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2. Paz al de lejos, paz al de cerca

Andrés Palma Valenzuela

PUNTO DE PARTIDA

Una mirada a nuestro entorno vital inmediato revela con claridad cómo los hombres y mujeres de esta época, tanto cercanos como lejanos, forman parte de un enmarañado contexto sociocultural donde la existencia humana se desenvuelve, de forma inevitable, en coordenadas complejas y cambiantes que hacen de su vivir una aventura y un reto ante el cual no pocos claudican tras darse por vencidos.

Nuestro arrogante y desarrollado mundo occidental, ofuscado por unos éxitos que, paradójicamente, cada vez se muestran más efímeros, se desliza por una pendiente de autocomplacencia de la que, a pesar de sus continuados esfuerzos, no logra ahuyentar el fenómeno de la violencia, en sus múltiples expresiones, como espectro que le atenaza día a día con fuerza creciente, y mal cuya etiología ofrece una compleja compresión por responder a variables muy diversas.

Como docentes e investigadores, tal hecho nos inquieta sobremanera al tiempo que suscita en nosotros una reflexión sobre las posibilidades del sistema educativo para salir al paso de tal situación ofreciendo respuestas y soluciones convincentes.

Por ello, conscientes de la complejidad del tema y conocedores de las relevantes aportaciones realizadas al respecto durante los últimos años, iniciamos nuestra reflexión constatando la ambivalencia de la realidad de todo ser humano, marcada de forma simultánea por la doble experiencia de un profundo anhelo de paz unida a la reiterada presencia de la violencia, como rasgos constitutivos de la naturaleza humana.

A pesar de que, como recordaba F. Muñoz (2004: 23), citando a su vez a Erasmo de Rotterdam, “La paz es la fuente de la felicidad”, ésta siempre se ha revelado como un bien escaso que, a pesar de ser signo de bienestar, felicidad, armonía… y de actuar como nexo con los demás, con la naturaleza y el mismo universo, escapa con gran facilidad de nuestras manos ahuyentada por el fantasma del conflicto, siempre presente en nuestras realidades sociales y personales. Como señala este mismo autor (Ibídem, p. 29): “El conflicto, como desencuentro consigo mismo y con los demás en razón de la disparidad de intereses, objetivos y proyectos generados por unos y por otros, constituye una dimensión de la condición humana muy reveladora de su capacidad para provocar tales situaciones desde el legítimo afán de crecimiento y superación inscrito en lo más profundo de su ser”.

Asimismo, y en respuesta a tal realidad conflictual en la que profundizaremos más adelante, se constata cómo en todas las culturas, ámbitos geográficos y momentos históricos se han dado diversas formas de conceptualización del concepto paz, junto a múltiples iniciativas en favor de su desarrollo caracterizadas por su plasticidad y capacidad de acción en distintas escalas, ámbitos y circunstancias. Una articulación del concepto basada en el presupuesto de que comprender el conflicto lleva a la paz en tanto en cuanto toda situación conflictiva demanda búsqueda de soluciones y se convierte en ocasión de creatividad, renovación y superación de anteriores situaciones. Razón por la cual suele afirmarse que la Paz constituye un acuerdo entre partes que pone en relación a diversos actores y circunstancias (Ibíd., pp. 27 y 30).

Valgan como ilustración de la fuerza y relevancia de este anhelo humano por la Paz las siguientes expresiones que, tomadas de diversas fuentes literarias rabínicas del judaísmo clásico de los siglos I al VIII, la definen así: “Tan grande es la paz que es a la tierra como la levadura a la masa… Tan grande es la paz que hasta los muertos necesitan paz. Busca la paz en tu propio dominio y persíguela hasta el dominio ajeno” (Pérez, 1998: 64).

Ha sido precisamente de este ámbito de la literatura de Oriente Medio del que hemos extraído el título del presente trabajo; concretamente del capítulo 57, verso 19, del Libro del Trito Isaías cuyo anónimo autor –activo en Jerusalén a partir del 530 a.C.– busca dar pautas de acción y elevar el ánimo de sus coetáneos desalentados, divididos y empobrecidos por la difícil realidad que debieron afrontar después de su repatriación a Israel tras un penoso destierro en Babilonia, al comprobar que sus posesiones habían sido ocupadas por los pueblos vecinos y la recuperación de lo que legítimamente les pertenecía generó una complicada espiral de división, odio, rencor y violencia.

