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4. Cultura de mezcla: criollismo, modernidad e invención

Al analizar los movimientos argentinos de vanguardia, detectamos un proceso similar con respecto al de otros territorios latinoamericanos. En el primer capítulo del libro Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, titulado “Buenos Aires: una ciudad moderna”, Beatriz Sarlo (2007 [1988]) hace una descripción minuciosa de algunas de las obras que Xul Solar exhibió en Buenos Aires a partir de 1924, fecha de su regreso al país luego de haber residido doce años en Europa. La geometrización de las figuras que pueblan sus composiciones, y el carácter místico y simbólico que las caracteriza, son algunos de los rasgos derivados de las influencias europeas, como la vertiente visionaria-utópica del expresionismo alemán, de acuerdo a la cual la arquitectura permitiría la unión del hombre y las prácticas artísticas, pero también los artistas de Die Brüke y la impronta espiritual de Der Blaue Reiter, fundamentalmente a través de la obra de Paul Klee y Wassily Kandinsky.

La reconstrucción de Sarlo, asimismo, logra captar el sistema iconográfico característico del trabajo de Xul Solar, que combina banderas, efigies precolombinas, signos astrológicos y cabalísticos, construcciones fantásticas, personajes híbridos antropo-zoomorfos, panlengua, neocriollo y “modernas quimeras” (Sarlo, 2007 [1988]: 13): hombres con cabeza de ave, ruedas en los pies, chimeneas, escaleras y anclas desprendidas desde el centro del cuerpo y hélices en el cuello que les permiten sobrevolar un paisaje esquemático y descontextualizado. Estas últimas imágenes refieren a Dos mestizos de avión y gente (1935), realizada en lápiz acuarela y grafito sobre papel. El mestizaje propio de las obras de Xul Solar, compuestas por la coexistencia de elementos heterogéneos, es leído por Sarlo como un “rompecabezas de Buenos Aires” (Sarlo, 2007 [1988]: 14), cuya mezcla asimismo resonó en la esfera cultural. Los imaginarios de modernización argentinos fueron modulados por una doble tendencia que de forma simultánea “intersectó modernidad europea y diferencia rioplatense, aceleración y angustia, tradicionalismo y espíritu renovador, criollismo y vanguardia” (Sarlo, 2007 [1988]: 15). Entre los años veinte y treinta, en Buenos Aires no solamente se mezclaban idiomas, como efecto del proceso migratorio iniciado hacia fines del siglo xix, sino que también se fusionaban paisajes diversos, donde convivían cables de alumbrado eléctrico, medios de comunicación novedosos como la radio y la ramificación del tranvía, con terrenos baldíos que aún no habían sido incorporados al nuevo diseño urbano. Se trataba de un proyecto en vías de concreción que sorprendía a los habitantes que todavía recordaban la fisonomía de la Buenos Aires de antaño. Los vestigios de la ciudad del pasado comenzaban a solaparse con los primeros signos de la capital moderna, configurando una “cultura de mezcla” que resultaba de la coexistencia de “elementos defensivos y residuales junto con los programas renovadores; rasgos culturales de la formación criolla al mismo tiempo que un proceso descomunal de importación de bienes, discursos y prácticas simbólicas” (Sarlo, 2007 [1988]: 28).

