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La khátarsis signokilométrica

Contra la oscuridad total de la pantalla, el flaco pastor de cabras apenas adulto Jacinto Medina (Gabino Rodríguez) empieza a ser interrogado por la inquiriente voz en off de un gringo con traductor al castellano (“¿Pertenece a algún grupo étnico? ¿Comprende?”), misma interpelación que luego, sin motivo aparente, va a proseguir, ahora bajo la luz artificial de una inmostrable comandancia de policía que se ha reducido a un fondo blanco sobre el que destaca el plano fijo muy cerrado del pobre tipo, hirsuto y, ante todo, muy lacónico, ensartando palabras que tal parece que le fueran sacadas con tirabuzón, pero de pronto extendiéndose al responder, casi entusiasta, que proviene de la ranchería potosina de Las Cabecitas cerca de Matehuala, pasando la Estación Catorce.

A continuación va a surgir la desenfocada visión de un bosque invernal-infernal, con árboles definitiva, radical e implacablemente espectrales entre los cuales apenas se distingue nuestro protagonista, cuya figura se irá discerniendo, diferenciando, reconociendo, a medida que la escena se repita y se continúe a modo de diáfana secuencia en el transcurso del relato en sí, de manera recurrente, y la inclemencia de ese espacio haga trastabillar y reptar al personaje, cada vez preciso en el enfoque de las imágenes, a la búsqueda y el inefable hallazgo de un tesoro enterrado dentro de cierto enorme baúl metálico bajo la nieve, una nieve al parecer eterna y más allá de la realidad.

Ahora sí puede arrancar el relato, a modo de flashback, lineal y en continuum, dentro del cual aparecerá como centro y pivote de la ficción, su ficción propia, aburrido de su vida monótona, el malencarado pastorcito sin perspectivas locales, a quien pronto habrá de reconvenir acremente su respetadísimo padre-patrón (Rogelio Medina) por andar haciendo pastar a su ganado caprino cerca de las vías del tren que el muchacho añora, y a quien una pareja de estudiantes amigos con derechos (Alejandra España, Julián Silva) que han pernoctado cerca del rancho va a remover su carencia de novia y a despertar su curiosidad por relaciones sensuales libres. Pero será por ventura el azaroso hallazgo de un llavero en forma de plaquita metálica con inscripción de cabaña entre exóticas montañas y una inscripción referida a cierto remoto domicilio (en Spranghe Rivers, Oregon), lo que realmente logrará incidir en la vida cotidiana del protagonista, cambiándola y dándole un nuevo, auténtico destino, pues ha tomado a ese objeto hallado como un signo.

Al día siguiente, muy de mañana, sin decir adiós, partirá hacia el norte, enchamarrado, con todos sus ahorros y un maletín sobre la espalda. Se acomedirá a darle el primer aventón una pick-up donde podrá persignarse y recostarse de cara al cielo. Pero, a pesar de contactar con facilidad al viejo pollero carísimo Ramón que promete pasarlo al otro lado sin dificultad a través de un túnel, no todo será tan providente. Pasará la noche con la cariñosa prostituta jodida Penélope (Monserrat Ángeles Peralta) que tomará su virginidad y lo dejará emocionalmente marcado. Al sentarse a desayunar un licuado en un puesto padecerá el irremediable robo de su maletín con buena parte de sus billetes, por lo que el trato con el pollero quedará roto y Jacinto en calidad de paria, buscando refugio en Penélope, que en realidad se llama Laura, lo consuela y cree ampararlo dándole la dirección rumbo a la frontera de unos primos suyos que podrían ayudarlo a cruzar al otro lado, pero que, al abordarlos en un billar de pueblo, se manifiestan hostiles y golpeadores sin piedad que lo hacen correr intimidado.

