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“Desde el centro de nuestro jardín secreto se alza esa llama que pertenece a la dinastía de los amantes. Esa llama que espero sea como un faro cuya luz alcance el inimaginable confín del Universo, para que si algo, de alguna forma, persiste del alma humana, le llegue y sienta que esa llama, hecha de amor, de lealtad, de pasión, que una vez compartimos, sigue viva en mí para usted “for ever, and ever..., and a day’”.

Es decir, podemos asegurar que lo dedicamos al amor que cada día nos gobierna secretamente.

La primera edición del libro fue pulcra y necesaria. Esta otra ya es sólo jactancia. La edad, que a veces nos la exige. Algunos textos y fotografías inéditos que no se conocieron por la época, agregan cierta utilidad al volumen de hoy.

Al final incluimos el poema Mateo, XXV, 30. Borges lo pidió alguna vez: “yo creo que este poema tendría que imprimirse en la última página de cualquier libro mío. No perdido entre otros poemas tendría que ser siempre el último: Has gastado tus años y te han gastado,/ Y todavía no has escrito el poema. Tendría que ser el último de todos. Yo habría debido morirme para escribir esto. Pero sigo viviendo, y puedo pedir que se imprima en la última página siempre”.

Su voluntad está servida. El libro de alguna manera es suyo, Borges.

Sin estas mujeres el mundo es conventual

Agitato piachere de fornicios y meretricios. Nueve cuentos de putas alegres. Gonzalo España. Medellín: Nuevo Horizonte, 2004, 98 p.

A Gonzalo España [1945] lo conocen pocos, y quienes lo conocen lo recuerdan más por su militancia en la izquierda arrebatada de los años setenta del siglo pasado, que por su oficio penitente de escritor. Es una lástima, porque su obra merece mejor suerte entre los lectores y en el mercado editorial. (España nació en Bucaramanga, y estudió Economía en la Universidad de Antioquia).

Autor ya de una larga y variada lista de publicaciones, editadas por las distintas vías a las que tiene que recurrir el escritor colombiano sin vocero oficial ni dolientes, podría decirse que Gonzalo España es un lobisón: el ser fabuloso, noctámbulo, que se aparece de tanto en tanto en figura de narrador (en lugar de animal, como en el cono sur de América), entre sus conocidos y amigos, con un buen libro bajo el brazo.

España ha escrito novela policiaca en serie (Un crimen al dente, La canción de la flor), noveleta científica (Humboldt, el muchacho de la cruz del Sur; Mutis, el sabio de la vacuna –en ediciones de Panamericana), relato juvenil (Lista de Honor IBBY 1994 por su libro Galería de piratas y bandidos de América), sátira política novelada (y por la que ha tenido que huir rápido de muchos lugares: Leyendas de miedo y espanto, Relatos de la Conquista, Historia de amores y desvaríos en América, Relatos precolombinos, Prodigios americanos de la flora y fauna). Para la Universidad Industrial de Santander investiga y escribe textos de historia de la región.

Con la colaboración de la Editorial Nuevo Horizonte, ahora publica este libro de cuentos Agitato piachere de fornicios y meretricios: Nueve cuentos de putas alegres, con el tono festivo, llenos de vida y picaresca, desinhibidos, con historias asombrosas ocupadas de humor, que fue lo que animó a su impresor cómplice y solidario.

Son cuentos escritos sin malicia, simples pero prodigiosos. Reales, que suceden aún en muchos pueblos de Colombia. Cuentos bonitos, sorpresivos (como el de “Sorayita”, en donde el cura y los piadosos, y el lector, creían que el pueblo se iba a llenar de putas con la llegada de la carretera a Zapatoca, pero resultó lo contrario: que la única, Sorayita, se les fue con la apertura de la vía, dejando solas a las esposas desamparadas para el desahogo de sus machos, y al párroco sin tema para sus prédicas apocalípticas).

En Agitato piachere están las crónicas del amor errante (“Algo todavía más molesto”, “Travesura”), alocado (“Hermanitas”, “Orden de desalojo”, “La Reina del Grillo Verde”), incomprensible (“Las soluciones de Roco”), pasmoso (“Luces de las estrellas”), juvenil (“Kiko”). Cotidianos todos ellos, son cuentos bien narrados, concisos, sin las exageraciones ni truculencias tropicales a las que nos acostumbraron otros, y sin las nostalgias de los cornudos. Alegres, como deben ser los cuentos de putas, porque “sin estas mujeres el mundo es insulso, correcto, conventual”.

Con hábitos de monje, Gonzalo España se define a sí mismo como felizmente anacrónico, lo que ya dice mucho de él. A su edad todavía conserva la cualidad que distingue a la comunidad del MOIR colombiano (Movimiento Obrero Independiente Revolucionario): La decencia. Virtud escasa aun entre el gremio de intelectuales, curiosamente aquellos entre quienes más debiera promoverse esa integridad. Deseo que los textos de España encuentren mayores lectores. Lo merecen.

