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Tenía una gran memoria y se obsesionaba con las ofensas más insignificantes y con intencionada perseverancia mantenía frescos sus resentimientos durante años. Siendo yo muy pequeño, tanto que ese recuerdo es uno de los más vagos y remotos que tengo, partimos hacia las cataratas de Powerscourt para un pícnic en compañía de algunos huéspedes, entre ellos la madrastra de mi madre, a quien toda la familia, excepto ella, odiaba. Recuerdo la excursión. Había otros grupos de gente, además de nosotros. Como yo veía todo en proporción inversa a mi estatura, guardo la imagen de unas cataratas extraordinariamente altas y una extensión inmensamente ancha de césped que se prolongaba a lo lejos, hasta una hilera de árboles majestuosos. No he vuelto a Powerscourt ni me interesa saber cómo es en realidad. Cuando abrieron las canastas de comida, se descubrió que habían olvidado el mantel. La madrastra de mi madre sugirió, en broma, que una de las señoras sacrificara su enagua. En aquella época se usaban anchísimas enaguas blancas. Mi padre pareció tomar la broma muy alegremente; pero, por alguna misteriosa razón, le causó tal encono que se convirtió en otro motivo de reprobación de la familia de su mujer, hasta doce o catorce años después de la muerte de la ofensora.

En otra ocasión se hallaba cruzando Fifteen Acres, un espacio abierto en el Phoenix Park, en compañía de su cuñado, cuando un regimiento de caballería que hacía prácticas se acercó a todo galope. El cuñado, mi tío John Murray, salió corriendo hacia unos árboles, pero ya era demasiado tarde: la caballería estaba casi encima de ellos. Mi padre corrió tras él, lo agarró y lo obligó a quedarse quieto. De esta manera el regimiento de caballería se apartó, dejando a los hombres en el medio. Mi padre se jactó después de que mientras pasaban, el oficial de la instrucción dio orden de que lo saludaran con los sables en alto. Esta feliz combinación del pánico de su cuñado y su presencia de ánimo era demasiado propicia para ser archivada. La recordaba constantemente.

Mi madre no era de carácter débil, excepto con su marido, y no carecía de energía en el gobierno del hogar si la ocasión lo requería. Tengo nítido el recuerdo de su lucha contra el peligroso fuego que se declaró en la chimenea del cuarto de los niños. Los teléfonos en las casas eran entonces una excepción y no era fácil llamar a los bomberos. Se sentó en el suelo y rápida pero tranquilamente sacó los leños de la chimenea y los fue envolviendo en telas mojadas que las criadas le alcanzaban de un balde de agua que había cerca de ella. Tengo mis buenas razones para recordar otra de sus intervenciones enérgicas. Un día, a comienzos del verano –Jim estaba ya en Clongowes– mandaron a todos los niños a pasear. El grupo estaba compuesto de cuatro o cinco niños, la niñera, llamada Cranly, que pertenecía a una familia de honrados pescadores de Bray, y una muchacha de quince o dieciséis años, hermana o prima suya que había venido a ayudarla. En la Explanada un fotógrafo quería fotografiar al grupo. Las niñeras estaban encantadas –los fotógrafos eran una rareza entonces– y esa noche obtuvieron autorización para sacarse la fotografía. Al día siguiente, las muchachas se pusieron sus galas de domingo y fuimos todos al encuentro del fotógrafo, que nos colocó en un artístico grupo, en el césped, detrás de la Explanada. Yo, que tenía entonces cinco o seis años, debía estar sentado en el suelo, al frente, con las piernas cruzadas, pero cuando el fotógrafo dijo: “Ahora no se muevan”, diabólicamente comencé a mover y sacudir la cabeza de un lado a otro y ni la palabra persuasiva del fotógrafo ni las súplicas de las niñeras lograron calmarme. El hombre tuvo que abandonar la idea de fotografiarnos y todos regresamos a casa. Las niñeras estaban furiosas y, al contar de qué manera deliberada les había arruinado la ocasión, casi lloraban. Mi madre escuchó el relato y rápidamente nos envió a todos a nuestro cuarto, donde me dio una paliza ejemplar, ya que todavía la recuerdo.