EL DRAMA DEL VIVIR

Una evidencia reveladora del drama que acompaña la existencia de todo ser humano en su vivir cotidiano y, de forma particular, en ciertos momentos críticos de su trayectoria vital, es la constatación de la presencia –en sus afanes, sus trabajos y sus días–, de la trágica pasión que, la significativa figura de la literatura judía del siglo I. d.C que fue Saulo de Tarso, expresó así: “El deseo de hacer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo. Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rom. 7, 18-19).

Expresiones éstas que sin duda encierran una certera descripción de la frecuente y habitual sensación humana de «querer y no poder» que entrañan a la vez un categórico desmentido del aforismo popular que sostiene, con demasiada ingenuidad y optimismo, aquello de que «querer es poder». Interrogarse y debatir sobre la precedencia en el tiempo del interés de los humanos por la búsqueda de la paz o el análisis del conflicto es una cuestión sobre la que, históricamente, la antropología, la psicología, la sociología, la historia, el derecho, y antes que todas estas ciencias, la filosofía y la teología, han desarrollado reflexiones y perspectivas tras cuyo análisis es posible establecer una constatación indiscutible: la simultaneidad de ambos fenómenos supone un hecho atestiguado desde los albores mismos del inicio de la humanidad.

La afirmación del conflicto como rasgo distintivo de la identidad humana se sustenta en el hecho de que la violencia representa una dimensión constitutiva de la naturaleza de la persona que, desde el punto de vista sociológico, deriva de los conflictos y psicológicamente se describe como expresión de la agresividad. Se trata de un característica que los expertos explican cómo momento reactivo del individuo frente a las amenazas externas o las frustraciones internas y que, según se entiende de forma ordinaria en el hombre, no ofrece paralelos en el mundo animal donde la agresividad destructiva y la acción antagonista frente al otro no busca casi nunca la imposición de individualidades o colectivos sino la mera conservación de la vida y el territorio (Masini y Vettorato, 2008: 1161).

Pero junto a esta dimensión conflictual de la vida humana, y de forma paradójica, el ser humano se ha sentido permanentemente atraído por la paz. Ha tenido necesidad de ella como meta de un camino que debe ser transitado y signo de un bienestar codiciado; como cauce de unión con sus semejantes que debe ser navegado y, en no pocas ocasiones, como última razón de la propia existencia. Aunque, como indica F. Muñoz (2004: 24) tal anhelo por la paz se ha manifestado, y continúa haciéndolo, a través de múltiples valores, normas y paradigmas ético-sociales que han adquirido formulaciones diversas en el contexto de cada cultura, éste debe ser interpretado como una fuerza que incita a superar todas las barreras y a desbordar los particularismos de toda especie que, de forma recurrente, tienden a empequeñecer y particularizar la búsqueda de la verdadera paz. Según este autor, que quizá recupera sin proponérselo uno de los veneros fundantes de la civilización occidental, la manifestación más primaria y universal de la paz es el amor. Pero, y en esto nuestra precisión va más allá de sus tesis, se trataría de un amor entendido como traducción de la categoría griega Ágape y no, como con frecuencia suele pensarse, de la de Eros.*

Tal relación configura una dimensión esencial en la vida de todo ser humano, a la vez que supone una constante en la trayectoria existencial de cada individuo desde su nacimiento hasta su muerte e, incluso, desde su concepción o el recuerdo y evocación de los seres queridos más allá de la muerte. Valga como ilustración del peso que tal realidad adquiere en la vida humana, el rico contenido de voces que el diccionario de la lengua española atesora y que compone un extenso campo semántico del que, en un primer acercamiento, pueden extraerse términos tales como afecto, cariño, ternura, querer, altruismo, generosidad, liberalidad, etc.

