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Читать книгу: «Claroscuro», страница 5

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Javier se da la vuelta mientras a sus labios asoma una cuestión. Mira a Íñigo y después, con estudiada calma, a Paloma.

—¿Cuántos?

—Ocho, con tres o cuatro balazos cada uno —responde con lentitud Paloma—, hay hasta un total de treinta y dos asientos más que podrían encajar y pertenecer al mismo autocar, los restos de tapicería, la reseña del fabricante, y la numeración que, aunque borrosa, estamos convirtiendo en legible, nos dan una probabilidad muy alta —realiza una pausa, los ojos de Javier la miran con intensidad, en sus labios es incapaz de distinguir si hay un deje de sonrisa o de concentración—. Pero tan solo ocho tienen restos de haber recibido disparos.

Parece que Javier se va a aproximar aún más a la inspectora, los labios de ella se entreabren, como si quisiera decir algo, para detener o precipitar lo que fluye en su interior. “Qué te está pasando, parece que estás en la barra de un bar ligando, ¡por favor, contrólate.” Javier detiene su movimiento, la mira y, como quien abandona un náufrago en una isla, dedica su atención al subinspector.

—¿Ahora qué haréis? ¿Uniréis piezas, como si se tratara de un rompecabezas? —ha trazado cada gesto con estudiada preparación, consciente de lo receptiva que se encuentra Paloma. “Me encanta este juego, y prolongarlo le añade un alto valor de tensión.” Mira de nuevo a la inspectora. “Tranquila, todo a su momento.”

—Ese es el siguiente paso —Paloma utiliza un tono lo más neutro que puede, aunque continúa devolviendo los envites con sus pupilas castañas, rendidas cada vez más al inspector Javier Tordo—, pero necesitamos la ficha técnica que corresponde al vehículo concreto que estamos buscando.

—Que la tiene la empresa fabricante del mismo —las palabras son como de pasada, rememorando la conversación mantenida con el juez la noche anterior.

En ocasiones la casualidad mezcla las situaciones; las palabras finales de Javier van acompañadas del sonido de su teléfono móvil, que le avisa que tiene una llamada entrante. Se lleva el aparato al oído, sin que su rostro muestre ningún signo de sorpresa, y sin perder de vista a sus contertulios.

—Dígame —es su corta respuesta; tras escuchar en silencio, tan solo añade—: Ahora mismo voy, no se preocupe —un nuevo silencio antes de despedirse tan parcamente como comenzó la conversación—: Adiós.

—Enseguida regreso —lo dice mientras se aleja, aunque detiene sus pasos y con la cabeza medio ladeada, realiza un apunte—, no os mováis de aquí.

La voz de Paloma le llega con cierta cacofonía por la enormidad de la nave.

—Hasta que no tengamos esos documentos, poco podemos hacer ya.

—¿A dónde va? —es la pregunta que realiza Íñigo cuando Javier ha desaparecido, tragado por la zona en la que la iluminación que han dispuesto los técnicos muere.

—No lo sé, pero si no regresa en cinco minutos nos vamos —responde con cierta ofuscación ante la imprevista reacción del inspector, Paloma siente que el juego tiene otras variantes de hechos y formas, y se hace una pregunta: “¿De verdad quieres involucrarte en eso que insinúa Javier? Piensa que tal vez te estás equivocando, tu interpretación de sus miradas y gestos puede ser errónea.” Sus ideas se ven interrumpidas al ver avanzar la figura de Javier, con pasos cortos y rápidos; algo en ella se alivia, tal vez el saber que lo tendrá a su lado otra vez.

Una leve sonrisa acompaña el gesto del inspector al tenderle un sobre cerrado, de tamaño medio, a la inspectora. Clava su mirada en sus ojos, antes de decirle:

—La justicia ha actuado con diligencia, un secretario del juzgado aguardaba en la puerta con este envío.

Paloma rasga el sobre para acceder al contenido, lo que le da tiempo para apartarse de las pupilas de Javier. En esos momentos, en su cabeza continúa bailoteando la pregunta que no se ha respondido.

—Parece que el juez quiere que dispongamos de todos los instrumentos necesarios para resolver este caso —son las palabras de la inspectora, con un sentimiento de reconocimiento ante lo rápido que ha actuado Joaquín San Pedro.

