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La ñerez crispohomofóbica

En la coproducción con Chile Hazlo como hombre, antes Mi amigo gay (Sobras International Pictures - Bh5 - A Toda Madre Entertainment, 109 minutos, 2017), retrogradantemente retadora décima comedia de cara al éxito fácil del ya legendario rompetaquillas santiaguino de 34 años Nicolás López (Promedio rojo, 2004, Santos, 2008; el original Qué pena tu vida, 2010; Qué pena tu boda, 2011; Qué pena tu familia, 2012; Aftershock, 2012; Mis peores amigos, 2013; Promedio rojo: el regreso, 2013; Sin filtro, 2016), con guion suyo y de Guillermo Amoedo, érase que se eran el cuadrado emprendedor de negocios con fotos en el celular de predispuestas rorrazas cubanas contactadas por la app Tinder de ligues exprés Raúl (Mauricio Ochmann unidimensional más bien plasta), el guapo vendedor de autos Santiago Santi (Alfonso Dosal fingiéndose apabullado a perpetuidad) y el sofisticado peluquero barboncillo de camisas fantasiosas Eduardo Edu (Humberto Busto rebosando ambigüedad hilarante), los mejores amigos treintones de la tierra que se conocieron en la infancia, compartieron aventuras e inquietudes en la juventud, el primero se casó, el segundo vive en disfuncional pareja, el tercero está aferrado a su dichosa soltería, pero todos continúan practicando futbol en una entusiasta liga privada en sus ratos de ocio, echando desmadre, llamándose “maricones” o “putos” entre ellos, y cruzándose chistes de contenido falocrático, prefiriendo siempre seguir jugando play station que degustar la suculenta cena junto con las también mejores amigas-cómplices entre sí, la rubita descolorida Luciana (Ignacia Allamand), esposa preñada del orgulloso futuro padre mujeriego Raúl, y de la guapa morocha explosiva Natalia Echeverría del Río Nati (Aislinn Derbez), la hermana del mismo Raúl y desde hace cinco años amante fija de Santi, a punto de casarse con él (“Aquí venden unas servilletas increíbles para nuestra boda”), aunque el varón ya tiene meses de no cumplirle eróticamente, pero cierto inopinado día ocurre lo inevitable, el encogido e intimidado Santi decidió salir del clóset y, bajo el agua de las regaderas del gym, tiene el valor de confesar arduamente su verdadera e irreversiblemente definitiva nueva opción homosexual a sus compañeros del alma (“Soy gay”), provocando el estupor y la indignación por parte de sus amigos repentinamente urgidos de explicación (“¿El Padre Ayala te hizo algo?”) o de minimización (“No importa, yo también soy macho calado”) apenas comprensivamente matizada por el sarcasmo quasi admirativo (“Eres una inspiración, eres muy valiente”), aparte de la furia desencadenada de la súbita histérica de atar Nati (“¿Ya no me amas?”), tan incomprensiva y autoritariamente inflexible como los varones (“Enfócate, enfócate, enfócate”), pero ardida (“¡A mí nadie me deja, si alguien deja a alguien en esta relación voy a ser yo!”) y resuelta a aceptar esa decisión sólo como pasajera, a mamársela, a dejarse poseer por detrás o a penetrarlo con un dildo rojo frenesí ajustado a su pubis (“No soy la única que va a salir humillada de aquí”), con sonados fracasos imprevisibles, tan lamentables como las repentinas desconfianzas irracionales de Raúl y Edu en sí mismos, titubeando triste y amargamente de sus afirmaciones heterosexuales y sus propias trayectorias amistosas, dudando de sus proyectos de vida, para hacer que, en plena crisis de redefinición existencial, el próspero horrorizado Raúl busque refugio en su omninterpretativo psicoterapeuta hispano con emblemática barba de candado (Luis Pablo Román impertérrito higadazo), para ir entendiendo a duras penas las etapas por las que está atravesando (negación, negociación, anegación / aceptación, ira calenturienta, o así las constantes advertencias de no mezclar pastillas con alcohol) por el duelo de su amigo entrañable, y por su reaceptación simbólicamente transformado, si bien cruzando por el deseo del homofóbico intempestivo Raúl para regenerarlo (o sea “Que se deje de puterías y vuelva a ser normal”), hacerlo desistir de lo que cree una momentánea desviación (“Hay que hacerlo entrar en razón”), incluso tratando de someterlo a una desquiciada curación de homosexuales que se promueve en internet, llamada equinoterapia y consistente en acariciar caballos, pero ni eso soluciona el caso por supuesto, y peor aún sumado a las continuas moquetizas feroces que le propina al buen Santi la desesperada despechadísima Nati, con motivador cambio de look (largo cabello planchado y decolorado al extremo), ni siquiera aunado todo ello a los intentos deliberadamente “amariconados” de Edu por respaldarlo y hasta secundarlo, y así pues, nada podrá hacer que el empecinado Santi cambie su nueva orientación, antes bien logrará que sus tenaces amigos acepten pasar un completo fin de semana con su hiperseductor ligue permanente que previsiblemente les mueve el tapete a todos, el chef internacional mitad mexicano mitad gringo pero enteramente viril a rabiar Julián Dolan (Ariel Levy fornido y con acentazo), quien petende llevarse a nuestro tímido gay inexperto a Miami, para allí establecer a su lado una moderna relación abierta a cualquier permisiva promiscuidad generosa, hasta que la situación crítica del trío de amigos estalle, arrastrándolos a todos consigo, destrozándolos emocionalmente, tronando la equilibrada relación matrimonial de Raúl para convertirlo en un lloriqueante guiñapo abandonado / autoabandonado por Luciana y por sus propios cuates, convirtiendo en intempestivos enamorados a la deleznada Nati y al ambivalente Edu, y last but not least propiciando la ruptura del despabilado Julián con nuestro Santi aterrado con un tipo de relación de pareja homosexual demasiado abierta y liberalizada y antimonógama que no lo haría renunciar a su atrasado país, sino a sus valores e ideales amorosos, prefiriendo quedarse varado en México ya en trance de hacer las maletas para la crucial mudanza (“Demasiado gay para ser heterosexual y demasiado heterosexual para ser un auténtico gay”) y dejándose acoger por los predispuestos brazos de cualquier José (Arturo Vázquez), como el joven barbilindo auxiliar del protector barbero Edu, y así poder reintegrarse, de vuelta completa, al futbolero grupo de sus amigos permanentes, una vez superado felizmente por todos el cataclismo colectivo de su pasajera ñerez crispohomofóbica.