Mis padres tenían muchos amigos en Bray y en la ciudad; para Navidad y Año Nuevo iban a Dublín a bailar y se quedaban a pasar la noche en un hotel, como hacen los Conroy en “Los muertos”. Mi madre hacía recomendaciones tan numerosas e inquietantes a los criados sobre lo que debían hacer durante su ausencia, que me asaltaba el temor de que marcharan para siempre. Mientras ella se mantuvo lozana, mi padre le hacía escenas de celos con pretextos triviales. Una noche, en un baile, uno de los invitados pidió a la dueña de casa que lo presentara a “esa hermosa joven”. “Con mucho gusto –respondió ella–, pero permítame decirle que esa hermosa joven es madre de cuatro niños”. Cuando la señora les contó la broma, mi padre rio, pero dejó de hacerlo al volver a casa, y luego durante meses.

Él, por su parte, bailaba, y lo hacía bien, con todas las muchachas bonitas de la fiesta y no prestaba atención a su esposa. Mi madre, por el contrario, no era en absoluto celosa. Las fotografías de la primeras novias de mi padre aún estaban sobre el piano cuando yo era niño. Recuerdo el nombre de dos de ellas: Hannah Sullivan, una muchacha morena de aspecto enérgico, y Annie Lee, como la canción. En ambos casos, él había roto el noviazgo en un acceso de celos injustificados, según el testimonio de mi madre. Un día las fotografías desaparecieron del sitio en que estaban. En cuanto mi padre entró en la sala, lo notó.

–¿Dónde están las fotografías? –preguntó.

–Quemadas –fue la respuesta.

–¿Quién las ha quemado? –preguntó otra vez.

–Yo –dijo mi madre, desafiante.

Mi padre se colocó el monóculo que usaba en esa época y la miró.

–No, no fuiste tú –dijo–; fue esa vieja perra que está arriba.

“Esa vieja perra que está arriba” era una elegante descripción de la señora Conway. Tenía razón. La señora Conway había persuadido a mi madre de que era absolutamente impropio tener las fotografías en la sala, donde los niños, que estaban creciendo y comenzaban a observar, podían verlas. Es evidente que sus escenas de celos eran la forma de satisfacer sus truculentas exigencias masculinas. Mi madre lamentó después haber cedido a la insistencia de aquella mujer, “porque –decía– eran muchachas bonitas”. Y quizá también porque le habían proporcionado la sensación de triunfo de un indio que adorna su tienda con los cueros cabelludos de sus víctimas.

[3] Vance adoptó los versos de Samuel Lover del capítulo “Baladas y cantores de baladas” del libro Leyendas y narraciones de Irlanda, que dicen: Oh Thady Brady you are my darlin, /You are my looking-glass from nigth till morning /I love you bether without one fardin /Than Brian Gallagher wid house and garden. [Oh Thady Brady eres mi amor, / eres mi espejo de la noche a la mañana. / Te amo más sin un centavo/ que a Brian Gallagher con su casa y su jardín.]

[4] En inglés, Here Comes Everybody.

[5] “¡Oh mi espalda, mi espalda, mi espalda!”, Finnegan’s Wake (Londres, Faber & Faber, 1939), p. 213.

[6] “...bebiendo champaña en su chinela después que terminó el baile como el niño Jesús en el pesebre en Inchicore en los brazos de la Santísima Virgen seguro que ninguna mujer pudo haber tenido un chico tan grande...” Ulises, p. 800, Buenos Aires, Santiago Rueda, 1945, trad. de J. Salas Subirat. [Todas las citas de Ulises son de la misma edición.]