A Jacinto no le quedará más remedio que llegar caminando hasta un confín de la lámina fronteriza y pasar por debajo de ella, atravesar a pie y deshidratándose el desierto de Arizona, lumpenizarse y quedar a merced de algún buen puñado de gringos que lo llevan en su vehículo por un tramo, lo alimentan o le indican seguir desde Chihuahua y Baja California hasta San Diego y San Francisco, abordar trenes como polizón y llegar a su destino en el distante y Oregon, sufriendo despojos incluso de su propia chamarra, debiendo robar a su vez para procurarse comida en tugurios y ropa en tiendas de otro modo inaccesibles, haciéndose prácticamente adoptar por algún mesero misericordioso (Randy Watkins), trepando por una ladera interminable bajo tormentas de nieve, hasta ser detenido como sospechoso por esgrimir el llavero de su hijo desaparecido ante una incomprensiva madre desencajada y aullante en la cabaña entre montañas que se imaginaba idílica, ser subido a la fuerza en una patrulla, padecer interrogatorios de rigor y volver a ser visto pastando cabras en su ranchito de San Luis Potosí, sin pena ni gloria obtenidas.

A tiro de piedra (Galopando Films - Verde Espina Estudio - Monoquemado - Foprocine / Imcine, HDV a 35mm, 97 minutos, 2010), ópera prima del veterano realizador televisivo formado en cinetalleres neoyorquinos Sebastián Hiriart, con fotografía suya y guión (parte escrito, parte improvisado) también suyo en colaboración con su actor protagónico Gabino Rodríguez (ya imprescindible actor fetiche de las más audacias experiencias límite del nuevo cine mexicano) vagamente basados en el cuento El hombre que soñó de Las mil y una noches, mención del jurado en el Festival de Cine de San Sebastián 2010 y acreedora a los principales premios del Festival Internacional de Cine de la Ciudad de México Cinecapital (uno de los simpáticos sucedáneos del desaparecido FICCO) en 2011, traza primero los fundamentales prolegómenos de un trayecto deseado / indeseado y en seguida las peripecias de un periplo absurdo, una travesía exterior / interior, una exigente aventura exenta de todo espíritu de seriedad, un peregrinaje análogo al motivado por la fe o el fanatismo religiosos (aunque el héroe se despoje a media película de su bordón de romero buñueliano en su Vía Láctea), un itinerario iniciático por sencillo amontonamiento de infortunios-anecdotario y fuera de todo ritual, una gigantesca y tenaz ironía autosuficiente, una ruta geográfica rumbo a la experiencia desacostumbrada y quizá indirectamente a la madurez, una humilde Odisea desafiantemente pinchísima y poderosamente masoquista (hasta con su Penélope pirujona y un extra semituerto en plan de ínfimo Polifemo hallado por serendipia), un viaje en redondo sin otro objetivo que provocar una khátarsis signokilométrica del querer y no poder más allá de toda impotencia innata, como sigue.

La khátarsis signokilométrica quiere moverse en varias dimensiones del relato, para enriquecerlo. En una primera dimensión se sitúa un falso presente dramático, pero que hacia el final será alcanzado y arrasado por el curso de los acontecimientos, en el que todo parece haberse consumado y semeja haberse concluido la aventura, puesto que, tras la implícita aprehensión foránea y el detallado interrogatorio del protagonista, sólo queda la deportación, curiosamente también ella invisibilizada, obviada por una misericordiosa elipsis. Una segunda dimensión, esta vez imprecisa hasta lo onírico y lo enigmático, sin ocupar demasiado espacio narrativo, correrá inmediatamente después de la anterior y poco antes y al mismo tiempo que la va a suceder avasallante, reduciéndola a un nivel de mero leit motiv, obligándola a transcurrir de modo subliminal, aunque inquietante, allí don-de se observa que “el desierto potosino es tan alucinante como la nieve interminable del invierno en los bosques de Oregon” y “queda claro que si Jacinto hubiese nacido ahí, su obsesión habría sido el viaje a la tierra de las cactáceas” (Javier Betancourt, en Proceso, 10 de julio de 2011). La tercera y última dimensión, lineal, acaso incomprensible sin las precedentes o el contrapunto de ellas, abarca el grueso del relato y narra las insatisfacciones, desgracias y penurias del humilde protagonista ignorante e ingenuo en su trayecto (micro)legendario de Héroe de las Mil Caras desde los ralos pastizales para cabras de su lugar natal hasta su lejana meta en el noroeste de los Estados Unidos. Tres dimensiones narrativas, tres dimensiones alternativas, todas distintas, todas corriendo a simultáneo, todas lamentablemente fácticas y fatídicas sin tragedia alguna, todas a un tiro de piedra de resultar significativas por entrecruzamiento, sin jamás conseguirlo, sin lograr darle al relato un aire y un aliento o una apariencia de pluridimensionalidad, de multilateralidad moderna / posmoderna que otras películas precedentes adquieren mediante una estallada narratividad prismática sobre la marcha (tipo Asesinos por naturaleza de Oliver Stone, 1994), o bien a través de la hiperconciencia de la cámara omnipresente en redes de registros pluriformato (tipo Redacted / Editado de Brian de Palma, 2007, o Después de la escuela / Muerte por sobredosis de Antonio Campos, 2008). Una dimensión reducida a mero prólogo, una segunda reducida a simple motivo recurrente entrometido y una tercera reducida a lo terminado antes de empezar, lo fatalmente anunciado aunque finiquitado y consabido aun antes de ser mostrado en su facticidad no yendo más allá del emblemático título bressoniano en francés de Un condenado a muerte se escapó (1956) para mejor vislumbrar la componente espiritual que desbordaba a la sencilla trama y ausente en el film de Hiriart, a final de cuentas bastante ralo en unidimensionalidad de su sentido, a ras de tierra y polvo, sin más. Tres dimensiones distintas y una sola, mínima astucia verdadera, tres dimensiones-anticipo medio forzadamente inquietantes medio ampulosas.

