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La vida sin cuerpo

En su viaje poético entre la carne y el espíritu, Jaime Gil de Biedma llegó a una interesante ecuación a la hora de jerarquizar los elementos del amor: «Que sus misterios, como dijo el poeta, son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen». La idea no es original pero es bellísima, y tiene que ver con esa otra idea de raigambre presocrática que dice que el cuerpo también piensa, que el pensamiento tiene una dimensión física y que dividirnos en cuerpo y alma es una arbitrariedad pues somos, en realidad, una unidad que siente y piensa y que, abusando de los versos del poeta, el cuerpo es el libro en que se leen, no solo los misterios del amor, sino cualquier capítulo de la historia personal de cada uno.

La idea no es original, como digo, hasta el gran Bob Dylan la dice, a su manera, en una de sus canciones: «Si no crees que este dulce paraíso tiene un precio, recuérdame que te enseñe mis cicatrices». Pensando en esto, y en aquel momento de la leyenda de Edipo Rey, que está en la misma frecuencia de la canción de Dylan, en que los personajes confirman su identidad observando las cicatrices de su cuerpo (Edipo quiere decir, en griego, «que tiene los tobillos perforados»), asistí antes de la pausa del verano a la Copa Barcelona, un torneo infantil de baloncesto en el que jugaba un equipo mexicano, de Oaxaca, contra uno francés, de Toulouse. Era un partido internacional, que jugaban niños de doce y trece años, en un polideportivo junto al mar, que tenía la particularidad de que la mayoría de los mexicanos jugaba sin zapatos, descalzos, frente a los niños franceses que iban equipados con unas Nike, diseñadas por especialistas en la dinámica del pie humano, específicamente para jugar al baloncesto. Contra todo pronóstico los niños del equipo mexicano ganaron el partido. ¿Cuál es el valor de ese calzado ultra sofisticado, diseñado específicamente para jugar al baloncesto, si te gana el partido un equipo de niños descalzos?

Entre el pie descalzo de un equipo y el Nike del otro, hay un recorrido en el que deberíamos reflexionar: de tanto perfeccionar el zapato nos hemos olvidado del pie.

Los niños mexicanos pertenecen a una comunidad paupérrima de Oaxaca, son un equipo que gana todos los torneos internacionales, incluso en Estados Unidos que es la cuna del baloncesto, y van descalzos porque así aprendieron a jugar, los zapatos son un estorbo para ellos, son una prótesis que les resta velocidad, elasticidad y agarre en el momento de disputarse la pelota.

Esto no es, desde luego, una invitación a que nos quitemos los zapatos y nos echemos a andar descalzos por el mundo, más bien se trata de ver, en esos pies descalzos, lo que hemos perdido de vista al entregarnos al aditamento que nos facilita la vida, porque además resulta que, según han comprobado los especialistas en la materia, el confort que provee el calzado deportivo no necesariamente colabora con los músculos y las articulaciones que están, naturalmente, hechos a la medida, a los movimientos y a los apoyos del pie descalzo.

Para poder llevar esta reflexión hasta el punto que desde esta línea veo todavía a lo lejos, estoy pasando por alto la gran enseñanza, muy estimulante para estos tiempos de crisis, que nos han regalado estos niños de Oaxaca, y es tan grande que no me queda más remedio que anotarla, antes de regresar a la reflexión oblicua, que es el verdadero objetivo de estos párrafos: estos niños paupérrimos, que estaban condenados a vivir en una de las zonas más pobres de Latinoamérica (con unos índices de pobreza que un europeo no puede, siquiera, imaginar) sin más armas que su esfuerzo y su deseo de salir adelante, han conseguido revertir el destino de generaciones y generaciones de niños, convirtiéndose en campeones internacionales de baloncesto. La decisión y la fortaleza de carácter de estos niños están representadas en sus pies descalzos; a pesar de que juegan todo el tiempo en canchas profesionales, no renuncian a su forma de ser, a su identidad, a su esencia, y esto es, seguramente, uno de los fundamentos de su éxito.

