promo_banner

Реклама

Читать книгу: «Tan buena Elenita Poniatowska», страница 3

Шрифт:

La literatura y el viaje

Edith Wharton. Cuadernos de viajes. Edición de Teresa Gómez Reus. Barcelona: Mondadori, 2001, 266 p.

El África, con más de dos mil dialectos y treinta millones de kilómetros cuadrados, siempre ha sido territorio de peregrinación para los espíritus curiosos de todas las épocas. Cuando ese continente todavía era un insondable enigma, Samuel Pepys visitó a Marruecos en el siglo dieciocho. Dos centurias más tarde, Paul Bowles y Jane Bowles hicieron lo propio, llevándonos con sus textos por las callejuelas, las plazas y mercados, los suburbios de la ciudad exótica que es Tánger. En los años cuarenta del siglo veinte, allí era fácil encontrarse con William Burroughs, Tenessee Williams y Jean Kerouc, en las terrazas de sus hoteles preferidos.

Joseph Conrad testimonió el África negra y conflictiva del siglo veinte. Graham Greene estuvo en Sierra Leona. Antoine de Saint-Exupéry voló sobre el desierto poético del Líbano, antes de perderse para siempre en las aguas del Mediterráneo. Flaubert, dicen, escribió Madame Bovary y Salambo inspirado en las orillas del Nilo. Konstantinos Kavafis nos dejó a Alejandría en sus poemas y Lawrence Durrel en su famoso Cuarteto. Más recientemente, podemos vivir El Cairo en la obra del premio Nobel Naguib Mahfouz.

La arrebatada escritora estadounidense Edith Wharton no se quedó atrás. También se llegó a ese Continente desde mil ochocientos ochenta y ocho, cuando realizó un crucero en barco alquilado –el Vanadis– desde Argelia hasta el golfo de Túnez. Años más tarde, mil novecientos diecisiete, visitó a Marruecos, recorridos de los que dejó testimonio en sus libros de viaje, haciendo para los otros lo que Emily Dickinson aconsejó siempre: “Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro”.

La Wharton (1862–1937) ganó en mil novecientos veintiuno el Premio Pulitzer, con La edad de la inocencia, novela llevada al cine por Martin Scorsese en mil novecientos noventa y tres, película que devolvió la fama perdida a la escritora. Casada con un banquero, escribió relatos para Scribner’s Magazine, a manera de fuga de esa vida formal de las matronas decimonónicas americanas. En mil novecientos dos publicó la novela El valle de la decisión, pero fue la obra La casa de la dicha, en mil novecientos cinco, la que dio la fama literaria entre sus contemporáneos. Esos textos iniciales hablan de su mundo social, pero después de su radicación en Francia, a partir de mil novecientos siete, produjo libros de viajes, relatos y poemas.

La Wharton fue la primera mujer americana que recibió un título honorario de la Universidad de Yale, en mil novecientos veinticuatro. Su obra es ya considerada clásica en la literatura universal; lo grueso de ella contiene la visión irónica y desapegada de la sociedad victoriana de la que venía. Los cinco libros de viajes que escribió son parte substancial de su obra. No se entendería a la Wharton sin estas líneas que retratan su carácter exultante, arrebatador, libre. “Una de las mujeres viajeras más dinámicas, tenaces y eruditas de su tiempo” (Teresa Gómez Reus, editora de Cuaderno de viajes). Cuando apareció el transporte automotor, lo celebró con alborozo: “el automóvil ha restablecido el encanto de viajar”, dijo (“De Boulogne a Amiens”, p. 129). Y fue ella quien inculcó a Henry James la atracción por las excursiones, con su amistad le enseñó el gusto de recorrer el mundo en automóvil: Sin sujeción a horarios, a estaciones (como en los trenes), y mucho más íntimo. Viajar fue para ella un ejercicio de libertad y un antídoto contra la vida monótona de las cenas victorianas y las tapicerías oscuras de su clase social en Norteamérica. Recorrió España a lomo de mulos y en diligencias desvencijadas –por Castilla, Galicia, Navarra, Aragón, Asturias–. Otro tanto hizo en Francia, Italia, África, por las islas del Mediterráneo.