Pero el deseo, la búsqueda y el cultivo de la paz no se reducen a una inquietud personal o a la mera satisfacción de las necesidades particulares de cada uno sino que, muy al contrario, ofrece una intensa y múltiple proyección social que la convierte en elemento clave para la adecuada configuración y desarrollo de las relaciones sociales de cada ser humano consigo mismo y con su entorno. Tendríamos así que la búsqueda, el reconocimiento y la construcción de la paz han dibujado en el curso de la historia de la humanidad un itinerario que, a partir de la interioridad del individuo, y ascendiendo por el entorno inmediato de la familia y el propio grupo de pertenencia, ha ordenado las relaciones de comunidades más amplias, tales como poblados, ciudades, etnias, grupos culturales y Estados para actuar por último como fuerza aglutinadora-catalizadora en el ámbito de las relaciones internacionales (Muñoz, 2004: 25).

No obstante, la paradoja surge cuando, tras el análisis de dicho Itinerario, se constata que, si bien el hallazgo y conceptualización del concepto de paz ha sido un interesante proceso fruto de la contribución de toda la humanidad (especialmente la tradición greco latina, el mundo judeo-cristianismo, el Islam, las culturas indígenas de lugares muy diversos y las grandes tradiciones orientales), que ha llevado a muchos a descubrir la Paz como realidad humana fundante y práctica social profunda (Ibídem, p. 28), la meta a la que finalmente ha conducido todo ello no ha sido más que a la realidad de la «paz imperfecta», según denominación de los especialistas en este campo. Una categoría que, a pesar de su limitación, tiene capacidad para facilitar determinados acercamientos al fenómeno de la paz junto con el logro de experiencias de paz reales y de calidad por garantizar su existencia ciertas condiciones ventajosas para alcanzar objetivos teóricos y prácticos destacados en su desarrollo.*

Aun con tales carencias, este proceso ha permitido una comprensión más global de la paz a la vez que ha facilitado el acceso a sus diversas realidades al margen de su dimensión demográfica, espacial o temporal. También ha abierto nuevas posibilidades de investigación por su eficacia para explicitar sus realidades, aumentar su relevancia y dotarlas de mejor accesibilidad. Del mismo modo ha posibilitado una mejor promoción de ideas, valores, actitudes y conductas de paz. Por todo ello, consideramos con Muñoz (Ibídem), que una de las tareas principales de toda persona o colectivo social comprometido con este asunto, es la de apoyar sin complejos toda realidad que remita a la paz y todo fenómeno derivado de ella, así como la de asumir compromisos relativos al desarrollo de la necesaria sensibilidad que permita reconocer y valorar el gran número de acciones donde ella permanece latente al tiempo que empeñarse en la adquisición y cultivo de las predisposiciones, actitudes y acciones –individuales, subjetivas, sociales y estructurales–, que en nuestra existencia (el hablar, el expresarse, el pensar, el sentir y el actuar) ofrecen algún tipo de relación con la paz. Quizá valga la pena, para comprender mejor esta realidad, reproducir la certera reflexión que este autor, a quien seguimos de cerca en sus numerosas publicaciones al respecto, realiza sobre la “paz imperfecta” (2001: 21):

Creo que la paz es una realidad primigenia en todos los «tiempos» humanos, en los biológicos y los históricos. Es una condición ligada a los humanos desde sus inicios. La paz nos permite identificarnos como humanos, la paz puede ser reconocida como una invención de los humanos, la paz de los humanos es después proyectada al resto de los animales, la naturaleza y el cosmos. Contrariamente a lo que pensamos en muchas ocasiones, es la paz la que nos hace temer, huir, definir e identificar la violencia. La idea de paz imperfecta […] se ha ido fraguando poco a poco, es una respuesta ante debates ontológicos, epistemológicos y prácticos. Bien es cierto que podríamos seguir hablando solamente de paz. Ya que lo que aquí hacemos es solamente ponerle algunas condiciones. El adjetivo “imperfecta” me sirve para abrir en algún sentido los significados de la paz. Aunque es un adjetivo de negación –que por cierto no me gusta nada aplicarla al pensamiento de la paz–, que intento liberarla de esa orientación pero también etimológicamente puede ser entendido como “inacabada”, y este es el significado central. Efectivamente, frente a lo perfecto, lo acabado, el objetivo alcanzado [...] todo ello lejos de nuestra condición de humanos, comprendemos como procesos inacabados, inmersos en la incertidumbre de la complejidad del cosmos, nos «humaniza» y nos abre las posibilidades reales –en cuanto basadas en la realidad que vivimos– de pensamiento y acción. A través del presente trabajo abordamos el reconocimiento de la paz, vemos las causas de la conflictividad, realizamos la propuesta de la paz imperfecta y explicitamos sus consecuencias, tratamos el poder desde la perspectiva del conflicto, y, por último, intentamos relacionar toda esta problemática en con los marcos de la globalización, la complejidad y el futuro.