—¿Vais a comenzar ahora con la reconstrucción? —pregunta Javier, que se adelanta unos pasos, dejando a su espalda a ambos policías.

—Sí —es tajante la respuesta de Paloma consultando su reloj, que marca la una de la madrugada—, trabajaremos hasta las cuatro —mira a Íñigo, que asiente con los párpados—. Después nos iremos a descansar y mañana reanudaremos el trabajo sobre las doce de la mañana.

Javier posa una mirada breve en los ojos castaños de la inspectora, que ella rehúye de manera consciente.

—Buenas noches, espero que les sean provechosas las próximas horas —sabe que su despedida debe de ser correspondida.

—Buenas noches, inspector —responde Íñigo, girando su cabeza con una mueca en los labios, difícil de interpretar.

—Hasta mañana —acompasa Paloma que, aunque de manera fugaz, se deja ver en las pupilas de Javier.

—En efecto, mañana vendré a verte —con rapidez se gira, dejando que sus palabras floten por la nave; Javier es siempre consciente de lo que dice, y cuando ha decidido plantear una búsqueda de algo más, ciñe bien cada sílaba. Aunque en esta ocasión, los velados recuerdos de las caricias de otra mujer le persiguen más que de costumbre; también es consciente de este hecho.

La directora Eva Garcilaso, a pesar del frescor de la noche, ha dejado la ventana ligeramente abierta, los ruidos de la ciudad invaden su espacio como seres conocidos, colegas diarios que en las noches de insomnio, recorren con ella el largo camino de la alborada.

Su mente continúa inmersa en la visita que recibió durante la mañana; de su cabeza no se aparta la conversación mantenida y los dolorosos recuerdos que han resurgido.

Evoca, sin poder remediarlo, imágenes de aquellos años, reminiscencias de diálogos, un complejo entramado de resguardados fotogramas que envolvía con tesón dentro de sí, pero que esta noche, liberando ataduras, flotan por su habitación. Aunque lo que más le preocupa es saber el motivo de aquella reunión.

“¿A qué se debe que, tras veinte años, la policía se presente para hablar del caso? ¿Por qué motivo revuelven el pasado?” Se gira en el rebujo que forman las sábanas. “¿Es que han dado con algo? ¿Será posible que, después de tanto tiempo, hayan encontrado alguna pista de lo que sucedió?” Abre los ojos y la oscuridad de la habitación los envuelve. “¿Qué otro motivo podría haber?”

—Dios mío, dios mío, los han encontrado, algo tienen, si no esa visita de la policía sería absurda —no se da cuenta de que habla, de que ha convertido sus pensamientos en un bisbiseo aletargado—. Dios mío —repite varias veces, apagándose el sonido casi muerto de su voz—. No hay otra respuesta, han descubierto el lugar donde fue a parar el autocar, y al encontrarlo, también han dado con el curso, con María —se incorpora hasta quedar sentada en la cama, hunde la cabeza entre sus manos—. Tanto tiempo, tanto tiempo y por fin vuelven. Tal vez ahora, esa idea confusa que nunca logró encajar se coloque en su sitio, ese detalle que veo pero que no entiendo, quizás se enfoque de otra manera —los sollozos la invaden, inundan sus ojos, las mejillas ajadas fenecen en las palmas de sus manos, una idea se plasma en su cerebro—: Tengo que hablar con Verónica.

Javier no se marcha de la nave, sino que se encamina al interior del hospital de campaña. Sus pasos cautos no despiertan de su labor a ninguno de los cuatro forenses que se encuentran en ese momento trabajando.

Durante sus años en el cuerpo, ha compartido casos con diferentes especialistas en el arte de trazar las líneas correctas en esas muertes que le obligan a intervenir a él; desde que le conoció, su relación con Federico Montes ha sido de enorme camaradería, llevando su amistad fuera de los asuntos policiales: cenas, copas y charlas hasta la madrugada.

Le reconoce por la tonsura de su pelo, que los años han ido acrecentando sin piedad. Al avanzar las distintas formaciones óseas, colocadas longitudinalmente, parecen una formación de soldados rindiéndole los honores.

—¿Hoy no vas a dormir? —con su pregunta Javier no logra que Federico se descentre de su trabajo, aunque la respuesta llega sin demora:

—Creo que no, teniendo en cuenta la que has liado. ¿A quién se le ocurre encontrar tantos cadáveres juntos? ¿Te aburrías, o qué?