Ahora regreso a la reflexión oblicua, a la cicatrices de Dylan y el rey Edipo, ¿cuál es el valor de ese calzado ultra sofisticado, diseñado específicamente para jugar al baloncesto, si te gana el partido un equipo de niños descalzos?, preguntaba más arriba, pensando en la serie de aditamentos que nos impone el mundo contemporáneo y que usamos quizá solo porque están ahí, no porque los necesitemos.

Cuando se escribe a mano se dejan en la hoja de papel un montón de elementos muy valiosos como, por ejemplo, la calidad del trazo, las dudas que ha tenido quien escribe, los pasos atrás, las correcciones, la forma en que va avanzando por la página el flujo de palabras y el dibujo final de la hoja completamente escrita; todos estos elementos nos hablan de la persona que escribe, son un relato paralelo de lo que el escritor nos va contando, y todo esto se pierde cuando se escribe directamente en el ordenador, que de inmediato establece un orden aparente en la pantalla, un texto cuya limpieza visual no siempre se corresponde con la calidad de lo que está escrito, y en cambio, cuando se escribe a mano, se tiene el efecto contrario: el desorden visual de la escritura en la hoja de papel nos obliga a redoblar la atención sobre lo que se está diciendo.

Pero en el siglo XXI se escribe así, a través de un vehículo que nos uniforma, nos quita los rasgos distintivos, e inconfundibles, de la escritura de cada quien; nuestro teclado equivale a las Adidas que los niños de Oaxaca no se han querido poner, y si pensamos que la enorme mayoría de las comunicaciones interpersonales se hacen hoy desde un teclado (mail, SMS, WhatsApp, hangouts, Twitter y un largo etcétera), podremos hacernos una idea de todo lo que del otro nos perdemos, todo un flanco de la expresión escrita ha sido amputado de la sociedad en favor de la expansión de las nuevas tecnologías. Esta nueva vía de comunicación no ofrece matices, es demasiado transparente: transmite ideas desnudas sin los velos que ofrece el cuerpo que las dice y, por esto, empobrece las conversaciones; quien se comunica por chat, o por SMS, prescinde de eso que, cuando uno habla con otra persona, dice también el cuerpo o, en su caso, dice la carta escrita a mano, que lleva en su caligrafía el rastro, el fantasma, la impronta de quien la ha escrito. Los ordenadores y los teléfonos que sirven para facilitar la comunicación entre las personas también nos simplifica esa comunicación, le restan complejidad y misterio, liman las rugosidades y lo que queda es un intercambio liso de palabras; se trata, desde luego, de un intercambio preciso y eficaz, pero sin temperatura, demasiado expuesto, sin rastro, sin cicatriz, sin cuerpo. «Lo bello no es ni la envoltura ni el objeto encubierto, sino el objeto en su velo», escribió Walter Benjamin.

¿Prescindimos de ordenadores y teléfonos y nos quitamos los zapatos? Por supuesto que no, el teléfono inteligente y las tabletas son un milagro del cual sería insensato prescindir, pero deberíamos evitar que estos aparatos borren la evolución objetual que los precede, que el teclado no sepulte al lápiz ni el zapato al pie descalzo, hay que dejar un rastro que no se borre con un apagón tecnológico, hay que despojarse de los aditamentos y coleccionar cicatrices, hay que matizar el nuevo platonismo, la vida sin cuerpo que nos impone la tecnología, y convertirnos en ese libro que proponen, al principio de estas líneas, los versos del poeta: el cuerpo en donde el otro pueda leer nuestros misterios.

Formas de viajar

Blaise Pascal sostenía que todos los infortunios de los hombres derivan de no saber quedarse tranquilos en su casa. Xavier de Maistre, por su parte, escribió un inquietante libro titulado Viaje alrededor de mi habitación, publicado de forma anónima en 1794 y, sin embargo, un éxito inmediato de ventas.

