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Vanbrugh había perdido dinero en sus primeras aventuras operísticas en Haymarket, de modo que en 1708 contrató a Owen Swiney para dirigir su teatro. Pero Swiney no duró mucho tiempo. En 1710 fue sustituido por el joven de 25 años Aaron Hill, dramaturgo, crítico, poeta y explorador, que había estado al frente del teatro en Drury Lane. Y fue Hill, en Haymarket, quien se decidió a conseguir que la ópera tuviese éxito en su hermosísimo teatro. Tras caer en la cuenta de que el componente visual de una producción era tan importante como la música, decidió elevar la calidad en todos los aspectos:

Las deficiencias que encontré, o creí encontrar, en las ÓPERAS ITALIANAS que hasta ahora se han presentado entre nosotros, fueron, en primer lugar, que habían sido compuestas para voces y gustos diferentes a los de aquellos que iban a cantarlas y escucharlas en los escenarios ingleses: Y, en segundo lugar, que, faltándoles la tramoya y los decorados, que confieren tanta belleza al espectáculo, han sido vistas y escuchadas con enorme desventaja5.

En consecuencia, y vislumbrando más allá del derrotismo de Roger North, Hill esbozó un libreto que «daría forma a un drama capaz, a través de diversos incidentes y pasiones, de permitir a la música variar y desplegar su excelencia, y de colmar la mirada con deliciosas perspectivas, de manera que ambos sentidos sean al mismo tiempo cortejados»6.

La ópera que Hill ideó en esas primeras semanas en su nuevo puesto se llamaba Rinaldo, y el libreto fue encomendado al italiano Giacomo Rossi. Mientras Hill buscaba al compositor adecuado para que le proporcionara esa «excelencia» que buscaba en la música, Handel descendía del barco que le había traído desde Europa, precedido por su reputación. Con un instinto y una determinación realmente impresionantes, Hill lo contrató.

Notas al pie

* Me gustan las grandes ciudades.

1 Daniel Defoe, A Tour Through the Whole Island of Great Britain, p. 133.

2 Citado en Anne Somerset, Queen Anne, p. 13.

* Mistress of the Robes, Groom of the Stole & Keeper of the Privy Purse.

* Algo parecido a nuestro «Balón prisionero» o «Balontiro».

3 Roger North on Music, p. 307.

4 Ibid.

5 Deutsch, pp. 32-3; HCD I, p. 200.

6 Ibid.

3

«Cease, ruler of the day, to rise» *

[Hercules]

LOS ÚLTIMOS AÑOS DE LA DINASTÍA ESTUARDO

Fue una decisión inteligente contratar a un extranjero recién llegado para componer lo que de hecho sería la primera ópera escrita específicamente en italiano en Londres. Como Aaron Hill había percibido tan sagazmente, hacia 1710, los torpes experimentos de los compositores locales habían llevado al género lírico a un callejón sin salida. La ópera necesitaba un nuevo impulso de energía, originalidad y, sobre todo, calidad, y la aparición de Handel debió de ser percibida como una bendición. Aunque solo tenía veinticinco años, su reputación ya era sideral. El poeta italiano Giacomo Rossi, que inmediatamente se convirtió en su colaborador en Rinaldo, lo describió como «el Orfeo de nuestro siglo»1. A las pocas semanas de que Hill tomara las riendas de Haymarket, el compositor fue presentado a la reina Ana.

Handel no podía haber soñado con una entrada más auspiciosa, e inmediatamente se puso a trabajar en Rinaldo con su habitual e impulsiva energía. Sus colegas se vieron arrastrados por su flujo creativo, permaneciendo despiertos toda la noche si hacía falta para mantener su ritmo. Rossi no podía disimular su asombro: «para mi gran sorpresa pude contemplar cómo una ópera completa era puesta en música por ese sorprendente genio, con el mayor grado de perfección, en tan solo dos semanas»2.