[7] “Dante le daba una pastilla aromática cada vez que le entregaba un trozo de papel de seda”. Retrato del artista adolescente, p. 7, Londres, Jonathan Cape, 1924.

[8] “... y el señor Casey le había dicho que le quedaron entumecidos los dedos, preparando un regalo de cumpleaños para la Reina Victoria”. Retrato del artista adolescente, p. 31.

[9] Las alusiones a Charles Stewart Parnell se repiten a lo largo del texto en diferentes oportunidades. Fue un político irlandés nacido en Avondale (Co. Wicklow) en 1846, de notables condiciones oratorias y, en su momento, profundamente influyente en la política de su país. Sucedió a Isaac Butt como repre-sentante de Meath en el ala irlandesa del Parlamento británico –el Parlamento irlandés había sido definitivamente clausurado por los ingleses en 1800–, poniéndose inmediatamente al frente del movimiento autonomista y logrando la mitad de los escaños en las elecciones parlamentarias de 1874. Para alcanzar sus objetivos, Parnell se apoyó en la National Land League, creada en 1879 por Michael Davitt. Ese movimiento –del cual Parnell fue presidente–, buscaba asegurar los derechos básicos de los granjeros católicos frente a los abusos de los propietarios de las tierras, mayoritariamente protestantes. Se produjo entonces una ola de agitación en toda Irlanda, que finalizó cuando el gobierno británico abolió el antiguo sistema sucesorio en favor del otorgamiento de las tierras a quienes las trabajaran. El éxito de Parnell le confirió una base de apoyo importante para sus reclamos e influyó sobre el Primer Ministro británico Gladstone, quien intentó alentar sucesivos proyectos de autonomía (Home Rule), pero estos fueron vetados en el Parlamento inglés. Transformado en héroe nacional, en 1889 Parnell fue objeto de un escándalo al ser citado a comparecer ante un tribunal en el juicio de divorcio de Katherine O’Shea, con quien tenía amores en secreto. Sus detractores aprovecharon la ocasión y lo hundieron en el desprestigio, ayudados primero por la iglesia católica y, luego, por el Partido Liberal. En diciembre del año siguiente, convertido en paria, Parnell se casó con su amante, para morir en sus brazos en junio de 1891 [Nota de J.F.].

[10] “Muy bien, Simón. Todo sereno, Simón...” Retrato del artista adolescente, p. 67. “¿Dónde está Punch? Todo sereno”. Ulises, p. 447.

[11] Otra de las exageraciones de John Joyce; fue cura en Carrignavar, cerca de la ciudad de Cork.

[12] Fenianos fue el nombre con que se identificaron los miembros de la Irish Republican Brotherhood, sociedad secreta fundada en 1858, que rechazaba la vía constitucional para obtener la independencia irlandesa. Sus líderes, James Stephens (1825-1901) y John O’Leary (1830-1907), intentaron una insurrección en 1867, que fue derrotada [Nota de J.F.].

[13] Daniel O’Connell (1775-1847). Político irlandés que, en 1823, creó la Catholic Association, cuyo objetivo era presionar para la obtención de plenas libertades para los católicos irlandeses, quienes alcanzaron la emancipación religiosa en 1829. Acto seguido, O’Connell intentó sin éxito el restablecimiento del Parlamento irlandés [Nota de J.F.].

[14] M’Swiney fue Lord Mayor en 1875.

[15] Oliver Goldsmith (1728-1774). Poeta, ensayista, dramaturgo y escritor misceláneo irlandés. Su obra más conocida es The Vicar of Wakefield: A Tale (1766) [Nota de J.F.].

[16] El Banco de Irlanda informó que no había dinero depositado a nombre de John Joyce.

[17] “Cuando elegiste marido se habló de la bella y la bestia. Nunca podré perdonártelo”. Ulises, p. 471.