Hay tres problemáticas, transversales, de fondo, que creo que son esenciales afrontar en estos debates. Nuestro deseo de paz nos reclama elaborar teorías de paz, pero la base epistemológica de las mismas reside en las teorías de los conflictos, por ello es necesario reelaborar (reconocer, criticar, deconstruir y construir) teorías “autónomas” (no dependientes directamente de la violencia) de paz y, en última instancia, abordar el problema del poder como capacidad individual, social y pública de transformación de la realidad, hacia condiciones más pacíficas.

UNA PRIMERA RESPUESTA

Avanzando en nuestra reflexión, consideramos que una de las mejores vías para perfeccionar y hacer crecer la realidad y experiencia de la paz entre nosotros reside en su adecuada introducción y tratamiento en los procesos de enseñanza y aprendizaje desarrollados en las etapas de enseñanza obligatoria del sistema educativo.

Como recordábamos en un reciente trabajo del que recuperamos aquí parte de sus aportaciones (Palma, 2013b: 221-230), el volumen de investigaciones llevadas a cabo durante las últimas décadas sobre la «Educación para la Paz», como parte del más amplio campo de la «Cultura de la Paz», es muy significativo. Tal circunstancia nos impulsa a considerar hasta qué punto toda nueva aportación sobre este asunto debe asumir, de forma ineludible, las contribuciones más relevantes efectuadas desde finales del siglo XX en un proceso cuyos resultados podrían sintetizarse en la afirmación de que ya no es posible continuar hablando de paz, sin más, como ausencia de conflicto (“paz negativa”), entre otras razones, por la ineficacia de tal planteamiento para explicar el momento histórico presente.

Superado el concepto de “paz negativa”, el centro de nuestra reflexión lo ocupa la categoría de “paz positiva”, entendida como cifra interpretativa y referente de las condiciones necesarias para la existencia de un desarrollo humano, integral, justo y sostenible, orientado a la satisfacción de las necesidades básicas de la existencia humana (Palma, 2013: 101). También desearíamos hacer constar, junto a lo anterior, cómo la configuración final de estas nuevas claves interpretativas de la Paz no ha sido un hecho fortuito, sino consecuencia directa de la existencia de dos fenómenos que han adquirido recientemente un acusado protagonismo. De un lado, el progresivo aumento de la violencia social, con particular incidencia en los sistemas educativos occidentales y, de otro, el significativo incremento de la reflexión teórica sobre tal realidad. Asumidas tales premisas, nuestro itinerario reflexivo continuará su trayectoria ocupándose de otro aspecto estrechamente vinculado al anterior: la constatación de la existencia del «conflicto» como una realidad permanente en la vida humana. Asunto sobre cuya descripción existe un consenso generalizado entre los investigadores de las áreas disciplinares centradas en el estudio del hombre, coincidente en la afirmación de que el fenómeno del «conflicto» supone una dimensión inherente a la naturaleza humana cuya presencia, confirmada reiteradamente en la milenaria historia de la humanidad, ratifica la certeza de que cualquier iniciativa a desarrollar en el campo de la «Educación para la Paz» debe partir siempre del diagnóstico, el análisis y la definición del tipo de conflicto al que se busca responder. Y, en cualquier caso, sin olvidar que toda situación conflictiva no supone en sí misma algo positivo o negativo sino una realidad cuya existencia revela que la paz, como dato objetivo, no puede ser explicada sólo desde la ausencia del conflicto sino, más bien, como el adecuado desarrollo de las formas, violentas y no violentas, que contribuyen de manera diversa a su resolución.

