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Los creyentes

El polifacético empresario P.T. Barnum ha pasado a la historia como el inventor del show business. La biografía de este controvertido personaje, que empezó a hacer fortuna en la primera mitad del siglo XIX, ofrece a los habitantes de nuestro destartalado milenio una visión básica, larvaria y sumamente pedagógica del feroz capitalismo que hoy gobierna el planeta, y de esa útil franja gris en la que se diluye la información que no conviene explicar.

Barnum, cuyas iniciales significaban Phineas Taylor, poseía, en 1829, a los veinte años de edad, un enorme almacén donde vendía de todo, desde un termómetro hasta un caballo.

Es probable que aquel muchacho espabilado haya sido también el inventor del supermercado.

Desde aquel negocio, digamos, convencional, P.T. vislumbró que el dinero de verdad estaba en el mundo del espectáculo y, para llegar hasta él, dedicó siete años a cabildear, a establecer alianzas y complicidades, con el objetivo de conseguir el permiso para establecer un misterioso negocio que, originalmente, prohibía la ley del Estado de Nueva York. Como no había dificultad que lo detuviera, y en todo caso estas le servían de acicate, en 1836 consiguió inaugurar un teatro poliédrico, escorado hacia el circo y el bar, que tenía el desasosegante nombre de Gran teatro musical y científico Barnum.

Dentro de aquel teatro, que ocupaba todo un edificio, actuaba y se exhibía una delirante troupe compuesta por gigantes y enanos, mujeres barbudas y negros albinos, un grupo actoral que a un empresario de este siglo nuestro le hubiera costado la clausura del lugar, pero no a P.T. Barnum que en esos años estaba inventando el show business; era pionero de un negocio que nadie había tenido tiempo de tipificar, y podía darse el lujo de exhibir dos piezas, increíblemente fraudulentas, que acabaron haciéndolo muy rico: la momia, falsa, de una mujer-pez, de nombre artístico La Sirena Fiji, y una mujer paralítica y ciega, de ochenta años, a la que la publicidad del espectáculo achacaba ciento sesenta y el dudoso pedigrí de haber sido la enfermera de George Washington.

Esto que cuento aquí es de verdad, y aunque hoy puede parecernos una chapuza colosal y, en el caso específico de la viejecita, una canallada que raya en el delito, la gente de Nueva York acudía en masa a ver eso, y todo lo que presentaba P.T. Barnum.

Pero lo verdaderamente escalofriante de la biografía de este empresario era su divisa, la idea sobre la que fundamentó su imperio: «Cada segundo nace un nuevo idiota».

P.T. Barnum no tenía ni escrúpulos ni vergüenza, era un empresario muy convincente y su propuesta resultaba atractiva; la gente se acercaba a su negocio sin oponer resistencia, se dejaba llevar y muy pocos dudaban de la veracidad de la enfermera o de la autenticidad de la Sirena Fiji. ¿Cómo podía ser toda esa gente tan ingenua, y P.T. Barnum tan descarado? Seguramente porque así está estructurada la sociedad, hay listos que viven de una gran masa de personas que creen en ellos, en lo que dicen y en lo que hacen y proponen.

Creer es más fácil que no creer, implica menos tiempo y menos esfuerzo, sobre todo en esta época donde la información copa todos los espacios públicos y domésticos, y todo lo que hace el ciudadano es dejarla entrar, y permitir que influya en su punto de vista y en sus decisiones. En ese mar de datos, desprovistos de su contexto, que bulle cada minuto en las pantallas del ordenador o del teléfono móvil o de la televisión, se nos dice un montón de cosas en las que hay que creer, o no, como si se tratara de un dogma de fe, porque van avaladas y amplificadas por un medio de comunicación serio, o por una institución solemne como la banca o el Estado.

La credulidad de esa gran masa que consume información cada minuto es una de las piezas clave de la crisis económica. Desde luego que la banca abusó de su clientela, pero también la clientela tiene la responsabilidad de haber creído, de haber tenido fe en el banco en lugar de reflexionar sobre la conveniencia de obtener dinero tan fácilmente. La banca nos vendió a la sirena Fiji, y a la enfermera del presidente Washington, a esta gran masa de idiotas, que nacemos cada segundo, y que tan bien tenía identificada el listo de P.T. Barnum.