La ñerez crispohomofóbica se cree, se vuelve más que obvia y se maneja como el ilusorio sueño chabacano de una renovadora ficción fenomenalmente avanzada y vivaz, con base en otros 3 idiotas (Carlos Bolado, 2017) ya no tan amarga e idealistamente trasplantados de la India, aunque otra vez infame e ínfima y unánimemente positivos y propositivos en su juego, ahora en su enredo con las demandas del presente proceso colectivo de aceptación de la diversidad sexual, de la parte femenina ajena y de la propia, y del ridículo de la idea tradicional de la virilidad y de cualquier limitación de género, haciendo malabarismos conceptuales de pésimo gusto (“Es que tener que estar con una sola vieja toda la vida es una película de horror para cualquiera”) y reiterativas persecuciones de gato encerrado en la penumbra del bar cual callejón sin salida (“Tuve un acercamiento con un hombre” / “¿Qué tan cerca?” / “Y me gustó”), abalanzándose contra los restos del machismo a ultranza y siempre vergonzante de la prejuiciosa y corrupta medievomoral clasemediera mexicana a la deriva (la que “hace tortuguitas” con las desternillantes manos extendidas para calmarse como en un parto sin dolor de la cólera), dejándose provocar por un autoexcitado bombardeo de sobreactuadísimas redundancias sexuales tan necias cuan pretendidamente obscenas.