En su investigación acerca de la imaginación de futuro en Buenos Aires en torno al Centenario, Margarita Gutman (2011: 26) advirtió que las imágenes anticipatorias del porvenir construyeron un futuro urbano, vale decir, un “futuro de ciudades”. Las tensiones descritas por Sarlo entre las reminiscencias de la Buenos Aires que había sido y los nuevos rasgos urbanos adquiridos son también subrayadas por Gutman. El futuro de la ciudad imaginada, alterada por su incremento demográfico, composición social y mercado interno, “contrasta con el desarrollo económico del país en esos años, básicamente centrado en la explotación agropecuaria” (Gutman, 2011: 27). En las primeras dos décadas del siglo xx creció el interés por la ciencia y la tecnología en el ámbito porteño, cuya atracción cristalizó en la convicción de que estas esferas permitirían “iluminar los excitantes senderos de un futuro mejor, llenos de confort y velocidad” (Gutman, 2011: 28). La autora demuestra que los idearios de modernización que fueron plasmados en las revistas ilustradas de la época –Caras y Caretas, La Vida Moderna y El Hogar, entre otras– se nutrieron de las innovaciones tecnológicas que estaban transformando el paisaje de Buenos Aires, en particular, las comunicaciones, el transporte y la electricidad. Mientras que los “planes letrados disciplinares”, diseñados por ingenieros, arquitectos, paisajistas, higienistas y funcionarios públicos, se basaron en los proyectos urbanos parisinos para mejorar la ciudad preexistente manteniendo la cuadrícula, abriendo avenidas, creando plazas y jerarquizando puntos centrales, pero eludiendo la incorporación de los desarrollos tecnológicos, la propuesta de la “ciudad vertical del porvenir”, construida y difundida por las revistas ilustradas, tomando como modelo a Nueva York, fue completamente diferente (Gutman, 2011: 37). La ciudad vertical del porvenir ideó un plan urbanístico vertical y tridimensional, conectado por diferentes medios de transporte, provisto de energía eléctrica y permeable a todos los desarrollos científicos y tecnológicos de la época. Gutman resume las oposiciones entre ambos planes en los siguientes términos:

(…) la ciudad bidimensional desarrollada sobre un plano principal de los planes letrados versus una estructura tridimensional que ocupa el espacio aéreo en la ciudad vertical del porvenir; los transportes corriendo mayormente sobre un único plano horizontal versus los transportes que conquistan el aire y corren por estructuras tridimensionales segregados por tipo y velocidad; la organización jerárquica y centralizada versus estructura isomorfa en red; una concepción unitaria de plan versus un agregado por fragmentos; los espacios de lugares de los planes letrados versus espacios de flujo de la ciudad vertical del porvenir; las calles como ámbito de encuentro y multifuncionales versus calles sumergidas destinadas al transporte y los servicios; energía eléctrica utilizada como apoyo al funcionamiento de la ciudad versus energía eléctrica vital para el funcionamiento de los flujos; ciudades distantes conectadas relativamente en el tiempo versus compactación del tiempo y el espacio con la comunicación instantánea y los transportes; ritmos de vida rutinarios cíclicos de día y noche versus la ciudad 24/7. (Gutman, 2011: 39)

Pero los imaginarios de modernización y la fe en el futuro no se manifestaron de igual manera en los distintos círculos políticos e intelectuales. El cosmopolitismo de los sectores conservadores coexistía con cierto desdeño hacia el proceso de modernización urbana. Este último fue encarnado por artistas y pensadores que añoraban el pasado perdido y defendían una utopía centrada en el escenario rural. Si Manuel Gálvez, Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas habían expresado desde distintas perspectivas un nacionalismo cultural melancólico en torno al Centenario de la Revolución de Mayo, una década más tarde Ricardo Güiraldes proclamaba un ruralismo utópico (Sarlo, 2007 [1988]: 43), mientras que Jorge Luis Borges impulsaba un criollismo urbano de vanguardia, afín a la propuesta estética y conceptual de Xul Solar, entrelazando tradiciones rioplatenses y corrientes europeas como el ultraísmo. La argentinidad ya no radicaba en la figura del gaucho y el ambiente del campo, sino en la construcción de personajes suburbanos. A diferencia de la producción plástica de Xul Solar, atraída por las máquinas y las ciudades fantásticas tecnologizadas, y lejos también de los paisajes urbanos futuristas descritos por Arlt en obras como El amor brujo –los cuales en gran medida recuerdan las ciudades proyectadas por las revistas ilustradas y evocan escenas de películas de Fritz Lang o Friedrich Murnau17–, Borges aún enunciaba la nostalgia hacia la ciudad criolla en vías de desaparición (Sarlo, 1995).

