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La novedad usurpadora

En Ilusiones S. A. (Tradere Producciones - Compañía Cinematográfica Mexicana - Gobierno del Estado de Campeche, 90 minutos, 2015), ilusionista tercer largometraje del invariable quijotesco de perfección estilística en aumento Roberto Girault (El estudiante, 2008, y Ella y el candidato, 2011), con guion escrito en compañía de Olivia Núñez y Juan Ignacio Peña y basado en la internacionalmente célebre pieza de carácter simbólico Los árboles mueren de pie (1949) del dramaturgo republicano español en un exilio primero mexicano luego argentino Alejandro Casona, el guapo treintañero Director de una agrupación filantrópica de actores dedicada a crear vívidas Ilusiones vividas para curar el alma de los desdichados (Jaime Camil sonriéndole a perpetuidad a su propio acartonamiento bienhechor) obedece las indicaciones de su añoso guía espiritual el Dr. Ariel (José Carlos Ruiz transitando del ujier sabio de El estudiante a caballeroso anciano) y convence a una afanosa veinteañera traumatizada por el abandono de su madre al nacer y hoy por añadidura en el desempleo forzado (Adriana Louvier con rojísima boquita pintada que subraya la atemporalidad del film en cada sonrisa), para que juntos interpreten usurpadoramente al arquitecto exitoso Mauricio y a su esposa pianista española Isabel en la regia hacienda del abuelo campechano con corbatas de moño hasta en la sopa Balboa (Roberto D’Amico T’an R’elamido C’omme D’habitude), quien los requiere de emergencia con el objeto de volver real por unos días la ficción que el viejo le ha inventado y sostenido durante ya dos décadas a su crédula cónyuge, la abuela maestra de piano Eugenia (Silvia Mariscal pasmosamente cálida), ya en conteo regresivo para recibir de vuelta a aquel nieto pródigo que fue una vez expulsado de su melodiosa morada por intentar birlarle las joyas a la abuela, y ahora, precedido por decenas de cartas falsas demandando perdón y narrando supuestas hazañas profesionales, debe regresar de Madrid convertido en un hombre de bien y deseoso de construir por fin una iglesia, roles que, adecuadamente ensayados al mínimo detalle, habrán de actuar, con precisa convicción ante la anciana (“Puede que la sonrisa no sea verdadera, pero el efecto que provoca sí lo es”), esos inciertos Mauricio e Isabel que harán uso de una fértil inventiva oportuna para improvisar dentro de la casona, en el transcurso de los paseos por los baluartes coloniales y de numerosas comidas campestres, prácticamente cotidianas, aunque representando a solas otra farsa sentimental de atracciones físicas que acabará en intenso romance verdadero, él que debía hacer creer que adoraba atragantadoramente los camarones a la diabla siendo alérgico a los mariscos, ella que necesitaba herirse los dedos con un vaso deliberadamente roto para esquivar un dúo de piano con esa amorosa anciana viviendo la temporada más feliz de su vida, y ambos escamoteando con habilidad tanto las sospechas despertadas involuntariamente por doquier, como el espionaje tendido por la sinuosa sirvienta veterana Felisa (Verónica Langer), hasta que el auténtico estafador Mauricio (Sacha Marcus), a quien se le creía muerto en un naufragio, reaparezca en la realidad y deba ser secuestrado por las huestes del doctor Ariel que encabeza cierta amenazante Helena (Marina de Tavira machorrona) y secunda ante todo un omnidisuasor Rompehuesos (César González cual torvo intimidador blando en el fondo), sin tener previsto el violento escape del tipo de su pasajera prisión y su apersonamiento inmediato ante su Abuela, sólo para que ésta, oportunamente prevenida por una confesión total de Balboa y genuinamente indignada, haga embarcar a su verdadero nieto en un navío ad hoc de regreso a España para que purgue sus culpas, exacto un día antes de la efusiva, tierna y esperanzadora partida de los simulados Mauricio e Isabel, quienes ante sus ojos y su afecto siguen siendo verdaderos, más allá de cualquier benefactora o delictuosa novedad usurpadora.