La ñerez crispohomofóbica se retuerce sobre todo en una dominante meramente dialogal, en su infralburera grosería rimada (“Naco, naco, pero te lo saco”), en su no pedida precisión chispeante (“Me la mamó, con lagrimita y todo”), en su archiclasista discurso escatológico (“La gente decente usa el culo para cagar”), en su indirecta aprobación aberrante (“Todas las mujeres somos un poco lesbianas”), en su asunción de un hipócrita sálvese quien pueda bobamente empático (“Tu problema es mi problema”) y en su creído seudoprograma rompedor que intenta en vano sostenerse de principio a fin (“El matrimonio es una institución que funciona mejor de tres en tres”), celebrando en última instancia trabajos de duelo por una forma caduca de la masculinidad en sí y para sí (“No estamos en los noventa”), aunque sin arrasar por completo con la idealización protagónica y heroica del verbo (“No dormimos cucharita”), demasiado cerca del glosolálico engolosinamiento circular de nuestro autóctono Manolo Caro (de No sé si cortarme las venas o dejármelas largas, 2013, a La vida inmoral de la pareja ideal, 2016) y demasiado lejos del inalcanzable tratamiento de la diversidad de los géneros como un mero “disfraz” que intentó en vano Macho (Antonio Serrano, 2016), según asegura la guionista de aquel fallido film Sabina Berman (en estridentes declaraciones a la reportera Sonia Sierra de El Universal el 16 de agosto de 2017), con criaturas tan hechas bolas ahora como las del importado sudamericano Nicolás López a la inescrupulosa conquista mexicana jugando con su ignorancia de las contradicciones del machismo nacional (“No me puedes curar porque no estoy enfermo” / “¿Por qué no aceptas la idea de que estás celoso, y no puedes soportar la idea de que Santi se lleve tan bien con alguien que no seas tú?”) al recompensadoramente pasarse de listo y el convertir Hazlo como hombre en la película mexicana más taquillera de 2017 merced a su chafísimo señuelo temático omnicompartido (“Estamos riendo de las ideas machistas y retrógradas, eso siempre nos ha gustado a los mexicanos”, según el actor Mauricio Ochmann en declaraciones promocionales al diario Reforma el 22 de agosto de 2017).

La ñerez crispohomofóbica se estructura poniendo por turno el acento sobre cada uno de los personajes centrales en particular, pero dando la fundamentadísima impresión de que esto se hace de manera desproporcionada, caprichosa, injusta y de pronto sin ton ni son, ya que ese acento puede recaer en el vulneradamente compungido Raúl descompuesto por sus gritoneantes pesadillas permanentemente desarticuladoras, o en el Santi decepcionado con Javier (cual “gay modosito, del siglo pasado, recatado y no suficientemente retacado”, dictamina con espontáneo albur irreprimible el cinecrítico Ernesto Diezmartínez en cinevertigo.blogspot.mx, el 17 de agosto de 2017), o incluso de volada en la tolerante excepcional Luciana (“Te va a hacer mucho bien tener un amigo gay”), y esfumarse dulcemente sin más tras haber realzado las reacciones de cada uno de ellos, pero perdiéndose elípticamente, por ejemplo, lo mejor de la inesperada aventura eroconsoladora entre Edu y Nati, un par de personajes abultadamente asaltados de continuo en otras circunstancias invariablemente grotescas, de modo contrastante.

La ñerez crispohomofóbica se sostiene efectivamente como una exaltada reflexión en acto sobre la amistad, con sus altas, sus bajas y sus angustiosos subterfugios mil, mucho más que en la fotografía enfática de Antonio Quercia, la música machacantemente baratona de Manuel Riveiro, la edición histerizada de Diego Macho Gómez y la desbalanceada dirección de arte de Amparo Baeza que le dan al conjunto un caótico cariz paratelenovelero, así como a su babeante y abigarrado y avinagrado y cien veces analógico tema de la amistad viril cada vez más vencida para triunfar por encima de las extremas pruebas contradictorias que plantea de una inevitable modernidad demasiado imperiosa (el lanzamiento editorial en trajes de baño, los besitos de Santi al novio para festinar la inminencia de una sudorosa victoria futbolera) tanto como la antigua (“Las películas de superhéroes son realmente muy gays” / “Ay, qué rico”), aunque sólo sea para seguir dominando por sobre todas las cosas, inclusive sobre precedentes tratamientos de comedia tentativa en el cine mexicano reciente (La otra familia de Gonzalo Loza, 2010, o Cuatro lunas de Sergio Tovar Valverde, 2014) o sobre el verdadero amor inmostrable.