Es verdad que el eje del poder mundial se ha corrido hacia el Este y que la geopolítica tiene nuevos e inquietantes elementos; sin embargo el orden mundial que estableció P.T. Barnum sigue intacto: unos cuantos listos siguen viviendo a costa de una multitud de idiotas.

Cada día recibimos información para creyentes, datos que apelan más a la fe que a la ciencia, en todos los campos y disciplinas de la existencia. Se nos informa de las bondades indiscutibles de la comida orgánica, sin presentarnos nunca un análisis riguroso, con pruebas, resultados y estadísticas, para que podamos reflexionar y decidir, y con base en esa misma credulidad, en esa ausencia flagrante de contexto y de relato, se nos habla, con menos sensatez que autoridad, de lo nefastos, o no, que resultan para la infancia los juegos electrónicos; de la importancia, o no, de amamantar a los niños, hasta los tres, seis u ocho meses; también se nos informa, por escrito o en una tertulia radiofónica, de lo perjudicial que resulta la cercanía del teléfono móvil para ciertos órganos vitales, y se nos vende como rigurosamente ciertos, aunque no lo sean, los ingredientes que aparecen en el empaque del cereal, o de la bollería industrial o de los refrescos, y de paso se nos habla de las propiedades cancerígenas que adquiere el agua recalentada por el sol dentro de un botellín de plástico convencional. Sobre este último caso hay un debate serio en Estados Unidos cuyo resultado son unas botellas de plástico anticancerígenas, que inventó el P.T. Barnum de turno, y que cuestan diez veces más que un botellín de agua normal.

Todo esto es información para creyentes, datos que no resisten el análisis y que circulan por esa franja gris, donde nada es mentira ni verdad, en la que los listos se mueven como peces en el agua.

Los creyentes servimos a todos los niveles y nuestra credulidad resulta especialmente gravosa en un momento crítico como este, en el que los idiotas que nacemos cada segundo tendríamos que ser absolutamente escépticos ante esa información abstracta, y convenientemente opaca, que se nos administra todos los días como, por ejemplo, los indicadores económicos, las cifras del rescate financiero, el ahorro que suponen los recortes, la batalla etérea contra la corrupción y los funcionarios corruptos, las medidas que se están tomando para paliar la crisis y los años que nos va a tomar recuperarnos. Los ciudadanos requerimos más datos que nos permitan entender lo que está pasando, porque estos temas tan graves no podemos enfrentarlos con la tranquilidad y la ingenuidad de los creyentes.