Capítulo II

El retoño

Mi hermano ingresó en Wood College, de Clongowes, cuando tenía seis años y medio, razón por la cual lo llamaron durante el primer año “Seis y medio”. Cuando mis padres lo llevaron a Dublín para comprarle el equipo que exigía el colegio y el baúl con sus iniciales J.A.J., yo, casi tres años menor que él, los acompañé dos o tres veces. Asistir al colegio era una experiencia nueva para mi hermano, y aunque debía tener alguna aprensión, la aceptaba complacido. Mostró quizá cierta debilidad en el momento de la despedida (yo no me hallaba presente), pero recuerdo que cuando mi padre decidió enviarlo a Clongowes se mostró ansioso y le agradaba ser el centro de tantos preparativos importantes, como las visitas a las tiendas y el té y los almuerzos en la ciudad. Diferente de mí también en esto, siempre le gustaron las aventuras nuevas, los nuevos escenarios, la gente nueva. Lo permanente nunca lo sedujo.

Me llevaron algunas veces a Clane, en los días de visita. Clane es una pequeña ciudad, cerca de Clongowes, a orillas de su amado río Liffey, “la pradera del forjador”. Había una distancia de unas pocas millas hasta el colegio que se recorría en unos anticuados coches de excursión. Naturalmente él se alegraba al vernos, pero la impresión que ha quedado en mi memoria no es la de un niño solitario o que se sintiera fuera de lugar. Todo lo que lo rodeaba le era indiferente, un niño entre niños. Fue siempre el primero en su curso y se mantenía en perfecto estado de salud. Sus cartas generalmente comenzaban: “Querida mamá, espero que te encuentres bien y papi también. Por favor envíame...”. Durante el segundo o tercer año en el colegio, tuvo el honor de ser elegido monaguillo. Hasta destacó en los deportes. Cuando, después de cuatro años aproximadamente, dejó Clongowes, tenía en casa una vitrina llena de copas, y una tetera y una cafetera de “plata” (galvanizada) que había ganado en las carreras de velocidad y obstáculos. Le disgustaba el fútbol, pero le agradaba el cricket, y de muy pequeño prometía ser un eficiente bat. Siguió interesándose por los deportes en Belvedere y fue espectador ansioso de las hazañas de Ranji y Fry, Trumper y Spofforth. Recuerdo haber jugado a los bolos con él, en nuestro jardín de Richmond Street. Lo hacía por pura amabilidad; yo detestaba ese tonto y tedioso juego y no me hubiera molestado jamás en ver un partido.

Era veloz y resistente en las carreras. Pat Harding, un amigo de mi padre, campeón irlandés en carreras de ciento diez yardas con obstáculos, en la época en que el americano Kranzlein era campeón mundial, se ofreció a entrenar a mi hermano para la carrera de vallas en su último año en Belvedere; pero mi hermano entonces ya tenía otras preocupaciones. Quedaron muy amigos, y después de la fuga de mi hermano a Trieste, mi padre le escribió: “En toda la ciudad de Dublín tienes solamente dos amigos, Pat Harding y Tom Devin”. En el cuento “La gracia”, Tom Devin aparece como el señor Power, pero el desaliñado entrenador en Stephen el héroe no está inspirado en Pat Harding, que era un vivaz agente de deportes. Lo único que Pat Harding hacía era practicar mucho una o dos semanas antes de un encuentro. A mi hermano también le gustaba nadar. Era un mal nadador, pero veloz. En distancias cortas podía vencer a su corpulento amigo Gogarty, que era un nadador más resistente. También era un caminante infatigable. En una ocasión, quería ir a Celbridge a entrevistar a un millonario irlandés-norteamericano que había comprado allí unas propiedades y del que se decía que iba a hacer de mecenas de los jóvenes genios irlandeses. Como mi hermano no tenía para el pasaje de tren, se fue caminando desde nuestra casa en Cabra hasta Celbridge [18]para proponerse como candidato, pero fue rechazado en el portal por el guardián, que carecía de conmiseración y era corto de entendimiento. Mi hermano se dirigió entonces a la Oficina de Correos y envió una carta al millonario irlandés-norteamericano, que se llamaba Kelly, y ese mismo día regresó caminando a Dublín. Quizá el día del Juicio Final sepa finalmente si fue una estupenda desfachatez de mi hermano o un mal negocio del millonario irlandés-norteamericano. Entonces yo pensaba lo primero y mi hermano lo último, pero ahora me inclino a creer que mi hermano tenía razón. De cualquier manera, el irlandés-norteamericano, que no fue responsable del rechazo, envió a mi hermano una carta pidiéndole disculpas, y al no obtener respuesta telegrafió para averiguar si la carta había llegado a destino. Tengo en mi poder la carta y el telegrama.