Javier se sitúa en paralelo a su amigo, Federico es un hombre de rostro alargado y estrecho, como una caricatura; nariz ganchuda y barba que parece que nunca termina de afeitar, delgado, de andares desparramados, con un vestir despistado y carente de cualquier elegancia. Pero su cerebro funciona con una gran capacidad: forense, pianista, y maquetista de viejas batallas que colecciona en su casa. Le mira por encima de sus gafas redondas durante un instante, para regresar con diligencia al hueso que está examinando.

—Simplemente atendí una llamada, y ya sabes, la diosa casualidad me tenía preparado un plato para digerir con mucha paciencia —no hay ningún sentimiento de reproche en su tono, más bien de agrado.

—Treinta siete cadáveres —la afirmación es rotunda—, es un caso de una enorme envergadura. No recuerdo nada igual en este país, a excepción de las fosas comunes de la guerra, y ahí ya sabíamos que los asesinos eran por igual de los dos bandos.

Unos instantes para la reflexión, Javier tiene asimilado que se encuentra ante una situación de enorme trascendencia; y ya lo ha digerido, sabe encajar con tranquilidad los vaivenes de la vida.

—No hace falta que te diga que las presiones van a ser máximas.

Federico le mira, parece un viejo quijote, sabio y algo delirante, con una cabeza que hila fino siempre, por lo que Javier aprecia sus comentarios. Sus palabras son una petición de ayuda, necesita información, antes incluso de que se emitan los informes. El forense no duda en ponerse de su lado.

—Lo imagino, sobra decir que cuentas conmigo —tras el comentario continúa enfrascado en el análisis que realiza.

Javier no tiene la menor duda en proporcionar a Federico los datos corroborados de que dispone hasta el momento:

—¿Recuerdas un autocar lleno de adolescentes que desapareció hace veinte años? —Javier ha posado sus manos bien formadas sobre la superficie que hace de mesa, pasa un dedo sobre la superficie de un fémur—. Encontramos en el foso un carnet perteneciente a uno de los estudiantes desaparecidos.

Federico mira a su amigo, enarca una vez las cejas, es el sencillo gesto con el que acepta la información, que por otro lado su febril mente cataloga de manera precisa. Recuerda la enorme confusión que levantó aquel caso y las diferentes especulaciones que se trazaron. Deja el trabajo antes de hablar:

—Te diré que hasta ahora, hemos cotejado treinta y cinco esqueletos de hombres y mujeres con una edad entre quince y diecisiete años, y dos de adultos, un hombre de unos cincuenta años y una mujer cercana a los cuarenta y cinco. Todo apunta a que son los restos de los ocupantes de aquel autocar.

Ambos hombres guardan silencio durante unos instantes, tal vez barruntan el alcance de sus descubrimientos.

—Estamos ante un caso complicado —Federico muestra preocupación en su tono. Recuerda cuántas especulaciones se hicieron entonces, y también cómo sectores de la prensa y políticos de pacotilla arremetieron contra policías y forenses, tachándoles de incapaces—. Mucha gente va a lanzarse en picado sobre nosotros.

—De momento tenemos algo a nuestro favor, y es que nadie sabe qué es lo que hemos descubierto. Será una ventaja no tener a los periodistas encima. Debemos aprovechar el tiempo al máximo.

—Trabajaremos sin descanso —Federico es muy consciente de la envergadura del sumario, y de que cada minuto va a ser importante. Cuanta más información logren obtener antes de que comiencen las intromisiones, más posibilidades tendrán de dar con algo consistente.

Javier asiente, sabe que puede contar con el forense, que se involucrará al máximo en la investigación, y se lo agradece con un asentimiento de cabeza. Acto seguido se sumen de nuevo en los vericuetos del trabajo de Federico.

—¿Ya están completos los esqueletos? —pregunta el inspector echando un vistazo alrededor, y comprobando que todavía quedan multitud de huesos en una montonera.

Federico entiende la pregunta ante la mirada de Javier, le responde con absoluta precisión:

—Lo que queda son huesos menores. Los cráneos y pelvis nos han dado el sexo, las dentaduras la edad, ya solo nos dedicamos a ir encajando el resto —lleva muchos años conviviendo con la muerte, y viejos huesos no le inmutan, de ahí que su tono sea tan profesional.

