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Otra luz llega cuando se levanta la iluminación del día. Con aquella luz que al principio parece gris y después gris-vacío, el pintor observa los rostros de las mujeres en las acuarelas, los dibujos y los pasteles colgados de los muros. Son distintas las muchachas, según se muestren con claridad o sin ella. Él lo sabe porque las ha mirado despacio, con iluminaciones, con oscuridades variadas. En los prostíbulos, en los barrios de alrededor, en su estudio de la calle Illescas, las observa o se las bebe con sus ojos que a ratos hacen pensar en corcholatas grandes. «Lo que sí puedo decir es que mi lugar de trabajo es frecuentado por las diosas más radiantes. Estas mujeres existen por fin en el arte de esta ciudad, de este momento, es su primer encuentro con la pintura, se vuelven su parte más importante; “Soy reina ahí”. Se llevan gustosas las obras en las que posaron como modelos.»

De pie, frente a las imágenes colgadas de los muros, a las que se las va tragando la negrura del aire, se da cuenta que quiere buscar más modelos, observarlas con mayor detenimiento para pasarlas al papel. «Ese argüende de los borrachos con las putas en las piernas, los vasos a medio llenar...» Lo que sucede alrededor de su estudio lo llena de una energía que ni hace el esfuerzo por explicarse. Esa zona —la roja— de la capital del país provoca que Orozco sea más Orozco. Trabaja sin parar. A sus treinta años casi no se cansa. Sin embargo, su vitalidad está oculta en una imagen poco fogosa, de voz apagada, que se mueve sin petulancia. Un día se le ocurrió mostrar su obra a José Juan Tablada, ese poeta y crítico de arte que tiene poco que regresó de París, quien afirmó después de hacer una visita al estudio de la calle Illescas, que Orozco es un “pintor de la mujer”. Cuando Clemente fue a invitar al crítico para que viera su trabajo, le había ya comentado que los asuntos que prefería en ese momento eran colegialas y mujeres de la vida. Tablada logra aislar los aciertos del nuevo artista: le llama la atención la expresión de la obra, así como el movimiento de las imágenes. Identifica en el pintor esa misma visión; cuando este mira la realidad, logra extraer lo vital de la gente que pinta. Al trasladar al papel lo que observa, hace a un lado lo que no forma parte de la esencia.

—Lo que usted logra, Clemente, es arrancar las miserias de las almas oscuras —le dice Tablada con un asombro genuino.

La frase es un disparador: frente a los ojos del futuro muralista transitan hombres con vasos en las manos. La mayoría se ríe, entre ellos mismos o cuando observan las muchachas. Mira los dientes que aparecen al abrirse los labios, esos labios que semejan ligas que manos crueles del aire estiraran con la furia de los que odian despacio a los que no tienen mucho. Las bocas rojas están enfrente. Son enormes, comen retazos de humanidad dizque decente. Al rato escupen humanidad decadente. El rostro que contiene la boca, el cuerpo que sostiene la cabeza. «Merecen ser pintadas esas sombras pestilentes de los aposentos cerrados.» Mira los borrachos, las mujeres. El silencio por un instante. Cuando se alejan esas caras, regresa el escándalo. Carcajadas. “¡Otro tequila!” “¡Ven aquí, chiquitita!” “¡Pendejo!” Un vaso estalla en el piso. Se salpica con pedazos de cristal que vuelan junto con cerveza y espuma. Los pies alrededor del estallido. Unos zapatos son negros, limpios, al lado un par color café, decentes. Hay botas sucias. «Los centros de juerga están atestados de oficiales del ejército.» Junto a su mesa cantan una canción que habla de los alzados del sur. «Por todos lados encuentras capitanes de dieciocho años, también hay coroneles de veinticinco.» La política de este año de mil novecientos trece, la que te permite hacer caricaturas que se publican en “El Ahuizote”. Gracias a lo que le pagan sale dinero para la renta del estudio. Se le sienta una mujer al lado, muestra sus dientes. El pintor quiere pensar que aquello es un intento de sonrisa para ganarse unos pesos. Cuando sale a los sitios de juerga surge la emoción de que llegarán los de la leva, los que buscan hombres para apoyar al ejército de Huerta “El borracho”. Hace unas semanas, estando por la zona de Peralvillo, aparecieron policías por las bocacalles, empezaron a levantar a los trasnochadores. Al pintor también se lo quisieron llevar, pero vieron que le faltaba el puño izquierdo. Lo soltaron sin más. Volteó hacia la manga hueca, se percató de las prostitutas que lo vieron mirándose. Caminó un par de cuadras, hasta la pulquería que seguía abierta, adonde llegarían los que pudieron escapar.