La revista Martín Fierro, publicada entre 1924 y 1927, fue uno de los órganos difusores de la vanguardia argentina de los años veinte y un instrumento de intervención en el nuevo paisaje moderno (Sarlo, 2007 [1988]). Influida por el ultraísmo, los textos de Ramón Gómez de la Serna y la obra de Evaristo Carriego, la publicación buscaba producir una renovación estética, al mismo tiempo que se preguntaba por la identidad nacional y el modo de abordarla desde la consolidación de un lenguaje vanguardista. La revista contó con las participaciones de escritores como Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges y Leopoldo Marechal, así como de artistas visuales, entre ellos Xul Solar, Norah Borges y Emilio Pettoruti. En el “Manifiesto de Martín Fierro”, escrito por Girondo en 1924 e incluido en el cuarto número de la publicación, se pone en evidencia la atracción ejercida por los desarrollos de la técnica, la cual operaba como “discurso de lo nuevo” (García Cedro, 2014: 23). En los primeros párrafos del texto, se hacía referencia a la nueva sensibilidad que caracterizaba a la época y que permitía descubrir “panoramas insospechados y nuevos medios y formas de expresión” (Martín Fierro, 1924: 1). Haciendo eco de la famosa frase del “Manifiesto del Futurismo” (1909), firmado por Marinetti y citado previamente, donde el artista italiano declaraba que “un automóvil rugiente que parece correr sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia” (Marinetti, 1979 [1909]: 307), el manifiesto argentino exponía: “MARTÍN FIERRO se encuentra (…) más a gusto en un transatlántico moderno que en un palacio renacentista, y sostiene que un buen Hispano-Suiza es una OBRA DE ARTE muchísimo más perfecta que una silla de manos de la época de Luis XV” (Martín Fierro, 1924: 2). Aunque Girondo no ignoraba los aportes americanos para el desarrollo de un lenguaje artístico propio, destacaba la confianza en la “capacidad digestiva y de asimilación”, la importancia de dar un “tijeretazo a todo cordón umbilical” y la necesidad de “mirar el mundo con pupilas actuales” (Martín Fierro, 1924: 1-2).

Paralelamente, la izquierda nucleada en torno a la editorial Claridad, representada en el campo de las artes plásticas por los Artistas del Pueblo –José Arato, Adolfo Bellocq, Guillermo Facio Hébecquer, Agustín Riganelli y Abraham Vigo–, rechazó la tendencia de la revista Martín Fierro y el Grupo de Florida, calificándolos como extranjerizantes y cosmopolitas. Optaron, en cambio, por retratar la vida del proletariado en aguafuertes, xilografías y litografías realistas que se valían de técnicas de reproducción sencillas para lograr su amplia difusión. Mientras tanto, Martín Fierro refería a la literatura del Grupo de Boedo como una producción escrita por quienes mantienen una relación con el lenguaje exterior y buscan ocultar su pronunciación extranjera (Sarlo, 1982). No obstante, es conveniente evitar las frecuentes aseveraciones radicales que se agotan en el antagonismo tecnofilia martinfierrista/tecnofobia boediana. Aunque en la revista Martín Fierro la técnica aparecía sobre todo como símbolo de lo nuevo, mientras que para Claridad y los artistas de Boedo la máquina era el ícono de la explotación de la clase trabajadora18, hubo asimismo zonas intermedias dadas por la concurrente seducción y rechazo hacia la técnica. Así lo testimonia la obra de algunos artistas que participaron simultáneamente de ambas publicaciones.

En síntesis, la idea de lo nacional fue adquiriendo sentidos diversos en función de las distintas percepciones de los actores sobre su realidad contemporánea (Wechsler, 2010: 311): algunos traducían la pregunta identitaria en paisajes campestres y retratos de los personajes locales; otros mostraban los efectos indeseados del proceso de modernización mediante un arte social que aspiraba a la liberación de los trabajadores oprimidos; y un tercer grupo apostaba al desarrollo de nuevos lenguajes que afianzaran un verdadero arte de vanguardia.

5. Neurosis identitaria: ¿civilización mecanizada o barbarie artesanal?

Los idearios que asocian a la máquina con el ámbito de la ciudad, por oposición al contexto rural ajeno a los avances de la técnica, hunden sus raíces en las tensiones decimonónicas entre civilización y barbarie. Estas fricciones no fueron privativas del ámbito argentino, sino que se inscriben en la “neurosis identitaria” que ha expresado sus síntomas en el terreno de las artes plásticas, jugando de rebote a través de la apropiación de tendencias hegemónicas provenientes del norte (Mosquera, 2010). En el marco del proyecto de investigación “Arte Contemporáneo del Ecuador” (Centro Ecuatoriano de Arte Contemporáneo), Gerardo Mosquera sugirió que la pregunta latinoamericana por el quiénes somos ha emergido de una serie de causas específicas propias de la historia de la región, como los múltiples componentes de su etnogénesis, los complejos procesos de acriollamiento e hibridación, la presencia de grandes grupos indígenas no integrados, y el enorme flujo migratorio mantenido durante todo el siglo xx (Mosquera, 2010: 124).