Por todas estas razones, y en continuidad con las aportaciones de Johan Galtung (1990, 1995, 1996, 1998, 2003 y 2007), admitimos que la base de todo conflicto radica en el triángulo formado por la contradicción, las actitudes y la conducta; siendo éste un dato que corrobora la profunda relación existente entre el crecimiento de la paz y el desarrollo de las habilidades necesarias para el manejo de dicho triángulo con creatividad, empatía y serenidad desde la certeza de que todo fracaso en la gestión de un conflicto degenera con frecuencia en violencia.

Como fruto del análisis de la evolución de numerosos procesos de tal índole y primer balance de la misma, identificaremos dos etapas en el curso de su desarrollo. Una inicial, de exploración y búsqueda, y otra, posterior, de progreso y construcción sistemática del concepto de “cultura de paz” (Palma, 2009). Según se avanzó, la primera concluyó con la formulación del concepto de “paz positiva” como categoría dentro de la cual se establecen, a su vez, tres niveles diferenciados: “paz directa”, “paz cultural” y “paz estructural” (Tuvilla, 2004: 391). Triple categorización que debe interpretarse como respuesta al recurrente hecho de que los conflictos que envuelven a las sociedades contemporáneas son causa de una enorme inquietud y objeto de estudio en los diversos ámbitos del saber desde el momento en que la búsqueda de la paz se convierte en una de las grandes preocupaciones que ha dado lugar a ciertas líneas de investigación muy activas en el ámbito de las ciencias sociales (Palma, 2013b: 102).

Por todo ello, creemos que las razones para adelantar en el estudio de este asunto se basan en fundamentos teóricos y prácticos pues, a partir de un contexto social donde la violencia emerge por vías diversas, los enfoques epistemológicos planteados sobre el binomio paz-violencia afectan a las formas de gestión de los conflictos hasta convertirse en razón obligada para analizar y comprender tales temáticas.

Ello muestra, además, por qué el estudio de los fenómenos que condicionan la paz debe abordarse desde un enfoque metodológico y científico apropiado para incorporar en su modus operandi tanto la realidad de los valores a cultivar, como su encuadre en un horizonte utópico de futuro. Igualmente, advertimos hasta qué punto la naturaleza de tal objeto de análisis demanda, a modo de condición de posibilidad del proceso, la inclusión del examen del resto de sus aspectos humanos, ontológicos y axiológicos. Desde tal sensibilidad, cristalizó en ciertas universidades de Europa y EUA, a finales del siglo XX, una nueva definición del término concretada en la expresión “educación para la paz”, como enunciado que explica el proceso formativo como itinerario de crecimiento y trasformación humana, personal y social, que tiene lugar mediante la adquisición de unos contenidos disciplinares y unas formas de relación explicativas del recorrido educativo como vía mediante el cual es posible aprender a desplegar, de forma consciente y desde las estructuras sociales en que se desenvuelve la vida del educando, el conjunto de sus capacidades, actitudes, aptitudes y conocimientos en orden al logro de las principales metas de la cultura de la paz (ibídem).

En el contexto de esta segunda etapa de desarrollo sistemático de la “Cultura de la paz” se enmarca un alto número de estudios y propuestas educativas experimentadas en diversos lugares de Europa con objeto de convertirse en instrumentos operativos de cambio social y oportunidad para reflexionar sobre una paz entendida como parte de la grandes cuestiones que inquietan al ser humano desde el marco conceptual fijado por la «Declaración de la 44ª reunión de la Conferencia Internacional de Educación de Ginebra» de 1994 y el «Plan de acción integrado sobre la educación para la paz, los derechos humanos y la democracia» aprobado en la 28ª sesión de la Conferencia General de la UNESCO, celebrada en Paris en 1995. La relación de finalidades de muchas de estas propuestas educativas, desarrolladas con relativo éxito en determinados lugares del mundo, se concretó en el logro de objetivos específicos tales como: preparar para la no violencia; responsabilizar a los ciudadanos del mundo de su desarrollo; educar en la igualdad de actitudes; e iniciar en la investigación crítica de alternativas (ibíd., p. 109).