La ñerez crispohomofóbica sólo narra en realidad la historia de un patético machín que tenía miedo de que, al agacharse a levantar un jabón bajo la ducha, sus compañeros de fut le dieran un llegue por el culo, y se rehusaba a hacerlo, pretextando relajamiento de músculos, ciática o lo que fuera, pero que, luego de un proceso psicoanalítico de dolorosa desintegración / reintegración mental, se atrevió por fin a hacerlo, recibió el llegue de todos tan temido aunque inconsciente e inocentemente ansiado, y eso acabó gustándole, al parecer por puro cotorreo y por asunción de su esencia viril en el fondo bisexual, o intersexual, o lo que se suponga y proponga esta semana (“Ya te advertí que soy poliamoroso” / “Ay, es que yo creí que eso significaba que tenías fijación sexual con los policías”).

La ñerez crispohomofóbica demuestra con dolo y dolor haber aprendido finalmente a apechugar más que a respetar las opciones sexuales del otro, al concluir con la imagen del macho herido Raúl jugueteando con su bebé habido con su pareja-en-trance-de-reconciliación Luciana, muy quitado de la pena, cariñosamente concentrado y saliendo al paso de los deseos profundos de la criatura, pero insistiendo e insistiendo en que el pequeño se divierta con simpáticos dinosaurios de varias especies y no con la tierna muñequita linda que ultimadamente es de su mayor agrado.

Y la ñerez crispohomofóbica era asimismo y ante todo un nuevo tipo perdonavidas de la hipocresía de género y hacía medrar una supersangrona forma velada de informulada ñerez criptohomofóbica.