Javier tiene preparado un esquema mental de cuestiones para las que necesita respuesta, y comienza a desgranar sus disquisiciones:

—¿Sabemos ya los años que han transcurrido desde su muerte?

—La datación es sencilla para una fecha que para nosotros puede ser larga, pero que para los huesos es casi actual —arquea las cejas antes de dar su veredicto—: Veinte años.

Javier asiente, completamente entregado a una conclusión que tenía por segura a un noventa por ciento, pero que ahora la ciencia eleva a un cien por cien.

—¿Cómo murieron, Federico? —con la mirada abarca toda la tienda, parece que congrega a los esqueletos a que escuchen y den su aprobación al análisis de su amigo.

—Diría que ejecutados —somera respuesta que acompaña señalando una de las osamentas, se acercan los dos hacia un extremo de la mesa. Federico coge en su mano la calavera—. Hemos encontrado signos de disparo desde diferentes ángulos en casi todos los cráneos; los menos tienen las costillas con signos de haber recibido dos o tres tiros —con el dedo índice señala un agujero a la altura de la sien—. Es una apreciación basada en la experiencia, todavía hay que cotejar bien los indicios para que esa sospecha se convierta en una afirmación rotunda.

Javier mira la calavera, quizás buscando en las cuencas vacías una respuesta a las preguntas que tiene en mente.

—¿Dónde crees que los ejecutaron, en el interior del autocar o hicieron una fila con ellos y los fueron matando? ¿Qué opinas? —Javier busca confirmar lo que el equipo de la inspectora Paloma ha descubierto: las perforaciones en los asientos indican que el lugar de las ejecuciones fue dentro del vehículo.

—Tienes que darnos algo de tiempo para poder dar detalles más específicos —Federico posa de nuevo el cráneo en su lugar, tomándolo de las manos de Javier con suavidad—. Sí te puedo decir el tipo de arma que se utilizó: pistola automática del calibre treinta y ocho, y fueron tres las que se usaron.

—Gracias por los datos —le dice Javier con un tono de gratitud—, me dan la confirmación que necesitaba para saber que los restos pertenecen a aquel curso escolar.

—A medida que tenga más cosas te las comunico, serás el primero en saberlo —Federico da una palmada en el hombro a Javier—. Por cierto, ¿quién dirige al equipo de la científica? —sabe que es una mujer, y ha deducido que su amigo habrá recurrido, si las circunstancias se lo han permitido, a alguien en quien confíe.

—La inspectora Paloma Roncal. Ya he estado con ella en otros casos, es una gran profesional —hay un punto de reconocimiento en el tono que detecta de inmediato Federico.

—Perfecto entonces, porque para solucionar este asunto, necesitas a profesionales de verdad.

El inspector sabe que, de momento, no hay más que pueda sacar de aquel lugar, y que cuenta con la ayuda que necesita dentro de aquella enorme tela.

—Me marcho entonces, te dejo que continúes —se estrechan la mano con la fuerza de dos viejos camaradas.

—Whisky, mañana, si te viene bien —es la frase de despedida de Federico Montes a un Javier Tordo que ya casi ha salido.

—Te llamo —es su respuesta.

El restaurante Lamucca se encuentra en la calle Prado, a la altura del número dieciséis, vía que transcurre entre la plaza Santa Ana y la Carrera de San Jerónimo. La puerta de entrada tiene un pequeño zaguán donde hay una mesa, ocupada en ocasiones por clientes disfrutando de un pitillo.

Javier Tordo atraviesa la puerta, se detiene un instante y recorre con la mirada el lugar que tan bien conoce: una sala enorme en la que mesas y sillas de madera para los comensales se distribuyen de la manera más conveniente, dependiendo del público. Antiguos muebles sirven de alacenas, o depositan en su interior botellas y cuberterías; sobre las mesas, dispuestas sin manteles, hay un escueto quinqué. Un nutrido grupo de camareros de diversas nacionalidades sirven de manera rápida, como si actuaran en un guion muy bien ensayado. La iluminación es tenue, la música de ritmo variado, pero en un tono que siempre permite conversar.

Javier avanza dos pasos y su mirada topa con el jefe de sala, Esteban, que viene hacia él con una sonrisa en los labios y la mano extendida.