El tipo de ópera italiana que Handel había encontrado inicialmente en Hamburgo, que se había desarrollado en Italia y que ahora estaba a punto de presentar en Londres, era la que a su debido tiempo se conocería como ópera seria, para distinguirla de la ópera bufa, aunque a principios del siglo XVIII todavía no se había acuñado ninguna de las dos denominaciones. Los libretos de estas óperas eran generalmente adaptados de fuentes clásicas, y los argumentos eran heroicos, si bien incluían un importante ingrediente amoroso. Estructuralmente, se construían sobre sucesiones de arias en lo que estaba convirtiéndose en una constante en el siglo XVIII, la forma da capo: cada aria contenía tres secciones, de las cuales la segunda establecía un contraste con la primera, y la tercera, una repetición de la primera, aunque transformada emocionalmente como consecuencia del impacto y el contenido de la sección central, y también musicalmente por la ornamentación vocal. El desarrollo del aria da capo estuvo relacionado fundamentalmente con la eclosión del cantante solista, bien fueran mujeres (la prima donna, hasta ese momento una relativa rareza en la escena musical) o castrati, hombres que habían sido castrados en la pubertad por haber demostrado en su infancia un talento musical excepcional como cantantes, y que, por tanto, habían conservado sus voces agudas. Los castrati se hicieron enormemente populares, y los mejores entre ellos adquirirían un estatus parecido al de las estrellas de pop de nuestros días. Sin embargo, aunque este desarrollo en paralelo del cantante y el aria da capo dio un gran impulso a la ópera seria a lo largo de todo el siglo XVIII, también se convirtió, irónicamente, en una fuerza anquilosante, ya que a medida que la repetición ornamental fue adquiriendo cada vez más importancia, y la estructura del aria se cerraba literalmente sobre sí misma, también se impuso un freno en el propio flujo de la narrativa dramática. La historia avanzaba gracias a los recitativos acompañados por el continuo que vinculaban entre sí las arias; pero los mejores compositores de la ópera seria (Handel incluido) desarrollaron una gran habilidad para conferir a estos recitativos de tensión dramática e interés musical, en escenas a menudo de gran poder expresivo. Handel en particular poseía un instinto teatral infalible y, plenamente consciente de que el contraste es la esencia del drama, desarrolló un gran ingenio en el uso de las voces y los diferentes instrumentos de sus orquestas para mantener la atención del oyente. Y en ningún otro lugar demostró con mayor fuerza tal instinto como en la ópera que iba a suponer su debut en Londres, Rinaldo.

El tema elegido por Aaron Hill para Rinaldo fue tomado de la Gerusalemme liberata de Tasso, e inicialmente lo trabajó hasta redactar un esbozo que presentaba la trama y los personajes. Luego se lo entregó, más o menos simultáneamente, a Rossi para su versificación y a Handel para su composición. Fiel a su propia convicción acerca de la necesidad tanto de la espectacularidad escénica como de la excelencia musical, Hill se aseguró de que Rinaldo contuviera buenas oportunidades tanto para los efectos mágicos como para los marciales, e incrementó el atractivo de la ópera para el público operístico incorporando nuevas tramas amorosas. Pero la antigua historia de Rinaldo y el asedio de Jerusalén también fue escogida y embellecida por Hill a causa de sus resonancias políticas: las de los nobles cruzados cristianos, léase Marlborough y sus grandes victorias; las de sus oponentes sarracenos, léase los católicos franceses. Al dedicar el libreto a su monarca, Hill ofreció a la reina Ana una delicada dosis de buenos deseos, mientras ella observaba con impotencia el alto precio que la Guerra de Sucesión española se estaba cobrando en las arcas de su país.

Con Handel pisándole los talones, Rossi trabajó día y noche para convertir el guion de Hill en un texto versificado. En este sentido, la relación entre libretista y compositor no debió resultar del todo fácil. Al disponer de un tiempo tan escaso, Handel sabía que no podía componer una ópera completa desde cero; sin embargo, podía hacerlo utilizando materiales procedentes de sus óperas y cantatas italianas. La tarea de Rossi consistiría en adaptar los nuevos textos a las antiguas melodías, sin mano libre de ningún tipo. Handel, en todo caso, tenía una idea muy clara: su prioridad era demostrar la amplitud de su arsenal. Aunque Rinaldo solo contiene diez números de nueva creación, el ensamblaje de estos con treinta de sus mejores piezas anteriores dio lugar a una partitura que, en términos puramente musicales, resulta en todo momento imponente.