La ñerez inaguantable

En Una mujer sin filtro (Sobras International Pictures - Bh5 - QKaramacara Films - BoBo - Eficine 189, 93 minutos, 2017), conductual cuarto largometraje del dramaturgo vuelto cinerrealizador de comedias primero propias y luego desacomedidas ajenas ya de 59 años Luis Eduardo Reyes (Amor letra por letra, 2008; Más allá del muro, 2009, y Qué pena tu vida, 2016; libreto de Casi una gran estafa de Guillermo Barba Behrens, 2017), con guion de Ángel Pulido y Diego Ayala basado en el argumento escrito con el realizador chileno Nicolás López (Hazlo como hombre, 2017) para su flamante éxito comercial fincado en el lucimiento de Paz Bascuñán Sin filtro (2016) al que seguirá un remake español con Maribel Verdú y Santiago Segura bajo el título de Sin rodeos, la publicista de cuenta ejecutiva de apenas 36 años pero con complejo envejeciente Paz Pachita López (Fernanda Castillo en su primer tardío plan estelar absoluto y pararrayos) debe lidiar sin darse cuenta aunque de manera sobrehumana con una jodidísima serie de situaciones conflictivas y personajes abominables que prácticamente abarcan la totalidad de su vida cotidiana y relacional, pues debe soportar durante horas los ronquidos atronadores de su vetusto marido pintor inútil por edipizado a perpetuidad Leonardo (Alejandro Calva) que no sirve ni para pagar el recibo del gas por internet descompuesta ni para ir a comprar víveres con el refri vacío, debe bañarse con cruel agua fría, debe arreglarse en la agitación contrarreloj, debe desayunar pan tostado-chatarra con embarrada láctea, debe llevar a la escuela al claridoso hijastro adolescente lépero Teo (Carlos Meza) que la desprecia y califica en su cara de “vil nalga de papá” pero le baja confianzudamente un quinientón de su cartera, debe intentar calmarse mientras maneja recitando un mantra (“Soy amor, doy amor”) con fondo de música india, debe esperar infructuosamente a que una despectiva Lady de Polanco (Amara Villafuerte) se niegue como cada mañana a cederle el paso para ingresar en la avenida, debe buscar dónde estacionarse en la calle embutida porque alguien ajeno está ocupando el cajón a ella antes asignado, debe medio sobornar a un ojete acomodador viene-viene de autos (Daniel Sosa) pero que al no percibir sus 100 pesos reglamentarios deja que le pongan una araña inmovilizadora a las llantas, debe irrumpir corriendo y llegando tarde en una junta de trabajo que fue suspendida pero nadie le avisó, debe tolerar la presencia de un pelotón de ineptas ayudantes-modelitos que sólo están allí para satisfacer las urgencias eróticas de su hipócrita jefe juniorcito Pablo (Mariano Palacios), debe aceptar ser desplazada de su puesto por la jovencita güereja bloguera youtuber fanática de las selfis constantes con bastón para subirlas a las redes sociales Emilia (Carmen Aub) que entusiasma al cliente hípster (Valentín Trujillo hijo) con sus instantáneos mensajes publicitarios sin ideas claras subliminales ni estrategia dirigidos a consumidores con sus mismas manías epocales (“Lo único que quiero es aprovechar tu experiencia con la frescura de Emilia”), debe refugiarse en los confortadores abrazos de su maduro exgalán conformista Gabriel (Flavio Medina) a punto de casarse con la insufrible manipuladora extranjerizante superexigente Jimena (Ignacia Allamand) que lo sojuzga por completo, debe escuchar one more time las obsesivas confidencias posamatorias de la monologal amiga instructora de gimnasia relajante Dominik (Sofía Niño de Rivera) que ni siquiera la pela por estar atenta a su absorbente celular (“¡Ay qué estrés, amiga!”), debe ocuparse del achacoso gato Toribio retacado de gotas veterinarias que le encarga por un par de días su patética hermana depresiva Carolina Caro (Mara Escalante), debe lidiar con los inextricables conmutadores y call-centers con desesperantes opciones para teléfonos de tonos, debe recibir sin éxito al automatizado técnico de internet (Guillermo Villegas) a quien el creativo marido intenso en exceso excelso Leo dejó llamando en vano a la puerta hasta más allá del horario inflexible, debe apechugar con el ruidero descomunal que arma por las noches el culto vecino argentino compulsivamente fiestero (Ariel Levy) y, por si fuera poco, debe pagarle carísimas sesiones de autocompasión lastimera a un psicofarsante (Eugenio Bartilotti) que se la pasa dibujando garabatos antes de darle consoladoramente por su lado (“Te veo mejor, sonriente”) para que ella solita se autogrille (“Estoy sana, tengo trabajo, tengo pareja”), por lo que, harta de aguantar, la atribulada y omnipermisiva Paz va tautológicamente en busca de un poco de Paz, la paz anunciada por un repartidor de folletos motivadores (Carlos Orozco) que primero desechaba, la paz localizada al fondo de un callejón señalado por el dedo de cierta ancianita placera (Martha Tenorio), la ambigua paz convocada y promovida por la brujería santera de un presunto chamán de Catemaco reverencialmente llamado el Maestro Osiris (Roberto Sosa ridículamente ahíto de pelucas y barbitas postizas) que, sin darle tiempo a la infeliz de exponer sus problemas, ni siquiera a respirar, actúa de inmediato, logrando que, entre ídolos aztecas y un búho disecado con cabeza de murciélago y cachetiza con ramas secas, la mujer se tienda sobre una plancha, desabotone su blusa y reciba en pleno pecho un huevazo hediondo que habrá de modificar de modo radical su comportamiento pasivo (“Cierra lo ojos y pon tu mente en blanco, cuando los abras serás capaz de expresar lo que sientes”), para que se atreva a decir la verdad y hacer lo que quiere, o séase, convertida en un devastador tsunami en reblandecida tierra firme, cantarle su descontento al jefe Pablo que ipso facto la despide sin posible indemnización tras 14 años de trabajo aunque por sus transas fiscales amenazado, estrellarle su bastón de selfis a la insulsa Emilia, tirarle a la piscina el celular a su falsa amiga ensimismada Dominik, darle una trompada noqueadora a la señora de Polanco que le impide el paso vial, expulsar con su pretencioso cablerío al untuoso técnico de internet, alcanzar al ladrón callejero de su smartphone para recuperarlo a bofetadas (“Dame mi celular, o te arranco la cabeza”), mandar al diablo al poner en crisis a su psicólogo al prometerle que no le saldará ni una sesión vencida, apabullar a golpes al viene-viene abusivo, tachonearle su artístico cuadro-fraude al que el marido ha dedicado demasiadas pinceladas sufridas, expulsar de su cuarto al hijastro mariguano al lado de su linda noviecita viciosa estupidizada homóloga Rita (Pamela Moreno), allanar el depto del vecino para reventarle su perpetua fiesta ruidosa, prenderle fuego al automóvil que usurpa su estacionamiento, y last but not least, dejar morir por desatenta omisión al gato Toribio fraterno, mas sin embargo, al darse cuenta de que involuntariamente ha herido en lo más profundo a su hermana lela, tan ñoña y frágil haciéndola sentirse patética y deleznable, lo cual obliga a reflexionar a Paz y pretender dar marcha atrás a los agresivos y devastadores impulsos que le ha despertado el afán de veracidad producto de los conjuros del chamán de ocasión, yendo a reclamarle y a exigirle que suspenda su influencia, si bien, al desenmascararlo como un vivales con disfraz recién deportado de Estados Unidos sólo movido por el desempleo, decide optar por reponerle el gato perdido a su lamentable hermana mediante un tierno cachorrito gatuno y pedirle perdón a los seres por ella agraviados, uno por uno si se puede, pero desechando las contritas tentativas de reconciliación que acometen Leo y Teo, y refugiándose temporalmente en los brazos de un Gabriel que ha conseguido romper con su tiránica prometida y así hasta agotar los arrepentimientos y retractaciones posibles de la alguna vez ñerez inaguantable.