—Buenas noches, Javier —allí su presencia es familiar.

—Buenas noches, Esteban —estrecha su mano—, veo que como siempre, esto se encuentra lleno a rebosar.

—Por suerte sí, estoy haciendo cábalas para tener contento a todo el mundo —su mirada se aparta del inspector y con ojo experto, observa al pequeño grupo de gente que acaba de acceder al local, su mente empieza a pensar dónde sentarlos—, pero me apaño bien.

Javier sabe que no es buen momento para entretener a Esteban con una charla, aunque si se queda hasta el cierre, como en otras ocasiones, podrán hablar disfrutando de una margarita.

—Yo me busco sitio en la barra —lo dice antes de que Esteban le haga el ofrecimiento de instalarle—, tú sigue a lo tuyo, que si no esto se descontrola.

El inspector avanza dejando a su derecha una pequeña zona de mesas altas, que no tiene ni un sitio libre. Carlos, el camarero de la barra, lo saluda; es un treintañero de pelo rizado negro y rostro agraciado, con un cuerpo que cuida en el gimnasio. Junto a él está Esmeralda, una mulata de larga melena y rostro risueño, sus grandes ojos llaman la atención de cualquiera; viste una camiseta negra con el nombre del local, todos los integrantes del servicio la llevan, y unos pantalones ajustados que dejan a las claras las sinuosas curvas de su cuerpo.

Javier saluda a ambos levantando la mano, no le hace falta pedir su consumición, saben lo que bebe: primero una cerveza helada de barril, después una margarita clásica.

Mientras deja que la frialdad de la birra le calme la sed, va observando con detenimiento a las personas que cenan en el local. “Hay de todo, como siempre, es lo bueno de este sitio, lo variopinto de la clientela: adultos que buscan una noche diferente en un local distinto, homosexuales pregonando su existencia sin cortarse, jovencitas con las faldas demasiado cortas que esperan encontrar una aventura lejos de niñatos de su edad, mujeres maduras con excesivo escote, recorriendo con la mirada, cual aves de presa, a cualquiera que puedan llevarse esa noche a la cama.” Desvía sus ojos cuando una mujer le mira sin inmutarse durante demasiado tiempo. “Esto es lo que me gusta, que puedes encontrarte con una noche inesperada, o disfrutar tan solo mirando.”

A su derecha hay otra mujer, ya la vio nada más entrar, de unos cuarenta años, morena, pelo largo, ojos color miel, atractiva, ligeramente pintados los labios; viste un vestido de color granate que se le ajusta a una figura que tienta los ojos de Javier.

Aprovecha para cambiar de bebida y así aproximarse a ella, que queda a su espalda, conversando con dos amigas; un nuevo contingente de clientes entra, a la espera de que les asignen mesa, engrosando la zona cercana a la barra.

Todo sucede sin que nadie repare en lo que está aconteciendo, la mano de Javier palpa sin inmutarse las nalgas de la mujer morena. Cuando él ceja en sus movimientos, es ella la que inicia un suave contoneo, discreto, envuelto en el ambiente incomparable de Lamucca.

Las tres mujeres se besan, despidiéndose; como si nada ocurriera, ella se gira.

—Mira que te gusta mi culo —le suelta a Javier, después lo besa con fuerza, mientras sus manos lo atraen hacia ella.

Javier aprieta las nalgas, ella tiene claro que lo que siente contra su pelvis va subiendo de tamaño, y sabe muy bien hasta dónde es capaz de llegar, lo cual le provoca un tibio cosquilleo entre las piernas.

—Tu culo y el resto de tu cuerpo —le susurra al oído—, y ya sabes para qué —la besa despacio por el cuello.

—Lo recuerdo de ayer por la noche —no deja que se aparte de ella ni un milímetro—, pero lo mejor sería que volvieses a insistir —pega su boca al oído de Javier antes de decirle—: Y cuanto más adentro, mejor.