Mi hermano detestaba el rugby, el boxeo y la lucha; consideraba estos deportes ejercicios violentos y brutales, contrariamente a la opinión de los ingleses, que sostienen su utilidad para el autocontrol. Cuando la mayoría de los diarios de Norteamérica, de Inglaterra y hasta de Trieste publicaban titulares en primera plana a cinco columnas sobre Jeffreys, “la esperanza blanca”, un acontecimiento que marcó una época y el encuentro de Johnson-Jeffreys en Reno por el campeonato de peso pesado, escribió un borrador, burlándose, describiendo la lucha Myler Keogh-Bennett con el episodio de los Cíclopes. Sin embargo, no expresaba allí un prejuicio personal contra la violencia y la brutalidad, sino contra la asociación de ambas con la idea de patriotismo. Se interesó por primera vez, siendo un muchacho, en la figura de Ulises, cuando en su curso leyeron Las aventuras de Ulises de Lamb. Al preguntar a los alumnos quiénes eran sus héroes preferidos, mi hermano eligió a Ulises, como reacción contra la admiración general por aquellos pesados y musculosos guerreros que repartían golpes homéricos.

Mi padre tuvo la buena intención de dar, al hijo que prometía, la mejor educación que podía ofrecer el país a un muchacho de su clase y su religión; pero, al cabo de pocos años, esa buena intención era un detalle secundario de su naufragio general. Su horario de oficina era breve, de diez de la mañana a las tres y media o cuatro de la tarde, y su trabajo liviano y fácil, pero incluso así lo descuidaba. A juzgar por sus propios recuerdos, pasaba el tiempo en su oficina bebiendo y contando “cuentos agradables” en compañía de otros empleados igualmente joviales. Se burlaban incluso de los respetables señores que iban a presentar quejas sobre impuestos y rentas. Siempre que, por razones de trabajo, salía de su oficina, terminaba en alguna taberna. Descuidaba las tareas más urgentes, como enviar comunicados a los contribuyentes, y en el último momento tenía que recurrir a un par de viejos empleados que le ayudaban a salir del paso. Y cuando conseguía que llegaran a tiempo los avisos, volvía a despreocuparse. Por añadidura, como era un excelente narrador, contaba a sus amigos, en casa y en las tabernas, historias divertidas, burlándose de los pobres diablos que lo habían ayudado; del borracho a quien la esposa le pegaba, que una mañana apareció con un ojo negro y la cara lastimada y se sirvió para explicarlo del viejo cuento de que se había llevado por delante un aparador en la oscuridad (historia dialogada: preguntas simpáticas y respuestas circunstanciadas con abundantes comentarios); o de otro que, debido al alto coste de los pañuelos, se limpiaba la nariz con hojas de papel de seda.