La ñerez inaguantable divide su acción en tres tiempos que corresponden a tres actitudes y diríase a tres personalidades distintas de la anticarismática protagonista, alternativamente víctima-verdugo-penitente desde un punto de vista quasi religioso, no demasiado lejos de la aplicación de la cifra clave tres que dominaba en una suprema película antiterrorista trágica como En la penumbra del turco-germano Fatih Akin (2017), en el genérico extremo opuesto de una comedia del sobrecargado día a día femenino como Una mujer sin filtro, en torno a una linda pero limitadísima Fernanda Castillo muy apenitas (aunque agradeciblemente menos histérica que la escuálida mercurial Bascuñán original, ni orillada a ladrarle a desafiante perro alguno tras la verja), y por supuesto, siguiendo con ese símil inicial, desde una perspectiva bíblica asumida por ellas (la película, la criatura-pivote de la ficción): tiempo de padecer, tiempo de arremeter, tiempo de lamentar; desde una contingencia directamente crística o suprablasfema: crucifixión, resurrección, expiación; y con mayor sencillez, desde afuera de todo padecimiento sagrado o metafórico: acción, reacción y cruda, concitando entre esos tiempos y sucesos la idea de un retorno paulatino del alma a la verdadera vida, a través de las dolorosas-gozosas-gloriosas etapas de un surgimiento / resurgimiento de la conciencia, antes de batirse la psique en retirada, sobre ella misma, en la retráctil-estallada-contrita soledad desprotegida-agresiva-pulsional, porque el meollo del personaje se considera un mundo en sí, salvaguardado en lo recóndito y que, sin embargo de todos los embargos y embates, acabará regresando por sus fueros.

La ñerez inaguantable acomete sin piedad el retrato interior de la mujer contemporánea latinoamericana siempre en apuros irresolubles, a punto de la cuarentena, agobiada hasta la médula e incapaz de manifestar o simplemente decir lo que siente para no herir susceptibilidades, empezando por la suya, pero que al hacerlo, respondiendo en análogos términos a la hostilidad circundante, deja de ser la perfecta y vertiginosa víctima clasemediera de lujo, humillada por todos y sujeta al laboral despido incapacitante y devaluador, a causa de su edad y de la competencia desleal, pero ansiando y luchando por una paz inalcanzable, inconquistable, vil simulacro esotérico y hueco, no obstante capaz de hacer creer por mera sugestión que se siente bien y de convertirse en una tipa desinhibida, incandescente, inaguantable, vengativa y autorreivindicadora / reivindicadora en lo concreto, cuando no explosiva pero siempre esencialmente guerrosa guerrera momentánea y pasajera, trascendiendo de modo incidental su naufragante Personalidad reducida por todas partes (Helke Sander, 1977), en todos los órdenes de la vida pública y privada, en el orden laboral representado por el aprovechable hostigamiento viril (“Yo rompiéndome el culo, para decirme que una pendeja va a ser tu supervisora ¿sólo porque te la quieres tirar?”) y el sexismo de edad, el orden amoroso inventado ilusorio representado por la confabulación del autopatético marido huevonazo y el sumiso exgalán amansado amansador, el orden generacional representado por la inerte desmotivación juvenil, el orden amistoso de apoyo sentimental representado por la amiga ahogable en el jugo de naranja junto con su teléfono inteligente tan socorrido, el orden del pensamiento mágico representado por el charlatán chamán veracruzano (en la versión santiaguina era un milenario acupunturista chino), y así, hasta lo social y moralmente insostenible, para convertirse en un desdichado ente femenino demandante de castigo / autocastigo.

