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Por su parte, Angelo Giuseppe Roncalli, eclesiástico curtido en el mundo diplomático desde 1925 en lugares como Bulgaria, Turquía, Grecia o Francia –elegido papa en 1958 con el nombre de Juan XXIII–, asombró a propios y a extraños al publicar en abril de 1963 la encíclica Pacem in terris; sólido documento que, desde la novedad de dirigirse no sólo a los católicos sino a “todos los hombres de buena voluntad”, ofreció al conjunto de la humanidad una profunda reflexión para ayudar a descubrir las condiciones necesarias capaces de garantizar la existencia de una verdadera paz en el mundo y el valor de la común pertenencia a la familia humana con el fin de arrojar luz sobre la aspiración de todos los pueblos de la tierra a vivir un futuro de seguridad, justicia y esperanza.

UNA SEGUNDA RESPUESTA

Aceptada la validez de la educación para la paz como una primera y eficaz respuesta a las inquietudes humanas planteadas al inicio de nuestra exposición, daremos un paso más en nuestro proceso reflexivo. Desde tal perspectiva, y conscientes de que, con posterioridad a los antecedentes referidos, los temas de la cultura y la educación para la paz han continuado recibiendo aportaciones desde instancias internacionales como la ONU, y de forma específica desde entidades de dicha organización como la UNESCO, dirigiremos nuestra atención hacia un aspecto, a menudo olvidado por la mayor parte de los autores especializados en este tema, que juzgamos relevante. Se trata de recuperar para el mundo educativo una vía olvidada desde la percepción de un hecho esencial que, antropológicamente, podría formularse así: “La paz social y la paz cultural ofrecen una profunda relación con la interioridad de la persona y con la cuestión del sentido de la propia existencia”. Tal posibilidad nos sitúa ante un hecho que, lejos de suponer una mera percepción subjetiva, debe considerarse desde nuestro punto de vista (Palma, 2013b: 224), como un fenómeno significativo en razón de la llamativa y permanente resonancia que ha obtenido en áreas de conocimiento tales como la antropología, la psicología, la sociología, y otras ciencias sociales cuyo examen pormenorizado desbordaría estas páginas.

A pesar de tales evidencias, muchos parecen haber olvidado que la violencia, como reverso de la paz, ha de ser explicada, además, como respuesta reactiva del ser humano no sólo ante las amenazas externas sino, también, ante las frustraciones internas como fenómeno genuinamente humano (Masini, 2008: 1161); siendo ésta la razón que justifica la tesis de que paz y sentido son cuestiones que, en la vida humana, se remiten la una a la otra de forma ineludible y que ello ha de tener su correspondiente repercusión educativa.

Llegados a este punto consideramos necesario reivindicar que los procesos educativos deben ocuparse también de la cuestión del Sentido al tiempo que reconocemos las serias dificultades que ello entraña en un contexto sociocultural profundamente relativista y subjetivista como el actual. Por ello, y a pesar de que algunos consideran hoy esta empresa tarea imposible para el sistema educativo, nosotros creemos en ello por juzgar necesario y urgente dar algunos pasos en este camino recogiendo para ello, entre otras, las aportaciones de Andrés Manjón (1846-1923); educador español de finales del siglo XIX que proclamaba con total convicción afirmaciones como estas:

Educar es […] hacer de los niños hombres y mujeres cabales, esto es, sanos de cuerpo y alma, bien desarrollados y en condiciones de emplear sus fuerzas espirituales y corporales en bien propio y de sus semejantes; en suma, hombres y mujeres dignos del fin para el que han sido criados y de la sociedad a que pertenecen, hoy muy necesitada de hombres cabales (Montero y Palma, 2013: 70).