Hay sitios como el teatro “María Tepache”, donde Clemente disfruta escuchar voces diversas que hablan de los desmadres de la Revolución. «Lo más soez del peladaje se mezcla con intelectuales y artistas, con oficiales y gente de categoría.»

Mira sin cansarse. Le ha tocado conocer en algunos tugurios a personas que disfruta escuchar. Se sentó hace poco cerca de un tal Julio Torri, un tipo que no pasa de los veinticinco años de edad, que se pone a contar historias que los demás escuchan muy divertidos.

—¿Les platiqué ya el cuento de la cocinera? Pues miren, hubo cierta vez, aunque sea difícil de creer, una cocinera excelente que ganó fama por unos tamales que nadie los engulló mejores —empieza a decir Torri.

Observa Clemente cómo los otros están cautivados con el cuentista. Él mismo sigue la narración de cerca (raro porque normalmente ve más de lo que oye). No le cuesta trabajo imaginar a los tragones dándose gusto. Tamales van y vienen. Los platos del centro de la mesa empiezan a llenarse con hojas secas de maíz. Ve dedos grasosos abriendo, partiendo, llevándose la masa a la boca. Ve a la niña que hace detener la música, que pide además que vean lo que halló en su tamal.

—La atolondrada, la aguafiestas, señalaba entre la tierna, leve masa, un precioso dedo meñique de niño —dice el cuentista, con voz de coro de teatro antiguo.

La cocinera resultó ser la responsable de la desaparición de niños de los alrededores. Fue, naturalmente, condenada a la horca.

—Con gran sentimiento de algunos gastrónomos y otras gentes de bien que cubrieron piadosamente de flores su tumba.

Las mujeres que escuchaban a Torri abrieron mucho los ojos. Por unos instantes las sonrisas rojas desaparecieron. Pero después resucitó el alboroto. Volvieron a los bailes, los gritos, las caricias.

Regresó a su estudio antes del amanecer. Se le vinieron a la memoria las decenas de caminatas que había hecho por las vecindades de La Merced, La Palma, Nonoalco… Se entretenía viendo los amontonamientos de niños, mujeres, viejos. Ellos miraban al intruso que tenía ojos de intranquilizar personas. Se acordó de la basura, productora de olores repulsivos; de las ratas que de noche parecían mojadas, escondiéndose, mirando con miedo; de las viejas gordas cargando cazuelas llenas de agua, o destrozando con uñas mugrosas y con una calma que intranquilizaba, piojos cazados en las greñas de los nietos. No se imagina que tiempo después, un crítico de arte, escondido con el seudónimo de Juan Amberes, publicará en “El Nacional nocturno”, con motivo de sus primeras obras expuestas, que Orozco es un caricaturista atormentado, que vaga “en las soledades de la noche”, que además es un joven desencantado que lleva alma de viejo. Dirá más: que “falto del brazo izquierdo, la derecha refleja su intenso fracaso de prematuro vencido en las lides del amor”.

Ya no pensó en las mujeres que acababa de ver, ni se detuvo frente a los dibujos colgados de los muros. Miró más bien la luz que cubría la mesa de madera, los pomos de pintura, los pinceles, los trapos, el caballete, el agua vieja en cubetas, los papeles, las telas, la cama chueca, el lavabo percudido. Miró todo eso, luego se durmió.