Pascal y Maistre, cada uno a su manera y cada quien con sus particularidades, sabían que para cultivarse y adquirir conocimientos, y a la larga sabiduría, más vale hurgar en el interior de uno mismo que andar brincando de sitio en sitio y de país en país. Para la exploración interior bastan una silla y no moverse del sitio donde se está. Desde luego que la sabiduría popular va en contra de este inmovilismo y así lo expresa en este refrán famoso, reduccionista y absurdo: «Los viajes ilustran». ¿Ilustran? Depende de qué viaje y también de la capacidad que tenga el que viaja para dejarse ilustrar. Además hay que considerar que ciertos viajes más bien embrutecen, y otros envilecen y dejan secuelas catastróficas que hubieran podido evitarse siguiendo la sencilla recomendación de Pascal: quedándose tranquilos en una habitación, o la de Maistre: viajando alrededor de nuestro cuarto, sin exponernos a los embates del mundo exterior.

Una cosa es cierta: viajar es una actividad que está sobrevalorada, como también es cierto que la peor parte de los viajes es el propio viaje, y lo mejor es la preparación y, sobre todo, el recuerdo que deja ese viaje. Para definir mi posición frente a los viajes, diré que más que viajar prefiero haber viajado.

También es verdad que hay distintas calidades de viajes. Por un lado esta ese que organiza una agencia, y que persigue el objetivo de visitar la mayor cantidad de ciudades, y de ejecutar el número máximo de actividades, en el menor tiempo posible. La experiencia que tiene quien viaja así es radicalmente distinta a la del que llega a una ciudad, o a un paraje, y sin la ayuda de nadie se orienta para averiguar cuánto tiempo amerita permanecer ahí, hacia dónde hay que caminar, si es que es necesario hacerlo, o si hay que sentarse en una fuente, o en una roca, a esperar un signo que indique el camino. Vayamos a la nomenclatura habitual y llamemos turista al que se deja organizar los viajes por una agencia, y que entiende por viajar el subir y bajar de un autobús, hacer fotografías a monumentos un millón de veces fotografiados, y compartir con una docena de desconocidos, no siempre agradables, la experiencia de irse desplazando de ciudad en ciudad, y de país en país. Y llamemos viajero al que se planta en un sitio, sin saber cuánto tiempo va a permanecer ahí, libre de esa compulsión que obliga al turista a conocer un lugar nuevo cada quince minutos, porque de otra forma siente que pierde tiempo y dinero. Yo una vez estaba en un viaje de escritores en Sofía, Bulgaria; íbamos cuatro o cinco colegas a inaugurar la biblioteca Sergio Pitol, que tiene desde entonces el Instituto Cervantes de esa ciudad. Como íbamos solo a hacer eso, nos sobraban un montón de horas que los organizadores se esmeraban en llenar con cenas, brindis y larguísimas comidas, y con un viaje turístico en minibús por la capital de Bulgaria, con un atento guía que explicaba los sitios importantes, los de verdad y los que era necesario añadir para que el tour alcanzara la hora y media reglamentaria de duración. En cuanto apareció el minibús con guía hice un elegante mutis, salí del hotel por una puerta lateral, y me enfrenté a Sofía, nevada y helada, sin más arma que un lápiz y una libreta en la que iba anotando la ruta, con el objetivo de no extraviarme y poder regresar más tarde al hotel. La verdad es que hubiera sido más práctico llevar un mapa que había comprado para la ocasión, pero el minibús y el guía me cogieron desprevenido, y ante el terror de convertirme en un turista, decidí prescindir del mapa, que había dejado en mi habitación, y salir corriendo a la intemperie con lo que llevaba en el bolsillo del abrigo, que era el lápiz y la libreta. Una vez afuera empecé a caminar por el bulevar Vitosha, pero pronto entendí que la ruta verdadera tenía que ser por el interior del barrio que estaba entre el bulevar y la avenida Hristo Botev, lejos del tráfago de los automóviles que hacían un escándalo considerable y dejaban manchas oscuras y amarillentas en la nieve que cubría el pavimento. Me metí por una calle al interior del barrio, un barrio normal de Sofía con casitas bajas que tenían un pequeño jardín al frente y por detrás un patio o jardín más amplio que, gracias a la uniformidad que establece la nieve, se iban comunicando unos con otros. Seguramente había un borde, una marca de piedra que establecía el límite entre una propiedad y otra, pero como había casi un metro de nieve en el suelo, los límites se habían borrado y esto me permitió hacer un viaje fantástico, de hora y media, por todos los patios y jardines del barrio. Iba andando, alumbrado por la luz de la luna que intensificaba la blancura de la nieve, y husmeando en las ventanas que daban al patio, una cocina, un baño, una habitación con escobas y trapeadores, una mesa en la que cenaban dos niños y otra en la que un hombre solo bebía un vaso de rakia, el aguardiente nacional. La experiencia era como ir viajando por el reverso de la ciudad, por el interior, por esa zona que está siempre oculta y protegida por las zonas turísticas que distraen la atención de la gente y evitan que el forastero husmee en los baños, las cocinas y los cuartos de los trapeadores. Esa noche, mientras mis colegas se sometían a las monótonas explicaciones del guía, yo hice uno de los mejores viajes de mi vida, un viaje único que ni empeñándome sería capaz de repetir.