La khátarsis signokilométrica quiere permutar la nobleza heroica / antiheroica de los antiguos protagonistas por otras cualidades menos evidentes y más ambiguas o secretas que irán aflorando de manera más o menos sorpresiva en un personaje jamás acabado, siempre en trance de ser construido y nunca completamente desarrollado. Neutro con cayado de peregrino y morral a un costado cuando arrea sus cabras bajo un cielo clarísimo. Arisco cuando ayuda a cosechar panales de abeja enfundado en una bolsa protectora que le cubre la faz. Broncudo cuando responde a una manipulación paternalista supuestamente comprensiva (“Háblame en confianza”) con una rotunda negativa de irse fuera de la comarca. Anodino con cachuchita beisbolera cuando se la vive inflando la llanta de su bici durante los conatos de paseo que emprende en su tiempo libre. Picaresco al señalar la pequeñísima tienda de campaña donde pasó la pareja visitante urbana que se asume como amigos nada más. Sumiso cual Pedro Infante de La oveja negra (Ismael Rodríguez, 1949) ante el respetabilísimo autoritarismo de la incuestionable figura paterna (“Voy a tener que darte azotes, a ver si así entiendes”). Inalcanzable cuando escucha las curtidas lamentaciones derrotistas del escarmentado amigo campesino que no la hizo allá y mejor se retachó (“No está fácil, está cabrón”). Ávido al consultar bajo la luz de una linterna un mapa desplegado por la noche donde ni por asomo aparece el nombre de su meta geográfica. Cretino indeciso cuando marcha por las vías, se recuesta entre ellas o se cuelga por debajo a un vagón de tren detenido mientras otro en movimiento pasa por el fondo. Desvalido lastimero extremo al recurrir telefónicamente en busca de mínimo afecto y comprensión con la puta Penélope / Laura ya a miles de kilómetros de distancia. Abestiado cuando se apodera de un feroz jalón expropiador del bolso de una joven consumista divisada paseando con su pareja masculina por un centro comercial, cual aturdido heredero tímidamente castradón de Los bastardos de Amat Escalante (2008) que lo precedieron en el desquite inepto. Inescrutable cuando opta por un hermetismo producto de su temor de animalillo lastimado y su desconocimiento absoluto del idioma inglés de ignorantazo patético. Dolorido al reptar por la nieve, permanecer semicongelado en un recodo o semienterrado en la nieve cual triturado talibán de Skolimovski (en Asesinato esencial, 2010) perseguido y desconcertado en su interminable huida hacia ninguna parte. Crístico al sufrir las vejaciones del interrogatorio hurgadoramente racista. Fabulesco cuando se arrastra por los bosques de la colina helada o se ovilla en un cobertizo allí donde el sueño del tesoro se hace realidad / irrealidad punzante. Resignado cual zapatista que regresa de motu propio a su cuartel-prisión para ser fusilado tras Un día de vida (Emilio Fernández, 1950) a la hora fatídica de un punto del alba / atardecer eterno. Virtuoso incluso cuando de nuevo se pierde, apoyando su cayado y apacentando sus cabras, hasta el fondo del campo infecundo y del campo visual, hasta diseminarse en el polvo, el infame y simbólico polvo en polvareda del que quizá nunca hubo emergido. Pero, obsesionadamente visto de espaldas en planos distantes para provocar un mayor efecto de extrañamiento, antes de algún dolly back para remarcar el cansancio o el arribo a la ensoñación, nuestro obsedido y obstinado espantajo mexicano con paliacate rojo y greñas con cresta de Pájaro Loco o de Gran Ola de Hokusai (“No, mejor vuelve a ponerte la cachucha”) brincando cercas en pos de su sitio quimérico cual Eldorado de su exclusiva invención pero aprendiendo a sobrevivir sobre la marcha, sin carácter y tan inerme como cualquier inefable remedo aggiornado del penoso hazmerreír Héctor Suárez de El Milusos (Roberto G. Rivera, 1981), está condenado a nunca resultar conmovedor ni mucho menos entrañable, dentro de una ficción laxa y frágil que de continuo lo relega en calidad de objeto, de entidad, de entelequia, y un acompasado ritmo indeciso entre la tragedia o la comedia o la tragicomedia o el vértigo de una nada temerosa y pateada.