Amaneció lloviendo. Puso dos cubetas bajo las goteras mayores. No pudo pintar porque el papel estaba demasiado húmedo. Una mosca moviéndose sobre el cristal de la ventana le recordó lo fácil que es ponerse de mal humor sin motivo aparente, o con una razón sin razón suficiente. Las gotas resbalándose por fuera parecían destacar al insecto. Intentó matarlo con un periódico, pero voló antes del impacto. Hacia el mediodía se dirigió a un prostíbulo que quedaba a dos cuadras. La lluvia había disminuido sólo en parte.

—Chipichipi —le dijo un tipo sonriente que encontró afuera de su estudio, en el suelo, cubriéndose con un periódico. Esa palabra, “Chipichipi”, le molestaba. Entre ridícula e infantil. Él nunca la decía.

Eligió una mesa al fondo. Dos borrachos se abrazaban en la barra. En la única mesa ocupada había dos mujeres. Hacia las cuatro se soltó un aguacero mayor. Las paredes eran de color verde pistache, pintarrajeadas. En el piso abundaban las colillas de cigarro. Las mujeres tenían cara de no haber tenido suerte la noche anterior. El colorete se les había corrido hasta los cachetes. Los cabellos revueltos hacían pensar en un espectáculo de circo macabro, para perversos. Tenían en su mesa un tarrón de pulque a punto de acabarse. Empezaron a llorar. Intentaron brindar pero no pudieron. Clemente las miró como si no tuviera otra cosa que hacer. Él igual estaba borracho. El cantinero veía al pintor, le llamaron la atención sus ojos potentes.

«La Casa del llanto.» Atrás de las sombras de las carcajadas, las caras tristes de las mujeres. Tu rostro desolado, no intentando sonreír. En ese momento no sabe que las imágenes de las que se está apropiando, que habrán de convertirse en dibujos y acuarelas, formarán parte de su primera exposición, que se va a celebrar en una librería llamada “Biblos”, en mil novecientos diesiséis.

Las mujeres ya no dicen nada, puros ayes que se convierten en suspiros. Clemente apretó el vaso con su mano, como si quisiera romperlo. Dio otro trago.

—Se acabó la fiesta, mujeres. Sus clientes fantasmas ya no llegaron. Pa fuera ¡órale! —gritó el cantinero.

«La Casa del llanto.» Le dieron ganas de pintar. Siguió lloviendo. Las mujeres intentaron protegerse de la lluvia con un cartón que tomaron de la entrada.

5

Son fantásticos los murales de Orozco y Atl, los que no pintaron en las paredes de los templos de Orizaba en el año convulsionado de mil novecientos quince. Traía dos pipas el Doctor Atl, “Las compré en Roma”. Sacó de su morral un tabaco inglés que un alemán que andaba reporteando los pasos de Villa le había regalado semanas atrás. “Platíqueme de esos murales”. Orozco quería pintar en los templos tomados por los revolucionarios, escenas de los días graves de Orizaba; los que acababan de ocurrir, los que corrían, los que se veían llegar. Sentado uno enfrente del otro, fumando en pipas blancas italianas (… tú ves ese empaque naranja de tabaco, con franjas color marrón, blanco y rojo, de nombre “Hadford´s”, de un aroma que no se te ha olvidado…), formaron en el muro de aire que estaba frente a ellos, los murales que más propicios les parecieron para algunos templos de la ciudad. «Es cosa sabrosa esta de echar humo.»

Atl.— Pinte un tren lleno de obreros. Los rostros saliendo por las ventanas. Bigotes, barbas, pestañas chamagosas. Ojos alegres de trabajador cansado. Las camisas gastadas. Botas apestosas. Salen de la ciudad de México con rumbo a Orizaba. Gritos de trabajadores que se alegran con el viaje (no han visto mundo).

Orozco.— Una multitud en un tren metálico alargado. La gente en la gran máquina. Las tripas de acero llevando a los que a ratos gastan sus tripas para que otras máquinas funcionen.

Atl.— Pinte una bandera del tamaño de una nube que diga: “La Casa del Obrero Mundial”.

