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Handel cabalgó alegremente esta ola de triunfos, disfrutando de la calidad de sus intérpretes en toda Italia, aprendiendo en particular sobre los cantantes italianos, y prosiguiendo la elaboración de su red de colegas y seguidores. Se relacionó con los libretistas Antonio Salvi, Paolo Antonio Rolli y Nicola Haym, con los violinistas Prospero y Pietro Castrucci, y con los cantantes Margherita Durastanti y Giuseppe Maria Boschi, todos los cuales reaparecerían en la vida de Handel en Londres al cabo de unos años. Con Durastanti, que cantó para él tanto en Roma como en Venecia, compartió también mucha vida social, y tal vez se despertó alguna pasión privada. También se fijó en él otra cantante, Vittoria Tarquini. Aunque estaba casada con el violinista francés Jean- Baptiste Farinel, se había separado de él, y, con una sonora reputación de jugadora y casquivana, era famosa por ser la amante, entre otros, del propio Ferdinando de’ Medici («había gozado durante algún tiempo de los favores de su Alteza Serenísima»11, como lo expresó con delicadeza Mainwaring). Su nombre empezó a vincularse entonces con el del joven Handel, quince años menor que ella, y los chismes sobre su relación circularon por toda Europa.

Fue en Venecia, en la época del revuelo causado por Agrippina, donde Handel conoció al príncipe Ernesto Augusto de Hannover, hermano del elector Jorge Luis, junto con el embajador de Hannover en Venecia, el barón Kielmannsegg. También fue presentado a otro embajador, el enviado británico Charles Montagu, duque de Manchester. Tanto el barón Kielmannsegg como el duque de Manchester cortejaron al talentoso Handel, y lo invitaron respectivamente a Hannover y a Londres. Handel aceptó ambas invitaciones, dirigiéndose en primer lugar a Hannover, aunque con la intención de probar suerte también en Inglaterra. Pero sus años en Italia habían marcado un verdadero punto de inflexión, e incluso pueden ser vistos como un microcosmos de la forma de actuar de Handel en el futuro. Con el apoyo de entusiastas mecenas que le brindaron oportunidades y apoyo financiero, había establecido excelentes contactos con profesionales influyentes. Al tiempo que perfeccionaba y desarrollaba la más estricta de las disciplinas gracias a una fenomenal energía y a una auténtica adicción al trabajo, produjo un monumental porfolio de composiciones que no solo le sirvieron para sus propósitos inmediatos en Italia, sino que volvería a utilizar años después. En Italia, al igual que Mozart medio siglo después, Handel había crecido como músico.

Viajando desde Italia vía Innsbruck, donde rechazó una oferta de trabajo del gobernador del Tirol, Handel llegó a Hannover a fines de la primavera de 1710. En la ciudad se encontraba Agostino Steffani, quien combinaba las actividades de músico, clérigo y diplomático, que acababa de regresar a la corte, donde había sido Kapellmeister en la década de 1690. Durante la década anterior, Steffani se había dedicado fundamentalmente a los asuntos diplomáticos, y ahora ocupaba también un importante cargo eclesiástico en el norte de Alemania, el de protonotario de la Santa Sede. Había decidido regresar a Hannover para convertirla en su base de operaciones para ejercer sus amplias funciones ministeriales. De modo que no fue solo un diplomático, el barón Kielmannsegg, quien tomó bajo su protección a Handel a su llegada a Hannover; también Steffani le recibió con entusiasmo. Fue Steffani quien presentó expresamente a Handel a la electora viuda y al príncipe Jorge Augusto. Aunque sin duda Handel había sido también presentado al propio elector, Steffani juzgó –o Handel recordó– que la madre y el hijo del elector eran igualmente importantes en esta conexión Hannover-Londres, y en la relevancia que Handel pudiese adquirir en la misma.