[San Ángel / Refugio volteriano Rionegro, 26 de diciembre de 2004]

El fútbol en el ojo del poeta

Alastair Reid. Ariel y Calibán. Crónicas de fútbol. Bogotá: TM Editores, 1994, 204 p.

La virtud de los poetas es que miran el mundo distinto. De la gota del rocío sobre el vidrio de la ventana hacen un instante de plenitud, antes de enfrentar el día con su carga de dolores. Alastair Reid, por ejemplo, convierte el fútbol –ese deporte bulloso y a veces pendenciero– en el éxtasis que da la meditación.

Ariel y Calibán va más allá de la mera reseña de cinco eventos deportivos mundiales. Es un texto para aprender a describir, que es lo que diferencia al buen narrador. El título del libro ejemplifica las dos formas de jugar al fútbol, según este poeta, ensayista y cronista escocés [Escocia, 1926 – 2014]: “El modo Ariel y el modo Calibán, enseña cómo se describe una cosa tan banalizada como el mismo fútbol. El primero le da prioridad al ataque y a la velocidad; el segundo se concentra en una defensa sólida e impenetrable, y sólo anota mediante un contraataque súbito y rápido”.

Tal vez Reid no vio jugar a Colombia. Ése sería otro modo, y no me imagino cómo lo llamaría. ¿Tal vez la forma Maturranga? Ya otro buen cronista argentino de fútbol lo calificó de “juego de hamaca”: para los lados, como un meneíto de cura de barrio joven; aquel estilo que toma lo peor del segundo, no llevando al equipo que padece ese mal de epilepsia a ninguna parte.

Las cinco crónicas del texto fueron publicadas originalmente en la revista The New Yorker, y recogen con la mirada especial de un buen escritor los momentos estelares de los mundiales de fútbol de Inglaterra (1966), México (1970), Argentina (1978), España (1982), y nuevamente México (1986).

Parece tardío hablar de un libro de fútbol que analiza aspectos, más que deportivos, sociales y culturales de esas épocas de los mundiales, pero el interés está en la atracción que ejerce un intelectual importante, amigo de Borges y Mutis y otros grandes poetas universales, hablando de ese espectáculo que trillan y maltratan cada domingo los comentaristas sin espíritu pacifista de la radio y la televisión actuales.

El espectador alejado de los estadios, al leer el libro vuelve a apreciar ese espectáculo de danzantes modernos como recurso del encuentro de sociedades diversas, y es porque los partidos de los Mundiales, y el fútbol mismo, son apenas un pretexto del cronista-poeta para entender, y enseñarnos después, ese universo de hombres a los que un deporte cualquiera otorga transitoriamente una identidad provisional como país.

Borges le confiesa a Reid, cierta tarde del Mundial de Argentina: “He escrito muchos cuentos sobre mis ancestros militares y sobre los cuchilleros de esta ciudad [Buenos Aires]. Todavía pienso que, aunque el asesinato estaba involucrado, había una cierta nobleza en ello que no puedo ver en hombres que patean una pelota”. Ya antes había escrito que los deportes y la política son frivolidades que engendran nacionalismos absurdos, pero que la política es la más peligrosa de las dos. Sin embargo, el fútbol visto con los ojos de Alastair Reid, y escrito para una revista de prestigio como The New Yorker, es otra manifestación cultural absorbente, que más que singularidades y destrezas físicas, expresa virtudes o defectos colectivos. El periódico mexicano unomásuno, en el Mundial de 1986, graficó ese estado de ánimo con un titular único: “El ritmo del país se sincroniza con el ritmo del fútbol”. Un Ministro de Justicia brasilero, durante ese mismo certamen, fue más pragmático y sincero: “Ganar la Copa Mundo en fútbol es más importante que ganar elecciones”.

“Una vez tuve la aterradora experiencia de caminar por Buenos Aires con Borges”, cuenta el autor en uno de los paréntesis que enriquecen el análisis de los sucesos deportivos. El lector podrá parodiar al escritor escocés: una vez tuve la aterradora experiencia de entender el fútbol a través de un buen cronista. Porque entonces habrá comprendido que cualquier espectáculo apreciado de la mano de gente como él, o como Eduardo Galeano –quien también tuvo sus veleidades haciendo un libro dedicado al fútbol–, o como Albert Camus –portero de la selección de Argelia y Premio Nobel incomparable–, deja de ser un mero evento de masas, sedativo de las excitaciones nerviosas que producen la economía y los pésimos políticos, y los narcos atrabiliarios de la derecha y la “izquierda”.

En casa de Mao

China para hipocondríacos. José Ovejero. Barcelona: Ediciones B, 2005, 349 p.

A cierta edad se tiene una gustadura razonada por los libros de viajes. Y es porque se llega a una manera distinta de apreciar el mundo: desde el sillón preferido de la casa. ¿Será acaso la conciencia de que nos estamos bebiendo los últimos vahos de nuestros sueños?