Orozco.— Las personas bajando del tren. Están más sudadas que al principio del trayecto, más despeinadas también. Tienen los ojos rojos porque estuvieron mirando árboles secándose, burros que sueñan que son gordos, plantaciones que no fueron ni serán verdes, lomeríos flacos porque un poco de polvo se les va cada tarde, gente de pueblo descomponiéndose en la miseria, perros sin vida que muestran costillas descarnadas, caballos haciendo fila quién sabe para qué. Una señora descubrió una vaca muerta debajo de un guamúchil; me ha pedido que la pinte. Dijo que las raíces del árbol iban a ser la tumba de la vaquita. Me imagino que las raíces, allá abajo, tienen forma de cruces. Decenas de cruces enterradas al revés, creciendo hacia el cielo que está bajo tierra, guardando a la vaca de los espíritus que quieren que resucite para después sacrificarla en fiesta de ociosos.

Atl.— Pinte a los líderes de a de veras.

Orozco.— Si de lo que se trata es de inmortalizar burlas en los muros.

Atl.— Entonces que en los frescos haya cabida para el cielo de Orizaba. Que aparezca el aire que llegó con nosotros.

Orozco.— Corremos el riesgo que los líderes de hoy sean burlas grandotas mañana; y puede ser que las burlas con dimensiones de estatua, se conviertan con el tiempo en gente que forme el panteón auténtico de los inmortales. Es un 17 de junio de mil novecientos quince.

Atl.— Olvídese de fechas.

Orozco.— Están ovacionando a Carranza. Usted ayudó a convencerlos.

Atl.— Yo nomás digo que dentro del Constitucionalismo pueden hacerse reformas sociales que liberen a la gente.

Orozco.— Carranza no aparecerá en estas obras.

Atl.— Pinte pues una bruja que vuele sobre los obreros, que les lance manifiestos escritos en las cuevas de los movimientos progresistas más dignos.

Orozco.— ¿Algo parecido a la señora de la escoba que grabó Goya?

Atl.— Pero que sea una bruja mexicana.

Orozco.— Mejor pinto en el templo de Los Dolores los fierros que sirvieron para publicar un día “El Imparcial”. Un mural con dos prensas planas, linotipos, los aparatos del taller de grabado. Incluyo la casa cural convertida en redacción.

Atl.— ¡Que el mural del templo replique lo que sucede en el templo!

Orozco.— La iglesia de Los Dolores convertido en el taller y redacción del periódico “La Vanguardia”. Pinto a Gerardo Murillo dirigiéndolo.

Atl.— Píntese a usted mismo haciendo caricaturas, pinte su caricatura de “Huerta en Nueva York”. Incluya además la de “Huerta y el arzobispo”. Inmortalícese pintando carteles, esos que le solicitan tanto, con obreros armados, que serán pegados en los mítines revolucionarios. No se olvide de incluir a nuestro jefe de redacción, el amigo Raziel Cabildo.

Orozco.— ¿Le parece que incluya a esa belleza llamada Josefina Rafael?

Atl.— Sin dudarlo. Se me ocurre para el templo de El Carmen un mural donde se plasme el asalto al templo de El Carmen.

Orozco.— Una fogata purificadora en esa sucursal de la casa de Dios, alimentada por santos, altares, confesionarios, bancas... Una Santa —esta sí— Inquisición invertida, o vertida adecuadamente. Alrededor del fuego, los obreros de “La Mundial” viendo las llamas con una alegría que da gusto mirar. En otro muro del Carmen estará el grupo de “La Vanguardia”, adornado con escapularios tamaño familiar, sonriendo desde la santidad. Otros llevarán rosarios y medallas; estarán orando en sus conciencias. La iglesia se convertirá en casa de obreros.

Atl.— En el templo que también tomaron los compañeros trabajadores, aparecerán los “Batallones rojos”, editando el periódico del mundo obrero. Pinte al artista Clemente haciendo una pintura en el fuerte de San Juan de Ulúa, con el tema de las fuerzas españolas que evacuan nuestra patria en mil ochocientos veinticinco.

Orozco.— Lo quiero pintar a usted, maestro, predicando desde el púlpito de Dolores, los ideales de la revolución constitucionalista.