Handel se permitió ser expansivo, incluso extravagante, en sus elecciones porque Hill le había facilitado efectivos impresionantes. El elenco de cantantes en Haymarket era tan formidable como el mejor en Europa, y por añadidura Handel ya conocía a algunos de ellos. La joya de la corona era el castrato italiano Nicolini. A sus treinta y ocho años, Nicolini había decidido quedarse en Londres después de sus primeras actuaciones en Il trionfo di Camilla, en 1708, y se encontraba a todas luces en la cúspide de su carrera. Exótico como cantante (un castrato todavía era una suerte de bicho raro para el público londinense), se le admiró fundamentalmente por sus dotes dramáticas. Charles Burney, el historiador musical inglés del siglo XVIII, lo recordaría más tarde como «un gran cantante y un actor aún más grande»3. Al contratarlo para la temporada 1710/11, que ahora incluía el papel principal en Rinaldo, Hill le pagó la principesca suma de 860 libras esterlinas, más de una cuarta parte de su presupuesto total destinado a los cantantes. Pero los beneficios fueron mutuos: Hill y Handel consiguieron que el artista más popular y talentoso encabezara su elenco, y Nicolini obtuvo no solo un generoso salario, sino el mejor papel de su carrera.

El segundo cantante mejor pagado (con un sustancial –aunque inferior– caché de 537 libras) fue otro castrato, Valentino Urbani, conocido como Valentini. Después de él, Hill había contratado (por 700 libras entre ambos) al matrimonio compuesto por el barítono Giuseppe Maria Boschi y la mezzosoprano Francesca Vanini-Boschi. Ambos habían estado con Handel en Venecia para su triunfante Agrippina, en 1709. Y también sería conocida de Handel una de las dos sopranos que Hill contrató para la temporada, Elisabeth Pilotti-Schiavonetti, quien había llegado desde Hannover junto a su marido, el violonchelista Giovanni Schiavonetti. Su vívida presencia teatral, así como su experiencia vocal, la hacían perfecta para la salvaje hechicera Armida en Rinaldo, un papel con el que se identificó por completo (a su rival, Isabelle Girardeau, se le dio el papel más suave de la inocente Almirena, así como una tarifa mucho más baja: 300 libras frente a las 500 de Pilotti-Schiavonetti). De ese modo, la relación profesional existente con al menos tres de sus cantantes se reveló como un punto de partida muy útil para Handel cuando comenzó a recopilar arias, antiguas y nuevas, para Rinaldo.

Tampoco en el terreno instrumental parecía haber límites. Aaron Hill estaba decidido a cumplir con su propia aspiración de «halagar a ambos sentidos a la vez»; mientras se afanaba con la tramoya escénica para lograr sus efectos mágicos y militares, animó a Handel, sin escatimar gastos, a ser igualmente imaginativo e inventivo (Handel se crecía con este tipo de libertades). La partitura de Rinaldo estaba basada en los efectivos habituales de cuerdas, oboes, fagotes y continuo; pero en determinados momentos de la ópera, Handel incluyó, con moderación y siempre para provocar un determinado efecto, cuatro trompetas y timbales, así como un pequeño conjunto de flautas dulces. La variedad y el contraste de todos estos colores y texturas pusieron también en juego el ingrediente más vital de la maestría compositiva de Handel: su instinto para el ritmo teatral. A pesar de moverse dentro de las convenciones de la ópera seria, halló amplias oportunidades para crear y liberar tensiones, para realizar toda suerte de pirotecnias musicales, y también para detener el sentido del tiempo o del movimiento a través de números de un lánguido y desgarrador lirismo. Su energía creativa y su ambición se vieron favorecidas por el estímulo de su patrono y por la familiaridad de sus colegas.