La novedad usurpadora usurpa una estructura melodramática integral a base de usurpaciones de personalidad en abismo y a modo de comedia medio sainetera medio impostora pero bienhechora y dichosa, para después convertir el conjunto en una bombástica colección de frases: “Un hombre triste, sin ilusiones: sin muestra alguna de cariño”, “Trabajar: creer en esto”, “Las casas viejas no las hacen los arquitectos, sino el tiempo”, “El amor lo puede todo, hasta lo imposible”, “Tiene la mirada más bonita que sus ojos”, “No sólo existe el dolor, también la felicidad”, porque a pesar de sus truculentos zarandeos sensibleros “Me gusta nuestra historia”, y aun así, son frases de prosopopéyica grandeza no obstante la abrupta ligereza con que son lanzadas, frases aforísticas ahora rebosantes de sorpresivas aristas ambiguas: “Qué bonito beso, parece como si fuera la primera vez”.

La novedad usurpadora usurpa un estilo elegante jamás estático ni meramente discursivo, para tomar sus distancias contra cualquier contratiempo estilístico de algún somnoliento melodrama melcochoso, condescendiente y con buenas actuaciones metateatrales, cual parecía predestinado, pues para lograr esa ductilidad dinámica de hermoso cadáver fresco recién embalsamado allí está la fotografía sedosa de Salvador Saldívar Tanaka que se embeleza con las callejuelas blancuzcas de un viejo Campeche fílmicamente inédito y con esos arrobados top shots del piano aguardando la ejecución fraudulenta en el centro de la sala y el del jardín cósmico pero sobre todo el de la pareja recostada: uno en el suelo y la otra en la cama si bien fundidos codo con codo al ser vistos desde esa altura, allí está la música en efluvios arrasantes de Juan Manuel Langarica, allí está el diseño de producción de Raymundo Cabrera robando la atención para el drama oval reflejado en los espejos antiguos o inclusive en detalles de buen humor delicioso como el retiro clandestino de la figura gigante de un oso polar para evitar que le recuerde a Mauricio la supuesta pérdida de su virilidad, o como las apabullantes carretadas de cartas que deben memorizar tambache a tambache Mauricio e Isabel, o como el jaque mate que cual muerte súbita le propina la criada subrepticia Felisa a su paternalista patrón ajedrecista Balboa, y allí está ante todo la edición diestra de Jorge García El Porri cambiando de ritmo a virtuosística voluntad, pasando de la síntesis puramente visual del retrospectivo atraco prefabricado a un banco que debe controlar el inverosímil policía heroico Godínez (Gastón Peterson) merced a su desatornillable mano-prótesis proteica, a la no menos visualista síntesis subliminal tan clara cuan contundente de la orfandad en flashback de Isabel abandonada cuando niña ante un portón por su afligida madre (Laura Montijano) sólo para ser expulsada cuando adulta por un panadero que hasta el mandil le quita en un plano frontal anticlimáticamente cruel al borde de la incitación al suicidio (“Sola y desesperada, está perdida”), y de ahí a la suprateatralidad precisa y delicadamente elíptica del afelpado resto del relato, que aun así admite alusiones recurrentes al emblemático recado que ostenta la palabra encantada: “Mañana” pronto asestada bajo los titubeos de la lluvia feraz (“Tú eres su mañana, ve con ella, anda corre”, aconsejaba la abuela intuitiva antes de saber la verdad o sobrepasarla) y los discretos cortes a un insinuante leitmotiv como el de los dedos entrelazados (que no de las manos simplemente estrechadas) del flechado flagrante Mauricio y la flechadora reticente Isabel o de los viejos sempiternamente unidos.