“La vida es la cosa más triste que existe, después de la muerte; sin embargo, siempre hay nuevos países que ver, nuevos libros que leer […], otras mil maravillas diarias ante las cuales admirarse. El mundo visible es un milagro cotidiano para quienes tienen ojos y oídos […]. La vejez no existe; sólo existe la pena. Con el paso del tiempo he aprendido que esto que parece cierto, no es toda la verdad. Otro generador de la vejez es el hábito: el mortífero proceso de hacer lo mismo de la misma manera a la misma hora día tras día, primero por negligencia, luego por inclinación, y al final por inercia o cobardía”, escribió en Una mirada atrás (Barcelona: Ediciones B, 1997. p. 414). Se entiende, así, su afán por el viaje.

Extraño en esa su época ver a una mujer adentrarse por territorios escasamente abiertos a los hombres: los de la guerra europea de mil novecientos catorce, por ejemplo. Y sin embargo, la vieron a ella hacer esos recorridos desolados, detrás de los escuadrones bélicos. Al escribir sobre Europa supo que lo tenía que hacer desde una mirada muy poco familiar, porque para entonces qué no se había escrito del viejo mundo. (Un solo dato: en mil novecientos se habían publicado en Estados Unidos cuatrocientos treinta y cinco libros sobre Italia y quinientos sesenta sobre Francia). Y sin embargo, lo consiguió. Visitó y miró lo que otros viajeros no habían visto, y en épocas en que no lo hacía nadie, por temor a las fiebres del verano. Buscó en esos parajes los encantos que una dama de buena formación intelectual era capaz de hallar, y los encontró y recreó con sensibilidad. Miró en Italia lo ya mirado, y lo describió distinto. Descubrió allí, entre las piedras antiguas, el detalle que se le escapó a los otros viajeros. Con su experticia del Renacimiento y Barroco italianos, escribió para el Century Magazine una serie de artículos sobre villas y jardines campestres.

Porque Edith Wharton, además de arrebatada, fue una erudita en arte. Sus recorridos por Italia los hizo con la mirada de quien sabía no solamente de pintura y escultura, sino también de arquitectura medieval y gótica, barroca. El peregrinaje de una viajera como ella se vuelve, entonces, una clase de humanismo, en la que por contraste llega a mostrar dos ciudades a la vez: la que visita, y aquella que le sirve de referente para describir la primera. Así, Milán en su narración de calles y edificios y columnatas públicas es igualmente otra cualquiera de las ciudades de la Italia central o la Italia del norte. Y su época de trotes (finales del siglo diecinueve y principios del veinte) también es la del quatrocento, la del cinquecento y la del settecento. Y la de los tesoros artísticos de la villa que la acoge, pero igual, la que, con su memoria, recuerda de las iglesias y ciudades revisitadas mentalmente.

Pasajera incansable, la Wharton hizo de sus viajes un arte: el de contar para otros su recorrido de sensaciones interiores y sus apreciaciones juiciosas. La sensibilidad de mujer educada le permitió auscultar con igual sentimiento la obra del hombre de las ciudades o su huella en el campo: “en Francia todo habla de un trato largo y familiar entre la tierra y sus habitantes: cada campo posee un nombre, una historia, un lugar distintivo en la política local; cada brizna de hierba está ahí por un antiguo derecho feudal que desde hace mucho ha desterrado al inservible matorral autóctono” (“Una travesía por Francia en automóvil 1906–1907”, p. 131).

Su narración de la movilidad de París durante la guerra de mil novecientos catorce (“El semblante de París” agosto 1914 / febrero 1915) es el testimonio de lo que significó para los franceses la tragedia de tener que marchar a los frentes de guerra, y dejar a “la ciudad luz”, y sus campos, abandonados a la suerte de sus dioses vanidosos. Las películas de guerra de la época –epopeyas llevadas a la pantalla grande por Hollywood y algunos directores europeos– parecen sucederse con base en las perplejas descripciones de las dificultades intrínsecas de la movilidad general descritas por la Wharton, cuando París estaba sólo habitado por mujeres (agosto de mil novecientos catorce). Los hombres estaban en los regimientos alemanes de Alsacia y regiones fronterizas con el país invasor (Argonne, Marne y Mosa, comarcas sobre las que la violencia alemana se cebó duramente. Vitry-le-François, Bar-le-Duc. Etrepy, Sermaize-les-Bains, Andernay… Pueblos que pasaron de ser hermosos balnearios entre frondosas laderas y jardines, rodeados de granjas, a villas destrozadas por la bestia alemana).