De igual modo, bastantes proyectos asumieron como meta educar desde la voluntad de formar hombres íntegros dispuestos a recorrer su trayectoria vital con la seguridad de que, como un día afirmase Mahatma Gandhi, “No hay caminos para la paz; la paz es el camino”, convencidos, además, de la posibilidad real de encarnar el utópico horizonte que hace más de dos milenios el autor del salmo 85 esbozó así: “El amor y la fidelidad se encuentran. La justicia y la paz se besan…”

El estudio en profundidad de algunos de tales proyectos (Palma, 2013b), nos ha llevado a constatar cómo es mucho lo que se ha dicho sobre la paz desde la certeza de que ella supone una honda necesidad para todo ser humano. Asimismo, hemos tenido ocasión de experimentar con frecuencia hasta qué punto la paz crece al hacer juntos el camino, al trabajar unidos y, sobre todo, siempre que se ofrece la oportunidad de compartir la vida en sus múltiples dimensiones. De la misma forma, somos también conscientes de hasta donde la paz adquiere perfiles concretos cuando cada hombre y mujer llegan a ser capaces de comprender el valor y la belleza de todos los momentos de su existencia o a practicar el respeto a sí mismos y a los demás. No en vano el ser humano lleva siglos soñando con la paz.

Pero más allá del análisis del contexto epistemológico y de los aspectos metodológicos de la educación” y la cultura de la paz, del conocimiento de las teorías e investigaciones sobre ello, del enunciado de ciertas perspectivas de intervención y de la sugerente exposición de los principales elementos de algunas de estas experiencias, las preguntas esenciales que, a nuestro juicio, surgen tras su análisis generan dos cuestionamientos radicales: ¿Qué es la paz? ¿En qué sentido puede afirmarse que educar para la paz supone una exigencia irrenunciable? Ineludibles interrogantes para los que vale la pena lograr respuestas convincentes. Como un primer paso en la búsqueda de respuestas y argumentos ante cuestiones de tan hondo calado, bueno será recordar, profundizando aún más en la línea ya esbozada, en qué circunstancias el tema de la paz se convirtió tras la Segunda Guerra Mundial, y particularmente durante las últimas décadas del siglo XX, en una cuestión que no ha dejado de suscitar hondas inquietudes que han preocupado y ocupado a numerosos investigadores del campo de las ciencias sociales, la educación o la fenomenología, así como a no pocos profesionales de estos ámbitos incardinados en muy diferentes filiaciones políticas, ideológicas o religiosas desde la convicción de que la paz no consiste sólo en la ausencia de problemas, sino en la habilidad necesaria para hacerles frente.

En tal sentido, y antes de iniciar la exposición de algunos de los puntos nucleares de nuestra aportación relativos al desarrollo teórico de la “Cultura de la paz” y su concreción en el ámbito educativo como primera respuesta, propondremos unas breves pinceladas sobre el contexto histórico en que surgió esta reflexión sobre la paz a mediados del siglo XX pues, concluida la Segunda Guerra, se difundió la ilusión de que, vencido el enemigo, los pueblos podrían empezar a vivir dignamente, libres y en paz. Lamentablemente, aquel sueño nunca llegó a convertirse en realidad pues pronto el mundo quedó dividió en dos sistemas político-sociales antagónicos.

El bloque oriental, agrupado en torno a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se inspiraba en el colectivismo marxista y prácticamente le era ajena toda noción de respeto a los derechos humanos. A pesar de todo, y a modo de una puesta al día del mismo, pronto apareció el eurocomunismo como tendencia adoptada por algunas organizaciones marxistas de Europa occidental durante los años setenta caracterizada por su rechazo al modelo desarrollado en la URSS y una mayor proximidad hacia la clase media social surgida del capitalismo y la aceptación de la vía democrática pluripartidista* Frente a la versión clásica del mundo soviético, cuyo objetivo era alcanzar el control político mediante el poder militar, esta nueva visión proponía lograr metas similares en el resto de países de Europa o EUA, caracterizados por una sólida estabilidad económica y política, actuando sobre los medios de comunicación, la cultura, la educación y los diversos ámbitos de trabajo, como lugares concretos que debían ser controlados de forma paulatina y sistemática.