Como se había confirmado en el Acta de Establecimiento de 1701, la electora Sofía era la heredera del trono inglés después de la reina Ana. Sofía era treinta y cinco años mayor que Ana, y probablemente era consciente de que nunca sería reina de Inglaterra; fue su hijo, Jorge Luis, quien de hecho accedería al trono inglés. Ella lo había enviado a Inglaterra cuando era joven, pero, a diferencia de su madre, que hablaba inglés con fluidez y se sentía orgullosa de su ascendencia británica, él no llegó a encariñarse con el país ni con sus gentes. En 1682, Jorge Luis había contraído un desastroso matrimonio con su prima de dieciséis años la princesa Sofía Dorotea de Celle. Ella le dio dos hijos, Jorge Augusto (nacido en 1683) y Sofía (nacida en 1688), pero Jorge Luis también tuvo amantes, entre ellas Melusine von der Schulenberg, con quien tendría tres hijos. En 1692, Sofía Dorotea tomó a su vez a su propio amante, el conde von Königsmarck. A pesar de sus propias infidelidades, Jorge Luis se mostró enfurecido, acusando a su esposa de haber traído la desgracia a la familia electoral. Dos años más tarde, el conde fue secuestrado cuando se dirigía a los apartamentos de Sofía Dorotea en el Leineschloss, y no se le volvió a ver, presumiblemente asesinado. El matrimonio entre Jorge Luis y Sofía Dorotea se disolvió. Ella fue desterrada al castillo de Ahlden y de hecho encarcelada allí; se le prohibió volver a casarse, se le prohibió incluso ver a sus hijos (ahora de once y cinco años), y fue también condenada al ostracismo por su propio padre.

Jorge Augusto, por entonces un niño de once años, nunca volvió a ver a su madre, y nunca perdonaría a su padre por ello. En 1705 se casó con Carolina, hija del margrave de Brandeburgo. Carolina, veintidós meses mayor que Jorge Augusto, había tenido una infancia igualmente traumática, ya que tanto sus padres como después sus dos padrastros habían muerto antes de que ella cumpliese los trece años. Había sido criada por sus tutores, el elector y la electora de Brandeburgo, más tarde reyes de Prusia, y, como el padre de Jorge Augusto y la tutora de Carolina, Charlotte, reina de Prusia, eran hermanos, es probable que Jorge Augusto y Carolina se conocieran desde su adolescencia. A diferencia de la mayoría de los casamientos hannoverianos, el suyo iba a ser un matrimonio muy exitoso, que duraría treinta y dos años. Sin duda había entre ellos ciertas sorprendentes incompatibilidades (en un sentido amplio, ella era intelectual y artística; él, más inclinado a lo militar), pero fueron superadas por la solidez de un respeto y afecto genuinos. Cuando Handel los conoció en la primavera de 1710, Carolina ya había tenido a dos de sus ocho hijos: su hijo mayor, Federico (que pronto se convertiría en una espina clavada en el costado de su padre, tal como lo fue Jorge Augusto para el elector), y su hija mayor, Ana. Esta complicada familia iba a convertirse en una presencia central y constante en la vida de Handel.