Handel siguió las elaboradas instrucciones escénicas de Hill y en cada caso suministró un efecto musical complementario. El telón se abre sobre el campamento cristiano fuera de la ciudad sitiada de Jerusalén, y a los pocos minutos llega el primer golpe de efecto de Hill: el rey, Argante, irrumpe en escena, como nos dice la versión inglesa del libreto, «transportado en un carro triunfal, blancos los caballos guiados por una guardia mora, y desciende seguido por un gran cortejo de soldados a pie y a caballo». Handel se pone a la altura de la espectacularidad de Hill y regala a su cantante (Boschi) una de sus mejores arias de entrada, «Sibillar gli angui d’Aletto», realzada por trompetas y timbales en belicosas fanfarrias. El segundo golpe de efecto de Hill es hacer que la hechicera Armida, cantada en esa primera producción por la carismática Pilotti-Schiavonetti, aparezca «por los aires, en una carroza tirada por dos enormes dragones, cuyas fauces arrojan fuego y humo». Handel realza este impacto visual con una feroz invocación a las Furias, «Furie terribili», subrayada por precipitadas cuerdas y ritmos cortantes. Después de que Armida ha descrito su estrategia de taimado encantamiento (a esta sección en recitativo se le añade una breve y súbita figura de acompañamiento en la cuerda para denotar la magia), su segunda aria, «Molto voglio, molto spero», establece un absoluto contraste musical, pues se trata de un dueto entre su voz y un oboe solista. Le sigue a esto un cambio de escena a una «deliciosa arboleda donde se escucha el canto de los pájaros, a los que se ve volar entre los árboles», donde tiene lugar una tierna escena de amor entre Almirena (Girardeau) y Rinaldo (Nicolini). Siempre dueño de su oficio, Handel no solo ofrece aquí una extensa introducción instrumental para facilitar el cambio de escena, sino que también orquesta el aria en la que Almirena celebra los pájaros y la naturaleza, «Augelletti», para tres flautas dulces unidas a la sección de cuerda, un color orquestal absolutamente novedoso. La flauta dulce sopranino efectúa elaboradas y virtuosísticas variaciones, una exitosa idea que Handel repitió muchas veces a lo largo de su carrera cuando quería imitar el canto de los pájaros. «Augelletti» fue uno de los nuevos números que compuso expresamente para Rinaldo, puesto que nada de lo que tenía en su porfolio llegaba a satisfacer las exigencias musicales y escenográficas de este particular momento.

Tan pronto como el público se deja arrullar por estas delicias pastorales y amorosas, se produce otro efecto escénico cuando Armida irrumpe para apoderarse de Almirena: «una nube negra desciende, llena de monstruos espantosos que escupen fuego y humo por doquier. La nube cubre a Almirena y a Armida, y las lleva velozmente por el aire, dejando en su lugar a dos aterradoras Furias que, después de haberse reído y burlado de Rinaldo, desaparecen bajo tierra». A partir de este momento, y hasta el final del acto, cesan las explosiones visuales, si bien Handel suministra una espectacular variedad auditiva en las arias subsiguientes. El aria de Rinaldo «Cara sposa» es un lento y desconcertado lamento (no hay trucos aquí, sino tan solo una espléndida melodía con acompañamiento) por la desaparición de su amada, con una sección central en la que expresa su ira hacia sus captores. Concluye el acto con una deslumbrante invocación a vientos y tempestades («Venti turbini», con violín y fagot solistas) para ayudar a que Rinaldo libere su cólera y, lo que es igualmente importante, para ofrecer a Nicolini su gran oportunidad de lucimiento.

El segundo acto, el más breve de los tres, comienza junto a «un mar tranquilo y bañado por el sol», con «sirenas danzando arriba y abajo del agua» y una «encantadora mujer» (en realidad una sirena utilizada como señuelo) sentada en una barca. Handel describe el mundo irreal de las sirenas otorgando a su literalmente fascinante y llamativo número «Il vostro maggio» frases desconcertantemente largas (de cinco o siete compases) sobre una estasis armónica. No hay duda de que Rinaldo ha sido hechizado por la «encantadora mujer» de la barca. La escena cambia al jardín del palacio encantado de Armida, donde la cautiva Almirena se resiste a los avances amorosos de Argante. Al poner en recitativo su diálogo, Handel añadió la indicación «piange» («llora») al final de la primera frase de Almirena, dando lugar así a su gran aria «Lascia ch’io pianga», otra lenta y absolutamente conmovedora representación de la tristeza y la soledad. No hay rastro aquí de llamativas ornamentaciones, sino la más sencilla línea vocal entrecortada para representar literalmente el llanto de Almirena, que la orquesta oscurece con resueltas disonancias y un empático acompañamiento. Esta aria es un buen ejemplo de la precisión con la que Handel sabía servirse de las restricciones de la forma da capo, pues la suspensión del impulso dramático en este momento de desesperación, en el que Almirena se encuentra bloqueada por vacilaciones y repeticiones, se antoja completamente válida.