La descripción de los frentes de guerra que recorrió es sobrecogedora. Son los apuntes de una reportera inteligente, culta; una narradora de la mejor estirpe, llena de significativos detalles para el lector (el color de las cortinas en un baño de Verdún, por ejemplo, en medio de los charcos de sangre y las cenizas de las villas arrasadas). En Gerbéviller, desalmadamente incendiada y destruida por los alemanes, “quemada y tiroteada y sujeta a innombrables torturas” (2001: 219), deberían los germanos de todos los tiempos memorar este nombre que equivale a la ignominia humana de las todas generaciones anteriores y posteriores (2001: 217), piensa el lector, porque para eso es el viaje imaginario. Para no olvidar nunca.

Yo no maté a Galán

Eduardo Posada Carbó. La nación soñada: Violencia, liberalismo y democracia en Colombia. Bogotá: Norma y Fundación Ideas para la Paz, 2006, 388 p.

La inculpación colectiva por los crímenes de algunos pocos es una trampa en la que caímos por años los buenos colombianos. En momento preciso este “scholar” barranquillero, residenciado en Oxford, devela con su libro las injustas criminalizaciones a las que nos someten todavía propios y extraños. A leerlo.

Arriesgo: Eduardo Posada Carbó es el otro arquetipo del costeño nuestro. No sé si por descender de una familia conservadora del Atlántico, o por su formación exclusiva en dos de los más renombrados claustros universitarios, este intelectual relativamente joven (1956) no tiene la desmesura ni los apasionamientos pontificales del ser Caribe, y mucho menos la postura enrocada de la intelectualidad colombiana. En él se nota la formación recibida de la Javeriana tanto como la aprehendida de Oxford, donde ha permanecido buena parte de su vida académica. Es lo que colijo de sus lecturas continuas en su columna del periódico El Tiempo. Apenas infiero, digo, porque de Posada Carbó no sé nada distinto a sus opiniones ponderadas de cada semana en el diario bogotano.

Leyendo su reciente y promocionado libro La nación soñada reafirmo esa convicción personal de su equilibrio. Opuesto a la reelección presidencial, en el debate pasado [Acto Legislativo 02 de 2004], sin embargo no mostró las virulencias ni los odios íntimos que desnudaron a los otros columnistas y escritores nacionales. Posada Carbó, por el contrario, argumentó siempre, en tono sensato, sobre la inconveniencia de tomar una decisión de tal magnitud referido a un nombre propio, el de nuestro mandatario actual [Álvaro Uribe]. Su postura no le inhabilitó tampoco para apoyar el fallo institucional, respetuoso como es de la tradición democrática, y que es lo que demuestra en su libro, con la claridad que exponen los hechos después de doscientos años de vida republicana.

La nación soñada es un repaso a la historia política de la República, al desarrollo de los partidos, a las luchas sociales y a la violencia entre los colombianos. Escrito con la claridad que normalmente no tienen los textos académicos, Posada Carbó aborda el tema sensible de la incriminación perversa con la que nos hemos auto acusado históricamente por los crímenes cometidos por unos pocos delincuentes, con la ilusión que le señalara Richard Rorty: “usted debe ser leal con el país soñado antes que con el que despierta cada mañana. A menos que esa lealtad exista, el ideal no tendrá oportunidades de convertirse en realidad”.

Reflexionado largamente, el resultado “no es un libro sobre los protagonistas de la historia política de Colombia”, señala el autor, sino “una exploración de los valores que han inspirado la nacionalidad”. Porque, como él mismo lo reitera en el texto (y se concluye en sus escritos semanales), como ciudadano y académico está más interesado en la institucionalidad que en lo que podría llamarse coyuntura. “Claro que me parece una lástima que algunos no lo entiendan de esta manera”, subraya, porque “quizá la raíz de tales interpretaciones esté en la misma mala fama intelectual que tiene hablar de la ‘institucionalidad’, o de la misma ‘democracia liberal’ o del ‘reformismo’ entre nosotros. Por eso la defensa de la institucionalidad y del reformismo se malinterpreta como una defensa del statu quo. Y eso es un grave y profundo error”.