La khátarsis signokilométrica quiere oscilar de manera inquietante al interior de una indefendible indefinición estilística, que a veces se diría atacada de esquizofrenia. Todo ello se torna más flagrante por su recurso a ciertos radicalismos formales que polarizan más vistosamente, aunque sin demasiado humor ni destreza, el sistema estilístico de conjunto. En un principio la fotografía se trabaja de lleno y al parecer sin tregua ni concesión posible al espectador común, dentro de un registro hiperrealista, acogido a una retórica de planos secos, distantes, abiertísimos, apenas móviles: baldíos pese a que lo que pareciera decir a contrario cierto trompeteo acusmático que se deja escuchar desde afuera de la imagen; diríase de otro descendiente y usufructuador de la estética Reygadas; pero de repente cierta atrabancada cámara en mano empieza a embarrarse y abalanzarse sobre el protagonista y sus vicisitudes, sin decir agua va, hasta apoderarse por completo de la expresión fílmica y sabotear la eficacia y el rigor antes convocador e impuestos. La edición de Pedro Gómez García cumple casi invariable casi siempre una función compactante, a veces elegante y señorial para permitir que la imagen abierta hable por sí sola más allá del montaje y evitando tomas en subjetivo y demás efectos Kulechov, llega a ser a veces tan tajante que no admite ni contestación a una pregunta lanzada en directo dentro del campo visual ni asomo de contracampo posible, si bien por momentos se torna superelíptica y calculadísima, a veces amorperrunamente hiperfragmentada, o a veces machacona en lo subliminal. ¿En qué contemplación hiperrealista dijimos que andábanos? Por lo demás, la constante música zumbona y retumbante de tubas y trombones y trompeta cual estilizada imitación de banda pueblerina (de Emiliano Motta y Emiliano González de León) en los puntos dramáticos clave, tiende a volverse, por abuso y exceso, un recurso enfático e inclusive manido. Y así sucesivamente.

La khátarsis signokilométrica quiere plantearse en un territorio físico, moral y expresivo, equidistante de las valiosas propuestas de otras operas primas nómadas concomitantes, como las del rústico rancherismo zalamero de la Oveja negra de Humberto Hinojosa Ozcariz (2009), la alucinada experiencia cósmica del Wadley de Matías Meyer (2008) y la cosificante elocuencia altiva del Norteado de Rigoberto Perezcano (2009), para romper de una manera opaca pero contundente con el inevitable tono conmiserativo / autoconmiserativo o crispado de las películas sobre migrantes nacionales hacia el norte y sus incidente e infortunios. De hecho, Jacinto padece también el calvario de todos los migrantes que en el cine y en la vida han sido, pero de otra manera: en carne propia y por mero gusto, a la vez como víctima ejemplar, soldado perdido, conciencia vulnerada y chivo expiatorio. Como le gustaba decir al viejo magnífico chiliwestern nacional, Todo por nada (del llorado Alberto Mariscal, 1968). ¿Otro denodado esfuerzo cumbre de cine pragmático edificante y hueco? ¿Un poco de arrebato de Rama Dorada y de nomadismo a lo Any where out of the world baudelairiano, como vacunas, para mejor apreciar después las ingratitudes de la vida sedentaria?