Handel causó al instante una deslumbrante impresión en Hannover. La electora viuda Sofía se refirió a él en los más encendidos términos, en parte por su llamativo físico y sus intrigantes relaciones italianas («Es un hombre apuesto, y se dice de él que fue amante de Victoria»; esto debió interesarle especialmente, ya que el marido violinista de Vittoria Tarquini, separado de ella, había sido en su día konzertmeister en Hannover), pero sobre todo por ser «un sajón que supera a cualquiera jamás escuchado como clavecinista y como compositor»12. Observó que «el príncipe y la princesa electoral se deleitan enormemente»13 con sus interpretaciones. El elector Jorge Luis ofreció a Handel el puesto de kapellmeister, con un salario de 1.000 táleros (tan solo ocho años antes, el salario anual de Handel como organista en la Domkirche de Halle había sido de cincuenta táleros). Pero, a pesar de este gran incentivo, Handel aún no estaba listo para asentarse, pues, como escribió Mainwaring, «amaba demasiado la libertad»14. Aún tenía la invitación a Londres del duque de Manchester; el elector palatino de Düsseldorf también había expresado su interés por conocer al músico que estaba causando tanto revuelo, y había muchas otras ciudades con una actividad musical pujante –Viena, Dresde, Praga, París tal vez– en las que Handel podría probar suerte. Pero los hannoverianos estaban decididos a conservarlo. Con el diplomático Kielmannsegg (y quizá también Steffani por detrás) como negociador, se decidió ofrecer a Handel un permiso inmediato de ausencia «por un período de doce meses o más, si así lo deseaba»15. No es de extrañar que Handel aceptara esos términos tan extremadamente generosos.

Con grandes esperanzas y dinero suficiente, Handel dejó Hannover a principios del otoño de 1710. Viajó en primer lugar hacia el este, a Halle, para visitar a su madre –que, según Mainwaring, estaba «en la extrema vejez»16 (tenía cincuenta y nueve años)– y también a su antiguo maestro, Zachow. De allí regresó a Düsseldorf, donde el elector palatino se llevó una decepción al saber que Handel ya no estaba disponible, aunque de todos modos le regaló un juego de platos de postre de plata. Handel continuó su viaje a través de Holanda y cruzó el Mar del Norte, llegando a Londres un mes antes de Navidad. Mientras navegaba por el Támesis rebasando la Torre de Londres, un espectacular edificio debió llenar su mirada. La catedral de San Pablo había sido terminada recientemente, después de treinta y cinco años de meticulosa construcción. Si el magnífico logro de sir Christopher Wren representaba el símbolo de un nuevo comienzo para la ciudad, Londres representó un nuevo comienzo para Handel.

Notas al pie

* Un niño por ti criado.

1 Mainwaring, Memoirs, p. 4.

2 Ibid., p. 5.

3 Ibid., p. 7.

4 Ibid., p. 9.

5 Ibid., p. 13.

6 Citado íntegramente en Handel Collected Documents, volumen I, pp. 25-7.

7 Mainwaring, p. 18.

8 Ibid., p. 26.

9 Ibid., p. 28.

10 Ibid., p. 41.

11 Ibid., p. 50.

12 HCD I, p. 182.

13 Ibid., p. 183.

14 Mainwaring, p. 71.

15 Ibid., p. 72.

16 Ibid., p. 73.

2

«Populous cities please me then» *

[L’Allegro’]

LONDRES, 1710

En 1710 la catedral de San Pablo no era el único símbolo de la regeneración arquitectónica de la ciudad; toda Londres sería transformada durante la primera mitad del siglo XVIII. De una serie de comunidades a lo largo de las orillas del Támesis, cada una de ellas con fácil acceso al campo abierto, la ciudad pasó a convertirse en una extensión urbana que llegaba hasta Middlesex y Surrey, con un nuevo puente, nuevas carreteras y pavimentos, nuevo alumbrado público. Su gran arteria bisectriz, el río Támesis, conectaba sus tres netas circunscripciones. Como se puede ver en cualquier mapa de Londres del siglo XVIII, San Pablo era el punto central. Cerca de ella se encontraban el distrito comercial de Cheapside y el Royal Exchange, el Guildhall, la Customs House, la Mansion House del Lord Mayor (que se reconstruiría en la década de 1730) y las sedes de muchas asociaciones gremiales. Aquí nació la nueva clase media, que haría su fortuna en el negocio de seguros, el comercio y la banca comercial. Pero sus gremios e instituciones caritativas también prestaban atención a lo que había más allá. El East End de Londres (Wapping, Shadwell, Stepney) estaba formado por comunidades que se apiñaban en condiciones de vida espantosas bajo una atmósfera contaminada, que trabajaban en los muelles y embarcaderos del río o en las industrias manufactureras, textiles, destiladoras y cerveceras. Al oeste de San Pablo había grandes bulevares (Fleet Street, Strand, Pall Mall) que conducían a los palacios de St James y Kensington, donde residía la corte, y a los edificios parlamentarios de Westminster. Este moderno West End se desarrollaría de forma espectacular durante la vida de Handel, y él mismo se integraría en él.