Programa educativo al que dio una mayor concreción cuando, al explicar el significado de persona cabal, afirmaba (Ibídem, p. 82):

Son hombres completos los hombres sanos, inteligentes, laboriosos, honrados y perfectos; son los hombres de tal manera formados que aspiran constante y enérgicamente a realizar los altos y nobles fines a que están destinados, subordinando a ello todas sus pasiones, intereses y acciones; son los hombres bien orientados que siempre y en todo aparecen idénticos a sí mismos y consecuentes con las verdades que les sirven de norma en la vida; son hombres bien engendrados, bien nacidos, bien criados y educados, que estando sanos de cuerpo y alma y bien desarrollados, emplean sus fuerzas corporales y espirituales en bien propio y de sus semejantes; son los hombres de hombría cuyas notas distintivas son la unidad, sencillez y constancia en el bien, que son ingenuos, sencillos, nobles, veraces, consecuentes, justos, humanos, perseverantes y enérgicos, son los dueños de sí y de cuanto les rodea, no por la imposición de la fuerza, sino por la superioridad del carácter; son los que miran alto, sienten hondo y caminan inalterables a fines elevados, los que tienen en su voluntad una fuerza colosal e irresistible, no pudiendo más que lo que quieren y no queriendo más que lo que deben; son los hombres que son hombres, los verdaderamente dignos del fin para que han sido creados y de la familia y la sociedad a que pertenecen; en suma, son los hombres enteros y cabales, a quienes nada falta de cuanto deben tener, salud, inteligencia y bondad, en el grado más perfecto posible.

Si educar desde este punto de vista consiste en formar hombres y mujeres capaces de mirar alto, sentir hondo y orientar sus vidas hacia fines elevados, quizá no podamos hallar una definición más clara del actual significado de todo proceso educativo. En coherencia con ello, educar será garantizar que el educando descubra el sentido, la razón de ser y las motivaciones profundas de la vida en general y de su existencia en particular sin ignorar que tales procesos conllevan una profunda carga ideal y emocional.

La carencia de un cuadro general de valores al cual referir la vida y la acción individual y colectiva produce, entre otros efectos, graves patologías mentales que, según atestiguan las terapias psicoanalíticas, existenciales y logo terapéuticas (Nanni, 2008: 1057), alteran de forma significativa la vida de muchas personas que, por ello, resultan incapaces de explicar y motivar el sentido de la propia vida o de percibir un futuro humano para el mundo en que viven.

Así pues, la búsqueda del sentido como exigencia educativa será un proceso que tendrá como meta ayudar al educando a: descubrir una profesión que le permita no sólo superar la alienación del trabajo sino, también, lograr una inserción en la existencia social adulta segura y flexible; encontrar una cultura que le ofrezca un marco y recursos cognoscitivos suficientes para desarrollar su acción personal y desplegar una experiencia sólida de participación social; hallar una plataforma de relación estimable que le permita vencer el aislamiento individual o grupal y le ofrezca la sensación positiva de poder tener buenas relaciones con los demás, de ser capaz de amar y ser amado, de sentirse incorporado y de participar activamente en la vida comunitaria social; descubrir que la vida vale la pena ser vivida al existir una cierta correspondencia entre lo que se cree o se quiere y el volumen de entrega y de acción que se ofrece; y, finalmente, de entender que lo que es y está dispuesto a ser no se muere ni se pierde para siempre (Ibídem, p. 1058).

Desde tales planteamientos, es posible comprobar cómo el logro de respuestas adecuadas para necesidades concretas depende, sobre todo, de la constatación vivida de tener experiencias de ello. Por ello entendemos que, desde el punto de vista educativo, siempre resultará una prioridad la búsqueda de lugares, espacios y momentos en los que sea actualizable, de modo efectivo, un mínimo de autorrealización, reconocimiento personal, eficacia histórica, comunión de intenciones y de concreción participada de valor.

De no lograrse esto, existe un gran riesgo de que sobrevengan experiencias de huida hacia la desviación de la conducta, trasgresiones destructivas, patologías psicosomáticas o actitudes de desconfianza frente a cualquier indicación de proyectos. Así pues, y asumida la necesidad de que los procesos de enseñanza y aprendizaje desarrollados en los niveles de enseñanza obligatoria se ocupen de aspectos tales como el descubrimiento del sentido de la vida y de que ello constituye una de las funciones de todo docente –incluidos los responsables de programas de educación para la paz–, entendemos que todo sistema educativo que realmente se proponga alcanzar este objetivo debe poder asegurar, como indica C. Nanni (2008: 1058), el logro de las siguientes metas:

1] Garantizar la existencia, conocimiento y asimilación de unos planteamientos teóricos básicos que, asumiendo el pluralismo cultural e ideológico hoy existente, garanticen la comprensión de las grandes claves que constituyen la base de las decisiones y actuaciones humanas.