La khátarsis signokilométrica quiere convertirse, por esta vía, en plataforma del pensamiento mágico, de un pensamiento mágico a la intemperie, en despoblado. El desplazado mexicano por voluntad propia no persigue ni la identidad, ni la espiritualidad ni el contacto con otra cultura ni revelación alguna; lo único que busca y encuentra es el signo. La vaguedad de un signo, en busca de un algo, como se decía antes, según lo barruntaban los mafiosos literatos cursis de los sesentas mexicanos. Un algo, cualquier cosa que sea o represente ese signo, lo que ese signo quiera o quisiera decir. Un signo vacío en busca de significado, apoyándose en un cualquier signo aparentemente lleno. Un signo vital (¿de la verdadera vida?) fuera de su ámbito asfixiante. Y eso queda muy claro al final del film, cuando el personaje retorna a su terruño, el relato reanuda con el interrogatorio del prólogo y la tensión del film, en vez de incrementarse, más bien se desinfla. Jacinto regresa a sus labores de siempre y acaso por siempre. Nada ha pasado, nada le ha pasado, sólo un trabajo, un inexpresable e informulable trabajo interior que así permanece, la satisfacción de un ansia profunda que le hizo devorar unas buenas decenas de miles de kilómetros. La fábula moderadamente cruel sin moraleja se queda muy, muy corta de sus posibilidades, incluso de las supuestas y de las inexistentes. Por lo demás, al traqueteado actor y a su criatura alter ego merecían habérseles pagado por kilometraje, and so long.

Y la khátarsis signokilométrica era por fatiga una extenuante prueba excéntrica de que sólo actuamos bajo la fascinación de lo imposible, como ya lo suponía el Cioran de Historia y utopía.

La khátarsis marginofugitiva

A un lado de la calle, él propone frágiles y blanquísimos cachorritos encantadores; al otro lado del mismo arroyo vehicular, ella vende por pieza rosas envueltas en papel celofán. De hecho, ambos ocultan bajo esas actividades inofensivas, su auténtica condición y sus verdaderas mercancías, pues en realidad proponen y venden droga, ya que vienen huyendo de sus respectivos mundos y pronto deberán salir otra vez en fuga, juntos, tras volverse amantes apasionados con vocación de amantes malditos, hasta ser él exterminado, y ella pudrirse en vida, sin piedad ni remedio.

Para entender la razón de los funestos destinos, de los dos héroes, solos o acompañados, de los dos héroes, habrá que volver a empezar. Con violentamente descompuesta madre adicta al crack (Carmen Salinas) y un hermanito aún chavito indefenso (Farid Hayyim), el hipertatuado joven pandillero mara al rape Victorio (Luis Fernando Peña) finge vender conmovedoras mascotas porque está al reciente servicio del todopoderoso jefe hampón narcomenudista con doble vida cocainómana Raúl (Manuel Ojeda) cuyo cerdesco segundo de a bordo Gregorio (Guillermo Quintanilla) le ha asignado ese crucero, sin sospechar que el muchacho ha sido infiltrado allí por un grupo mara rival para vigilar al omnipotente prepotente jefazo y poder realizar secretas misiones imposibles muy expeditas, so pena de su propia seguridad, como de pronto tener que sacar de la prisión al primo sicario de un impiadoso capo en ascenso apodado El Vica (Antonio Hernández). Y, refugiada en el depto del travesti análogamente prostituido aunque con serias aspiraciones de tarotista Lulú (Roberto Sosa), la guapa vulgarzona de restallantes pelos color zanahoria Gabriela (Irán Castillo) finge ofrecer y mercar flores porque es una exprostituta corrida tanto de su casa natal como de algún salvador burdel, que hoy discretamente funge como insensible cuan ostensible nalga de emergencia del mismo capo Raúl, a cambio de costosos obsequios, por ejemplo un brilloso atuendo de fantasía, pero que se ofrece a hacer gozosamente el intenso amor espontáneo con Victorio, sin que ni el patrón ni el subordinado sospechen que la chica es seropositiva, si bien se solaza contagiando alegremente a medio mundo (“Andas ahí de culo dulce”) y por eso la habían expulsado del putero, aunque el sida en sí todavía tardará mucho en incubar.