Lo dicho, los viajes no siempre ilustran, pero a veces lo hacen de una forma completamente inesperada, como me pasó hace unos días, en un viaje a Costa Rica, mientras estaba sometido a los insoportables rigores del ecoturismo, esa rama dura del turisteo que lleva a la aguerrida clientela de una tirolesa vertiginosa a los rápidos morrocotudos de un río brutal, y de ahí a una caminata nocturna por la selva, con senderos misteriosos y puentes colgantes sobre las copas de los árboles. El plan ecoturístico no deja espacio para el sosiego, es para turistas que quieren invertir cada minuto de sus vacaciones en una actividad ininterrumpida, en estar en contacto permanente con las fuerzas de la naturaleza, en hacer un recorrido maratoniano saludable, verde, superoxigenado y nutrifresco, lo cual, como podrá colegirse de lo que vengo escribiendo hasta aquí, no es asunto de mi interés, así que en cuanto tuve oportunidad me descolgué del ecotour, y me quedé en la habitación del hotel selvático donde dormíamos, con el propósito de trabajar en un texto que tenía que enviar al periódico el día siguiente, pero una vez instalado en el balcón, que colgaba dentro de una selva espesa, decidí que mientras mis compañeros ecoturistas daban rienda suelta a su pasión por el verdor, mientras ellos salían a buscar al mundo yo esperaría, sentado en una silla en el balcón, a que el mundo viniera a mí, confiando en la sabiduría de Blais Pascal, e inspirado por la novela de Xavier Maistre. Desde mi punto privilegiado de observación, sin moverme de mi silla, comencé a observar la selva que se extendía frente a mis ojos, con una intensidad que, de haber estado moviéndome de un lado a otro como ecoturista, no hubiera conseguido. Frente a mí estaba el tronco de un árbol que había sido parcialmente estrangulado por un «matapalos», que es un tronco que nace junto al árbol y que va creciendo a su costa, mientras se enreda con saña en él y, por si fuera poco, a ese mismo tronco también lo estrangulaba un trío de lianas leñosas que bajaban desde la altura de la copa para clavarse, y refundarse, en la tierra. La imagen de este árbol invadido, parasitado por otros árboles, me llevó a observar su entorno, y a descubrir que todos los árboles de alrededor estaban parasitados por otro organismo vivo, el que no tenía una enredadera cubriéndole el tronco y espesándole la copa con un verde a todas luces ajeno, tenía las ramas plagadas de bromelias, esas plantas epífitas que se van diseminando por todo el ramaje, y aguzando todavía más los ojos descubrí más plantas, más filamentos enroscados y más lianas leñosas que deformaban la silueta de los árboles. Mientras hacía ese viaje sin moverme de mi balcón, concluí que no era que los árboles estuvieran parasitados por otras plantas, sino que ese aparente caos, ese estrangulamiento pertinaz, era la forma en que crecía la selva, alentando el contagio, la contaminación, la invasión de las especies para que la flora creciera, y se multiplicara, exponencialmente, aun cuando el árbol que estaba enfrente de mí eventualmente muriera estrangulado por el «matapalos». Desde esa inmovilidad quedaba claro que es el caos lo que mantiene viva la selva y que toda esa vegetación consigue perpetuarse gracias a esa lucha feroz y permanente entre una planta y otra, para ver quién se queda con la savia del árbol o con ese centímetro de tierra imprescindible para hundir su raíz. A la vista de ese prodigio de vitalidad, exaltado por el zumbido histérico de los insectos, quedaba claro que la naturaleza que vemos en parques o jardines, esos árboles que el jardinero desbroza y protege para que no sean parasitados por otras plantas, constituyen una arbitrariedad, porque el orden de la naturaleza es el caos y el que impone el jardinero es un orden límpido, aséptico, sospechosamente humano. Lo que hace el jardinero es imponer límites a la fuerza desbocada de la flora, es decir, la obliga a crecer de una sola manera, para que no se vuelva incontrolable y dirija ella misma su destino: lo que hace en realidad el jardinero con la naturaleza es que la civiliza. Y ahí sentado en mi balcón, frente a la jungla de Costa Rica, pensé que aquella metáfora bien merecía un trago de whisky.