Durante las primeras décadas del siglo anterior, el duque de Bedford había contratado a Inigo Jones para que transformase su propiedad, el antiguo Convent Garden, que anteriormente había suministrado verduras a la abadía de Westminster, en una elegante piazza con modernas residencias. La tendencia que generó esta iniciativa fue interrumpida por la Commonwealth, y más tarde por los desastres consecutivos del Gran Incendio de Londres y la Gran Peste, en 1666. Sin embargo, poco a poco se fueron acometiendo planes similares: Red Lion Square, Golden Square, Soho Square, Leicester Square. Y, poco después de la llegada de Handel, dos eventos liberaron fondos que desencadenarían una verdadera ola de elegante desarrollo. En primer lugar, anticipando el rápido crecimiento de la expansión urbana de Londres, el Parlamento aprobó en 1711 la creación de una Comisión para la Construcción de Cincuenta Nuevas Iglesias, que se financiaría a través de los impuestos sobre el carbón. Aunque nunca se llegaría a alcanzar la cifra fijada de cincuenta, las numerosas iglesias que proliferaron en las primeras décadas del siglo XVIII fueron diseñadas por los más grandes arquitectos de la época, entre ellos Nicholas Hawksmoor (Christ Church, Spitalfields, St George’s, Bloomsbury, con su extraño campanario rematado por una estatua de Jorge I), James Gibbs (St. Martin-in-the-Fields), Thomas Archer (St. John’s, Smith Square, conocida como el «Escabel de la Reina Ana» porque, según se dijo, la propia monarca señaló el parecido de la construcción con su propio escabel puesto del revés) y John James (St George’s, Hanover Square, donde el propio Handel acudiría más tarde a rezar). La segunda oleada de dinero, liberado al final de las campañas de Marlborough contra los franceses, en 1713, se destinó a construir las grandes plazas adyacentes a esas iglesias.

Hanover Square, junto a la iglesia de St. George, fue una de las primeras en alzarse, en 1717, seguida por las plazas de St James, Grosvenor, Cavendish y Berkeley. Cada área estaba organizada como una unidad completa: elegantes hileras de casas en la propia plaza, de la que partían calles secundarias con casas menos costosas. (Con su origen en Hanover Square, Brook Street se terminó en 1719; en su momento, Handel compraría allí una de esas casas.) Más allá de esas calles secundarias había más callejuelas donde vivían los sirvientes y los comerciantes; cada área incluía también un mercado y un cementerio adosado a su iglesia. Una vez más fueron convocados los arquitectos más brillantes de Londres, que incorporaron todo tipo de estilos –holandés, italiano, francés, palladiano–. Tan rápida e impresionante fue la transformación de la ciudad, que Daniel Defoe escribió en su libro A Tour Through the Whole Island of Great Britain (1724-6): «Cada día se alzan nuevas plazas y nuevas calles con un prodigio tal de edificaciones, que no hay ni hubo en el mundo nada que lo iguale»1.