Cuando en los años cuarenta José Medeiros participó de la Expedición Roncador-Xingú, en Mato Grosso, impulsada por la presidencia de Getúlio Vargas con el objetivo de adentrarse en el territorio central de Brasil, el artista tomó diversas fotografías que retrataban a los grupos indígenas de la zona. En una de ellas, titulada Indios Xavante empurrando avião, cinco indios pertenecientes a esta etnia amerindia son capturados de espaldas mientras empujan desnudos una de las alas de una avioneta. Una sexta persona asoma en primer plano parcialmente cubierta por la hélice. En otra imagen, un habitante yawalapiti hace un movimiento similar; también fotografiado de atrás, toma con su mano derecha una de las ruedas de la nave y apoya la izquierda sobre su parte delantera. Ambas fotografías resumen las antinomias tecnología/naturaleza y pasado/futuro, al mismo tiempo que recuerdan la figura del “bárbaro tecnizado”19 referido por Oswald de Andrade en el “Manifiesto Antropófago” de 1928: mediante la operación antropofágica implícita en la deglución de lenguajes artísticos extranjeros, en pos de la consolidación de un arte local, el bárbaro tecnizado expresa la posibilidad de apropiación del patrimonio cultural de los países centrales, incluso sus conocimientos y herramientas técnicas. Despojándola de su aspecto alienador, la Antropofagia contribuiría con la humanización de la técnica y a liberar así su potencial creativo (Nitschack, 2016).

La dicotomía entre civilización y barbarie marcó tajantemente los idearios argentinos. Aquella utopía encarnada por la consolidación de una nación moderna, forjada hacia fines del siglo xix por la Generación del 80 y continuada durante la centuria siguiente, concibió a la máquina como símbolo de civilización. De esa forma tendió a configurar una esfera tecnológica en tanto dominio universal, evitando problematizar los significados locales de los medios, instrumentos y herramientas comprometidos. Si la ciudad era concebida como el espacio civilizado que albergaba los desarrollos de la tecnología, el campo no era más que un territorio atrasado y vacío –un “desierto”– que había que ocupar. Según Paola Cortés-Rocca (2011: 128), quien se dedicó a estudiar las transformaciones culturales producidas por el surgimiento de la fotografía hacia fines del siglo xix, la detentación de la máquina precedía al propio acto de conquista. Más aun, dicha posesión constituía el fundamento que desencadenaba toda la operatoria: la civilización se autoconcedía el derecho de domesticación de la barbarie porque ostentaba la técnica que certificaba su carácter civilizado.

Estos idearios no solo impactaron en el ámbito de las artes, sino también en los campos de la ciencia y la tecnología. También lo hicieron las tensiones entre nacionalismo y cosmopolitismo aludidas en los apartados precedentes. En el plano específico de la conformación y el desarrollo de las políticas de ciencia, tecnología e innovación en la Argentina, se hacen ostensibles las fricciones entre dos estrategias dispares que han ido alternándose en distintos períodos, especialmente desde mediados del siglo xx: por un lado, estrategias político-tecnológicas que tienden a disminuir el papel regulacionista del Estado y favorecen la importación de tecnología, entendiéndola como una vía necesaria y eficaz para contribuir con el proceso de modernización; por otro lado, modelos caracterizados por un mayor nivel de intervencionismo estatal en los distintos sectores de la economía, mediante la creación de instituciones tendientes a promover, regular y solventar el desarrollo tecnológico. Diego Hurtado (2010: 18), físico y especialista en historia de la ciencia argentina, sintetizó estas tensiones al describir el “impacto traumático” –otra faceta de la neurosis identitaria descrita por Mosquera– que sufrieron las instituciones al pasar de un régimen de sustitución de importaciones, basado en la industrialización, a la apertura económica y la desregulación del mercado. En una de las entrevistas realizadas por Hurtado a distintos especialistas citados por el libro, el autor retoma la postura de Juan Carlos Del Bello, quien afirmó que la comunidad científica argentina cabalga en medio de contradicciones. Mientras que algunos cuestionan la intervención del Estado a favor de la autonomía científica y económica, otros defienden la estatización de la ciencia y la tecnología (Hurtado, 2010: 225).