Posada Carbó es vehemente en la reivindicación del hábito democrático de los colombianos. La hilera interminable de elecciones ayuda, incluso, a encontrar en Colombia conquistas electorales antes que otros países latinoamericanos y europeos. El nuestro es el primer país, junto con Argentina, que ejerció el sufragio colectivo en mil ochocientos cincuenta y tres. La provincia de Vélez, en Santander, fue la primera en el mundo en conceder el voto a la mujer, dieciséis años antes que lo hiciera Wyoming, el primer estado norteamericano en hacerlo. Lo que ha llevado a muchos críticos a decir que “tenemos más elecciones que democracia”, y en el fondo de la discusión el raciocinio no deja de ser cierto. Colombia vota casi cada año. No recuerdo ninguna mañana, desde mi juventud, que no haya estado cargado de una bandera o consigna electoral, tal el cúmulo de obligaciones dizque civilistas con el que nos sorprenden todos los años.

Con su libro, Posada Carbó ata suficientes razones para rebatir los estereotipos de la vida nacional que “nos señalan” criminales y ladrones, como consecuencia maldita del uso del plural para expiar las culpas de los pocos que en verdad lo han sido. Mi padre no mató a Gaitán, que yo sepa. Yo tampoco maté a Bernardo Jaramillo ni a Galán, pero en su momento me sentí imputado en estos últimos crímenes, víctima de la generalización de los opinadores consuetudinarios de la prensa y de los intelectuales de la anarquía. Arrastrado por esa generalización, hablé muchas veces de “nos, los colombianos…”, para acusar a los ladrones diarios de la hacienda pública y a los responsables de las matanzas colectivas en Urabá, en el nordeste antioqueño, en el Oriente nuestro… Las del sur de Colombia, realizadas tanto por la guerrilla como por los paras, pero no por mí ni los míos, ni la inmensa mayoría buena de colombianos. Así, digo como Cepeda Ulloa, que mucho me habría ayudado haberlo leído antes, cuando en esos momentos escribí diatribas contra “mi país criminal”. Pero el intelectual Posada Carbó tampoco lo había escrito antes, y gente como yo no tuvo entonces la inteligencia para evitar estas expiaciones colectivas en las que caímos, culpados quizá, sí, por la cobardía con la que el colectivo ha permitido esas tropelías contra los mejores colombianos. Flagelados por nuestro silencio cómplice.

El libro contrapone una nación de ideas liberales, de práctica democrática, a pesar de sus vaivenes, a “las palabras que acusan”, gratuitas, en los “discursos eruditos” (aquellos amargados y derrotistas que leemos diariamente en la prensa nacional), a un Estado de tragedias habituales provocadas por su elite gobernante. Además, ésa sí la misma de siempre, y la misma de la que muchos de los columnistas son descendientes.

El libro se deja leer en dos sentadas de un fin de semana. Así que no hay pretexto para que cada nacional no lo asuma como un lectura obligatoria, aunque no sea la pretensión del historiador: “Por supuesto que no siento que lo que he escrito sea definitivo en ninguno de sus puntos. De lo que se trata es motivar una discusión con argumentos razonables sobre un problema de tanta gravedad y causante de tanto dolor”, porque “[…] tiene que existir un espacio para ese debate, ya que no creo que con limitarnos simplemente a lamentar las tragedias de los numerosos y horrorosos episodios violentos vayamos a encontrar soluciones. Tratar de identificar aspectos positivos de la nacionalidad no es invitar a la complacencia; por el contrario, es tratar de buscar salidas” (Arcadia, número 16, enero 2007, p. 42).

De la lectura desprevenida del libro se desprende una pregunta natural que también se me antoja cuando veo las arbitrariedades de quienes gobiernan la ciudad: ¿Cómo ponerle freno a los poderes locales? Pregunta esencial para conquistar el control pleno del ejercicio de la democracia, primer escalón en un proyecto verdadero de país, que evita hacia el futuro estas inculpaciones colectivas dolorosas.