La confesión de la enfermedad autoinmune de Gabriela a Victorio será devastadora para el atrabancado muchacho, pues ella primero habrá hecho jurarle que no le haría nada. Se encerrará en el baño de la Lulú por tiempo indefinido, viéndose irreconociblemente al espejo u ovillándose en un rincón, hasta salir de allí decidido a sustraerse a sus obligaciones como sicario disciplinado y a escapar lejos, al lado de su bella puta en disputa, la cual, encolerizada tras sorprender al antojadizo Raúl con otra y habiendo limpiado de billetes su oficina, no dudará demasiado en seguir al infeliz chavo en plena crisis y trastorno. Serán depositados por su travesti de cabecera en una terminal de autobuses foráneos, vagamente esperanzados en ser recibidos por una amiga en un pueblaco cercano, pero llegados allí y sin otra pista que aguardar en un zocalito, lo primero que habrá de hacer el mara, enfundado en su chamarra para no llamar la atención y ser identificado, será robar dos tlacoyos en un puesto de fritangas, huir en desbandada de la mano de Gabriela y acomodarse en un solar dejando perderse sus maletines con todo su dinero y pertenencias. Ítem más, impidiéndose regresar a la plaza pública para contactar con la fulana esperada.

De acuerdo con las cariñosas misivas que se envían Gabriela y Lulú, los tres protagonistas serán irremisiblemente precipitados al precipicio, cuando más se hallaban hartos y decididos a renacer de sus rescoldos o cenizas, rehaciendo sus vidas. El enfurruñado Victorio deberá emerger algún día del solar misericordioso, aunque sólo sea para recibir inmisericordes madriza tras putiza al intentar incrustarse entre los pandilleros locales, volverse presa apenas escurridiza de la pandilla rival así como de la propia, enterarse de que ha preñado a su compañera y acabar acorralado con las tripas al aire cuando sea alcanzado por los antiguos cómplices de su mara original, ahora comandada por el vengativo y omniexterminador Vica. La generosa Lulú seguirá practicando el tarot con sus amigotas, sobrevivirá a los encañonamientos del meritorio pistolero Gregorio que han irrumpido en el depto para dejarla medio muerta a patadas y reptando por el piso cual Petra von Kant sin teléfono en derredor suyo, prendándose por añadidura de un militar inmostrable que le prometerá financiamiento para su esperanzada operación transgénero, pero que a fortiori le resultará tacaño macho golpeador como todos sus galanes. Y la emprendedora Gabriela brillará de nuevo en un congal efímero, romperá inútilmente con nuestro subempleado pandillero zángano que la ha embarazado por irresponsables, será atacada por el virus infamante, sin que éste pueda ser bloqueado por completo en el vientre que va inflándose, y parirá y vivirá una efímera dicha y agonizará al tercer día en manos de su acogedora cuatita travestida, quien finalmente se quedará a cargo de la niñita y reflexionando incallable e interminable sobre esas experiencias vividas.

Victorio (DMM Films - Foprocine / Imcine, HD data to film a 35mm, 90 minutos, 2008), primer largometraje del veracruzano Alex Noppel (corto documental previo: A.U.N.S.U.E.Ñ.O.), en codirección con el también jalapeño Armando Croda y con guión original exclusivo de Elizabeth Figueroa, mejor ópera prima y mención especial de actuación (a Roberto Sosa) en el Festival Expresión en Corto de Guanajuato en 2008, convierte la fuga en una segunda piel de todos los protagonistas, un furor testérico o uterino más allá de sus paranoias y padecimientos, de sus furibundeces y sensacionalismos destemplados, de sus filias y fobias, de patrañas admitidas y ultrajes, en pos de un estridente desahogo que de nada servirá pero que nadie podría acallar, un vértigo hueco inscrito en hueco a través de oquedades narrativas y ojeteces sobreentendidas, un desbarrancadero autodestructivo que va destruyéndose a medida que semeja avanzar, una khátarsis marginofugitiva en abismo y en el abismo, como sigue.