Handel otorga a la hechicera y al héroe un airado dúo, «Fermati!/No, crudel», de fracturada escritura para cuerdas y una turbulenta línea de bajo: no se trata de un coloquio cortés. Armida utiliza sus poderes sobrenaturales –con nuevos trucos escénicos– para transformarse en la seductora figura de Almirena, para total confusión de Rinaldo. Cuando este finalmente se da cuenta de que todo es un engaño, deja sola a Armida para su célebre soliloquio, «Ah! crudel», para el cual Handel añade los lastimeros colores del oboe y el fagot solistas. Y el acto termina con una escena que impulsa brillantemente el drama hacia delante e incluso añade un toque de comedia. También Argante está confundido por el disfraz de Armida, e intenta conquistarla, pero, al darse cuenta de su error, renuncia airado a su ayuda mágica. Armida se muestra fuera de sí, y Handel transmite ingeniosamente su ira en el aria «Vò far guerra», donde añade otra novedad musical: una monumental parte obbligato para un virtuosístico clavicémbalo, que, por supuesto, él mismo se encargaría de interpretar. Este dramático final para el acto, sin precedentes en la ópera italiana –en Londres o en cualquier otro lugar– era una forma de demostrar a su nuevo público la amplitud y profundidad de sus sensacionales dotes musicales, y una vez más garantizó el mayor de los aplausos tanto para su prima donna como para él mismo.

Para abrir el tercer acto, Hill ideó otra impresionante imagen visual: «Una espantosa perspectiva de una montaña terriblemente escarpada, que se eleva desde el proscenio hasta la máxima altura de la parte posterior del teatro; en la pendiente se ven rocas, cuevas y cascadas, y en la cima aparecen las centelleantes almenas del palacio encantado, custodiado por numerosos espíritus de formas y aspectos diversos». En el siguiente golpe de efecto teatral, la montaña se abre en dos (una dramática sinfonía de Handel acompaña este gran momento escénico). Con buen juicio, toda la agitada acción que sigue se expone en recitativo, puesto que ni Hill ni Handel tenían la más mínima intención de detener la narración en este punto. Pero de nuevo se ponen en juego recursos musicales para impulsar el drama hacia su desenlace final. El dúo «Al trionfo del nostro furore» acelera el ritmo con la incorporación del oboe y el fagot solistas, en un vigoroso número de anticipados amores y victorias. Y Almirena canta una de las arias más desconcertantes – y por ende memorables– de la ópera, «Bel piacer», tomada de Agrippina, cuya extraña métrica oscila entre 3/8 y 2/4. Es como si Handel quisiera comprobar que su público todavía está alerta en este momento de la ópera, provocándolo con la excentricidad rítmica. La escena culminante con la que se cierra la ópera reúne todas las tramas, las militares, las políticas y las amorosas. Handel incorpora, produciendo un efecto electrizante (si el público no estuviera alerta antes de este momento, ciertamente lo estaría ahora), cuatro trompetas y timbales («tutti gli stromenti militari») para la «Marcha de los Cruzados Cristianos», mucho más impresionante que la marcha anterior de los sarracenos, más bien sosa. En la misma línea, Rinaldo reúne a sus tropas con la emocionante «Or la tromba», donde Handel incide en el masivo acompañamiento militar. Tras la subsiguiente Battaglia, todavía marcada por las exultantes trompetas, todo ha terminado.

Sean cuales sean las deficiencias del libreto de Rossi, Aaron Hill no pudo sino felicitarse por la realización musical de Handel, de una inagotable inventiva, de su complicado libreto. Cada efecto escénico había sido adaptado, realzado y embellecido por la música; cada uno de los tres actos comenzaba con fuerza y terminaba espectacularmente, y la energía global de la narración conducía dinámicamente hasta el clímax, a pesar de la necesidad de establecer pausas para las consuetudinarias arias de cada cantante. Incluso la música para los personajes secundarios –por ejemplo, la escrita para el compañero cristiano de Rinaldo, Eustazio, cantado por Valentino Urbani– es excelente, con arias de calidad y variedad que trascienden sus insípidos textos. Handel había aprovechado su oportunidad con la máxima brillantez, derramando en ella todo lo que llevaba dentro.