La nación soñada es un alegato contra los intelectuales que justifican la violencia, que descreen de la democracia liberal, irresponsables y cínicos que no auguran (tampoco aportan) ningún futuro a la República. Prudente, respetuoso, Posada Carbó razona contra esa “opinión ilustrada”, intocada, que gobierna y diseña cada amanecer de los colombianos, desde sus columnas de prensa y sus altoparlantes gangosos de la radio. “Un oyente desde Miami”… Ninguno de ellos, de los intocados, podrá acusar jamás a este historiador caribe de intolerante, violento o descalificador, porque su justeza es el punto medio de sus discusiones. Contrapone ideas a ideas, no ideas a personas, de las que discierne sus puntos de vista más útiles para el debate. Con talante casi conservador. Comedido. Por eso digo que es el otro arquetipo del costeño. No bufa, no vocifera, no grita ni descalifica. Sus textos no tienen ninguna estridencia, distinta a la verdad razonada que expone. Quizá por ello alguien comentó que “el libro es un acto de seriedad moral […] También, una victoria intelectual” (El Tiempo, 18 de noviembre de 2006). Su tono es idéntico al de las matronas que conocí en la niñez, durante los paseos a Barranquilla, con sus pláticas lentísimas, pero sonoras, cultas y de encantamientos, con los que llenaban los corredores ventilados de sus casas en el barrio Prado, al atardecer de cada día.

¡Es evidente que Colombia es mucho más que violencia! Si lo sabremos quienes convivimos con los hombres de adentro de la provincia. Y el libro exalta esa verdad de a puño.

A pesar de la amplia y buena difusión que ha recibido en la prensa nacional, lo reseño en nuestras páginas, porque es posible que los lectores colombianos aún no hayan sido enterados o convencidos de la utilidad de abordar su estudio, como preámbulo a la construcción de una cultura de convivencia ciudadana… La nación soñada debiera ser otro referente del diálogo nacional.

Alguien ya lo había advertido: los letrados latinoamericanos, desde la Independencia y a lo largo del siglo diecinueve, cargaron con la arriesgada tarea de imaginar sus naciones (Mauricio García Villegas). Esa crítica cultural “ha tratado de explicar el funcionamiento de los imaginarios nacionales y no siempre han aportado argumentos concluyentes”. Los resultados son deplorables, a juzgar por las lecturas sesgadas, muchas veces cargadas con el fundamentalismo de sus hervores. En cambio esta reflexión de La nación soñada apunta a la medida precisa: La de una patria de valores esenciales reconocidos, incluso en los peores momentos de su vida política. Por ejemplo, estos actuales de la ley de Justicia y Paz, y de las negociaciones con los paras. Para comenzar.

[Medellín, enero de 2007]

El clima moral de los hombres

Los Señores de las sombras. Daniel Estulin. Barcelona: Planeta, 2007, 366 p.

Hay lecturas que se imponen como un compromiso con otros buenos lectores. La del libro del investigador ruso Daniel Estulin [1966], Los señores de las sombras, es una de ellas.

El sumario de la investigación es simple pero aterrador: evidencia las relaciones de complicidad extrema entre gobiernos, servicios de inteligencia, traficantes de drogas y terroristas internacionales, con las grandes petroleras del mundo.

Sus fuentes, múltiples y variadas, desgranan las verdades sobre los negocios de la globalización: el beneficio que, protegidos por la CIA, las grandes corporaciones y los bancos occidentales obtienen del tráfico mundial de la droga; el despojo que sufren Darfur (Sudán) y las naciones con riqueza petrolera, por las grandes multinacionales (con la complicidad de las ONG), que quieren hacerse a los yacimientos y al control de la producción de alimentos; la relación del mayor traficante de armas del mundo, Victor Bout, con el gobierno de George W. Bush; la expoliación a Rusia, después de la caída del muro de Berlín, mediante maniobras del Fondo Monetario Internacional, y el robo de más de dos mil ochocientos millones de dólares de préstanos del FMI, a manos de Roman Abramovich (propietario del Chelsea F. C.) y Boris Berezovsky, un oligarca ruso; el asesinato con polonio del siniestro exespía Alexander Litvinenko, y de la periodista soviética Anna Politkóvskaya5, como consecuencia de esas intrigas (ambos episodios tienen a Putin en el trasfondo); el maridaje del fundamentalismo cristiano estadounidense con el grupo Al Qaeda y el tráfico de drogas en Afganistán; las conexiones de la Hermandad Musulmana –de fuertes vínculos con la Casa Blanca– con los atentados del once de marzo en Madrid…, son algunas de las escandalosas relaciones de la truhanería mundial enlazadas en el libro.