La khátarsis marginofugitiva se llena de desviaciones, desvíos y desvaríos, a partir de sus propios miscasts de carcajada loca, sin que a alguien le incumba ni nadie pueda nunca involucrarse mínimamente con tantas fatalidades impotentes. Poco importará entonces que, como mara trashumante, Luis Fernando Peña demuestre que, luego de sus roles como niño De la calle (Tort, 2001) o vaguillo santafesino de Amar te duele (Sariñoña, 2002), jamás haya podido madurar, en plan de apagadísimo, ansioso y simplemente torpe tough guy, incapaz de apiadarse por su hermanito con la mano vindicadoramente cortada, más sepultado por sus tatuajes torsales y faciales que por sus ímpetus vencidos de antemano. Poco influirá que Manuel Ojeda luzca pavorosos racimos de forúnculos cicatrizados en su cara, antes de darse cocazos cuando estaba en trance de bombearse contra el escritorio a su linda favorita o a cualquier otro antojo (¿no que la coca inhibe el impulso sexual y se recomienda como infalible remedio contra la cruda de los cortones eróticos?). Poco significará que Irán Castillo quiera cambiar su look de Preciosa chava fresita televisa-postelevisa (La segunda noche y El Tigre de Santa Julia de Alejandro Gamboa, 2001 / 2002) o sirvienta mutante en film de horror vaporoso (Viernes de ánimas de Raúl Pérez Gámez, 2008), a irresistible actriz supuestamente bomba sexy, con involutiva vocación de objetote quasiporno para blog de internet extraviado o indistinto. Y poco podrá convenir que Roberto Sosa, olvidando tanto su condición de insufrible actor fetiche de Cox / Leduc (El patrullero, 1991 / Dollar Mambo, 1993) como su inconvincente dobleincestuoso fraterno de Ángel de fuego (Rotberg, 1992 y su soberbio mendicante afectivo Lolo (en el insuperable film homónimo de Francisco Athié, 1993) propenso a otras Ciudades oscuras (Sariñana, 2002), sorprenda de repente como repelente propositivo, exultando en su desatada imitación de la inefable Manuela del Roberto Cobo de El lugar sin límites (Manuel Puig-Rip, 1977), si bien con mayores pretensiones (“Lo mío es más espiritual”), mucho más reflexivo, menos enamoradizo intolerante y más ineficaz consejero, antes de tornarse todoaguantador portavoz deslucido del ultralúcido rollo ideológico meramente retórico (“Yo soy su familia” / “Prepárense porque viene lo peor / “Cuéntale una historia bonita, con un padre bueno y una madre alegre”). ¿Qué quieren contar?, clamaba desde su título una decepcionada crítica del cinecrítico excuequero Jorge Gallardo de la Peña, por lo demás seducido por “el buen planteamiento, la atmósfera lograda y el gran trabajo de Roberto Sosa y Manuel Ojeda” (en Milenio Diario, 14 de mayo de 2011). Fundada en la torpeza y la tontería de sus personajes, alimentada y sólo trascendida por la inmanencia de ellas, la ficción no podría ser más que torpe y tonta, a su imagen y semejanza, en competencia e incompetencia, por igual.

La khátarsis marginofugitiva presenta, exhibe y padece graves defectos dramatúrgicos que pronto desaniman al más dispuesto y bondadoso criterio. Victorio narra interminable su triste existencia fugitiva (“Me quebré a un güey, me quiso cantar”). Sus enemigos recitan cliché tras cliché de cine negro (“Conoces las reglas” / “No me dejas opciones, compadre” / “Solamente se puede entrar una vez”). La fotografía seudorrealista de José Miguel Romero, la atropellada edición de Armando Croda con ayuda de Javier Campos (mal auxiliados por el realizador) y la música erizante de Juan Carlos Formell y Yohualli Vargas haciéndose eco de la compuesta por los propios pandilleros enchilados xalapeños, no son concitados para hurgar en los antecedentes sociales o familiares (apenas verbales, platicados) de cada uno de los personajes, sino en sus procedencias anecdóticas y melodramáticas. Cargado de la energía de cada quien, el tarot habla con elocuente brevedad (“El amor te acompaña”) y explica desde su manual (“El amor no es una meta, es un hito en el camino”), porque debe hacerlo de una manera moralinosa, vagamente redentora.

