose, camina por donde abundan restoranes, otros “Saloons” y “Dancings”.

Entra a un restorán italiano donde aun puede conseguir una pasta bien preparada. Ya que ha cenado, sigue bebiendo. También en ese sitio cantan la misma canción. Un nicaragüense se sienta en su mesa. Está tomado, y es parlanchín. Al saber que Orozco es mexicano, se pone muy contento, lo abraza. Le platica, sin que nadie se lo haya pedido, los pormenores de la cancioncita. Que a un tal Cojan, o Cohan, “con hache, como se usa aquí”, se le ocurrió cuando iba rumbo a su trabajo, una vez que se enteró que su país había entrado a la Primera Guerra Mundial. «Yo miraba los bigotes de aquel centroamericano que no dejaba de sonreír y de platicar, como si se tratara de un asunto de vida o muerte, los detalles de la composición. Pedí otra copa, divertido con el tipo de acento chistoso.»

Caminó durante horas en los bosques de los árboles gigantes. «Caminé durante horas y horas a través de los bosques fantásticos de árboles de doscientos metros.» Pasaste horas y horas bajo las sombras de esos gigantes más viejos que la cristiandad. «Eso decían los folletitos: que tenían más edad que Jesucristo.» Se detenía a ver las cortezas, las tocaba y cerraba los ojos. «Los tocaba, cerraba los ojos y parecía que se abría mi nariz, el olor era magnífico. No había nadie más ahí, sólo yo y ellos.» Sentías, aun con los ojos cerrados, el movimiento de las ramas. Se movían sobre ti. Escuchaba el viento, convertido en decenas de voces transparentes, movedoras, que hacían sonar las hojas y las ramas; lo hacían sonar a él. «Oía el viento, te oía». Abriste los ojos, caminaste por un sendero donde confluían cientos de rayos de luz. «Como espadas, o como ramas de luz que se desprendían del árbol-fuego. El gran árbol plantado en el centro de arriba. Las ramas-luz le daban otra coloración al suelo. Cientos de tonos allá abajo; otros tantos flotando. Los colores, detenidos en el aire y amarillentos, parecían ánimas transformadas en chorros aluzados de varios grosores.»

Mientras caminan hacia un enrejado, el policía aprieta de más aquel brazo. Descubrió a este tipo en la frontera, algo sospechoso notó en él, una como cara de bandido. Él dijo que lo único que quería era ver las cataratas. Pero el policía no se fía, de manera que le pidió el pasaporte. Al ver la nacionalidad, pegó un brinco. Inmediatamente le ordenó dejar el país. “Tú no poder estar aquí”. Esa mañana, el guardia de la policía fronteriza de Canadá había leído en el periódico, mientras tomaba un café, la noticia en primera plana e impresa en letras rojas, sobre un asalto a un tren en México, en el estado de Sonora. La nota explicaba que villistas salvajes, después de detener un ferrocarril, de haber robado lo que encontraron a su paso y de hacer un escándalo fabuloso, violaron a todas las mujeres.

—¿A qué dedicarte tú?

—Soy pintor.

El oficial puso cara de que no le creyó. Le repitió en un español decente que no podía permanecer en el país. Lo entregó en la frontera estadounidense. Una vez que se aseguró que había pisado el país vecino, regresó a su patrulla. En el camino a casa estuvo imaginando los revolucionarios, las pistolas, los rifles, el humo y las caras de las mujeres pidiendo ayuda. En aquel revoltijo de rostros prietos insertó con facilidad el del sujeto que recién había dejado.

Las personas que van en el vagón del “subway” de Nueva York miran de reojo al hombre que va de pie, con el cabello enmarañado. Les llama la atención que alza la voz y mueve las manos como si estuviera dando un discurso a un grupo de obreros. Miran también al tipo que está sentado, le falta una mano, usa lentes gruesos y serio mira al gritón. A ratos, el de los lentes lo interrumpe, lo que hace que aquél se exalte más. Hablan en español sobre el arte y su relación con los prodigios de la mecánica. El que va sentado está maravillado con las máquinas que encuentra en Estados Unidos.

Durante los primeros días que Orozco toma el Metro, se acuerda de la discusión que tuvo con Siqueiros. A ambos les gusta llevarle la contraria al otro. Pero se olvidará pronto de ese encuentro, cuando vaya descubriendo lo que la ciudad le ofrece. Le ha tomado gusto a pasearse por Harlem, y visitar Coney Island.

Las apuraciones económicas aprietan. Se pone a trabajar en una fábrica de yesos: colorea cupidos cachetones con una pistola de aire. Parecen más felices una vez que han tomado tono. Con una tristeza serena, adormecedora, Orozco observa las hileras infinitas de cupidos de copetes pronunciados y barrigas tiernas, avanzando por una banda kilométrica bajo focos elevados que proyectan sobre las figuras luz cansada.