El viaje de Thomas Mann

El escritor Thomas Mann desconfiaba de esa idea, muy generalizada, de que los libros que se leen durante un viaje tienen que ser «tonterías para matar el tiempo», textos ligeros y superficiales. «No comprendo por qué una ocasión tan solemne y seria como un viaje es una razón para ser menos exigente en las costumbres espirituales». Esto lo escribió en un curioso diario, que fue anotando a bordo de un barco que lo llevaba a Nueva York, desde un puerto holandés. Como el viaje hasta el continente americano duraba nueve o diez días, el pasajero tenía tiempo de leer varios libros en alta mar, echado en un camastro de la cubierta y protegiéndose de la humedad de la intemperie con una manta sobre los hombros. La primera entrada de este diario está fechada el 19 de mayo de 1934 y desde las primeras líneas nos cuenta que el libro que ha elegido para ese viaje es Don Quijote, nada de tonterías para matar el tiempo. El diario que escribió Mann durante su viaje en barco se titula A bordo con Don Quijote, y más allá de lo que, con su apabullante lucidez, nos dice de su lectura de Cervantes, lo que nos cuenta es un viaje entre Europa y América hecho a una velocidad que permitía a los pasajeros desplazarse a, digámoslo así, escala humana, sin cambios bruscos de horario ni cabinas presurizadas. Aunque el diario está escrito en 1934, años antes de que hubiera vuelos comerciales entre los dos continentes, Mann ya se quejaba de «esa manía de los récords con que los colosos atraviesan en cuatro o seis días las lejanías inmensas que hay entre nosotros». Los colosos que batían récords eran también barcos, que iban al doble de velocidad. Las reflexiones que sobre su viaje va haciendo el escritor nos hacen ver lo mucho que ha cambiado, en ochenta años, no solo la forma de viajar sino, y sobre todo, la idea de viaje. Hoy el desplazamiento de un país a otro es un trámite inevitable que se cumple a toda velocidad, ese viaje que a Mann le tomaba diez días hoy se hace en unas cuantas horas. Goethe, otro alemán, se empeñaba en observar los fenómenos de manera natural, no quería aumentar artificialmente esta capacidad con telescopios o microscopios, y lo mismo pensaba Mann de los viajes, del desplazamiento de un continente a otro porque, decía, el tiempo está orgánicamente unido al cuerpo. Cuando Thomas Mann hace ese viaje a Nueva York, ya estaba, a pesar de ser Premio Nobel, señalado por el Nacionalsocialismo alemán, la Universidad de Bonn le había retirado, «a causa de la excomunión nacional», su doctorado Honoris Causa y ya había pronunciado su célebre conferencia, «Un llamamiento a la razón», donde calificaba al nazismo que ya subía como la espuma, de «romanticismo político trasnochado», de una «difusa y delirante barbarie intelectual», y de «una primitiva brutalidad de feria, a cargo de masas seudodemocráticas». Como puede intuirse, ese viaje de Thomas Mann con El Quijote bajo el brazo, era un poco poner los pies en polvorosa.

El barco que lo lleva a Nueva York hace una escala en Inglaterra, en Southampton, después de un trayecto de mar inquieta que hace a Mann preguntarse sobre la conveniencia de escribir cada día durante el viaje, «la costumbre de hacer estilo por la mañana después del desayuno, aun en circunstancias tan adversas». En cuanto el barco inicia su gran travesía, ya sin escalas, por el Océano Atlántico, los pasajeros se encuentran con un anuncio, en la pizarra donde normalmente se anuncia el menú, que los invita a reunirse, sobre las once de la mañana, en la zona de los botes salvavidas. Ahí un marinero les explica el protocolo de emergencia, qué lancha le toca, según el número de camarote, a cada quién, y qué asiento le ha sido asignado. El protocolo recuerda al de los aviones, que antes de despegar escenifica una azafata, mostrando a los pasajeros las salidas de emergencia y la manera en que hay que colocarse la mascarilla de oxígeno, en caso de que la cabina se despresurice. La diferencia de protocolos entre el barco de 1934 y el avión del siglo XXI es la velocidad: la rapidez con la que se desplaza el avión impone su velocidad a la tripulación y a los pasajeros, todo hay que hacerlo rápidamente, las instrucciones para gestionar un accidente, pero también las comidas, que están perfectamente cronometradas, con sus platitos y sus vasitos muy pequeños para que se coma y se beba sin demora, y lo mismo pasa con el baño que es un cubículo mínimo que invita a hacerlo todo rápidamente. La velocidad requiere de un diseño aerodinámico que exige apretarlo todo en el mínimo espacio posible, justamente lo contrario de lo que sucedía en el barco de Thomas Mann, en 1934, donde los pasajeros comían dilatadamente, en grandes mesas, con platos de porcelana y grandes copas de cristal donde bebían vino de una botella normal, no de esas deprimentes miniaturas, hijas de la era de la velocidad, en las que nos dan el vino en los aviones. Después de comer, en ese barco, los pasajeros podían hacer la siesta, acostados en su cama o en un camastro, o deambular por la cubierta recibiendo la brisa fresca del mar en la cara, y toda esa amplitud estaba relacionada con la gran cantidad de tiempo que duraba el viaje. El tiempo se dilata en el barco mientras que en el avión se comprime, en una escandalosa proporción: 10 días en uno se reducen a 1/3 de día en el otro.