Durante las frenéticas semanas previas al estreno de Rinaldo, Handel tuvo que interrumpir los ensayos para cumplir con otra obligación: escribir la música para el cumpleaños de la reina Ana. La cantata «Echeggiate, festeggiate» se interpretó el 6 de febrero de 1711 en presencia de la soberana, y para la ocasión Handel trajo consigo a sus colegas de la ópera. Fue un acontecimiento verdaderamente espectacular:

… siendo el cumpleaños de la Reina, el mismo se observó con gran solemnidad: la corte era numerosa y espléndida; altos dignatarios del estado, ministros extranjeros, nobles y señores, y en particular las damas, que competían entre sí por embellecer el festival. Entre la una y las dos de la tarde fue interpretado un bello Consort, compuesto de un diálogo en italiano, en alabanza de Su Majestad, puesto en excelente música por el famoso Mr. Hendel, sirviente de la Corte de Hannover, en calidad de director de la Capilla de su Alteza Electoral, y cantado por Cavaliero Nicolini Grimaldi, y las demás afamadas voces de la Ópera Italiana: con todo lo cual Su Majestad se mostró en extremo complacida4.

Esta interpretación de la música de cumpleaños fue la primera aparición profesional de Handel en Londres, y tuvo lugar tres semanas antes del estreno de su ópera. Resultó ser un auspicioso debut, y para el final de aquel día, el hecho de que Su Majestad se mostrase «en extremo complacida» con la música de Handel habría sido sin duda advertido y comentado por las personalidades más influyentes de la capital.

El primer anuncio de Rinaldo en la prensa apareció en el Daily Courant el 13 de febrero de 1711, con una gloriosa errata en el título – Binaldo – y, en una nueva muestra de las habituales confusiones lingüísticas en el mundo de la ópera, con el compositor nombrado como «Giorgio Frederico Hendel»5. La ópera se estrenó en el Queen’s Theatre en Haymarket el 24 de febrero, y hubo un total de quince representaciones en una secuencia que se cerraría el 2 de junio. Sería repuesta anualmente durante los tres años siguientes, y de nuevo en 1717, y dos décadas más tarde, en 1731, Handel realizaría una profunda revisión de la misma para presentarla una vez más al público londinense. En total, Rinaldo obtuvo más representaciones que cualquier otra ópera de Handel durante su vida. Ciertamente, los beneficios que obtuvo de aquellas semanas de frenético trabajo fueron enormes.

Para facilitar la inmediata comprensión, se repartieron entre el público cuadernos bilingües. Todo el texto, junto con las indicaciones escénicas, estaba impreso en traducción paralela, y la luz en el teatro era sin duda suficiente para ofrecer a aquellos que tenían una curiosidad y un entusiasmo genuinos la oportunidad de seguir de cerca la historia. Y los espectadores londinenses se entusiasmaron con Rinaldo, no solo por su audacia visual, sino también por la calidad sin precedentes de la interpretación musical. La propia maestría de Handel al clave, que brilló sobre todo en «Vò far guerra», no pasó desapercibida, como más tarde recordaría Mainwaring: «Su interpretación fue considerada tan extraordinaria como su música»6.

Pero no hace falta decir que también tuvo detractores, y ciertamente poseían las plataformas desde las cuales expresar su antipatía. The Spectator, un periódico de reciente creación en 1711, era dirigido por sus fundadores Joseph Addison y Richard Steele, amigos desde sus tiempos de estudiantes en Charterhouse. Al igual que su predecesor, el recientemente cerrado Tatler, aparecía seis días a la semana al precio de un centavo por número, y consistía en un solo ensayo, más una selección de cartas (reales o ficticias). Addison, que aún se lamía las heridas por su fracaso como libretista de ópera, fue el primero en poner en letra impresa una reacción negativa al éxito de Rinaldo. En el número del 6 de marzo de 1711, se burló de la extravagante escenografía de Hill al referirse a «Nicolini expuesto a una tempestad embutido en un traje de armiño, navegando en un barco abierto sobre un mar de cartón», y desdeñó el trabajo de Rossi al citar deliberadamente mal su tímido prefacio. Pero el principal objeto de crítica por parte de Addison fue el uso de pájaros vivos durante el aria de Almirena, «Augelletti», en su «deliciosa Arboleda», que describió sin piedad en una anécdota que rezumaba desdén:

Hace unos quince días, mientras caminaba por las calles, vi a un tipo corriente que llevaba una jaula llena de pajaritos sobre su hombro; y, mientras yo me preguntaba por el uso que podía darles, el hombre se cruzó felizmente con un conocido, que mostró la misma curiosidad. Al preguntarle por aquello que llevaba en la espalda, el hombre le respondió que había estado comprando gorriones para la Ópera. ¿Gorriones para la Ópera?, replicó su amigo, lamiéndose los labios; ¿por qué, los van a cocinar? No, no, dijo el otro, tienen que aparecer hacia el final del primer acto, y volar sobre el escenario.