La década del treinta habría sido clave para la historia de la ciencia local porque para esa época ya había surgido una comunidad científica que disputaba su posicionamiento político y social –un campo científico en términos de Bourdieu– y, por otra parte, se asistía al inicio del proceso de industrialización que repercutiría en el aspecto económico de las tareas de investigación. La tesis de Hurtado sugiere que desde 1930 fueron combinadas sucesivas perspectivas idealizantes sobre la actividad científica de otros países que funcionaron como modelos, entre ellos Alemania, Estados Unidos y Japón, según una lógica de caja negra: “se proponen ajustes a la entrada para obtener un resultado a la salida” (Hurtado, 2010: 13). La yuxtaposición caleidoscópica de enfoques e imaginarios provenientes de los países “avanzados”20, sumada a la ausencia de firmes políticas públicas que promovieran el crecimiento y la consolidación del campo tecno-científico, habrían provocado que el sistema de la ciencia y la tecnología argentinas no lograra superar su estadio de subdesarrollo. Sería ingenuo relegar la solución del problema a la cuestión financiera, descuidando el carácter sustancial desempeñado por aspectos relativos a la gestión e infraestructura:

(…) Hoy el país tiene la capacidad de fabricar satélites, pero debe pagar muchos millones de dólares para ponerlos en órbita. Estas historias muestran que no importa cuánto capital se invierta, ni la capacidad de los científicos e ingenieros involucrados, ni el grado de avance alcanzado, ni los metros cúbicos de instalaciones, la volatilidad de los proyectos de desarrollo de tecnologías complejas en los países periféricos depende de manera vital de la capacidad de gestión política y diplomática. (Hurtado, 2010: 232-233)

Repetidamente las políticas públicas combinaron de manera heterogénea un complejo de prescripciones elaboradas con la mirada puesta en casos exitosos de otras latitudes (Hurtado, 2010: 12), pero omitiendo trabajar en las condiciones de posibilidad necesarias para que aquellas teorías exógenas fueran asimiladas, o bien en los desafíos planteados por la adaptación de tecnologías de punta en contextos diferentes a los ámbitos en los cuales dichas innovaciones han sido desarrolladas.

6. Artistas inventores

Una arista de las complejidades inherentes a la cultura de mezcla es advertida en la configuración de imaginarios de modernización divergentes, encarnados en determinadas figuras que asumieron los avances de la técnica desde perspectivas antagónicas. La fascinación provocada por la ciencia y la tecnología no solo operó como ícono de lo nuevo en las búsquedas de las vanguardias estéticas, sino que también integró los “saberes del pobre” (Sarlo, 1992: 9) que mixturaban fragmentariamente conocimientos tecno-científicos y paracientíficos diversos –astrología, alquimia, hipnosis–, compensando las diferencias culturales entre la esfera letrada y la cultura de los sectores populares, sobre todo de origen inmigratorio. Poco a poco nacía la figura del inventor. Frente a los saberes teóricos del intelectual, los “amateurs de lo nuevo” (Sarlo: 1992: 90), de origen popular, trabajaban de modo autodidacta estimulados por la ilusión de obtener fama y riqueza, mediante un saber hacer que convertía a la técnica en la “literatura de los humildes” (Sarlo, 2007 [1988]: 57). Esta figura del inventor resulta paradigmática en algunas obras de Roberto Arlt, en particular El juguete rabioso, Los siete locos y Los lanzallamas, cuyos personajes denotan “saberes o prácticas que entrecruzan modernidad y arcaísmo, ciencia y paraciencia, empirismo y fantasías suprasensoriales” (Sarlo, 2007 [1988]: 55), vale decir, otra de las manifestaciones de la cultura de mezcla forjada en Buenos Aires en los años veinte y treinta. No obstante, en otras obras de Arlt como El amor brujo, anteriormente nombrada, el autor proyecta imaginarios urbanos que no reconocen filiaciones con los saberes del pobre, sino que son concebidos más allá del paisaje real de la Buenos Aires de los años treinta y más acá de la idea de una ciudad del futuro atravesada por la técnica. Allí se superponen imágenes de rascacielos y muros de cobre, aluminio o cristal con descripciones de los viejos conventillos, el aire contaminado y las calles sucias y atiborradas, bajo una “estética industrial barroca” (Sarlo, 1992: 48), casi un “delirio gótico” (Sarlo, 1992: 52), que también expresa la cultura de mezcla porteña.