Me atrevería a jurar que los empleados del Gobierno trabajan de esta manera solamente en Irlanda, o quizá también en alguna parte de los Balcanes, o en el último rincón de la Rusia zarista antes de que el Inspector General haga su sorpresiva visita. Tampoco era inviolable el portafolios de cuero en el que llevaba los impuestos que recaudaba; una noche lo defendió de dos ladrones que lo asaltaron. Logró ahuyentarlos con su bastón y este episodio se convirtió en otra de las historias que solía contar, una y otra vez, en años posteriores. Los préstamos que se hacía a sí mismo del portafolios eran cada vez más frecuentes, y tuvo que recurrir a los usureros por sumas bastante elevadas y a corto plazo. Su propiedad en Cork fue cubriéndose gradualmente de hipotecas, cuyos intereses absorbían la mayor parte de la renta. Ya se vislumbraba el fin cuando sacaron a mi hermano de Clongowes y nos mudamos a Blackrock, más cerca de Dublín.

Me gustaba más la casa de Blackrock –se llamaba Villa León por un león de piedra que adornaba la entrada– que la de Bray. Se hallaba en la avenida Carysfort, cerca del jardín que rodeaba la iglesia protestante. En Bray asistía a un colegio de niños y en Blackrock me enviaron a una escuela de monjas, Sion Hill Convent; por lo que recuerdo, mi hermano quedó en casa a su propia suerte. En nuestro hogar nadie se preocupaba de los estudios de los niños, ni siquiera cuando Dante y tío William vivían con nosotros. Este último solía leernos, con alguna constancia, cuentos de Grimm y Andersen, y si el cuento se refería a las desventuras de alguna hermosa princesa, intercalaba frases patéticas, cuyo sentido se nos escapaba, dirigidas a mi madre, que cosía en otro rincón de la habitación.

Mi hermano no estaba entre los oyentes. Había comenzado a leer mucho por su cuenta y se sentía ansioso por estudiar. Le pedía a mi madre que le diera lecciones con ayuda de los libros que había traído de Clongowes y que lo examinara después. Mi madre accedía, dándole largas lecciones con la esperanza de tenerlo atareado un par de horas y poder ocuparse ella de los quehaceres de la casa. Pero, en mitad del tiempo, mi hermano volvía para ser examinado, pidiendo nuevas lecciones. El hábito de pedir el examen de las tareas que realizaba en casa continuó hasta mucho después, cuando ambos estábamos en Belvedere y él cursaba el primer año; tendría trece o catorce años.

Creo que sus primeros ensayos literarios los hizo en Villa León. Comenzó una novela en colaboración con un muchacho protestante, Reynold, uno o dos años mayor que él, vecino nuestro. No sé qué aventuras raras formarían la trama del libro, pronto abandonado, pero recuerdo a los dos muchachos discutiendo y a mi hermano escribiendo por la tarde, hasta la hora del té, en el enorme escritorio, cubierto de cuero, que se hallaba en una esquina del comedor. También escribió poesía, en el estilo de las baladas de salón a las que estaba acostumbrado (“Mi casa, ¡ay! el amado, viejo y sombreado hogar”), pero lo mejor fue una obra de teatro escrita con motivo de la muerte de Parnell y que he visto citada, aparentemente con autorización de mi hermano, con el título de Et Tu, Healy, que yo no recordaba. Era una diatriba contra el supuesto traidor, Tim Healy, que había desobedecido las órdenes de los obispos católicos y convertido en un virulento enemigo de Parnell. La obra era un eco de las intrigas políticas, tema de las vociferaciones nocturnas de mi padre en medio de sus borracheras, con el acompañamiento de vigorosos golpes sobre la mesa. Creo que estaba escrita en verso, por los trozos rimados que recuerdo. Al final, la muerte del jefe se compara a la de un águila, contemplando a los serviles políticos irlandeses desde

His quaint-perched aerie an the crags of Time

Where the rude din of this century

Can trouble him no more.

[Su bello nido de águila encaramado

en las asperezas del Tiempo

donde el rudo estrépito de este siglo

no lo moleste más.]