Atl.— No haga eso, Clemente.

Orozco.— Ojalá pueda crear símbolos que representen sus proyectos de evolución para la literatura, el arte, la ciencia, el periodismo.

Atl.— ¿Rellenamos las pipas?

… Se quedó pensando en el mural de la sangre asperjada. Deberá oler a pólvora. «Quien lo mire podrá escuchar las campanas, los gritos, los balazos.» Vuelven a caer fusilados los peones zapatistas. Caen muertos. Al rato, vuelven a caer muertos. Son los mismos. Es el atrio de la iglesia de siempre, color ceniza, o tono de polvo de difunto. Los ojos van en picada, miras cómo llegan al suelo. Los ojos con lágrimas, cayendo frente a ti. Escucha los quejidos de los fusilados. «Están muertos, pero aun se quejan». Las multitudes han llegado a la estación de Orizaba. Astrosos, la ropa hecha trizas, manchada de sangre. Hay un viejo con sangre en la cara, no es de él, es sangre seca de varios días de muerto amigo o enemigo, Dios sabrá. También trae las pestañas, las cejas y el pelo salpicado. No hace por limpiarse. Junto a la sangre seca, polvo blanco. Es viejo por partida doble. La boca, arrugada, está seca. Si uno lo mira dan ganas de beber agua. «Huelo aquella multitud. Olor de gente cansada, llena de sudor de todos los días de la guerra. Las camisas deshilachándose vuelan acá dentro. Avanzan callados, puedo oír cómo escuchan ellos los gritos de dolor de dos heridos que acaban de bajar del tren. Uno de ellos, al estallar un cañonazo, se ha cagado en los pantalones, justo cuando pasó frente a mí. Llevaba calzones blancos, no tan gastados como los otros. Camino hacia el centro de la ciudad. En la calle hay vómito de los recién llegados, muchos vomitan poco antes de morir.»

Piensa en el mural de la sangre asperjada. Nunca vas a pintar ese mural, por lo menos como lo visualizaste en ese momento. Decenas de heridos, transportados en camillas chuecas, quebradas. Algunos vienen envueltos en trapos rojos por tanta herida. Escucha cornetas, tambores. Se repiten los vivas a Obregón, a Carranza; sobran los mueras a Villa. «La revolución fue para mí… ¿Qué fue? Un carnaval, con todo lo terrible y lo divertido que se viene con ellos. O podría decir: una tragedia-carnaval. Lo que sucede en cada una de estas palabras puede pasarse a la otra, y al contrario y viceversa.»

6

A Margarita Valladares le dio por acordarse cada vez con más frecuencia de la primavera que pasó en Orizaba, cuando la Revolución. Había concurrido gente de varios sitios huyendo de los disturbios. Su familia acababa de llegar del Distrito Federal. El ambiente era de fiesta pero tranquilo, si se compara con lo que ocurría en otras ciudades. Repetidamente se le vino a la memoria la casa que alquiló el Doctor Atl en la calle de la Corina, donde se alojó la familia Valladares junto con los colaboradores del periódico revolucionario que se proponían fundar. A la hora de la comida, a Margarita le tocó sentarse varias ocasiones frente a un tipo callado, con anteojos que lo volvían un búho flaco. Mientras el ama de llaves servía una sopa que parecía hecha con cartón viejo y verduras más o menos frescas, veía el rostro del sujeto callado, desfigurado por el humo abundante que salía de esa sopa que debía ser la menos apetitosa de todas las sopas que caben en la historia del mundo. El tipo de los lentes hacía esfuerzos porque no se notara que le gustaba mirar a aquella muchacha de dieciséis años.

Transcurridos algunos días, se cambiaron a otra casa —un ex convento— que los del periódico bautizaron como “La Manigua”. En la planta alta se instaló la gente de Atl; en la baja se acomodó la familia de Margarita. Por los corredores era común ver a redactores, caricaturistas y reporteros, que andaban casi siempre a las carreras. Al tipo de los lentes le gustaba observar desde el pasillo elevado a Margarita, cuando ella atravesaba el patio. En las ocasiones que llegaron a cruzarse en algún pasillo, el tipo solía saludar tocándose el sombrero, después apuraba el paso.