La ñerez inaguantable conduce el relato con buen tino, sorprendente en un veterano semirretirado como Luis Eduardo Reyes, y a ritmo trepidante, muy excepcional en el cine mexicano, debido a la impecable implacable edición sin adherencias narrativas de Diego Macho Gómez, gracias a la brillante fotografía de Antonio Quercia que siempre va a lo que va aunque acaba cerrando demasiado el cuadro sobre la protagonista acosada en vez de abrirlo, y merced a un bien aclimatado diseño de producción de Alfonso de Lope, con apoyo de la vestuarista Marian Celis, con el objetivo cumplido de llevar la caricatura femenina hasta sus más crueles extremos (la tumultuosa fiesta de cumpleaños del gato Toribio con la anfitriona Caro ostentando jubiloso maquillaje de pueriles bigotes felinos, la veloz puesta de sus afeites por el chamán para atender como es debido a su nueva clienta demandante / Denisse Prieto), y solazarse, a la manera de Hazlo como hombre, en las desvariantes intensidades emotivas que socavan incluso a los personajes masculinos, en común definitivamente desvirilizados y desmontables, sea mediante las pinceladas que desarticulan a Leo o a causa del equilibrio emocional de mírame y no me toques del elitista chavo drogo mimado Teo.

La ñerez inaguantable termina poniendo en jugoso relieve las miserias morales y antifeministas / misóginas del guion original de Nicolás López (el Manolo Caro sudamericano), la rebeldía culminante de Paz contra su reduccionismo biofisiológico (“¡No estoy en mis días!”), el gran poder que significa convertirse en una linda y liberada criatura sin filtro alguno, el rechazo a los varones vencidos a las primeras de cambio para ofrecer su vulnerada afectividad hondamente inservible (Leo, Teo), la renuncia-denuncia al romance sucedáneo con besito epifánico (Gabriel) y una mellada meditación sobre la Verdad (Quid est veritas?) y sus límites (“Tengo que dejar de decir la verdad”), la verdad que duele y lastima, la quemante verdad contradictoria del autor decimonónico fundacional del teatro psicológico moderno Henryk Ibsen en El pato salvaje: “La dosis de verdad que puede resistir un ser humano es muy limitada”, convertida en otra cortapisa más a la libertad actuante dentro de cualquier posibilidad de emparejamiento en paridad: “La verdad no es para todos”, la verdad refulgente de un triste perfil-comportamiento estereotipado de la mexicana clasemediera ascendente puesta al día sin evolución alguna y apenas digno de los esquematismos seudosociológicos (o sesudozoológicos) muy años setenta de Gabriel Careaga (todos los Mitos y fantasías de la clase media en México resueltos de un plumazo: “Todas las mujeres mexicanas de clase media son manipuladoras y castrantes”), la verdad mental única que impone las mismas fórmulas comediógrafas en Latinoamérica (Chile y México: idéntico atraso).

Y la ñerez inaguantable oprimió el botón encapsulador-enclaustrador de su control y prefirió largarse consigo misma en su cochecito gris, para aullar de felicidad solitaria y lúdica entre movimientos ascendentes a lo largo de la calzada noctívaga.

382,08 ₽
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0+
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791 стр. 2 иллюстрации
ISBN:
9786073016827
Правообладатель:
Bookwire
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