El nuevo líder de la tribu

En el primer libro de su célebre tetralogía, Carlos Castaneda narra su encuentro con Don Juan, un viejo chamán del norte de México que durante cuatro libros apasionantes le enseña a vivir como un brujo yaqui. Carlos Castaneda es antropólogo y sus libros se debaten entre la ciencia y la ficción literaria o, como bien apuntó Octavio Paz en el prólogo de Las enseñanzas de Don Juan: «Su tema es la derrota de la antropología y la victoria de la magia».

En su primer encuentro Don Juan le pide al narrador que busque su sitio, el punto en el que se sienta mejor física y mentalmente, dentro de un habitáculo de ocho metros cuadrados. Desde ese punto, le explica el chamán, podrá abordar cualquier reflexión o actividad con mayor energía. Castaneda, dispuesto a dejarse adiestrar por el viejo, que después de la escueta explicación lo ha dejado solo, comienza a desplazarse de un lado a otro del cuarto, se recarga en una pared, luego se recuesta en el suelo y al cabo de un rato comienza a rodar de un lado a otro hasta que percibe algo, cierto bienestar, y para no extraviar la coordenada pone ahí su chaqueta. Más adelante experimenta otra oleada de bienestar, en otro sitio, que señala con uno de sus zapatos. El antropólogo pasa toda la noche rodando de un lado a otro del cuarto hasta que, súbitamente, encuentra su sitio y arrastrado por la oleada de bienestar definitiva se queda dormido.

Durante esos cuatro libros Castaneda, con una tolerancia y una paciencia de dimensiones orientales, se deja aleccionar por el viejo chamán; además del triunfo de la magia que observaba Paz, esta historia es un monumento a la sabiduría de los viejos, y a la importancia que esta tiene en la vida de los más jóvenes.

Hace unos días, al entrar en una Apple Store en Barcelona, contemplé una escena que era la antítesis de ese monumento a la sabiduría de los viejos: en un improvisado salón, que se extendía entre las mesas que exhibían ordenadores y tabletas, dos docenas de viejos atendían las perlas informáticas que soltaba, con gran desparpajo, un joven que debía tener la misma edad que los nietos de los viejos que lo escuchaban, que intentaban aprender los rudimentos de los ordenadores, cosas simples como enviar mails o husmear en Google o apuntarse a una red social. Hasta hace muy poco era el joven el que tenía que esforzarse para estar a la altura de la sabiduría del viejo, y hoy ocurre precisamente lo contrario, los viejos tienen que esforzarse para estar a la altura de los jóvenes, se acercan con un temor reverencial, casi religioso, a ordenadores y tabletas mientras que los más jóvenes, incluso los niños, bucean con gran destreza y mucho descaro en las profundidades de la Red. Estamos pues ante un clásico salto generacional, pero este es de proporciones insondables y de una magnitud todavía desconocida.

De manera casi insensible, el mundo se ha reorientado y hoy la sabiduría de los viejos, ese referente del que se había echado mano desde el principio de los tiempos, ha sido sustituida por Google, la herramienta con la que puede accederse a toda la información. ¿En qué momento cambió todo de manera tan radical? El sabio de la tribu ha sido reemplazado por el joven técnico que conoce las claves para acceder a la información, para transmitirla, multiplicarla y manipularla; el viejo sabio habla desde su experiencia, desde su memoria que ha cultivado durante muchas décadas, mientras que al joven técnico le basta con tener wifi al alcance para conectarse a internet.