«La travesía de un barco por el horizonte es algo bello y orgulloso; un movimiento más digno y decidido que el correr de los trenes», escribe Thomas Mann en su diario, y su referencia a los trenes, como ejemplo de transporte veloz, nos da una idea de lo que podría opinar el escritor del vuelo Madrid-México de Iberia en clase turista. Al hilo de ese movimiento «digno y decidido» con que va avanzando el barco, el escritor se asombra de la inmensidad del mar y, sobre todo, de que durante varios días de navegación, no han visto, ni siquiera a lo lejos, otro barco; parece que van solos pero él sabe bien que el océano está cuadriculado de rutas marítimas, lo que sucede es que el margen que tiene cada embarcación para navegar es enorme, «hay demasiado sitio» y en el mar «el espacio tiene algo de cósmico».

Además de la pizarra del menú, que sirvió para convocarlos a la explicación del protocolo de emergencia, hay otra en la que se va ajustando el horario, que cambia a medida que el barco se acerca al continente americano. «Cada día la pizarra negra nos advierte que debemos retrasar nuestros relojes de media hora hasta cuarenta minutos. Ayer fueron treinta y nueve», cuenta Thomas Mann, y después nos dice que hay que ajustar el reloj a medianoche, aunque él y su mujer manejan esa convención según el ánimo que tengan: si sienten que la noche se hace demasiado larga, a las 11:20 adelantan el reloj para que, súbitamente, sean las 12:00. Estos amables y paulatinos adelantos del reloj permitían al pasajero viajar unido orgánicamente al tiempo y, cuando desembarcaba en el muelle de Nueva York, lo hacía a tiempo, es decir, que la hora del puerto y la del cuerpo eran exactamente la misma, no había desfase temporal. La experiencia era radicalmente distinta de la que tiene el pasajero del avión, que retrocede ocho horas de golpe y se baja en la terminal con el cuerpo a las doce del día y el reloj local a las ocho de la noche, un fenómeno que aunque es experimentado por miles de personas todos los días, no tiene nada de normal.

Thomas Mann nos cuenta en su diario de viaje, con gran ilusión, de la noche en que se viste de smoking para asistir a una función de cine, en uno de los salones del barco; nos habla, con mucho asombro, del raro privilegio que significa ver una película en alta mar, de la enorme pantalla y del «aparato maravilloso, proyector de la imagen y emisor del sonido», y añade «a grado tal de progreso ha llegado la linterna mágica de nuestros años pueriles». Ahora visualícese usted, apretujado en su asiento de avión, mirando una película en la pantallita que tiene a quince centímetros de los ojos, engarrotado después de nueve horas de vuelo y soportando la pirotecnia dispéptica que le disparó el pollo de la cena, mientras Thomas Mann nos cuenta su experiencia: «vestidos de smoking, sentados en nuestras butacas entre la tácita elegancia oscilante del salón, ante doradas mesitas, bebemos nuestro té, fumamos nuestros cigarrillos y contemplamos las sombras animadas y parlantes». Además de las comidas con vino, vajilla y orquesta, de las siestas y de los paseos por la cubierta, y de las funciones de cine que daban a los pasajeros la ilusión de estar en tierra firme, en el barco se publicaba, cada mañana, un periódico con las noticias del mundo que llegaban por radio y que se redactaban e imprimían ahí mismo. De manera que el escritor, cuando salía de su camarote, recién duchado rumbo al desayuno, recogía el periódico que un marinero le había dejado en la puerta.

El último día de viaje, cuando ya están cerca de la costa de Estados Unidos, se encuentran, por primera vez, con un barco y Thomas Mann anota una curiosa costumbre marítima; dice que cuando se iban acercando los dos barcos, a una señal que salió del silbato del puente de mando, arriaron sus banderas y que después de pasar uno al lado del otro, ya que se habían distanciado y obedeciendo un nuevo silbatazo, las volvieron a izar.

El barco llegó a Nueva York una mañana de niebla, lo primero que vieron Thomas Mann y su mujer fue la Estatua de la Libertad, que les pareció un «recuerdo clasista, símbolo ingenuo, tan extraño ya en los días que vivimos». Después el barco apagó los motores y empezó a ser remolcado hacia el atracadero. Mientras se van acercando, el escritor experimenta cierto desasosiego, la ausencia del rumor que producían los motores provoca un extraño silencio, un vacío que le hace pensar en su lectura de Don Quijote, en el sentido que tiene su viaje a Nueva York, y en el ambiente hostil y oscuro que empezaba a adueñarse de su país, aquel mayo de 1934.