Si no fuera publicado por la editorial Planeta, que sabe de las consecuencias penales de falsas inculpaciones, uno creería que el libro es una impostura más, al estilo de tantos otros best seller. Pero las fuentes de la investigación no dan para dudar de los cargos que hace. Sus informaciones provienen de la academia, de otras publicaciones de prestigio, de periódicos y periodistas respetables de Estados Unidos, Europa y Asia, de los mismos servicios de inteligencia de los países involucrados (nieto de un coronel de la KGB, Estulin tiene amigos en todas las oficinas de espías del mundo, “gracias a que en ellos también hay gente buena allí, que tienen miedo de lo que está sucediendo”, asegura el autor, en una entrevista).

Pero el mayor peso de sus denuncias surge de su propio trabajo de campo, no sin pocos riesgos, pues son muchos los poderosos que buscan eliminarlo, afirma. (Daniel Estulin jamás entra en un ascensor sin calibrar primero la dureza del suelo, dice un informe europeo: “Los ciegos siempre lo hacen. Pero nosotros no. Damos por hecho que el suelo estará ahí y entramos sin comprobar. Muchas de las muertes, aparentemente accidentales de personas que cayeron por el hueco del ascensor, fueron, en realidad, ejecuciones de la Mafia o de algún servicio secreto”, cuenta. Aunque él no siempre tuvo miedo de los ascensores. Dicen que empezó a temer de ellos en mil novecientos noventa y seis, en Toronto, cuando, “disponiéndose a descender desde la planta alta de un edificio inteligente, de uno de esos termiteros de oficinistas en los que de nada cabría asustarse salvo del café de máquina, alguien le sujetó del hombro cuando iba a entrar en el ascensor sin comprobar. No había suelo”. Estulin cuenta que ése fue el primero de los tres intentos de asesinato que ha sufrido por parte de la CIA, para silenciar su obsesiva investigación de más de una década sobre el Club Bilderberg6, una asociación de ricos del mundo, idéntica a un clan de mafiosos y asesinos, que gobiernan sin piedad las naciones más poderosas de la Tierra7.

Sus palabras finales en el libro Los señores de las sombras, extrañas y discursivas: “La crisis del petróleo ya no es una conspiración inverosímil sino una aterradora realidad” (2007: 336), explican con premonitoria exactitud la angustia de los días actuales, con la crisis alimentaria, el alza manipulada de los precios del combustible y las guerras intestinas de los hombres por la sobrevivencia; sucesos que tienen al Planeta al borde de la histeria.

“Los poderosos que están detrás del telón (Wall Street y otras entidades económicas) eliminarán a cualquiera que no les guste, es decir, que sea malo para su negocio. El negocio es dinero y el dinero se rige por sus propias reglas” (337), es una conclusión lastimera.

Con certitud: el mundo no funciona como se dice. Opera distinto a como se le hace creer a los hombres que funcionan las cosas, porque debajo de toda operación se mueven los intereses ocultos de los maleantes que administran el poder. En verdad, el mundo funciona en una realidad virtual. Se dice que fulano de tal es el presidente de la nación, pero en realidad es un comisario político del poder económico. Esos figurines apenas se mandan a sí mismos, pero aparecen gobernando a sus naciones, cuando las órdenes que gritan son las que les conciertan sus preceptores ocultos entre los pliegues inextricables de la Tierra. Carlos Castaño confesó siempre que sólo obedecía los mandatos de los ocho señores de la guerra en Colombia. ¡Rara coincidencia!

Aunque la economía no puede tener una ética, porque entonces no funcionaría (el presupuesto es que no tenga ética para que las cosas sucedan como las quieren aquellos que detentan el poder económico), la buena política sí requeriría de una ética, que es la que no tienen, precisamente, quienes ejercen la política.

Entre mil novecientos setenta y cinco y dos mil el PIB per cápita de América Latina creció al 0.7%, mientras que en los países de la OCDE lo hizo al dos por ciento anual. Los datos sociales de nuestras colonias no son alentadores. Según las notas de la CEPAL, en mil novecientos ochenta teníamos en América Latina 135.9 millones de pobres y 62.4 millones de indigentes, que representaban el 40.5% y el 18.6%, respectivamente, de la población total. En mil novecientos noventa y nueve los pobres aumentaron a 211.4 millones, el 43.8%, y los miserables a 89.4 millones, el 18.5% de la población total.