Durante las semanas que pasó en Hannover, Handel probablemente oyó hablar mucho acerca de la solitaria mujer de cuarenta y cinco años que había accedido a regañadientes al trono de Inglaterra. Como segunda hija del segundo hijo de Carlos I, la reina Ana difícilmente podría haber imaginado en su infancia que un día recaería sobre ella la enorme responsabilidad del máximo cargo. Pero toda una serie de traumáticos acontecimientos parecían haberla empujado a ello. Cuando su hermana María murió a la edad de treinta y dos años, Ana había otorgado una cauta lealtad al ahora único regente, el viudo de María, Guillermo III, más conocido como Guillermo de Orange, pues ella era necesariamente su heredera. Su feliz matrimonio con el príncipe Jorge de Dinamarca había producido no menos de dieciséis hijos, pero todos habían muerto, la mayoría en su infancia, y su heredero, el príncipe Guillermo, que había sufrido de encefalitis desde su nacimiento, murió desgarradoramente a los once años. La subsiguiente crisis sucesoria había reavivado los rescoldos de su ignominiosa historia de maternidad convirtiéndolos en un asunto parlamentario, y sus primos lejanos en Alemania, con quienes no sentía en absoluto ningún vínculo, se habían puesto en fila para relevarla. La muerte de su padre, Jacobo II, en su exilio francés en 1702, había reavivado en ella el sentimiento de culpa por haberle traicionado, sobre todo porque un año después falleció también su cuñado Guillermo III (de modo inesperado y repentino, como resultado de una caída de su caballo, que tropezó con una topera en Hampton Court), y de pronto se encontró ocupando el trono de su padre. Sus súbditos le tenían poco afecto. Era tímida, gruesa y miope, y se sentía menospreciada y humillada. Incluso su coronación (23 de abril de 1703) –un día que debería haber sido el mejor de su vida– se vio arruinada por un doloroso ataque de gota: tuvo que ser transportada a la abadía de Westminster, donde debió soportar una ceremonia que duró cinco horas y media. El día de la coronación, la reina Ana tenía solo treinta y siete años.

Una de las damas de honor de la madrastra de Ana, María de Módena, era Sarah Jennings. Cinco años mayor que Ana, Sarah se convirtió en la principal dama de compañía de la joven princesa, aconsejándole sobre el vestuario, el comportamiento y las responsabilidades oficiales, y seguiría siendo su favorita durante veintisiete años. La amistad entre ambas era intensamente apasionada y para Ana probablemente fue la relación más importante de su vida, a pesar de su exitoso matrimonio. Sarah se casó con el soldado John Churchill, y, durante la Revolución Gloriosa, fueron los Churchill quienes persuadieron a Ana para que escapara de Whitehall por las escaleras traseras, hacia la relativa seguridad de Nottingham y, más tarde, a Oxford. Tras las notables victorias militares de Churchill (jamás perdió una batalla), los nuevos monarcas, Guillermo y María, lo hicieron primer duque de Marlborough. Pero la amenaza de jacobitas, los seguidores del exiliado Jacobo II y de su hijo (otro Jacobo), persistía, y tres años más tarde Marlborough fue despedido por deslealtad y por sospechas de simpatías jacobitas. Su esposa Sarah también fue expulsada de la casa real, lo que provocó un enfriamiento en la relación entre las dos hermanas reales que nunca llegaría a remitir. Ana, más leal a su amiga de toda la vida que a María («Prefiero vivir contigo en una cabaña que reinar como emperatriz del mundo sin ti»2, escribió a Sarah), optó a su vez por el exilio. Ana y su marido se mudaron a Syon House en Brentford junto con los Churchill, y no fue hasta 1695 que Guillermo III finalmente los volvió a integrar a todos en la corte.

Cuando Ana accedió al trono en 1703, nombró a su marido, el príncipe Jorge, comandante de la armada, a Marlborough capitán general del ejército y –cautiva todavía de su enérgica y manipuladora acompañante– a Sarah para los tres cargos más elevados de su casa: señora del vestuario, ama de llaves y tesorera de la casa real*. El círculo era muy reducido.

La inseguridad de Ana como reina, y el caos de los cincuenta años anteriores desde la Restauración, dieron lugar a una nueva era de gobierno parlamentario y al comienzo de un rudimentario sistema bipartidista. Los whigs y los tories (ambos nombres derivaban de dos términos escoceses que encerraban un sentido peyorativo: whiggamore, que significa «conductor de ganado», y torai, «salteador») habían ido estableciéndose gradualmente como facciones opuestas. Si bien no se trataba de partidos políticos en el sentido moderno del término, eran asociaciones de hombres que compartían los mismos puntos de vista y principios, pero que no necesariamente guardaban lealtad a ningún líder en particular. En términos más amplios, los conservadores representaban los derechos de la monarquía, la constitución, la Iglesia de Inglaterra y la nobleza, según lo establecido por la ley y la costumbre. Los whigs, por su parte, estaban interesados en ampliar los derechos del Parlamento, de las clases mercantiles y de varias facciones inconformistas (religiosas o no). Tanto Guillermo III como la reina Ana trataron de mantener un equilibrio entre ambos partidos en el Parlamento, aunque ellos mismos simpatizaban fundamentalmente con los conservadores.

En 1700 murió el rey Habsburgo de España, después de nombrar como heredero a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia. Un año más tarde, Inglaterra se unió a los Países Bajos y al Sacro Imperio Romano para oponerse a esta pretensión francesa al trono, y de este modo se vio obligada a involucrarse en la Guerra de Sucesión española. También lo hizo Hannover, en tanto que parte del Sacro Imperio Romano. Cuando en 1704 Marlborough obtuvo su mayor victoria en la batalla de Blenheim, en Baviera, el príncipe Jorge Augusto luchó junto a él, mientras que su propio padre, Jorge Luis, se puso al mando del ejército imperial a lo largo del Rin. A pesar de los méritos de Marlborough, las relaciones entre Ana y él comenzaron a deteriorarse a medida que aumentó la confianza de la reina en tanto que monarca, y poco a poco también se fue distanciando de la poderosa y cotidiana influencia de Sarah. Cuando el esposo de Ana, el príncipe Jorge, murió en 1708, los whigs aprovecharon su tristeza y su consiguiente debilidad como gobernante, para intentar ignorar sus deseos y formar su propio gobierno. Pero la guerra continuaba siendo costosa e impopular, y Robert Harley consiguió motivar al electorado para que apoyara a los tories. En 1710, poco antes de que Handel llegara a Londres, unas elecciones generales devolvieron la mayoría a los tories, y Harley, que pasó a dirigir el nuevo gobierno, comenzó a buscar un acuerdo que pudiera sacar a Inglaterra de la guerra. Recién llegado de Hannover, Handel sin duda debió sentir un gran interés por las fluctuaciones del apoyo británico a este costoso y sangriento conflicto.

Durante estos turbulentos años de la primera década del siglo XVIII, cuando los londinenses se adaptaban a un nuevo monarca, a un nuevo gobierno, a nuevas guerras y a las constantes disputas por un puesto tanto en la corte como en el Parlamento, que eran una y otra vez objeto de conversación en las cervecerías y en la prensa escrita, aún quedaba tiempo para el ocio y la cultura. Gran parte de las diversiones tenían lugar al aire libre. Se organizaban actividades multitudinarias frente al cepo, en el psiquiátrico de Bedlam, donde sus internos se exhibían como objetos de burla, y, lo más espantoso, frente al cadalso. La fascinación por lo raro se extendió a los desfiles de animales exóticos y a todo tipo de estrafalarias casetas en la Feria de San Bartolomé (en agosto) o en la Feria de Mayo. Se practicaban deportes en las calles y en las zonas colectivas: juego de bolos, fútbol y un juego de pelota (entonces practicado por niños, y más tarde por adultos) llamado Prisoner’s Base * al parecer derivado de los tiempos de las guerras fronterizas. Y, en un ámbito más formal e interclasista, estaban los jardines de St James’s Park y Hyde Park, donde cualquiera podía relajarse y pasear en un entorno elegante, y donde se podía ver a la corte y a la aristocracia tomando el fresco. Y, ya en el interior de la ciudad, había conciertos y obras de teatro. La música prosperó más allá de los confines de la corte y de las iglesias, y durante el siglo XVIII se produjo un incremento gradual de los espacios construidos expresamente para la interpretación, siendo el primero el situado en York Buildings, propiedad de la melómana familia Clayton. Otro local, más insólito, era el situado sobre el depósito de carbón de Clerkenwell, propiedad de Thomas Britton, descrito como muy largo, estrecho y de techo muy bajo. Pero, a pesar de estos inconvenientes, los conciertos de Britton tuvieron mucho éxito, y al parecer el propio Handel, tras su llegada a Londres, tocó para ellos el clavicémbalo.