Por su parte, el bloque occidental, dirigido por EUA, estableció dos formas de relación político-social entre sus integrantes. Una, de igual a igual, con los países europeos y occidentales dotados de riqueza; y otra, de dominio y explotación, con África, Asia y Latinoamérica. Asimismo, el imperialismo norteamericano desarrolló sus propios proyectos para evitar que el comunismo se instalase en el resto del continente. Para ello intervino en algunos países apoyando el establecimiento de gobiernos afines, a veces mediante golpes de Estado, con el fin de asegurar políticas y acciones al servicio de EUA. Del mismo modo, utilizó sus propios medios de comunicación para convencer al mundo de las bondades de la ideología liberal capitalista como solución política ideal encarnada en EUA como modelo a seguir por todos.

La Unión Soviética también se valió de similares métodos para asegurarse un dominio directo en lugares como Hungría, las antiguas Checoslovaquia y Yugoslavia, Rumania y Polonia, o indirecto, como fue el caso de China, Corea del Norte, Vietnam o Cuba, donde el ser humano fue sometido, sin escrúpulos a la libertad y a los derechos de los pueblos, al imperialismo totalitario soviético. A consecuencia de ello, los años cincuenta y sesenta del siglo XX se convirtieron en escenario de una gran fractura entre la sociedad capitalista y el mundo comunista; circunstancia que provocó, entre otros efectos, que las personas se situaran frente a su adversario de manera irremediable. Ambos bloques crearon sus propios centros de poder militar (Pacto de Varsovia y Organización del Tratado Atlántico Norte, OTAN) como protagonistas de la “Guerra fría”.

Aunque no hubo un enfrentamiento armado total, si tuvieron lugar numerosos conflictos aislados (China, Corea, Vietnam o Cuba) con el fin de servir a los poderosos siendo los pueblos los únicos perjudicados. Su existencia provocó, además, una desenfrenada carrera de armamentos alimentada por la mutua desconfianza y un permanente desafío que destinó ingentes inversiones en armas detraídas de los planes de desarrollo necesarios para dar solución a las enfermedades, el hambre, el analfabetismo y la miseria. Cada bloque tuvo países socios directos y, otros, que asumieron un menor nivel de compromiso, los “países alineados”. A los no integrados en ningún bloque se les denominó “países no alineados” y en su descripción se hizo célebre la teoría del sociólogo Alfred Sauvy que los clasificó como “primer mundo” (democracias capitalistas industriales), “segundo mundo” (bloque soviético) y “tercer mundo” (Latinoamérica y parte de África y Asia).

Como ilustración del interés universal suscitado por la cuestión de la paz, mientras tenían lugar todos aquellos acontecimientos y quizá a consecuencia de ellos, recordaremos dos aportaciones muy reveladoras, tanto por su contenido como por sus patrocinadores, de las inquietudes surgidas poco después de concluir la II Guerra Mundial cuyo influjo aún se mantiene vivo en nuestros días de forma sorprendente.

Fueron dos novedosas iniciativas lideradas durante la década de los años sesenta del siglo XX, de forma simultánea y desde ámbitos muy diversos, por el citado Johan Galtung y el Papa Juan XXIII. Tras algunas contribuciones previas, el sociólogo noruego inició un interesante camino en Oslo en 1959 al fundar allí el primer instituto de investigación sobre la paz del que se tiene noticia en la edad contemporánea: International Peace Research Institute; propuesta que se vio completada cuatro años más tarde, en 1964, con la puesta en marcha, también impulsada por él mismo, del Journal of Peace Research. Asimismo, y de forma simultánea, ejerció como profesor de Investigación sobre conflictos y paz en la referida Universidad de Oslo entre 1969 y 1977.

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