Esta curiosa conversación despertó mi curiosidad hasta el punto de que inmediatamente compré [el cuaderno bilingüe de] la ópera, gracias al cual supe que los gorriones iban a actuar en el rol de pájaros cantores en una arboleda deliciosa: aunque, tras un examen más atento, descubrí que… aunque volaban a vista de todos, la música procedía de un consort de flautines y silbatos situado detrás del escenario.

Pero, para volver a los gorriones; han volado ya tantos en esta ópera, que se teme que el teatro no logre jamás deshacerse de ellos; y que es muy posible que en otras obras puedan hacer su entrada en escenas equivocadas e impropias... por no hablar de los inconvenientes que pueden ocasionar en las cabezas del público7.

Tan pronto como la invectiva de Addison apareció impresa, Steele añadió la suya. Sus comentarios en el Spectator del 16 de marzo indican que no todos los efectos escénicos habían seguido totalmente el plan previsto la noche del estreno. No hubo, después de todo, caballos reales en el escenario durante la entrada de Argante del primer acto («El rey de Jerusalén tuvo que salir a pie de la ciudad, en lugar de transportado en un carro triunfal tirado por caballos blancos, tal como me había prometido mi cuaderno de ópera»), y algunos de los cambios de escena se habían ejecutado con bastante tosquedad («pudimos ver una perspectiva del océano en medio de una deliciosa Arboleda», y así sucesivamente). Sin embargo, bajo la ácida hilaridad de sus críticas subyace el verdadero motivo de inquietud de Addison y Steele: Rinaldo había sido cantada en italiano. Steele confesó que prefería el espectáculo rival en Covent Garden, Whittington and his Cat, «porque está en nuestro propio idioma»8, mientras que Addison, al dar cuenta del reciente furor por la ópera bilingüe en Londres antes de 1710, concluía: «al final, el público se ha cansado de entender nada más que la mitad de la ópera y, en consecuencia y para ahorrarse del todo la fatiga de pensar, ha impuesto que en el presente la ópera entera se interprete en un idioma desconocido»9.

Toda esta sarcástica chocarrería tenía un trasfondo chovinista, pero su premisa básica –que la ópera en una lengua extranjera era incomprensible para la mayor parte del público– no estaba desencaminada, y el debate continuaría durante años (de hecho, durante siglos).

Durante el transcurso de la primera tanda de representaciones de Rinaldo, la música comenzó a aparecer impresa. El editor inglés John Walsh, cuya sede estaba situada junto al Strand, había detectado una creciente demanda por las músicas que los músicos aficionados escuchaban en las fiestas o en el teatro, y había publicado un buen número de partituras para ser interpretadas en todos los ámbitos sociales, desde las jóvenes damas en sus salones hasta los violinistas callejeros. En abril de 1711 puso en circulación «Todas las canciones puestas en música en la última nueva ópera titulada Rinaldo». Las arias se redujeron a la línea vocal y a una línea de bajo (con lo cual las maravillas de la orquestación de Handel quedaban ocultas), y algunas de ellas se transportaron a tonalidades más accesibles para los aficionados más entusiastas. Fue esta la primera música que Handel publicó bajo su propio nombre, y la primera de una larga serie de colaboraciones con Walsh, cuya empresa familiar continuó siendo su editorial durante el resto de su vida. Los volúmenes tuvieron tanto éxito que Walsh tuvo que reimprimirlos dos veces antes del final de la primera serie de representaciones de Rinaldo, y estas reimpresiones elevaron la identidad de Handel a «Signor Hendel Maestro di Capella di Sua Altezza Elettorale d’Hannover», en claro reconocimiento de sus obligaciones contractuales ante una corte que todos los londinenses sabían que era su propio futuro. Y, por supuesto, una vez que las representaciones de Rinaldo concluyeron, como dijo Mainwaring, «había llegado la hora de pensar en regresar a Hannover»10.

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