La lentitud

Los hermanos Rothschild hicieron su inmensa fortuna gracias a la velocidad con que recibían y emitían información. Desde luego que también contaba su endemoniado olfato financiero, su arrojo y su legendario talento para introducirse en los círculos del poder de medio planeta. Pero estas calidades necesitaban de la velocidad para transfigurarse en el imperio que consiguieron forjar.

La fortuna de los Rothschild tiene su origen en los variados negocios de compra-venta que hacía en Fráncfort el patriarca, Mayer, a mediados del siglo XVIII, pero desde 1810 la familia se dedica casi exclusivamente a comprar y vender dinero.

Si rastreamos el origen de la crisis económica que padecemos, de esas operaciones financieras instantáneas que en un momento enriquecen a un individuo y ponen en jaque a un país; si tiramos de ese hilo a lo largo de la historia, llegaremos a las primeras operaciones financieras de los Rothschild.

Pongamos, como ejemplo, la batalla de Waterloo (1815). La bolsa de Londres esperaba con nerviosismo el resultado: si ganaba Napoleón caía el valor de los bonos consolidados ingleses y, si perdía, el precio de estos bonos aumentaba significativamente. Los Rothschild, al tanto del valor que tenía la información en las operaciones financieras y, sobre todo, de que esta tenía que llegar a toda velocidad, implementaron un sistema propio de correos, donde había palomas mensajeras y personas que corrían, o cabalgaban o navegaban de un lugar a otro, con valiosa información en las alforjas. Esto pasaba antes de la invención del telégrafo.

Nathan Rothschild, el hermano que llevaba los negocios en Inglaterra, fue a plantarse personalmente al puerto de Folkestone, a esperar el velero donde venía uno de sus hombres, que había embarcado en Ostende, con un periódico holandés, de tinta todavía fresca, que llevaba la noticia de que Napoleón había perdido la batalla. Nathan se desplazó a toda velocidad a la bolsa de Londres y, en contra de la lógica bursátil que imperaba entonces, procedió a vender esos bonos que estaban llamados a subir de precio. Como era el hombre más influyente del mercado financiero, un gesto suyo bastaba para hundir o levantar una emisión, pues todos sus colegas seguían su ejemplo. Una vez hundido el valor de los bonos, un minuto antes de que fuera demasiado tarde, Nathan compró, por un precio irrisorio, un paquete enorme de esos bonos cuyo precio, al conocerse la noticia de la derrota de Napoleón, se iría a las nubes.

En aquella época la velocidad de la información era la de los caballos, la del jinete que cabalgaba llevando la noticia, hasta que unos años más tarde, también los Rothschild, comenzaron a desarrollar el ferrocarril, una máquina más veloz que el caballo, que en su momento fue vista con escepticismo e incluso con temor.

El tren democratizó los viajes por tierra pero antes, a pesar de esas bondades que hoy nos parecen tan evidentes, tuvo que vencer la reticencia de la gente que, como pasa cíclicamente desde el principio de los tiempos, recela y hasta teme los nuevos inventos. Pensemos, por ejemplo, en la desconfianza que produce hoy el libro electrónico, que se parece a la que en su tiempo acompañó al teléfono móvil y al microondas, que emitían perniciosas radiaciones. Un temor fundamentado en la desconfianza que producen la ignorancia y la inexperiencia, parecido al que hoy acompaña a los videojuegos de la PlayStation: «Te vas a convertir en asesino serial», «te vas a volver idiota», se le augura, sin mucho fundamento, al niño.

Para atenuar el desconcierto que producían los primeros trenes al pasar por los pueblos europeos, se contrataba un jinete que iba a todo galope en su caballo, quinientos metros por delante de la máquina, avisando a gritos que venía el tren, tocando frenéticamente una trompeta y espantando animales y gente que todavía no asociaba los rieles con la locomotora, y a esta con un porrazo mortal.