La khátarsis marginofugitiva cambia de estilo como cambiar de camisa, casi de secuencia en secuencia. La llegada del héroe mara a su nuevo territorio se convierte en una caminata casi eterna, durante una larga serie de planos, con entradas y salidas del campo visual, marchando longitudinalmente de la derecha hacia la izquierda, para ir luciendo a modo de fondo ilustrativo estrambóticas pintas de colorido psicodélico destellantemente multicolores sobre bardas y paredes ad hoc, con leyendas memorables (tipo “El soldado leal nunca muere”) y diversos relieves musicales. Las ya imprescindibles secuencias de estradainfernales corrupciones metemiedo, vilezas imperantes y demás acciones violentas, que inician y permean, o irrigan y mean de continuo, el continuum del relato, están expuestas de manera facilonamente subliminal, por medio de una hiperfragmentación amorperruna que pretende insinuar siempre mucho más de lo que en efecto muestra, sin lograrlo, variando de súbito las alturas de la cámara, de picado a normal o al ras de suelo o a contrapicado, por añadidura con profundidades de campo de inmediato desperdiciadas, pues en vez de abrir una instantánea gama de posibilidades impactantes y emotivas, éstas se pierden, en vista de que sólo dará tiempo para sentir que se nos abalanzan, grandilocuentes, los frontgrounds. La trama cree avanzar con inefable contundencia oblicua o indirecta, entre corretizas por callejones, cuchilladas y madrizas a patadones salvajes, convocando lugarcomunezcas lucecitas reventadas, maldiciones maternas (“Pinche pandillero de mierda”), pitos, cuerpos fragmentados, destellos y reverberaciones de fuego, mientras suenan y resuenan y vuelven a sonar en la banda sonora tautológicos raps estridentes imposible de seguir (“En mi barrio la vida no vale nada / ya que por detalles saca el cuete de volada / / Corren peligro todos los batos contra el enemigo / vagos, locos, somos pocos los que jalan gatillo”), aunque siempre autoafirmadores (“No te metas en lo mío, ey / si no quieres quedar frío, loco”) y amenazantes (“Ay güey, qué güey, ¿quieres filete o quieres pólvora, güey? / ven a rifártela quebrando la ley”). Entonces, en despoblado de todo rigor, el caos expresivo ya puede imponerse y reinar a su gusto: ráfagas y barridos de cámara en el centro de las moquetizas, cámara baja para destacar la inscripción de “Todo Poderoso” con rojísimo Corazón de Jesús que circunda a Raúl cual aureola, cervecita ante el refri ajeno, perfiles fumadores en big close-up destacando los piercings de las cejas, volutas de humo que abarcan incitantes la sensualidad de los rostros y del encuadre, maniática cámara en mano perpetua e insaciable, entredevoramiento de amantes feroces, juegos de fuego, poses femeninas semidesnudas junto a la ventana, brincos por encima del desplazamiento de la cámara, extraviados desenfoques desquiciados, reflejos dubitativos antes del rabioso puñetazos al aire en off, discusiones con cámara gratuitamente giratoria en derredor, recorrido lateral sobre amarillentos rieles del abandono para descubrir a la heroína acercarse rabiosa permanente desde el background con la chamarra a medio poner. El crucial descubrimiento de la cogida infiel por parte de la inmotivadamente celosa Gabriela será apenas sugerida en off y la decadencia de los amantes a raíz de su huida se mostrará a gran velocidad, tomando como eje narrativo las cartas confesionales que se cruzan a distancia en voz alta la chica de nuevo emputecida para sobrevivir y su amiga-madre travesti. Y para asombrada, atónita o estupefacta admiración de todos sus espectadores sobrevivientes, una serie de travellings laterales acabará por liquidar toda sensibilidad o emoción posible del relato, enlazando parto con viriles ejecuciones sumarias con erección de familia regida por dos madres con esa agonía sidosa tan triunfalmente aplazada, una agria sucesión de enterradores movimientos camarales procedentes tanto del peor Leduc maniático de ese unirrecurso estilístico (Frida, naturaleza viva, 1983; Latino Bar, 1991) como de la irónica apoteosis conclusiva de aquella irrepetible finisecular Belleza americana de Sam Mendes (1999) que ni al caso viene, una altísima dosis mortal de inasibles recorridos y pasarelas que se sueñan inefables.

382,08 ₽
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1271 стр. 3 иллюстрации
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9786070295096
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