Fernando Crudo, Fotoliptófono. Foto: Ianina Canalis

Fernando Crudo pudo haber sido uno de los protagonistas arltianos y probablemente su invento hubiera quedado plasmado en alguna obra de Xul Solar, junto con otras de las máquinas fantásticas representadas por el artista. Aunque el trabajo de Crudo –formado como químico industrial en una escuela politécnica porteña– no comprometió prácticas místicas ni imaginó una ciudad del futuro, su labor combinó técnicas litográficas, fotográficas y fonográficas que resultaron en la creación de su fotoliptófono, concebido en la década del veinte y patentado en 1934. Basándose en la reciente tecnología del cine sonoro, donde una fuente de luz impactaba en la tira de oscilogramas y las variaciones lumínicas captadas por un sensor eran traducidas a modulaciones de sonido, Crudo diseñó un artefacto que permitía grabar y reproducir audio tomando como soporte a una hoja de papel. El dispositivo consistía en un cilindro motorizado que contenía una película fotosensible. Al girar, una lámpara proyectaba luz sobre él, al tiempo que un micrófono relevaba las variaciones sonoras y las convertía en cambios de tensión. De acuerdo a las descripciones de Jorge Petrosino y Ianina Canalis, quienes estudiaron la historia del fotoliptófono en el marco de un proyecto de investigación radicado en la Universidad Nacional de Lanús, el proceso se completaba del siguiente modo:

Para lograr las escalas de grises, se amplificaba la señal del micrófono para llegar con mayor nivel a un tubo de vidrio encorvado que contenía gas de neón enrarecido que, según la corriente que pasaba por él, emitía una luz actínica (acción química de las reacciones luminosas) proporcional a la corriente que lo atravesaba, la cual era reflejada por un reflector de metal pulido que concentraba la luz sobre el objetivo. Entonces la luz emitida quemaba la información de audio sobre la película sensible a la luz. (Canalis, 2010: § 3.3.1)

Cuando finalizaba el proceso de grabación, la película mostraba un conjunto de líneas que contenían la información sonora y, luego de ser revelada, se obtenían matrices litográficas para imprimir páginas sonoras. A través de un proceso inverso al de grabación, las páginas debían ser colocadas en el fotoliptófono para que las líneas fueran iluminadas. Una célula fotosensible captaba las variaciones de luz, las convertía en energía eléctrica y, finalmente, los sonidos eran amplificados por un parlante. En julio de 1933, el diario francés Le Journal publicó una página que contenía unos minutos de sonido impreso. Este desarrollo habría sido el primer intento de difundir sonido en un medio masivo de comunicación (Canalis y Petrosino, 2014).

Si Fernando Crudo constituye un exponente de la figura del inventor-artista, en tanto aplicó saberes técnicos para el desarrollo de una máquina que, al permitir transformar los procedimientos de grabación y reproducción de sonido, pudo haber revolucionado el mundo de la música de la década del treinta, en los años cuarenta Gyula Kosice personifica el artista-inventor, quien desde el campo artístico fusionó medios tradicionales, herramientas tecnológicas e imaginarios científicos, de cara a fundar una práctica artística que se integrara a la vida.

La noción de invención operaba a nivel pragmático pero también poético. En 1944, Kosice había formado parte del núcleo editor de Arturo. Revista de artes abstractas, junto con Carmelo Arden Quin, Rhod Rothfuss, Edgar Bayley, Tomás Maldonado y Lidy Prati. La revista fue el órgano difusor del arte concreto rioplatense. La conformación del grupo fue signada por la confianza de que el proyecto marxista lograría consolidar un mundo nuevo (Gradowczyk, 2006). De hecho, la afiliación al Partido Comunista pudo haber sido uno de los rasgos que mantuvo unidos a los miembros de la agrupación.