La obra fue muy admirada por mi padre y su círculo de amigos, cuyo juicio, en materia literaria, era tan inmaduro como el del naciente escritor. Mi padre la hizo imprimir y la distribuyó entre los admiradores. Recuerdo claramente que mi padre trajo a casa un rollo de treinta o cuarenta pliegos impresos. Cuando Parnell murió, nosotros vivíamos todavía en Bray, de modo que la obra debe haber sido escrita unos meses o un año después, porque tengo la certeza de que esos pliegos fueron impresos en Blackrock. Por tanto, mi hermano tenía entre nueve y diez años cuando su vocación de escritor dio su primer tímido fruto. Los versos citados han quedado en mi memoria, porque el “amado, viejo y sombreado hogar” y el suave y apropiado “bello nido de águilas” fueron motivo de broma entre nosotros, incluso cuando vivíamos en Trieste. Además, en el primer borrador de Retrato del artista adolescente, titulado Stephen el héroe, el poema se consigna en el período que he indicado, y más adelante, al describir la apresurada mudanza de Blackrock, mi hermano se refiere a los pliegos que quedaron desparramados por el piso, de los que el joven Stephen Dedalus había estado tan orgulloso, rotos y ensuciados por las botas de los empleados de mudanza.

En Blackrock la desintegración de nuestra familia se produjo con abrumadora rapidez. Dante nos dejó y se fue a vivir con otros amigos. En los pocos años de vida que le quedaron pasó de una casa a otra, de amigos o conocidos, y yo creo que se debía a que no encontró otra familia tan tolerante como la nuestra. Se hizo cargo de mi hermana mayor, ahora monja, entonces una niña de nueve años, y la utilizaba como doncella, logrando al fin hacer de su vida, como solo lo logran las beatas amargadas, un círculo de incesantes obligaciones tediosas. Mientras Dante estuvo con nosotros, no nos salvamos del Rosario y la Letanía de la Virgen Bendita, que ella presidía, sentada, todas las noches. Lo que puedo afirmar es que estas dos palabras, Rosario y Letanía, no significan para mí lo que para los protestantes sentimentales que han residido en países católicos. Seguramente cuando se fue, a su manera extrañó a los niños. El tío William también nos dejó y volvió a Cork.

Tengo algunos recuerdos, dispersos pero significativos, de ese breve intervalo entre nuestra relativa prosperidad y la verdadera pobreza. Recuerdo, por ejemplo, un regreso en tren, de Dublín a Blackrock, con mi padre. En el compartimiento de tercera clase iba con nosotros un único pasajero, un soldado inglés de casaca roja. Mi padre, belicoso a consecuencia de su borrachera, comenzó a maldecirlo en voz alta. El soldado lo miró con severidad y se aproximó a nosotros. Sentado entre ambos, mi ansiedad crecía, temiendo una pelea; trataba de distraer la atención de mi padre haciéndole preguntas, cuando el soldado dijo:

–Veo que no me recuerda, señor Joyce.

Mi padre, apaciguado, respondió:

–No, por cierto, no lo recuerdo.

El soldado explicó que era el muchacho a quien muchos años atrás mi padre pagaba por cuidar su bote y contó que, durante una tormenta en la bahía, comenzó a gritar para que lo desembarcaran. Mi padre lo bajó cerca de Ringsend y continuó solo en el bote hasta Dalkey. Ahora más cordial, mi padre simulaba no recordar nada, pero cuando llegamos a Blackrock me mandó a casa y ambos se trasladaron a una taberna para hablar de los viejos tiempos.

Era más desagradable cuando, después de jugar con otros muchachos de Blackrock, encontraba, al regresar por la noche, a mi padre completamente borracho, aunque manteniendo su elegancia con el monóculo puesto, tocando el organillo en la calle principal de la ciudad y canturreando The Boys of Wexford. Entretanto, el organillero lo miraba, una mano apoyada sobre el instrumento y las piernas cruzadas, asombrado ante lo que mentalmente sin duda llamaba questi matti d’inglesi. Yo cruzaba discretamente a la otra acera y mis amigos me imitaban; luego me apresuraba a llevar la alegre noticia de su pronto regreso a casa.