10

Él no alcanza a mirarse los pies porque la iluminación fatigada de los focos se queda arriba, en el techo de los pasillos. Avanza en la noche que no se acaba de instalar en la Escuela Nacional Preparatoria. No identifica qué es ese primer proyectil que lo atraviesa y se estrella en el mural junto a las escaleras. Llegan más, entonces distingue las bolas de papel mojado, los jitomates pasados, los chayotes podridos. Unas manos con navajas dañan otras obras, o con crayones pintan frases y dibujos vulgares. No le sorprenden esas manos, ya las adivinaba. O las entrevió o las vio hace unos días.

Es posible que no sea un solo Orozco, sino varios; uno tras otro caminan por ese pasillo. Los objetos pasan entre ellos, no los atraviesan. Decenas de orozcos moviéndose frente a obras de arte que están siendo atacadas.

El maestro camina en esa oscuridad que no acaba de acomodarse. Han cesado los proyectiles. Eres uno solo ahora, eres uno el que avanza, los otros se sumaron a ti, fue como un desdoblamiento múltiple pero al revés. Pasa frente a los muros donde había pintado las obras que se denominaron en conjunto “Los dones que recibe el hombre de la naturaleza”. Cuatro años después destruyó el mural llamado “Los elementos”. Eliminó también “La lucha del hombre con la naturaleza” y al “Cristo destruyendo su cruz”. En un día del año mil novecientos veintiséis raspaste con tu mano llena de fuerza-ira, que empuñaba una espátula color plomo, a ese Cristo encabronado, que acaba con su cruz; era una manera eficaz de proyectar tu aversión a la hipocresía. Porque la luz del crepúsculo llegaba a tu mano y al mural y al resto de ti, los bañaba de una iluminación-fuego, fuego sereno de fin de tarde que tenía la función de alumbrar ese acto que nos dio la imagen doble de destrucción. Destruyendo al destructor. Después volviste a pintar más cristos haciendo pedazos sus cruces. Símbolo que volvía a tu cabeza, que no te abandonó. Para pasatiempo de sus detractores, dejó “Maternidad”. Compensó con nueva obra lo desaparecido: “La Revolución”. Te burlaste cuando dijiste que para ti la Revolución era un carnaval, y que no sabías exactamente cómo eran los carnavales porque nunca habías estado en ninguno. Murales nuevos: “La huelga”, “La trinchera” y “La destrucción del viejo orden”. La que sobrevivió del grupo anterior, “Maternidad”, fue precisamente la que provocó molestias que se volvieron manifestaciones violentas contra el pintor y contra lo que estaba haciendo.

—No les gustó ver a la virgen encuerada.

—No era virgen, era una madre.

—¿Con ángeles sobrevolando?

—¿Entonces los ángeles nomás vuelan sobre vírgenes?

—A lo mejor.

—Era una madre, ¿o qué te dice el título de “Maternidad”?

—¿Las vírgenes no son madres?

Muchas de ellas seguían diciendo, años después, que había sido un honor que no podía medirse, el haber tapado a la madre de Dios. Con sábanas, pedazos de telas y palmas cubrieron la virgen desnuda. Algunas conservaron restos de ese día (retazos de colores, trocitos de palma), como amuletos milagrosos.

—Fue una cosa grande, casi santa, para la Sociedad de Damas Católicas —dijo una de las líderes.

—Como esas oportunidades que no ocurren dos veces en la vida, ¡tapar a la virgen! ¿Quién tiene esa suerte? —la secundó una segundona.

Otras decían que el viejo feo, el pintor de ojos de diablo y pelos de loco, era un comunista ateo, y mugroso. “Viejo cochino.” “Un degenerado, ¿o quién pinta a la virgen así, en cueros?”

Vieron al maestro con su overol blanco de cantero, y con una brocha de cerdas duras en la mano, caminando entre los pasillos de la Escuela Nacional Preparatoria, poco antes del anochecer. Iba muy serio. Desde fuera no se podía saber que pensaba en los ataques de los estudiantes a sus murales. Al rato se acordó del Manifiesto del Sindicato de Obreros, Técnicos, Pintores y Escultores, redactado años antes. «Obras monumentales, que estuvieran al alcance del público; producir únicamente arte monumental. Destruir el individualismo burgués. Repudiar la pintura de caballete. Socializar el arte.» Ideas muy siqueirianas. Orozco no creía en lo del caballete; la historia de la pintura estaba sembrada de obras inestimables que no eran murales. Las otras ideas del manifiesto le gustaban, y le seguirían gustando. En eso creía, por eso le fue doloroso interrumpir en mil novecientos veinticuatro los murales, debido al movimiento estudiantil. Atacaron también los frescos de Siqueiros.