La novedad usurpadora usurpa así, extrae e impersona, trabaja, explota, saquea, desarrolla e idealiza usurpadoramente los temas de la usurpación de persona tanto como del enamoramiento más allá de los subterfugios afectuosos de la ávida existencia fingida, de la fantasía encarnada, de la salvadora poesía vuelta cotidiana, de la sobreidealización del ausente y de las misivas, de las ficticias lágrimas que excluyen y reemplazan a las verdaderas, del pueril-senil conteo impaciente de los días que faltan, del árbol como símbolo de la fortaleza identitaria sin importar el dimorfismo ni los roles sexuales, del artefacto óptico que crea fantasmas con un rayo de luz que incide sobre cierta lente dentro del laboratorio-sala de juntas del doc Ariel repleto de animales disecados e incluso un gibón vivaz, y last but not least una subrepticia diseminación de juicios sobre la naturaleza del arte y los artistas: “Felicidades, usted es un verdadero artista”, “Es la Causa: la vida por el arte”, “Tiene demasiado corazón, jamás será un verdadero artista”.

La novedad usurpadora usurpa en fin con sus retorcidísimos pero desarmantes elementos imaginarios hechos pasar como realistas (esa blanca fotogenia de un Campeche detenido en el tiempo, esa imprecisión epocal de la trama ubicada entre la clase pudiente eterna, esos unidimensionales caracteres impostados) toda una tradición más que centenaria del teatro político de la derecha española, pues no es por azar que el cine del petit auteur Girault haya elegido proseguir su presunta línea ideológico-esteticista, ascendente o descendente, tras el sleeper nacional de los dosmiles El estudiante y de la fugaz premonitoria electoral Ella y el candidato, por medio de “una lectura mágica del teatro poético” lejanamente “surgido del modernismo de Rubén Darío” (Wikipedia dixit); no es por azar que el Alejandro Casona autor de la pieza original fuera en realidad un Alejandro Ramírez Álvarez (1903-1965) que adoptó ese seudónimo porque en su vaquero y artesano pueblecito asturiano natal de Besulio en Oviedo era conocido como vástago de los vecinos ricos de La Casona; no es por azar que, gracias a su “evasiva concepción del mundo” y a “la impotencia histórica de su pensamiento para, de un modo serio, asumir, explicar y dominar, moral e intelectualmente, la realidad intrahistórica rebelada” (ya que “acaso sería interesante plantearse hasta qué punto el evasionismo de Casona pudiera proceder de una decepción ante los errores y contradicciones de la izquierda liberal española”: José Monleón en Treinta años de teatro de la derecha), sus tragicomedias sonrientes (“Hacer sonreír al alma, convertir los sueños en realidad”, declama de entrada el héroe ante un providente trigal idílico en ilusorio movimiento perpetuo) ejercieron la más poderosa influencia sobre la escena franquista edificante (representada por José López Rubio, Víctor Ruiz Uriarte y el también cineasta superinventivo Edgar Neville), pese a que el aún prohibido escritor emigrado apenas estuviera a punto de retornar de su exilio republicano; no es por azar que se considere a Casona como un hijo cultural del premionobel hispano Benavente, puesto que “en toda la teoría ‘progresista’ de don