Me gustaría poder disfrutar ahora, o haber podido entonces, de la gracia de aquellos episodios, como lo hacía mi hermano. Sin embargo, escribió en Retrato del artista adolescente: “Cualquier alusión a su padre de parte de un compañero o un maestro desbarataba la calma de Stephen Dedalus y hacía desaparecer la sonrisa de su rostro”. No ocurría exactamente así, pero, por cierto, Stephen Dedalus es un autorretrato más imaginario que real, y compuesto con toda libertad.

En el colegio de jesuitas al que asistía, los maestros se referían con cierta insistencia a los peligros que entrañaba el “respeto humano”, con lo cual entendían hacer –o dejar de hacer– algo por temor a la opinión ajena. Esas vagas palabras se entendían claramente. Querían poner en guardia a sus discípulos contra el complejo de inferioridad que podía apoderarse de ellos cuando, en el pequeño mundo de Dublín, se pusieran en contacto con la clase dominante que profesaba el protestantismo. En mi hermano encontraron un alumno más capaz de lo que esperaban o deseaban. No sería jactancioso asegurar que en aquella época había muy pocos jóvenes, no solamente entre los alumnos de Blackrock, sino en toda Europa, tan dispuestos como mi hermano a seguir su camino, imperturbables, indiferentes a la difamación y decididos a no ceder ante el elogio o la censura de la obra que deseaban realizar.

Yo no tuve ni ese coraje moral ni tanto amor por mi padre. Por el contrario, mi antipatía por él parecía haber nacido conmigo. Hay cierta gente juiciosa que obtiene un gran beneficio para su salud mental durmiendo con los pies y la cabeza orientados en el sentido de la rotación de la tierra. Por el contrario, el ser humano equivoca el camino cuando su corazón alimenta odio y desprecio. Pero ¿qué puede hacerse para eludir los hechos y conservar la honestidad? Cuando mi hermano leyó el cuento “Una tragedia de dos ambiciones” de Hardy, la historia de un molinero borracho y sus dos hijos serenos y creyentes, se refirió casi con animadversión y petulancia a la “increíble torpeza de Hardy”. En nuestro caso, al dar mi opinión intenté generalizar: sostuve que era una prueba de la seriedad sajona por un lado y de la frivolidad céltica por otro, que, ante una situación trágica para un inglés, un irlandés reaccionara como si se tratara de una comedia. Mi hermano recibió la pulla en silencio; le disgustaban tanto las generalizaciones como las alusiones. Pero es probable que haya meditado sobre ambas cosas.

Cuando una oficina pública es atendida por empleados de la categoría que he intentado describir, no es sorprendente que las autoridades superiores, tarde o temprano, duden de su utilidad. Dicha oficina se hallaba en parte bajo control gubernamental y en parte bajo control municipal, difícilmente destinada por ello a una larga vida. En 1891 o 1892 se suprimió la oficina y quedaron cesantes sus empleados. Debido a los malos antecedentes de mi padre, era bastante improbable que le asignaran una pensión; pero, gracias a la intervención personal de mi madre ante encumbradas personalidades, le otorgaron unas once libras al mes, lo que representaba una tercera parte de su sueldo. Simultáneamente se vendió la propiedad de Cork, o lo que quedaba de ella; se trataba en apariencia de un buen negocio, pero estaba tan hipotecada que recibió poco o nada de la operación. Dejamos Blackrock repentinamente y nos mudamos a Dublín.

Mi padre era todavía joven, había recibido una educación universitaria y no había estado nunca enfermo. Tenía una familia grande compuesta por hijos pequeños, pero carecía del sentido de la responsabilidad. La pensión, que podría haber reemplazado a la renta que recibía de la propiedad que acababa de perder y sumarse a lo que debía ganar trabajando, se convirtió en nuestro único medio de subsistencia.

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