El ama de llaves de “La Manigua” era aun peor cocinera que la de la casa anterior. Ofrecía durante la semana una comida cuya composición resultaba imposible reconocer. Con una cuchara azul, chueca, llena de puntitos blancos, servía como si estuviera bombardeando los platos de los comensales, bodoques que incluían tonos de chilaquiles quemados, de carne pasada, de arroz aguachento y de verduras que parecían rescatadas de un basurero. Cuando le preguntaban qué era aquello, contestaba siempre igual:

—Es receta veracruzana, de la familia.

Un ocioso del equipo de redactores llegó un día con una campana, tomada de la iglesia de Los Dolores, y a la hora de la comida la hizo sonar al tiempo que gritaba:

—¡La basura! ¡La basura!

Seria y muy hábil, dobla el periódico. El título de “La Vanguardia” pasa frente a sus ojos cientos de veces, en distintas posiciones. Al lado están sus hermanas Hortensia y Estela, igual de serias pero menos hábiles, también doblando ejemplares. Así pasan la mayor parte de la jornada. El Doctor Atl se da sus vueltas, las felicita por el empeño puesto en la chamba, después les suelta pedazos de discursos para animarlas. Pero no necesitan ánimo, están, en términos generales, contentas. La redacción, así como la impresión del diario se realiza en la iglesia de Los Dolores. A Margarita le da por subirse al campanario una vez terminada la tarea del día. A veces la acompañan sus hermanas. Desde allá se ponen a cantar. No se saben ninguna canción completa, de manera que con retazos de varias composiciones arman una nueva canción que al final les provoca risa. Josefina, amiga de las hermanas Valladares, de pecho ancho y desafinada, presencia habitual también del campanario, provoca que las palomas de los alrededores vuelen muy alto, hasta donde las nubes amortiguan el canto desgarbado.

Una tarde que el sol rojo pasa justo por atrás de la campana mayor, oyen pasos subiendo las escaleras. Cierran la boca, aunque Josefina traiga dentro de la boca unas carcajadas que ya asoman entre los dientes. Cuando las pisadas se detienen, se ponen de veras serias con los ojos serios del tipo de los lentes gruesos.

—Buenas tardes —dice el recién llegado.

—Buenas tardes —contestan las muchachas en coro, más afinadas que nunca.

Margarita escucha la voz que parece venir de muy lejos. La invita a que pose para un estudio de manos. Está como aturdida. De todas maneras acepta. Al rato están en el cuartito donde Orozco dibujaba sus caricaturas anticlericales. Ahí dibuja las manos de quien años después será su esposa, mientras platican de lo que viven en esos días.

Con los ojos cerrados le llega más pronto el olor del vestido, de la cara, del cabello. Huele su cuarto a ella, a ella imaginada. Ha creado el aroma con el recuerdo. La mano derecha le manipula las ganas. Moviéndose y moviéndose, pensando en ella. Agita esa mano única con fuerza, como si estuviera destruyendo algo. Está a punto de estallar, si tuviera la otra mano estaría haciendo algún equilibrio pero no la tiene, y el muñón no equilibra. La ausencia de mano izquierda hace el vértigo más ancho, más profundo. Ve sus labios, los siente cercanos. Continúa con los ojos cerrados. Abre la boca como si un aliento que viene de antes y de más allá de todo quisiera liberarse. Se mueve con más violencia, está sudando. La vuelve a ver, mira los dedos, los brazos, el cuello, los tobillos. Con más fuerza agita la mano. Aspira y expira con ritmo entrecortado. Grita en silencio. Luego habla sin sonidos, como si hiciera una oración al revés. Destensa los ojos. Al abrirlos tiene a la noche enfrente. Se mira el bajo vientre, las piernas, los zapatos allá al fondo, limpios. Empieza a arrepentirse un poco. De nuevo la imagen cercana de ella. Otra vez la muchacha doblando periódicos. Atrás de su propio olor siente cercano el aroma que se acaba de ir.

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