Jacinto existía la contradicción de confiar a los buenos sentimientos de los poderosos la solución de las injusticias sociales, en lugar de abordar la necesidad de un orden ético también objetivo” (otra vez Monleón); no es por azar que don Alejandro, perteneciente a la legendaria Generación del 27, se convirtiera de manera natural en un proveedor favorito de piezas prestigiosas y quasi pedagógicas para cierta amable intelligentsia mexicana del medio siglo fílmico (La dama del alba fue adaptada al cine por Emilio Gómez Muriel en 1949 con ayuda del ambicioso productor Salvador Elizondo padre y del poeta-cinecrítico Xavier Villaurrutia, Las tres perfectas casadas por Roberto Gavaldón en 1952 con el pertinaz apoyo de Mauricio Magdaleno y José Revueltas al servicio del lucimiento galano de Arturo de Córdova, La tercera palabra por Julián Soler con el auxilio alimenticio de Luis Alcoriza para la mayor gloria de Pedro Infante y Marga López); no es por azar que la presente hiperdialogada comedia dramática de Casona cuente con una cantidad enorme de inopinadas versiones cinematográficas o TVfílmicas en varios idiomas, a saber: las homónimas de los argentinos Carlos Schlieper (en 1951) y Wilfredo Ferrán (en 1974, para la TVemisión Alta comedia), la peninsular asimismo homónima de José Osuna en 1986, las intituladas Blume sterben aufrecht de los alemanes televisivos Peter Hamel y Joachim Hess en 1958 y en 1967, la llamada Agaçlar ayakta ölür por el turco Memduh Ün en 1964, o la As árvores morren de pé del portugués Fernando Frazão (1966); no es por azar que Ofelia Guilmáin, la españolona diva declamatoria archisolemne de Televisa, haya pasado a la memoria mediática por una grandilocuente frase cursilírica de Los árboles mueren de pie (“Muerta por dentro, pero de pie, como los árboles”), precisamente y evitando ir más lejos; no es por azar que, hoy día y en un nivel infinitamente superior, hasta espejeantes obras fílmicas hiperreflexivas, tipo En la casa de François Ozon (2012), puedan provenir, con sus interminables cambios de identidad, del mejor teatro español actual, como el del Juan Mayorga de El chico de la última fila, cuya enigmática índole mutable nunca existiría sin el antecedente directo de Casona y sucesores e imitadores vergonzantes; no es por azar que Ilusiones S. A. fuera contra viento y marea, o más bien contra lógica y cine moderno, la cinta ganadora de numerosas Diosas de Plata de Pecime a las mejores coactuaciones femenina y masculina para Mariscal y D’Amico, fotografía, edición, música de fondo y así, es decir, repartidas por lo que queda de lo que quedaba de la otrora prominente membresía de la ya anacrónica agrupación-apéndice Periodistas Cinematográficos de México siempre concentrada en concederle vistosos galardones parainstitucionales a aquella gran industria establecida de los años cincuenta-sesenta, o séase, hoy a sus restos, a lo que queda de lo que quedaba de los gustos y valores de la otrora prominente industria fílmica regida por el zar del cine Gregorio Walerstein y la Asociación Mexicana de Productores, o también, todavía, a los fundamentos añorantes de algún relevo imposible; no es por azar, nada emerge en cultura alguna por azar.