A pesar de los gritos y las trompetas de aquellos esforzados jinetes, la prensa de la época arremetía con saña contra el nuevo invento. En Austria, por ejemplo, se aseguraba que el sistema respiratorio humano no resistiría una velocidad continuada de más de quince millas por hora sin averiarse, y que los pasajeros llegarían a su destino sangrando por la nariz, los ojos y las orejas. En Francia los periódicos vaticinaban que las chispas que producía la máquina provocarían incendios devastadores que terminarían transfigurando al país en un desierto; o que a su paso las locomotoras generarían estampidas de ganado y que el hollín que se desprendía del humo marchitaría las flores y provocaría infecciones cutáneas en los niños.

Aquel horror pasó pronto, como pasa cíclicamente con algunos inventos, y unos meses más tarde los trenes circulaban sin jinete por delante, sin pasajeros sangrantes y sin desertizar a su paso los campos. La humanidad digirió a aquel monstruo, y quedó lista para el siguiente miedo.

Con el tren los negocios de los Rothschild adquirieron más velocidad, igual que la información, y que la vida misma, que a partir de entonces se desembarazó de la lentitud de escala humana y comenzó a correr desaforadamente.

En este milenio, el viaje que hacen los periódicos para llegar frente a los ojos del lector ha cambiado radicalmente, ha pasado de la velocidad del tren, de la furgoneta o del avión, a la velocidad de la Red, que es la del instante. Y cuando las noticias no tardan más que un instante en llegar, generan un vacío temporal —ese que ocupaba su desplazamiento— que obliga a producirlas, las haya o no, a la misma velocidad. Y luego hay que sumar las noticias que van montadas en la radio o en la televisión, que ya nacieron así, moviéndose con inaplazable urgencia, a esa velocidad que también se cuela por el móvil, por el ordenador y por la tableta, y que termina contaminando todos los estratos de la vida.

Estamos saturados de noticias veloces, que no siempre son importantes y, quizá, sería mejor no saberlas porque consumen un tiempo, y un espacio, que podríamos aplicar en otra cosa.

¿Y de qué nos sirve a usted y a mí, personas normales que no esperamos noticias urgentes para hundir o levantar el mercado bursátil, tanta velocidad? ¿A qué viene tanta prisa?

En la película El discreto encanto de la burguesía, del genial Luis Buñuel, un escuadrón militar departe en el comedor de una familia, en una casa campestre; charlan animadamente mientras les van sirviendo la comida. De pronto, llega un mensaje de la comandancia que los obliga a levantarse precipitadamente de la mesa y salir al campo a batirse a tiros con el enemigo. Ignorando la velocidad que acaba de imponerles la comandancia, el jefe del escuadrón ordena a sus soldados que regresen a su sitio en la mesa, y pide a uno de ellos que cuente lo que soñó la noche anterior. El soldado, que por lo visto posee una excepcional riqueza onírica, comienza a narrar despaciosamente su sueño y la velocidad se interrumpe, se impone la calma, se establece un territorio en el que los soldados se refugian de la precipitación y de la prisa.

Un paisaje, un acontecimiento, una experiencia vividos a toda velocidad, son distintos si se viven con lentitud: se encuentra uno con esa experiencia como si fuera la primera vez. Para conseguir esto basta con seguir los pasos del personaje de Buñuel, bajarse de la vida veloz y abrazar la vida lenta.

La lentitud. El desplazamiento a escala humana nos permite practicar la arqueología interior, hacer un viaje hacia dentro en busca de astillas y fragmentos que nos conduzcan hasta un descubrimiento crucial que termine reorientándonos la vida; un descubrimiento que difícilmente vendrá del exterior. No sé si será exagerado decir que tanta velocidad nos impide conocernos.

La vida lenta. Hacer largas caminatas mientras se ensaya esa arqueología interior, conversar sin prisa y de manera arborescente, contar historias alrededor del fuego, observar con mucha atención, durante mucho tiempo, cómo se mueve la hoja de un árbol, o de qué forma pasa el viento sobre la hierba, porque ahí está la verdadera información, la verdadera noticia que es el misterio del mundo.

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9788412123784
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