Impulsivo y torturado, camina por los pasillos. Impulsivo y torturado le había llamado Siqueiros. Hasta le puso un apodo: “El Tigre”. Ahora trae ganas de destruir y de crear otras cosas. Vuelve a mirar los estudiantes lanzando chayotes podridos, bolas de papel mojado y jitomates pasados. Los navajazos aparecen de nuevo. «Muchachitos pendejos.» Suenan entonces los balazos en medio de los calores de julio. Nacho Asúnsolo, escultor y amigo de Clemente, dispara su pistola 45; tres cananas completitas. Está acompañado de sesenta canteros.

—¡Órale hijos de su chingada madre! —grita Asúnsolo, dirigiéndose a los estudiantes.

—Mueran los pinches estudiantes culeros —gritan los canteros, quienes junto con Asúnsolo trabajaban en las esculturas que decorarían la Secretaría de Educación, y a quienes no les causó gracia los ataques.

En “El Machete”, editado por el Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores, se protestó por las agresiones contra los murales. “La obra fue rayada, golpeada, y además le pegaron encima mantas y papeles”, decía el texto. Pasado un tiempo de los ataques, se ordenó por parte de las autoridades de cultura suspender los trabajos.

En tardes repetidas ha sentido cómo se van vaciando de luz los pasillos. Deja entonces de trabajar. Espera a que llegue ese como aire anti-color que precede a la oscuridad, para empezar a caminar. Los estudiantes se han acostumbrado a la figura vestida con overol blanco, que casi siempre lleva en la mano una brocha de cerdas duras. Avanza en silencio, como fantasma que mira con ojos a prueba de oscuridad. “Parece un búho flaco que ya no supo volar.” Ha lavado los pinceles, cerró también los pomos de las pinturas. La brocha que lleva en la mano nadie lo ha visto usarla, es un amuleto inútil, o una herramienta muerta o una extensión macabra de la mano que sí tiene. La tonalidad de esa hora permite que se reconozca su figura blancuzca en la oscuridad en ciernes, una silueta recortada que parece flotar; recuerda a un pájaro magro sin extremidad izquierda, con mano-brocha, que no habla ni hace ruidos, que mira sin sonreír al frente. Recorre los pasillos, a veces repite sus pasos. Ha estado durante la jornada sobre andamios, en posiciones que incomodan. Después de varias horas de pintar en esas condiciones, muestra una cara de pocos amigos. El mismo José Vasconcelos estuvo de visita hace unos días, pero ya no le quedaron ganas de volver.

—Orozco me hace mala cara cada vez que me asomo a ver sus frescos —dijo.

Vicente Lombardo Toledano y Diego Rivera invitaron a Clemente Orozco a formar parte del Grupo Solidario del Movimiento Obrero. Intelectuales y artistas del momento formarían aquella agrupación: Alfonso Caso, Pedro Henríquez Ureña, Carlos Pellicer, Daniel Cosío Villegas y Julio Torri, entre otros. Esto ocurría a principios de 1922. En marzo de ese año, a Lombardo Toledano se le nombra director de la Escuela Nacional Preparatoria. La decoración de los muros de este y de otros sitos públicos es ya una aventura comenzada. Participan el Doctor Atl, Jorge Enciso, Roberto Montenegro, Diego Rivera, Jean Charlot, Fermín Revueltas, David Alfaro Siqueiros… Orozco será de los últimos en llegar a trabajar en la Escuela Nacional Preparatoria. José Juan Tablada fue quien sugirió la participación del jalisciense a Vasconcelos.

Era Vasconcelos un entusiasta de la pintura mural. Pensaba que el cuadro de salón era un arte burgués y servil, el cual no debía ser patrocinado por el Estado, ya que su fin era adornar la casa del rico, y no para todo el público. Cuando le tocaban el tema, se iba de corrido con un discurso acompañado de movimientos escandalosos de manos:

—El artista de a de veras trabaja para la religión y el arte, y les recuerdo que la religión moderna, el moderno fetiche, es el Estado socialista, que está para servir al bien común. Por ello me he propuesto no hacer exposiciones para vender cuadritos, sino obras decorativas en edificios y escuelas del Estado. Yo lo que quiero de los artistas es que pinten pronto, que llenen muchos muros. Tienen talento, lo que me tranquiliza —decía, y a continuación se limpiaba la frente con su pañuelito blanco, de rayas azules.

Cuando Vasconcelos renuncia a sus funciones educativas, las agresiones contra los murales se exacerban.

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