Y la novedad usurpadora usurpa, usurpa, y usurpa, y cuando se cansa de usurpar y ha terminado de usurpar, usurpa el acceso al tema de la felicidad a través del paisaje instantáneo de un mundo feliz por supuesto familiarista, iluso, ilusionista y esperanzador, una idea de la búsqueda de la Felicidad alcanzada y consumada cuando el incendio del crepúsculo no quiere apagarse, cuando el cuerpo de Mauricio a contraluz de su aún más luz se recorta de la mano de una niña habida con esa radiante Isabel que brota como espiga de espigas al lado de ellos, cuando la familia formada con los abuelos permutados (ahora son ellos los simuladores) se sientan ante una mesa con imperturbable vista al campo, cuando el top shot de la pequeña bisnieta genera su real necesidad de caricia idílica, cuando el fenómeno de la temporada ya no habrá de ser el fin del verano sino la bloqueada imposibilidad de una gloria extenuada, cuando una enésima grúa se eleva majestuosa para certificar que esas últimas vacaciones habrán de renovarse sin cesar como una vacación fija con su propia fabulosa fotogenia campechana incluida en el interior.

La novedad nonagenaria

En El comienzo del tiempo (Agrupación Caramelo Cinematográfica - Foprocine / Imcine, 110 minutos, 2014), tristón tercer largometraje del antropólogo excececiano vuelto autor total de 33 años Bernardo Arellano (mediometraje previo: Zoogocho, 2008; primeros largos: La unión, 2008, todavía inédita aquí, y Entre la noche y el día, 2011), invariablemente mejor película en los festivales de Beijing, Málaga y Los Cabos en 2015, los cariñosos y desvencijados miembros de la longeva pareja ya nonagenaria integrada por el jubilado Antonio Toño (Antonio Pérez Carbajal a los 94 años) y Bertha (la profesora de química Bertha Olivia Ramírez Misstilipiss) viven en el más absoluto abandono por inclemente parte de sus familiares desobligados, aunque han conseguido arreglárselas para seguir disfrutando los restos de su vitalidad amorosa, pararse dentro de la tina seca para regar las macetas con plantitas en el antepecho de la ventana del baño estrechísimo, o sentarse en la banca de fierro para ofrecerles migajitas a las palomas del parque público, gracias sean dadas a la magra pensión de que han podido gozar tras varias décadas en algún oscuro empleo burocrático, pero que al serles quitada ésta (“Pero están suspendidas las pensiones, señor, hasta nuevo aviso”), a causa de una progresiva crisis de empobrecimiento nacional, y en vista de la imposibilidad para recurrir a sus lejanos parientes, sólo verbalmente apoyados por el machacón vecino sastre sentencioso Marcos (Marcos Galindo Maldonado) y por el peluquero ya sin clientes pero con libro de poemas dedicados al amor imposible de toda su vida Raúl (Raúl González Galván) o por el relojero también de nombre Rául (Raúl Salcedo) propenso a arreglar el mundo desde sus conocimientos de física y química, y a quienes Toño visita con gran ahínco asiduo, deben hacer ambos lo indecible para medio subsistir y pagar con prendas sus deudas del prestamista en poder de las escrituras de su modestísima vivienda (por culpa de una transa filial), pronto rematando sus objetos de valor en ventas de garaje, robando bajo la chamarra unas indispensables bolsas de arroz y de frijoles en el supermercado (“Está muy vigilado”), o montando un puesto de tamales con sombrillita en el rincón de una banqueta graffiteada, para pasarse largas jornadas elípticas sin vender gran cosa, pero ser inopinadamente descubiertos en cierta ocasión por el cincuentón hijo ausente de la pareja al que ya apenas reconocen, un embaucador Jonás (José Sefami) que se apiada de ellos, los llena de promesas proteccionistas, les gorrea la cena, les obsequia un mugre billete de 200 pesos y se despide asegurando mentirosamente regresar mañana, no sin antes dejarles encargado para siempre a su hijo adolescente plasta en el desempleo perpetuo Paco (Francisco Barreiro), al que los ancianos ni siquiera conocían, pero al que en seguida adoptan como nieto predilecto, le permiten que se instale en un sillón usado como cama, lo mantienen con el producto de sus tamales, lo aconsejan, le regalan viejas camisas de su padre y logran reeducar pese a todo, mientras el mundo se abre y cierra alternativamente ante los apapachadores abuelos instantáneos que pierden de repente al querido amigo peluquero pero cuya opulenta musa vetusta María Eugenia (María Eugenia Bandala), la inalcanzable destinataria del libro de poemas manuscritos del difunto, le ofrecerá a Paco un empleo como chofer que logrará rehabilitarlo.

La novedad nonagenaria ve afectados sus conmovedores momentos de una bella verdad de sencillez desarmante por una constriñente e ingenua dramaturgia casi amateur (“Paco, aquí entre nos, ¿tienes novia?”) lindando las más veces como el azar venturoso / nefasto y lo improbable (como dejar encargado con los abuelos a un nieto crecidito particularmente pasivo), guardando mucho de aquella aventura casi autista del anciano deleznado de Entre la noche y el día, arrancando en cada episodio una dura escama de la piel de la filosofía barata y sus resonancias humanísticas (“Se cierra una puerta, pero se abre otra” / “Así es la vida y hay que seguir viviendo”), merced o no al libro del peluquero a la baraja española de la cartomanciana (Francisca Luegas) de rituales rígidos (“Por mí, por mi casa y por lo que quiero saber” / “Hay una mente, hay una enfermedad de un hombre grande...”), al lado de una deterioradísima ayudanta en ardua lucha contra los fantasmas de su delirante existencia diurna que veladamente denuncia la irracionalidad, el pensamiento mágico y la irrealidad de todos.