Por la índole de sus gentes, las democracias en los países del tercer mundo son remedos. En ellos, la mayoría de sus habitantes son aún seres primitivos, que se vuelven carnada fácil de las bandas gobernantes del mundo financiero, de los traficantes de armas y drogas, y de los inversores del petróleo, quienes actúan todos juntos, revueltos, perversos, en torno a una mesa exclusiva del garito ecuménico de la crueldad. La existencia de pandillas tribales (Farc, Talibanes, Al Qaeda, el grupo yihadista EI…) que hacen el juego a los propósitos del Club, se explica por el mismo interés del lucro sin fronteras que rige sus negocios. La democracia elige “respetables hombres de Estado” que venden droga, mientras sermonean la lucha contra las drogas. Es el origen del terrorismo mundial. La ruta puede recorrerse en cualquier sentido: armas, drogas, petróleo, terror… Terror, armas, drogas, petróleo… Por cualquiera de ellos se llega al mismo final trágico. El gobierno de unos pocos: los señores de las sombras. “Les encantan las guerras. Ganan mucho dinero con ellas”. Este año se acentúa la tragedia colectiva, con la lucha por el monopolio de los alimentos y sus patentes, controlada por la producción de los agroquímicos derivados del petróleo.

Sin duda: el telón de fondo de la actual garrotera mundial es el petróleo. Lo necesitan las corporaciones para su crecimiento sin límite. Si se coloca en un mapa del mundo la plantilla de las tierras ricas en el carburante con los países que están en guerra, el encaje es total. En África había, en dos mil siete, treinta y dos guerras abiertas, y todas eran guerras por el monopolio de las fuentes energéticas. Las amenazas al delirante [Hugo] Chávez, y de Chávez, se surten por el mismo espíritu.

La ruta de la droga pasa por los Emiratos Árabes, una federación de siete estados semi autónomos gobernados por la familia real. Durante la década de mil novecientos noventa, el grupo Al Qaeda tuvo a Sharjaj –uno de los emiratos– como sede para su tráfico de droga y armas desde Afganistán. Por la vía de los diamantes, llegan a juntarse, sin escrúpulos, los judíos con los terroristas de Bin Laden. Según informes coincidentes de los investigadores, el negocio de la droga mueve setecientos mil millones de dólares al año en el mundo, y hasta disturbios como los protagonizados por los monjes en Birmania son producto del reparto del negocio. De esta forma, el destino de América, que tiene petróleo y drogas, se liga al de los continentes africano y asiático.

La droga es el aceite de la economía mundial. Si se legaliza, se desploman las bolsas. Recordando la historia, podremos observar que el tráfico de opio fue asunto lucrativo para los ingleses de finales del diecinueve. ¿Qué nos hace pensar, ahora, que ese conflicto no se perpetúa con los norteamericanos y europeos del siglo veintiuno? En la Colonia, la siembra del tabaco se persiguió en América con las mismos primitivos apaños con los que se castigan hoy la producción de la hoja de coca: expropiación de las herramientas y la tierra, encarcelación, extrañamiento de los cultivadores.

Con los trabajos de Estulin, llenos de informaciones asombrosas, el lector tiene dos salidas. Creerle al autor, o creerle a los medios de comunicación (monopolizados por esas mismas corporaciones que él denuncia) que difunden el estereotipo de escritor megalómano que crea delirantes conspiraciones. Y si nos atenemos a la realidad apabullante de cada mañana, las denuncias del ruso canadiense van en la dirección correcta. Su lectura demuele la fe personal en el destino de los hombres. Angustia. Acojona.

Hace casi un siglo, el panfletario divino José María Vargas Vila señalaba: “La enfermedad que corrompe el cuerpo social no es la miseria sino el miedo. Cuando nadie se atreve a decir la verdad y todos huyen al chocar contra ella, la sociedad se lanza por un precipicio”. A nuestras repúblicas, decía, “las matan, no las doctrinas conservadoras, sino los intereses, la ambición y la codicia que se ocultan tras la fachada de la tradición y las buenas costumbres”. Ojalá éste no fuera el caso del mundo contemporáneo; evitaríamos, con el coraje colectivo, que los granujas sigan gobernando.

Бесплатный фрагмент закончился.

399
585,89 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
203 стр. 6 иллюстраций
ISBN:
9789588869827
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip