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Aunque siempre estaba intranquilo durante las fuertes tormentas, exteriorizaba su temor al producirse un trueno muy violento. Un día, a mediados del verano, nos sorprendió una tormenta en la esquina de la calle Fabio Severo. La gruesa masa de nubes parecía apoyada sobre los techos de las casas, pero no había comenzado a llover. Repentinamente se produjo el estallido de un trueno y al mismo tiempo la luz del relámpago iluminó la fachada amarilla de un viejo cuartel austríaco. Mi hermano juntó las manos, dio un grito, pegó un salto y salió corriendo por la calle. Un obrero que pasaba le dijo, sin descortesía: “Coraggio, giovinotto, coraggio”. Y yo, para echarlo a broma, agregué: “¡Vamos, hombre! ¡No tienes necesidad de bailar una danza montañesa!”. Encontrarnos refugio antes de que estallara la tormenta. Mi hermano parecía mortificado. Pero a la mañana siguiente apareció en mi habitación con el periódico, para mostrarme que un rayo había abatido un árbol en un jardín de la calle Fabio Severo. Me señaló la información enojado, como si yo fuera el culpable. Recuerdo que esa fue la única vez que exteriorizó su agitación y en cierto modo se explica. En alguna de sus obras llama a Dios, “un ruido en la calle”. Esta expresión es una reminiscencia de aquellas conmociones. Sostenía que la idea de Dios es algo que, si uno está atareado, lo asusta hasta obligarle a mirar por la ventana. Sin duda es una interpretación más inquietante que la pacífica “algo, que no somos nosotros mismos, que...”. He olvidado ahora qué.

Mi hermano realizó su obra más importante al cerrarse una época de la historia de Irlanda, quizá podría decirse de Europa, dando de ella una imagen comprensible a través de la vida cotidiana de una gran ciudad. Siempre sostuvo que había tenido la suerte de haber nacido en una ciudad lo suficientemente antigua e histórica como para poder abarcarla en su conjunto, y creía que las circunstancias de nacimiento, talento y carácter lo habían destinado a ser su intérprete. A esta tarea se dedicó con tanta sinceridad que el cataclismo de la guerra mundial le pareció una perturbación insignificante.

La naturaleza, se ha dicho, no procede a saltos y, como afirma el proverbio del “Infierno”, crear la pequeña flor del genio es labor de siglos. Esa pequeña flor es, con alarmante frecuencia, una flor maligna que crece en medio de la decadencia, el vigoroso vástago de un tronco seco. El talento y la personalidad del individuo no es independiente de sus orígenes; por tanto, daremos aquí alguna información sobre el tronco que dio esta curiosa y robusta flor.

En la segunda mitad de su larga vida, mi padre fue de los que merecen ser pobres. Había nacido en el seno de una familia de clase media, para Irlanda bastante acomodada. Su padre había vivido como un caballero y esto, según el diccionario, significa “hombre de posición respetable que no tiene ocupación”. Los retratos y las fotografías de mi abuelo lo muestran como “el hombre más elegante de Cork”, como decía mi padre. Era hijo único de hijo único, y también lo era mi padre. La raíz de la forma singular en que mi hermano utilizó, con un fin artístico, su propia experiencia, esa sublimación del egoísmo, bien puede estar en esas tres generaciones de hijos únicos.

Mi abuelo, un brillante joven que prometía, vivía mejor de lo que se lo permitían sus recursos. Le gustaba cazar, y en un período de su corta vida parece que tuvo en propiedad un caballo de raza. Sospecho, por algunas insinuaciones de mi padre, que debió ser jugador. Al parecer, casado al mismo tiempo que un amigo, hizo una apuesta de diez guineas sobre quién tendría primero un hijo varón. Perdió la apuesta y, tras el nacimiento, perdió la capacidad de ganar dinero con facilidad. En sus momentos de nostalgia, mi padre contaba que, cuando mi abuelo salía de caza, la familia corría a verlo. Lo cierto es que “saltó por el aro” dos veces, una metáfora circense que en buen irlandés significa quebrar. Parece que la segunda vez fue con una propiedad de su esposa; en Irlanda no se había aprobado aún la Ley de Propiedad de la mujer casada. Después de la última quiebra, vivió con su mujer y su pequeño hijo en Sunday’s Well, un suburbio elegante de Cork, con una asignación de su padre, un próspero constructor y contratista, y quizá de lo que conseguía con alguna ocupación esporádica. Su mujer gozaba, además, de una renta que le había dejado su padre. Mi abuelo murió a los cuarenta años y su muerte fue sinceramente lamentada, incluso por su esposa. Se había casado con una mujer de cierta significación, una O’Connell, perteneciente a una familia de diecinueve miembros. Era hija del propietario de una tienda de grandes almacenes de Cork. Algunos de los diecinueve se convirtieron en curas y monjas; uno, el reverendo Charles O’Connell (repito informes de mi padre) fue deán de St. Finhar [11]con cierta reputación de predicador. La boda fue arreglada por los curas para apaciguar al joven, como puede imaginarse. En Irlanda el “casamiento arreglado por los curas” tiene un nombre feo, y la boda de mi abuelo se hizo acreedora de esa maligna denominación. El resultado fue que, de católico ferviente, se convirtió en ferviente anticlerical. Transmitió a su hijo la antipatía por los curas como un precepto, y cayó en buen terreno.

Su esposa era mucho mayor que él. Un retrato en la edad madura la muestra como una mujer fornida, con pocas pretensiones en materia de belleza. Había sido educada por las monjas ursulinas y en el desván de nuestra casa de Martello Terrace había varios devocionarios en francés, con encuadernación de cuero, de su paso por el convento, símbolo de la cultura en Cork. Tenía una lengua mordaz y buenas razones para utilizarla. Parece que muy pronto advirtió que el marido que había apresado no era de su exclusivo dominio. En una ocasión, recién casados, paseando por los alrededores de Cork, los sorprendió una fuerte lluvia. Se refugiaron en la casa de unos campesinos, pero como el tiempo no daba señales de mejorar, mi abuelo se dirigió al pueblo más cercano en busca de un coche que los llevara a su casa. La campesina que se hallaba en la puerta, siguiéndolo con la mirada, dijo, quizá no inocentemente:

–Sin duda es un joven agradable, Dios le bendiga. Supongo, señora, que es usted su madre.

–No –respondió la joven desposada con sarcasmo–, soy su abuela.

En el pequeño hogar que se constituyó, el hijo fue fervoroso partidario del padre, y “tío Charles” en su vejez, impresionado por el recuerdo de su brillante y pródigo cuñado, hablaba de él como de un hombre de “temperamento angélico”. La noche en que agonizaba intentó persuadir a su hijo de que fuera a escuchar al viejo Mario, que cantaba esa noche en una ópera, en Cork. La serenidad de carácter, saltando por encima de una generación, como sucede con frecuencia, fue heredada por el nieto que llevó su nombre y que en la adolescencia y juventud tuvo un carácter tan alegre y amable que mereció del círculo familiar el apodo, tomado de un anuncio de comida, de “Risueño Jim”.

Mi padre, de niño, parece que tenía una voz atiplada, porque cantó en conciertos desde temprana edad. Había estudiado piano y tenía algunos conocimientos musicales. Era un muchacho delicado de salud y, para fortalecerlo, mi abuelo logró que el capitán del puerto de Cork le permitiera navegar en los prácticos que salían al encuentro de los transatlánticos, que entonces hacían escala en Queenstown. En consecuencia, cruzar el mar de Irlanda, por más encrespado que estuviera, jamás lo perturbaba. Junto a la robusta salud que adquirió de las salobres brisas del Atlántico, aprendió de los prácticos de Queenstown el variado y fluido vocabulario de insultos que en años posteriores hizo la delicia de sus camaradas de café. En las páginas de Ulises ese lenguaje ha escandalizado a la mayoría de los críticos de la literatura elegante de Europa y América.

Después de la muerte de mi abuelo, por fiebre tifoidea, los amigos de mi padre y su madre se hicieron más byronianos. Lo inscribieron en el Queen College, en la Facultad de Medicina, y estudió tres años, aprobando algunos exámenes. Como estudiante, se destacó en los deportes y en las representaciones teatrales de la Universidad. Participaba en las regatas, era un infatigable corredor y hombre diestro en el tiro al blanco, a pesar de su baja estatura, y se vanagloriaba de que su marca de salto de altura (ocho pies en el primer salto) se hubiera mantenido cuarenta años después de que él dejara la Universidad. Pero donde se distinguió fue en las representaciones teatrales. He visto una docena o más de recortes de los periódicos de Cork, dando noticias de la destacada actuación del señor Joyce en diferentes papeles cómicos. Sin vanidad, los guardó durante años y vivió, como su hijo, del recuerdo de una juventud prometedora. En Irlanda, lo más entrañable es el recuerdo del pasado.

Algunas de las noticias que el señor Davis Marcus, editor de Irish Writing, una revista de Cork, tuvo la amabilidad de buscar a petición mía, muestran a mi padre como un estudiante de gran seguridad y habilidad dramática. En marzo de 1869, los periódicos de Cork anunciaron el restablecimiento de la Sociedad Dramática del Queen College, y en la primera representación en el Teatro Real, el 11 de marzo, se produjo una ruidosa protesta contra uno de los actores, por razones políticas. Mi padre, que tenía entonces diecinueve años, parece que calmó los ánimos entonando canciones satíricas. El Cork Examiner dice: “Estuvo en extremo divertido” y fue “intensamente aplaudido”. Unos meses más tarde, en mayo de 1869, interpretó el papel principal de El emigrante irlandés, farsa en un acto. La crónica del Southern Reporter dice: “En cuanto a la actuación del señor Joyce en esta obra, tenemos el placer de manifestar nuestra absoluta aprobación. Se desenvolvió plena de buen humor. Se trata de una obra genuinamente racial y admirablemente representada. El joven Joyce, de considerable talento dramático, es una verdadera promesa”. Un diario serio, el Cork Examiner, dice: “El señor J. S. Joyce desempeñó el papel de O’Bryan, el emigrante irlandés, dándole cierto tono burlesco –un error debido a la inexperiencia–, pero muy por encima de la actuación de un aficionado. Las canciones del señor Joyce, en verdad admirables, merecieron también el aplauso del público”. Mi padre pasó a ser el principal actor cómico de la Sociedad Dramática del Queen College.

Tras un intento frustrado de enrolarse como voluntario en el ejército francés, alrededor del año 1870 (tenía entonces veintiún años) con tres amigos universitarios, y de una fuga a Londres, perseguido por su madre para hacerlo volver alicaído, se unió a un grupo de fenianos [12]en Rebel Cork, con lo que la atormentada madre resolvió terminantemente abandonar Cork. En su decisión influyó el hecho de que, en vísperas del centenario de O’Connell, [13]su primo Peter Paul M’Swiney, a su vez primo del Libertador, había salido electo lord mayor de Dublín. [14]Tenía la esperanza de que el lord mayor diera a su hijo el cargo de secretario.

Antes de que John Joyce partiera para Dublín, se celebró una cena en su honor; ya que cantaba en los conciertos de Cork desde su primera juventud, fueron invitados los miembros de una compañía inglesa de ópera, que entonces visitaba Cork. Después de la cena, el tenor principal de la compañía y mi padre improvisaron canciones. Mi padre cantó un aire de ópera en boga entonces. El tenor inglés, que parecía liberado de los habituales celos profesionales, lo felicitó calurosamente y declaró que daría gustoso doscientas libras por cantar esa aria de la misma manera que mi padre. Más tarde, viviendo ya en Dublín, recibió otros estímulos de gente cuya opinión en esta materia consideraba valiosa. Al llegar a la capital irlandesa se dirigió, con la mejor intención, a casa de una dama italiana, profesora de canto. La dama le escuchó algunas piezas y fue a la habitación de al lado a llamar a su hijo mayor. “Ven y escucha a este joven. He encontrado al sucesor de Campanini”. Italo Campanini era el tenor que hacía furor en esa época en el Covent Garden y que más tarde, en 1883, hizo el papel de Fausto en la inauguración de la Metropolitan Opera de Nueva York. Los elogios halagaron la vanidad de mi padre, pero no despertaron su ambición ni estimularon su voluntad. Después de la edad madura, formaban parte de su arsenal de recuerdos consoladores que, a diferencia de las meditaciones de su hijo, no tenían rastro de autocrítica, reproche o amargura. ¿Será a causa de la hostilidad a mi propia gente, por haber estado separado de ellos tanto tiempo, que juzgo esta inútil y pueril vanidad como típicamente irlandesa? La encuentro en Yeats, en Shaw, en Wilde. Hasta a Swift, educado en Irlanda, se le despertaban instintos criminales cuando se sentía ofendido. Únicamente en el “magnánimo Goldsmith” [15]la vanidad era una entretenida debilidad. Esto hace a los irlandeses amantes de lo raro. Mi hermano no carecía de vanidad, pero la suya estaba llena de intención y en su lucha con editores y críticos la convirtió en una especie de armadura protectora contra el oprobio y el desdén. Mi padre no fue secretario del lord mayor, pero invirtió lo que le quedaba de las mil libras que le había regalado el abuelo por su mayoría de edad en una destilería, la Dublín and Chapelizod Destillery Co., de la que se convirtió en secretario. Algunos socios eran ingleses, pero los dueños habían vivido en Cork, como mi padre. El director, del que mi hermano tomó el nombre para “Contrapartidas”, había sido amigo de mi abuelo en Cork. Mi padre lo describía como una especie de duodécimo lord Chesterfield, personaje todavía famoso en Irlanda. Salía todas las mañanas para Chapelizod, donde estaba la destilería, en un coche de dos ruedas con un criado sentado detrás de él, con los brazos cruzados. Los obreros lo odiaban y una vez intentaron matarlo, dejando caer desde una galería una pesada viga de madera, cuando realizaba una inspección. Mi padre, con oportuna rapidez, lo empujó bajo un cobertizo un instante antes de que cayera la viga. Por otra parte, mi padre era el favorito de este hombre, con quien solía jugar a la petanca. No sé cuánto duró en su cargo de secretario, pero parece que tres o cuatro años, hasta que descubrió que el director había hecho un desfalco en la firma. Tras una discusión muy acalorada y un torrente de insultos de parte del director, que terminó cuando el joven secretario se disponía a recurrir a la violencia, mi padre hizo una convocatoria de acreedores. El director se fugó y se liquidó la firma. En la reunión, los socios expresaron su agradecimiento “al joven que los había salvado de pérdidas mayores” y lo nombraron síndico. Todo el dinero que se pudo cobrar de la liquidación de la destilería fue depositado a su nombre en el Banco de Irlanda y aún debe estar allí, supongo, a menos que el Estatuto de Restricciones haya dispuesto su inversión. Los papeles de la firma, hasta casi diez años después, se hallaban guardados, en un desmañado paquete, en el baúl del desván. Cuando estaba de malas, preguntaba con cierto humor si no podía sacar ese dinero, pero un amigo con experiencia mundana le aconsejaba no irritar al león. [16]

Logró cierta posición como secretario del National Liberal Club, y parece que cumplió eficientemente con sus obligaciones. El National Liberal Club se adjudicó el mérito de la victoria nacionalista en una elección en la que uno de los candidatos conservadores, sir Arthur Guinness, después lord Ardilaun, fue derrotado, y recompensó a su secretario con un obsequio de cien guineas por cada candidato electo, una buena suma para un joven de Dublín de hace setenta y tantos años. Hasta se llegó a hablar de su candidatura en un distrito; tenía facilidad de palabra y había estado entre los primeros que saludaron el ascenso estelar de Parnell. Fue una fanática devoción de toda su vida que transmitió a su hijo mayor. En cuanto al “don de locuacidad”, exceptuando la alusión literaria de Gabriel Conroy sobre las cabezas de sus oyentes, el discurso de “Los muertos” es un claro ejemplo, un poco pulido y corregido, de su oratoria de sobremesa. Nada resultó de aquella proposición. Probablemente no tuvo la paciencia ni la docilidad que los políticos mayores esperaban encontrar en sus discípulos del partido.

No tenía una urgente necesidad de trabajar y podía disfrutar de la vida. Su madre era independiente y él tenía una pequeña renta de una propiedad en Cork. Vivían en las afueras de Dublín, cerca de la bahía, hacia Dalkey. Tenía un pequeño bote de vela, pagaba a un muchacho para que lo cuidara y, ocasionalmente, cantaba en conciertos. Solía suceder, si había una taberna cerca de la sala de conciertos, que deleitara a sus amigos cantando la segunda estrofa antes que la primera. Tenía el temperamento adecuado de un cantante de conciertos y, aunque no cantaba a menudo en público, sabía conquistar sabiamente, por adelantado, el favor del auditorio, actuando con perfecta naturalidad en el escenario. En uno de los conciertos a su cargo, estuvo acompañado por un profesor del Conservatorio de Música de Dublín. Una de las canciones tenía una introducción de casi una página que a mi padre le gustaba, pero el profesor, en lugar de tocarla, hizo unos cuantos acordes y dio la señal a mi padre para que comenzara. Mi padre se volvió con naturalidad hacia su acompañante y exclamó con aprobación: “¡Bravo!

¡Muy bien, hombre!”. El público se rio tanto que transcurrió un buen rato hasta que el profesor finalmente tocó la partitura que tenía delante y mi padre comenzó a cantar.

En resumen, pasó una época divertida con sus amigos, grandes bebedores de esa generación de bebedores. No obstante, carecer del sentido de la autocrítica debía hacerle sufrir al no poder estimarse a sí mismo. Había fracasado en todo lo que había iniciado. Llegar a ser médico, actor, cantante, secretario comercial y finalmente político. Pertenecía a esa clase de hombres que no pueden ser miembros activos de ningún sistema social. Son saboteadores de la vida, aunque lleven el nombre de viveurs. Tuvo todas las ventajas naturales, incluso la salud de un toro, pero no la fuerza para aprovecharlas. Y entiendo por fuerza precisamente la confianza en sí mismo. No deja de ser asombroso que un padre tan débil haya engendrado un hijo con tanta fuerza.

Estando libre, se enamoró de una muchacha dublinesa. Por una vez, algo le resultaba fácil y agradable. Tenía, quizá, la ilusión de la vida de familia que, como hijo único, no había conocido. Siempre le gustaron los niños, y cuando ya tenía una docena se detenía en el bullicioso centro de la ciudad si veía un niño haciendo pinitos delante de sus padres, indiferente a lo que sucedía a su alrededor, y se ponía a conversar con él.

–¡Qué grandote estás ! ¿A dónde vas en este día tan precioso?

El niño se detenía y lo miraba, mientras los padres, ligeramente turbados, esperaban a que terminara y proseguían su camino.

Uno de los socios de la destilería era un tal John Murray, de Longford, agente de vinos y licores. Tenía una melodiosa voz. Mi padre comenzó a frecuentar la casa y, al poco tiempo, él y la muchacha, Mary Jane, estaban secretamente comprometidos. Algún rumor de los anteriores compromisos de John Joyce, o quizá de sus borracheras, debió llegar a los oídos del padre y, a pesar de que John Murray no era precisamente un abstemio, se opuso al noviazgo. De todas formas la pareja tenía pocas dificultades para escribirse o encontrarse. Fue el único acto de obstinación de Mary Murray en su desgraciada vida. Los celosos rivales expresaron sus celos calificando a la pareja como la Bella y la Bestia, lo que resultaba completamente inadecuado. [17]Mi padre tenía un aspecto muy agradable y era un joven alegre y afable. En una ocasión, el padre de Mary los encontró paseando por Grafton Street, una calle de tiendas elegantes. Provocó una escena y llamó un coche para llevarse a su hija. Mientras esperaban el coche, se reunió su alrededor un pequeño grupo de curiosos. Uno de los hombres preguntó a mi padre qué sucedía.

–Oh, nada serio –fue la caprichosa respuesta–, la vulgar historia de la hija hermosa y el padre irascible.

Pero la buena educación, excepto en público, estaba lejos de ser una de sus características. En el seno de su familia mostraba otra cara. Hasta que su esposa, prematuramente avejentada, murió con solo cuarenta y cuatro años, la herida infligida a su vanidad fue creciendo y se dedicó a perseguir a su suegro (después de muerto, a su memoria), así como a su familia, con un odio y una virulencia tan implacables que se convirtió en una obsesión. Sus diatribas iban desde las cómicas –“lavabotellas con sombrero de papel”– hasta las vitriólicas –“viejo fornicador”– (el viejo, después de morir su primera esposa, se volvió a casar). El único miembro de la familia que se salvó de su lengua procaz fue la madre de su mujer, que había apoyado el casamiento. Su suegra pertenecía a una familia de músicos, amigos de Balfe, de los que hay en cierto modo una parodia en “Los muertos”. Tenía una voz agradable, aunque nunca intervino en conciertos, y parece ser que estimó a su yerno. Este hombre extraño, que no se entendió con su madre, su esposa y sus hijos, siempre respetó la memoria de su suegra. En parte, esta quedó indemne por haber muerto en los primeros años de su matrimonio.

Se casaron el 5 de mayo de 1880, cuando mi madre no tenía aún veintiún años, y pasaron la luna de miel en Londres. Ya en el viaje de bodas, el esposo comenzó a injuriar a su paciente esposa. Un día que remaban en el Támesis, en Windsor, vio que el bote de un joven con una muchacha intentaba pasarlos. En la improvisada carrera, insultaba abundantemente a su mujer para que mantuviera derecho el bote y, cuando logró poner distancia entre él y su rival, se burló de la violencia de su lenguaje en el calor de la excitación. Lo que prueba que una de sus máximas era: “Nunca te disculpes”.

Con la ayuda de sus amigos, obtuvo un empleo en la Oficina General de Recaudaciones de Impuestos y Contribuciones, y así se cumplió el anuncio del profeta que había predicho que estaría entre los recaudadores de impuestos y los pecadores. Su madre se había opuesto al noviazgo –“Son gente peleadora, John”–, y cuando su hijo, su único niño, se casó, regresó a Cork. Nunca la volvió a ver. Murió sola.

Mi hermano narra este hecho en Exiliados; ningún escritor en Inglaterra, desde Sterne, utilizó su más insignificante experiencia tan a conciencia como mi hermano, con el fin de crear un personaje o completar la pintura de un ambiente. Algunos críticos han insistido en la similitud entre Sterne y mi hermano, basándose en la extravagancia del estilo, la originalidad de la construcción novelística, la paciente e intencionada acumulación de detalles que asombra al lector; y, profundizando en el corazón de ambos escritores, la devoción a la memoria del padre, la hostilidad hacia la madre y el desprecio por las exigencias de la vida cotidiana, que les repugnaban. Sterne, al perder a su padre en un duelo, sufrió en plena juventud un rudo golpe, y esto pudo llevarle a cultivar una visión trágica de la vida; sin embargo, no fue así. Eligió ser Yorick, porque no quería ser Hamlet.

Mi hermano era más inflexible. La actitud hacia su madre no llegó a ser de desprecio, como la de Sterne, ni tampoco de hostilidad personal. Estaba en desacuerdo con ella porque no se entendían en materia religiosa. Por otra parte, lo extravagante en su estilo era deliberado. La literatura no era para él un pasatiempo tranquilizador que a medias arrulla y a medias obstruye la conciencia. Le daba satisfacciones de otra índole, derivadas de las grandes realizaciones que arrancan al corazón sus tiránicos secretos y le despiertan sentimientos de liberación y conmiseración. En el espejo de su arte la fealdad de la cabeza de la Gorgona puede estar reflejada con nitidez, pero fue cortada y no convierte el corazón del espectador en piedra.

Sin embargo, compartía con Sterne un innato escepticismo respecto a los sucesos extraordinarios y los magníficos personajes que manejan los novelistas. A menudo me he preguntado por qué razón tales personajes no se convierten en primeros ministros, no solo de Inglaterra –que sería demasiado poco–, sino de Europa. Sería un destino adecuado para estos hombres y mujeres tan excepcionales. He conocido personas que alcanzaron la máxima celebridad por creer de todo corazón en una o dos cosas. Tampoco sus relaciones con los demás hombres y mujeres fueron como una página de la prosa pulcra y ordenada de Henry James. En su primera juventud, mi hermano fue un enamorado, como todos los poetas románticos, de las grandes concepciones y creyó en la suprema importancia del mundo de las ideas. Sus dioses fueron Blake y Dante. Pero luego la vida diaria en la tierra atrajo su interés y contempló con cierta compasión su juventud alucinada por los ideales que exigen la servidumbre a “las grandes palabras que nos hacen tan desgraciados”. Sin embargo, había creído en ellas sinceramente; en Dios, en el arte o más bien en el deber (él no lo hubiera llamado así) que le imponía su talento.

La vehemente creencia en lo absoluto es un don del poeta. No se tiene por ayunar, rezar o consumir petróleo en la medianoche; quien lo posee está marcado. Uno de ellos fue mi hermano, que deliberadamente eligió para su obra el hombre común y el acontecer diario, y ambos suelen despreciarse. Toda su obra está penetrada por esas atenuaciones, antítesis del romanticismo y la característica distintiva de la literatura moderna, que logra significar más de lo que expresa. Sin embargo, hay escritores de gran talento que escudriñan el mundo para elegir sus temas y escenarios y son inmensamente populares. Por mi parte, creo que carecen en gran medida tanto de sutileza como de sinceridad. Han ganado el mundo entero, pero han perdido sus almas. Además, a diferencia de su amigo Svevo, a quien preocupaba el éxito, a mi hermano nunca le interesó que lo leyeran. Creo que escribía para sí mismo. ¿Para qué publicar, entonces?, se podría preguntar. Bien, la expresión de nuestras ideas y sensaciones, aunque dirigida a nosotros mismos, cobra mayor nitidez con los destinatarios, y es también la forma de asumir una responsabilidad.

Los temas que elegía mi hermano adulaba mi vanidad de una manera curiosa. Cuando éramos muy jóvenes y mi hermano aún estaba bajo la esclavitud de las Grandes Palabras, escribí en mi diario, chapuceando como un académico, que hay científicos cuya labor se desarrolla en los infinitos espacios estelares que se consideran excepcionales, y otros que realizan su trabajo con un microscopio y se les juzga de la misma manera. Y agregué que, en una escala más pequeña, hay una diferencia análoga entre los escritores, y que mi hermano pertenecería a la última categoría. Acostumbraba a leer mi diario sin mi autorización, y en general se burlaba, pero aprobó esta anotación.

En el comienzo de su vida matrimonial, mis padres parecen haber sido lo que el Tribunal de Divorcio llama “razonablemente felices”. Comenzaron a llegar los niños, con intervalos regulares de un año. Los cuatro primeros, entre los que estábamos mi hermano (el segundo) y yo (el cuarto), nacieron en Dublín. Luego John Joyce resolvió trasladarse a Bray, con la esperanza, como repetía con frecuencia, de que el precio del pasaje en tren mantendría alejada a la familia de su mujer. No guardo memoria de aquellos primeros años en Dublín, pero tengo recuerdos vívidos de Bray. La eliminación de la muy afectuosa familia de su mujer, incluyendo a tres adorables tías, no pareció enmendar demasiado las cosas. Mi padre aún no había abandonado totalmente su vida deportiva. Intervino en una regata de Bray, pilotando un bote de cuatro remos, a los cuarenta años, y la ganó (no recuerdo la regata, pero sí haberlo visto entrenarse); iba a pescar platijas y lenguados y desde el bote se tiraba a tomar un baño con los Vance, antes mencionados, o con algún pescador de Bray, feliz del resultado de la pesca que llevaba en el fondo del bote, donde solía sentarse, aburrido y silencioso, su segundo hijo. En esa época le alcanzaba la renta, su trabajo era liviano, muy liviano, sus hijos estaban sanos, uno de ellos precozmente inteligente, su mujer compartía su gusto por la música y el canto en el coro de Little Bray y era paciente, ingeniosa y con gran sentido del humor. Tengo en mi poder un programa de un concierto público organizado por el Club de Remo de Bray, en la Sala de Reuniones de la ciudad, en 1888, en el que cantaron el señor Joyce, la señora Joyce y el niño James Joyce (tenía entonces seis años). Con frecuencia venían amigos de Dublín a escucharlo.

Pero en el hogar era un hombre de temperamento inestable. Lo recuerdo sentado a la mesa por la noche, no exactamente ebrio porque entonces dosificaba bien el aguardiente, pero habiendo tomado lo suficiente como para no tener apetito y con un humor aborrecible. Tenía el horrible hábito, cuando estaba un poco achispado, de mascar con sus poderosos dientes, produciendo un ruido que yo atribuía al crujir de su blanco cuello almidonado. En años posteriores, mi madre me confesó que a menudo le daba miedo quedarse a solas con él, aunque no era hombre violento. La obesa señora Conway se retiraba temprano a su habitación en el piso de arriba; las habitaciones de los niños y criadas también estaban en los altos de la casa. Él se quedaba sentado, haciendo rechinar los dientes, mirando a mi madre y refunfuñando frases como “¡Acaba ya!”. En algún momento pensó en separarse de él, pero su confesor se enfureció de tal manera cuando ella lo sugirió que nunca más volvió a mencionarlo. Ese morboso y pervertido títere la había amedrentado por pensar en la separación; probablemente no hubiera sido definitiva, pero sin duda beneficiosa para ambos.

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