Pero fue sobre todo, y de forma más ilustre, en el teatro donde los londinenses hallaron su espacio de ocio ideal. A principios del siglo XVIII había en la capital dos teatros principales, en Drury Lane y en Lincoln’s Inn Fields, a los cuales en 1705 se añadió un tercero, en Haymarket. Aunque esta calle era el centro para la distribución de heno a la vasta población equina, y por tanto una de las más sucias de Londres, su céntrica ubicación la convertía en un lugar con posibilidades. El originalmente conocido como Queen’s Theatre (más tarde King’s Theatre, y hoy en día, desde el acceso al trono de la reina Victoria en 1837, Her Majesty’s Theatre) fue diseñado en 1704 por el militar y dramaturgo sir John Vanbrugh, que acababa de comenzar su nueva carrera como arquitecto (en breve se embarcaría en la construcción para los Marlborough del gran Blenheim Palace en Woodstock, bautizado así en honor a la victoria del duque en Blenheim). El nuevo teatro fue financiado en gran medida por las suscripciones de los aristócratas de la facción whig. Su interior era magnifico, pero la acústica era desastrosa, con el resultado de que los textos declamados eran virtualmente inaudibles. La solución a este problema fue abandonar por completo el drama hablado y volverse en su lugar hacia los montajes de ópera.

Londres había tenido durante mucho tiempo una complicada relación con la ópera. Nacida como «dramma in musica» en Italia a finales del siglo XVII, la ópera había descubierto una combinación perfecta entre la música y el teatro a través de la invención de un estilo de recitar («stile recitativo», o «recitativo»), por el cual una música que fluía sin un ritmo fijo realzaba las inflexiones naturales del ritmo del habla. Una vez que este dispositivo fue adoptado como un vehículo de narrativa dramática entre canciones más formales (arias), coros y danzas, y presentado con todo tipo de esplendores visuales, la ópera se extendió rápidamente por toda Italia y luego a Francia, donde fue adaptada afanosamente a la lengua francesa. Alemania también había experimentado con la ópera en lengua vernácula, aunque al mismo tiempo se había convertido en abastecedora de ópera italiana per se (no olvidemos que la temprana formación de Handel en la ópera italiana había sido con Keiser en Hamburgo). Pero este entusiasmo por el drama musical italiano transcompuesto tardaría en echar raíces al otro lado del Canal de la Mancha. Inglaterra tenía sus propias y ricas tradiciones teatrales. Aparte de la gloria de Shakespeare y sus colegas isabelinos, Carlos I –con la imaginativa ayuda de Inigo Jones– había desarrollado el entretenimiento cortesano de la mascarada, que incluía música, baile y fastuosos efectos visuales con luces e ingeniosa tramoya. Aunque los puritanos de Cromwell habían prohibido toda representación teatral durante el interregno, las mascaradas regresaron durante el reinado de Carlos II. Los dramaturgos de la Restauración se habían esforzado por incorporar la música en sus dramas a la manera operística, pero solo habían logrado crear una forma híbrida en la que música y teatro no se mezclaban, sino que se yuxtaponían. El drama principal era interrumpido por largos episodios de entretenimiento musical, a menudo sin ningún tipo de relación con la trama, lo que daba como resultado un espectáculo en dos niveles de frustrante discontinuidad. Los ejemplos más destacados de esta desmañada forma artística provienen, por supuesto, de Purcell, cuyos King Arthur (1691) y The Fairy Queen (1692) contenían una música encantadora y una ingeniosa construcción (su verdadera obra maestra en el ámbito de la ópera, Dido and Aeneas, perfecta en su forma, su contenido, su caracterización y su adaptación del texto, fue escrita en 1689 para una escuela de niñas, no para una corte o un teatro público, y por tanto supone una milagrosa excepción). Pero inevitablemente el público sintió desconcierto ante las semióperas. A principios del siglo XVIII, el abogado y melómano inglés Roger North escribió acerca de las «objeciones que hay que poner a todas estas ambigüedades: rompen la unidad y distraen al público. Algunos vienen por la obra teatral y detestan la música, otros vienen por la música y consideran el drama como un castigo, y son pocos los que se reconcilian con ambos… Finalmente, estos se han visto obligados a ceder y ofrecer las óperas completas»3.