2] Alcanzar un nivel de racionalidad que, lejos de la irracionalidad implícita en los fundamentalismos, integrismos, servidumbres acríticas a la razón tecnológica informática, dogmatismos ideológicos de diverso signo y escepticismos varios, conjugue las aportaciones de la cultura, el arte y la trascendencia con la ciencia y la técnica desde un espíritu de tolerancia, pluralismo, flexibilidad histórica y sensibilidad global.

3] Ayudar a conformar en la mente del educando un concepto realista y comprensivo de la libertad entendida a la vez como libertad y liberación, libertad de y libertad para, libertad encarnada, con-libertad, referido de forma simultánea a la persona individual y a la realidad del cuerpo social en su globalidad.

4] Ayudar a descubrir al educando desde una razón y libertad, iluminadas por la cultura y la trascendencia, en la propia vida y en la de los demás, una ética del valor que, más allá de sometimientos acríticos a las éticas del deber y del placer, capacite para entender el significado de las acciones, correctas, buenas y valiosas al tiempo que a descubrir lo bueno, lo humanamente digno y de todo aquello que resulta bello hacer o no hacer junto con las mejores formas de actuar o no actuar para evitar el mal y conseguir lo humanamente digno para todos.

5] Posibilitar a los estudiantes un acercamiento a la verdad desde la convicción de que ésta no se descubre en un momento ni se posee como un monopolio privado, exclusivo y excluyente y la certeza de que, al ser algo que se revela gradualmente, sus posibilidades siempre desbordan a las personales de cada individuo o a las más generales de un colectivo social por muy valiosas que hayan sido sus conquistas.

6] La compresión de que, al desenvolverse la vida del escolar en un entorno plural y democrático cuyo horizonte viene marcado por la constitución de cada país y las declaraciones internacionales, de los derechos del hombre y del niño, la confrontación no violenta y el diálogo forman parte del vivir cotidiano como una dimensión más de la normalidad democrática.

EN CONCLUSIÓN

Llegados a este punto de nuestra reflexión, reiteramos que no constituye novedad alguna afirmar que el anhelo humano por la búsqueda y logro de la paz ha supuesto una constate que ha jalonado la historia de nuestro mundo. De igual modo resulta también una evidencia reconocer que los innumerables esfuerzos dedicados a tal objetivo se han llevado a cabo a través de cauces diversos, siendo los ámbitos específicos de la investigación y la educación los que más energía han dedicado a este asunto.

Sin embargo, tal como hemos señalado en páginas anteriores, lo que sí parece resultar novedoso es la constatación de que el nacimiento y cultivo de la Paz como programa y proyecto, además del ámbito político, social y cultural desde el que tradicionalmente ha venido abordándose durante las últimas décadas, ofrece también una estrecha relación con la cuestión del sentido como fuente y culmen de la paz. Asimismo, ello se encuentra estrechamente relacionado con el mundo educativo al ser la praxis escolar uno de los mejores instrumentos para la búsqueda y hallazgo del sentido personal de la existencia como parte esencial del proceso formativo del que una de sus finalidades esenciales es la consolidación de la personalidad individual y de la calidad de la vida comunitaria; particularmente en el caso de los adolescentes y los jóvenes, para quienes ello supone un factor de ayuda altamente eficaz en el proceso de estructuración de su identidad personal, cultural, social y profesional.

Tal como apuntamos (Palma, 2013b: 225), una mirada libre de prejuicios a esta realidad revela hasta qué punto los planteamientos referidos a la interioridad humana resultan esenciales e irrenunciables para muchas personas por el hecho de significar una constante psicológica y cultural de la evolución humana. Y, esto, a pesar de haber sido habitualmente silenciados en bastantes reflexiones contemporáneas sobre el tema y de que algunos otros hayan también olvidado, de forma deliberada, que tal dimensión nunca estuvo ausente en el discurso del propio Johan Galtung –mentor significativo, entre otros, de la educación para la paz–, cuando se mostraba convencido de que construir la paz consistía en reducir las condiciones de violencia al tiempo que en evitar toda forma de expresión de la misma en las relaciones con los demás y con uno mismo. En continuidad con esta línea reflexiva, también presente en el discurso de autores como Jorge Biscaia (1996) o Silvia Guetta (2012), entendemos que cada acción pensada, diseñada y construida en cualquier ámbito educativo referido a la «Educación para la Paz» debe iniciarse en la propia interioridad de sus protagonistas (docentes y discentes). Certeza que explicitamos aún más al sostener que toda experiencia de encuentro con la paz no consiste en realidad más que en una transformación que, antes de exteriorizarse, debe darse en el interior de quien la propone.