El único número de la revista que fue publicado incluyó textos y poemas de Kosice, Arden Quin, Bayley y Rothfuss. También se sumaron los de Joaquín Torres García21, Vicente Huidobro y Murilo Mendes22, además de las reproducciones de Maldonado, Rothfuss, Prati, Vieira da Silva, Augusto Torres, Torres García, Kandinsky y Mondrian. En la retiración de cubierta figuraba la definición del término “inventar”, como el hallazgo o descubrimiento de una fuerza de ingenio hasta entonces desconocida. La “invención” propiamente dicha era pensada como la acción o el efecto de inventar, aunque ubicada en las antípodas del automatismo que el invencionismo proponía superar (García, 2011). El invencionismo habría encarnado un nuevo modo de afrontar el hecho artístico, jerarquizando la autonomía del acto de invención y su aspecto intelectual por sobre las características meramente descriptivas:

La invención era precisa, científica, delimitada y surgía a través de un proceso intelectual que reorganizaba ese proyecto creativo. “INVENCIÓN CONTRA AUTOMATISMO” implicaba entonces el reconocimiento superador de la técnica surrealista y la proposición de un segundo momento, un nuevo estadio en la creación estética. (García, 2011: 32)

De esa forma, el grupo proclamaba la primacía del concepto de invención sobre la impronta onírica del surrealismo, al igual que desdeñaba la personalización de la obra de arte característica de otras tendencias que hacían foco en la subjetividad del artista y en las cualidades expresivas, simbólicas y representativas. En el primer escrito que aparece en Arturo, firmado por Arden Quin, el autor demuestra la influencia del materialismo histórico y deja en claro el interés del arte concreto por sintetizar las imágenes figurativas, mediante una conciencia ordenadora que logre depurar el caos de la imaginación “aflorando en todas sus contradicciones” (Arden Quin, 1944). El primitivismo expresivo, el realismo representativo y el simbolismo, guiados por la significación, eran contrastados con un período de recomienzo, concebido como un primitivismo moderno y científico sustentado en el propio concepto de invención (García, 2011: 31).

Otras fuentes también sugieren que el término “invencionismo” respondía a la utopía de reconstrucción racional y humanista perseguida por los artistas de la revista Arturo, donde convergían las búsquedas de la Bauhaus, el neoplasticismo y otros movimientos europeos vinculados con la abstracción (Grinstein, 2007: 110). Si bien el concepto de invención apuntaba a superar el automatismo surrealista para luego racionalizar aquellas primeras expresiones desordenadas, García (2011: 66) plantea que aún se hacía mención a una primera instancia creativa libre. De todas maneras, el invencionismo se consolidó como término equivalente al de arte concreto, en estrecha correlación con las ideas de Van Doesburg en torno al grupo Art Concret, luego recuperadas por Max Bill, cuyos planteos repercutirían en el ámbito latinoamericano de la década del cincuenta. Aquellas influencias europeas se intersectaron con la repercusión del creacionismo de Vicente Huidobro, quien en su poema “Arte Poética” ya había referido al papel central de la invención en la creación artística (Grinstein, 2007: 110). En la obra se lee: “Que el verso sea como una llave; / Que abra mil puertas; / Una hoja cae; algo pasa volando; / Cuanto miren los ojos creado sea; / Y el alma del oyente quede temblando. / Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; / El adjetivo, cuando no da vida, mata” (Huidobro, 2011 [1916]: 13).

El sentido técnico y político de esta noción para los artistas de la revista Arturo es otro de los temas investigados. Si bien la concepción del artista como inventor defendía el rigor de la obra de arte desde un punto de vista estético, al mismo tiempo preservaba el ideal de que el desarrollo científico constituía un progreso para la sociedad (Del Gizzo, 2014). Dicho ideal se desprendía de la perspectiva teleológica marxista pero también respondía a la fe burguesa en los avances técnicos como símbolos de progreso, en un contexto que todavía no se había enfrentado a las desilusiones que advendrían poco tiempo después. La Argentina de mediados de los años cuarenta aún conservaba el entusiasmo ocasionado por la culminación de la Segunda Guerra Mundial, e inclusive, a nivel local, se mostraba optimista hacia los desarrollos de la industria: “(…) todavía no se había producido el bombardeo a Hiroshima ni el juicio de Nüremberg, por el cual se conocieron las atrocidades nazis, las dos consecuencias más oscuras de los vertiginosos adelantos técnicos originados durante la guerra” (Del Gizzo, 2014: 47).

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9788418095443
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