La novedad nonagenaria se mantiene de modo descorazonante al lentísimo ritmo lerdo de los sensibles ancianos marginados / automarginados que retrata, sea eso un acierto insólito, un defecto lastrante o una tara congénita, o más bien una mezcla de algo innombrable, en diferentes dosis inamovibles, jamás cambiantes, si bien exhibiendo características u originales que difícilmente podrían igualar la femifragilidad del documental acapulqueño Un día menos de Dariela Ludlow (2009) o equivaldrían a la egregia pareja eternizada del No todo es vigilia del argentino-catalán Hermes Paralluelo (2014), con escueto guion abierto a la improvisación constante, guion interpretaciones protegidas (es un decir) por planos muy cerrados de actores naturales muy apenitas viviendo en situaciones supuestamente similares a las del film (¿batallando en contexto tan adverso para llevar sin recursos una vejez digna?) y conservando sus nombres de pila dentro de la ficción, fotografía de Sara Purgatorio en el extremo observacional o persiguiendo la captura cercana de gestos enfáticos aunque siempre sin artificios, inepta música de Darío Arellano con pretensiones de comentario populachero (son de agradecerse los canturreos bolerísticos de Bertha preparando en la cocina los huevitos del desayuno o frugales manjares (“Solamente una vez / amé en la vida”, “Te puedo yo jurar ante un altar / mi amor sincero / a todo mundo le puedes contar / que sí te quiero”), un diseño sonoro de Carlos Honc y Víctor Navarro demasiado obviote en su manejo de los ruidos deslumbrantes, y al último pero no con el de menor significado, esa acompasada edición del propio director (como la de todas sus anteriores cintas), en colaboración con Rodrigo Ríos, sin aceleres ni efectismos (esa escena del viejillo haciendo tanto ejercicio como puede alzando la patita tendido sobre el sofá), aunque muchas veces hiperfragmentando sin motivo, como en ese concierto de ostentosos péndulos de relojes domésticos, o en la crucial secuencia de la erótica senil (por encima del prejuicio que excluye toda vida sexual en la existencia provecta), menos autosaboteada al duro estilo contemplativo impávido de aquel ejemplar Japón distanciado-extrañante de nuestro inspirado hiperrealista Carlos Reygadas (2002) que al cuestionable estilo sensualoso seudoinvolucrado de En las nubes del estealemán Andreas Dresen (2008), acaso el irrenunciable modelo del film en su conjunto, junto con el inefable Amour de algún Michael Haneke (2012) sin acerba mirada trágica.

Y la novedad nonagenaria concluye, tan forzadamente como habría de esperarse, acogiéndose a una intempestiva dimensión política que desborda todas aquellas dimensiones patéticas antisentimentalistas escalonadas en posneorrealista clave cotidiana (allí donde lo cotidiano colinda con lo básico y la distendida urdimbre elemental) a lo largo del sinuoso relato edificante (esa convicción neutra en que todo desamparo se remedia con amor y amistad, ese anciano Toño ofrendándole la antorcha del fuego fáustico de Calvero / Chaplin a ese ocioso joven sucedáneo de la bailarina Terry / Claire Bloom de Candilejas, 1952) y del infrachantajista conjunto de las desgracias concertadas que habrían de temerse (síncope cardiaco del peluquero, visita a su tumba fresca ya con flagrante plaga de caracoles panteoneros), y allá van el cándido neovolteriano Toño y su archisolidario cuate Marcos desplazándose en metro hacia el Zócalo de la ciudad para manifestarse en una megamarcha, desplegando unos cartoncitos garrapateados con leyendas tipo “Devuélvanos nuestras pensiones”, a la que habrá de sumarse un por fin concientizado Paco con sus humildes pancartas, pero todos aguerridos y dispuestos, según ellos, a no detenerse hasta “hacer caer este Gobierno”, como “un canto de amor y de esperanza se eleva desde un caso desesperado” hasta “este ‘fenecer y devenir’ goethiano”, diría el historiador comunista fílmico Georges Sadoul nunca tan referencialmente indispensable como ahora, desde un sereno realismo ínfimo que quiere abrirse a los valores positivos más allá de un cualquier perimido determinismo naturalista.

382,08 ₽
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731 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9786073004503
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