A pesar de ello, no resulta fácil articular fórmulas específicas, tiempos apropiados ni menos aún obtener resultados claros, pues cada individuo encierra en su interior un complejo microcosmos al tiempo que vive procesos personales de maduración sujetos a muchas variables; constituyendo todo ello un rico entramado de razones que muestra de qué forma en los procesos de enseñanza y aprendizaje, y en general en toda labor educativa, lo que cada docente-educador comparte con los demás, y en realidad puede ofrecer a los otros es, sobre todo, aquello que él mismo posee. Hecho éste por otra parte muy revelador de la necesidad de asegurar unos niveles mínimos de maduración en tal ámbito para todos aquellos que pretendan llegar a ser profesionales de la educación.

Al fin y al cabo, el modo de comportarse y todo aquello que cada persona tolera y acepta será siempre una señal indicativa de si en verdad se encuentra en el camino adecuado para vivir la dimensión de la paz o si ha errado sus pasos. Razón por la cual consideramos que tampoco debería olvidarse un principio fundamental para la buena marcha del proceso educativo: que la responsabilidad individual no se diluye en lo colectivo pues todo individuo es siempre una parte directa, activa e insustituible en cada proceso de paz. Por todo ello, parece razonable afirmar que recorrer este camino requiere, además de coraje, fuerza y determinación, una gran dosis de riesgo y esfuerzo individual. Asimismo, creemos que, junto al compromiso y responsabilidad personal de cada uno, educar para la paz exige también una continua actitud de búsqueda unida a un permanente empeño por satisfacer la eterna ansia humana de paz.

La educación para la paz demanda, más allá de los objetivos educativos convencionales, invertir todas las energías disponibles en la preparación de un mundo mejor participado por todos. Motivo por el cual sería bueno recordar hasta qué punto ella puede y debe ser definida como una de las posibles vías de respuesta a la radical ansia de paz y sentido que, en su interioridad, experimenta todo ser humano, aunque con bastante frecuencia sean muchos los que ignoren la naturaleza del bien que anhelan y los caminos que hasta él puedan conducirle. Con tal fin, estimamos oportuno reiterar como conclusión de nuestra contribución que educar para la paz ofrece una estrecha relación con el descubrimiento de la paz como camino interior hacia el bienestar, la felicidad, el sentido, la salud integral y la justicia; al mismo tiempo que supone una estrategia eficaz para garantizar el desarrollo de un proceso de superación, descubrimiento, lucha, crecimiento y maduración al que todo hombre y mujer está llamado como condición de posibilidad para alcanzar su madurez personal.

Desde nuestro punto de vista, consideramos que se trata de un Itinerario vital que no alcanzará su meta sólo como fruto de unas estrategias bien diseñadas y la lógica consecuencia de la culminación de los esfuerzos del nuevo superhombre que, cual Prometeo contemporáneo, logra por fin arrebatar el fuego a la divinidad. Muy al contrario, entendemos que este camino consiste –glosando una imagen de la literatura neotestamentaria (Lc. 1,78)–, en la adquisición de la capacidad de recibir, desde el asombro, la gratuidad y la sorpresa, aquella claridad del Sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte y guiar hacia la paz los pasos de tantos hombres y mujeres que, instalados en la penumbra de la finitud, incapaces de otear más allá de la inmanencia y alienados por la seductora invitación al carpe diem, arrastran una existencia marcada por el desconcierto y lastrada, con demasiada frecuencia, por el sinsentido y la frustración. Cada día nos hallamos más persuadidos de que sólo será posible para el ser humano alcanzar la paz para sí y para su entorno cercano y lejano, si este horizonte descrito es recibido como un don y una tarea con todas sus posibilidades.

Referencias

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