La inmersión en las aguas profundas de las óperas «completas» en lengua inglesa fue llevada a cabo por un interesante grupo de entusiastas de diversos orígenes. Numerosos aristócratas ingleses, que habían disfrutado de la ópera durante sus grandes viajes por Europa, animaron a los profesionales que trabajaban para ellos a acudir asimismo al extranjero, con objeto de adquirir nuevas técnicas y perspectivas. Así, Thomas Clayton (de York Buildings), un violinista de la Banda Real durante el reinado de Guillermo III, viajó a Italia para estudiar composición en 1704. De vuelta a casa un año más tarde, unió sus fuerzas con un italiano que actuaba bajo patronazgo alemán, Nicola Francesco Haym, un polifacético personaje que, además de violonchelista muy competente, escritor y libretista, fue también un numismático apasionado. Clayton escribió una ópera en inglés –pero «a la manera Italiana: todo cantado»–, Arsinoe, Queen of Cyprus, que fue representada en el teatro de Drury Lane en 1705 (el teatro en Haymarket aún no estaba terminado). Haym tocó el primer violonchelo.

Arsinoe funcionó lo bastante bien como para alentar nuevos intentos, y al año siguiente Haym adaptó y tradujo el texto italiano de Camilla, de Bononcini, que acababa de cosechar un gran éxito en Nápoles. También lo tuvo en Drury Lane, y en 1707 Clayton se asoció con Joseph Addison, escritor y político (Lord Godolphin le había encargado hacía poco su poema The Campaign, para celebrar la victoria de Marlborough en Blenheim). Juntos produjeron la segunda ópera de Clayton, Rosamund, que, sin embargo, resultó ser un fiasco: solo obtuvo tres representaciones (en la temporada anterior , Camilla había disfrutado de más de sesenta), y Addison fue postergado para siempre de la ópera. Pero cuando abrió sus puertas el teatro de Vanbrugh, y a medida que un número cada vez mayor de artistas extranjeros se sentían atraídos por Londres, la ópera comenzó a ganar adeptos. Sin embargo, la propia plurinacionalidad de los artistas generaba a menudo tanta confusión en el público como los «ambiguos entretenimientos» del siglo anterior, puesto que, tras algunos tibios intentos por dominar el inglés, muchos extranjeros decidieron cantar en sus propios idiomas. Como informó Roger North: «Ciertas escenas eran cantadas en inglés y otras en italiano u holandés... lo que provocaba numerosos e insoportables absurdos»4. Poco a poco los italianos fueron ganando la partida, y para cuando llegó Handel a Londres, en 1710, la ópera era una vez más la reserva exclusiva del país que la había visto nacer; se interpretaban en italiano, con libretos explicativos en dos idiomas que se entregaban al público (los precursores sin duda de los actuales sobretítulos).

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