Javier sonríe ante el comentario, a su cabeza acuden las imágenes de su primer encuentro. Dos semanas atrás disfrutaba de su segunda margarita, acomodado en una de las sillas altas junto a uno de los ventanales; sus ojos habían caído repetidas veces sobre una mujer que cenaba en compañía de otra. La vio abandonar la mesa, ocasión que aprovechó para valorar su figura, que le resultó altamente inspiradora; ella, que iba camino de los aseos situados en la planta inferior, se tomó su tiempo al bajar las escaleras para desafiarle con la mirada y sonreírle con los labios. Javier las había visto beber vino durante la cena, y decidió que era el momento de dar el primer paso: encargó al camarero que les sirviera dos margaritas. Aquella noche compartieron la cama, aunque no sus nombres; de hecho, todavía mantienen su anonimato.

—Pocas cosas sabemos el uno del otro —sus rostros están muy cercanos, comiéndose con los ojos—, me gustaría saber al menos tu nombre.

La mujer hace un mohín con los labios y le responde socarrona:

—¿Y para qué lo quieres saber, Javier?

Este, que nunca le ha dicho cómo se llama, piensa rápido, aunque se imagina casi al instante cómo lo ha averiguado.

—¿Cuál de los camareros te lo ha dicho?

—Da lo mismo —le pasa la mano por el rostro—, me llamo Alba.

—¿Y qué más cosas les has sonsacado a esta pandilla de cotillas? —inquiere Javier con media sonrisa.

—Poca cosa más —Alba bebe de la margarita de él—, eso tú ya lo sabes, porque aquí, aparte de tu nombre y que vienes mucho, tu vida diaria no está a su alcance.

—Entonces perfecto, estamos empatados —le susurra Javier—. Si deseamos saber más de nosotros, preguntémonos el uno al otro —hay cierto tono de desafío en su tono.

Ella apura la bebida y sonríe antes de decirle:

—Quizás más tarde, cuando esté satisfecha, te interrogue.

Gabriela acaricia con suavidad el estómago del comisario Raimundo Crespo, pasa la yema de los dedos por su piel, que reacciona erizándose.

—¿Qué tal fue la comida? —le pregunta mientras su mano se desliza un poco más abajo y comienza a jugar con el vello púbico de él.

—Bien, ya me han asegurado el puesto; ese presuntuoso de Clavijo me certificó que seré subdelegado del ministerio del Interior —hay orgullo en su tono—. Sabía que este momento llegaría, y una vez dentro, mi carrera seguirá avanzando.

Gabriela se incorpora y le besa en la boca, su mano continúa jugueteando y de nuevo, hace que los labios de Raimundo sientan el sabor de los suyos. Lo mira a los ojos y encuentra en ellos un bosquejo de preocupación; lo detecta enseguida, es casi un año de relación y para Gabriela, Raimundo no tiene secretos, poco a poco los ha ido deshilachando.

—¿Qué ocurre? Algo te inquieta —vuelve a colocar la cabeza sobre el pecho de él, mientras su mano comienza a acariciarle el pene.

—Me gusta que siempre sepas cuando me ocurre algo, te preocupas por mí y eso me hace sentir bien.

—Ya sabes lo que siento por ti, te quiero, y lo que te pase es parte de mi vida, Raimundo —su voz es un placebo para los oídos del comisario.

—Ha entrado un nuevo caso —comienza Raimundo, le explica a su amante las circunstancias y las consecuencias que puede traer, buenas o malas según transcurra la investigación—. Eso es lo que me mantiene intranquilo, ahora que iba a dar un salto tan importante, va y aparece este absurdo caso.

—Raimundo —Gabriela recorre sus ojos con intensidad—, eres un hombre muy capaz para todo, si controlas bien a tus subalternos y estás atento a cómo se va desarrollando todo el proceso, seguro que ocurra lo que ocurra, saldrás beneficiado —realiza una pausa, su mano roza la erección de Raimundo, que comienza a acariciarle los senos—. Y ten en cuenta que, si logras obtener resultados señalando a un culpable, la resolución de un caso que tuvo tanta repercusión te catapultaría a la fama.

Gabriela se tumba boca arriba, separa las piernas y conduce a Raimundo hacia su interior; diez minutos después todo ha terminado, entre sonidos guturales de él y suspiros entrecortados de ella.

Cuando una hora más tarde el comisario abandona la casa de Gabriela, esta le ve alejarse desde el balcón de su habitación; tiene el rostro triste y la mirada perdida. Se da una ducha y en la cocina, se sirve un vaso de agua, que bebe lentamente; después, se sienta en el salón y enciende su ordenador.

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