Hoy manda quien tiene más información y la gente de cierta edad se ha quedado al margen, el periódico de papel, el correo de sobre y sello y el telediario de las nueve se han hecho súbitamente viejos, la información corre por otros cauces, precisamente por esos aparatos que ellos no saben manejar.

Hay una simetría entre el relevo continuo de las apps y los productos que circulan por internet y el canon que en este milenio ha impuesto la juventud; lo de hoy es lo rabiosamente nuevo, cada tantos meses Yahoo y Gmail, Twitter y el Weather Channel, cambian completamente su aspecto e introducen novedades en su sistema operativo, que no persiguen tanto mejorar como parecer nuevos y frescos, porque de lo viejo hay que correr, incluso los que se van acercando a la vejez tratan de huir de esta prodigándose todo tipo de dietas y ejercicios que mantengan a raya la catástrofe de convertirse en un viejo, es decir, en un elemento al margen del sistema que privilegia a la juventud y que mira cada vez con más inquina aquello que atenta contra ella: la vida sedentaria, fumar, beber alcohol o cafeína; nuestra era es la de la criminalización de quien vive fuera del control sistemático del médico, de quien no se hace puntualmente su colonoscopia, de quien no cuida escrupulosamente su salud.

En París, esa ciudad que está un poco más hacia el futuro que Madrid y Barcelona, observé hace unos días, con asombro, en dos ocasiones distintas, que las personas con las que comía pedían al camarero un vrai café, un café verdadero, con cafeína, y esto me hizo pensar que la batalla está perdida, que hoy el café de referencia es el descafeinado, el inocuo, el que no atenta contra la salud y nos mantiene jóvenes más tiempo.

La gran paradoja de esta época en la que manda la juventud es que las personas viven cada vez más años, es decir, son viejos durante mucho más tiempo que sus antepasados pero, a diferencia de aquellos, ya no son los sabios que reconoce la tribu, sino un esforzado grupo que trata de estar a la altura de ese canon que marca la juventud.

Hasta hace muy poco era el presidente de Estados Unidos quien podía poner patas arriba el planeta entero, hoy puede ponerlo todo patas arriba, incluido el gobierno de Estados Unidos, un joven técnico como Edward Snowden, sin más currículum que su valentía y su habilidad para husmear en archivos electrónicos y difundir información altamente comprometedora. Los técnicos como Snowden tienen hoy la llave para desencadenar una crisis mundial, y han llegado hasta ahí de manera súbita, han brincado, en el mejor de los casos, del pupitre de la universidad a la acción internacional sin ningún miramiento; tienen el know how, saben cómo hacerlo, son los dueños de la información que puede trastocar el equilibrio mundial y va cada uno a su aire, sin el consenso de nadie, trabajan solos en su habitación siguiendo las palpitaciones de su propia conciencia.

Cargamos toda nuestra información personal en el teléfono móvil que llevamos en el bolsillo, ahí va la agenda, los mails, el registro escrupuloso de nuestras relaciones y nuestra correspondencia, hemos puesto todos los huevos en una sola cesta, y lo mismo se ha hecho a nivel colectivo, todo se controla desde un ordenador y se articula a través de un sistema que puede ser vulnerado y manipulado por un joven de Adidas y sudadera con capucha, que se ha convertido, de manera inopinada, en el nuevo líder de la tribu.

El espionaje de Estado es desde luego una vergüenza, pero que un joven técnico solitario, sin preguntarnos nuestra opinión, disponga de esa información sensible que puede ponerlo todo patas arriba, tiene también un punto oscuro. El vacío que han dejado los políticos de Occidente, cada vez más distraídos por los intereses del Capital, está siendo ocupado por los jóvenes técnicos; se trata de un asunto de equilibrio, hace falta el contrapeso de los viejos sabios de la tribu, un Don Juan que le enseñe a Snowden de qué forma encontrar su sitio.

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