La incomodidad es propia de la juventud. En el prólogo del libro Fervor de Buenos Aires, Borges lo dejó explícito para él y quienes, como el escritor, nos acercamos a esa convicción: En aquel tiempo (anotó, refiriéndose a sus años mozos), buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad. Con lo que pretendió decir que, de muchachos, somos dados a las incertidumbres, los peligros, la noche, las lejanías. De adultos, a la molicie y la infalibilidad, lo que no traen precisamente todos los viajes. Cualquier peregrinaje contiene siempre el desasosiego, las turbaciones de espíritu o cuerpo, las perplejidades de la mirada.

El periodista español José Ovejero (Madrid, 1958) estuvo en China en 1991. Con su experiencia escrita se ganó en mil novecientos noventa y ocho la primera versión del premio Grandes Viajeros, de Ediciones B. Descastado, como él mismo se llama, acostumbrado a la añoranza de la lejanía (el fernweh de los alemanes: el dolor de la distancia, contrario al heimweh, la nostalgia del hogar), a buscar agitadamente lugares remotos y los más extraños posibles, en los que perciba la auténtica extranjería, en esta ocasión el cronista se arriesgó en el territorio de las viejas dinastías reales y las épocas imperiales por un motivo esencial: el hecho de que el país viviese entonces bajo un régimen comunista, en el que no estaría todo el tiempo rodeado de miseria, como la India o el África. “La idea de andar ocupado encontrándome a mí mismo mientras en derredor mío la gente se muere de hambre me parece difícilmente soportable”, advertía. Sin embargo, después del recorrido por el sudoeste de la antigua nación, el lector entenderá que al hombre también lo traicionan sus intuiciones. La hipocondría de Ovejero, con sus miedos, con sus altibajos y sus entusiasmos, le descubre de inmediato todas las endemias de la nación que visita. En este caso, fue la China insoportable de los inimaginables millones de chinos.

Ovejero visitó la República Popular en un año en el que todavía su vida cotidiana era gris (y disciplinada hasta para dormir en la litera del tren; todos los pasajeros tuvieron que hacerlo a la hora en que la supervisora entregó las mantas, también pardas). Encontró plomizos los trajes de sus gentes, el paisaje, los trenes atestados de nativos y de cosas… En ellos descubrió que no se puede tener una visión mínimamente completa del país sin haber viajado en sus vagones insospechados. “El tren es la cara más oscura del socialismo, […] es el universo en que se refleja su fracaso. En él hay primera y segunda clases, asientos blandos e incluso camas para quien pueda permitírselo, asientos duros o el suelo para quien no puede”. Son fundamentales para conocerla, más que sus propias ciudades emblemáticas, aseguró.

El cronista hizo el viaje inverso al del turista occidental común. Previo al recorrido por las provincias más exóticas, vivió y estudió un mes en la Universidad de Nanjing, para intentar familiarizarse con el idioma, esa jungla de signos, no significantes, casi jeroglíficos, que hacen sentir al visitante que lo desconoce, perdido de sí y de los demás. Y cuando se llegó a Beijing fue sólo para responder a la cortesía de un amigo americano que lo invitó. De hecho, en su memoria la capital (tanto como Shanghái) es un lugar ajeno cuyo mapa no llegó a asimilar. Allí, dice, fue un turista más, y para colmo, un turista perezoso, acosado por las muchedumbres que encontró en todas partes, el tráfico denso y un socialismo conservador de los rasgos propios del Imperio, donde entendió, por momentos, que la revolución cambió el orden social pero no los gustos y los secretos deseos de sus gentes por los adornos de seda y los brocados ancestrales de la cultura china.

Prefirió la aventura en comarcas como Guilin, “la región más bella del mundo”, según los folletos promocionales, y Ovejero le dio la razón. Hermosa por el paisaje que arropa a la ciudad, sus montañas han sido pintadas por artistas de tiempos diversos, y el viajero va allá para comprobar esa idealización del paisaje. Pero al llegar, el panorama lo encuentra igual a como lo conoció en las láminas de seda. Entonces, no sabe si defraudarse o alegrarse. Prefirió también a Yangshuo, el lugar apacible para los mochileros del mundo, y pronto invadido por los turistas comunes. A Chengdu, Leshan, Dafu –la cuna de la estatua gigante del Buda excavada en un acantilado. A Xichang, una región de minorías étnicas, y a Jinjiang, Lijuang, o Yunnan, lugares infectos para cualquier mortal, limítrofes con Birmania y Tailandia, y con los mismos problemas de los territorios fronterizos: mafias, drogas, jóvenes pandilleros, economías ilegales e influencias foráneas perniciosas. Desde acá, en el siglo diecinueve los británicos descubrieron la manera lucrativa de equilibrar la balanza comercial con China, mediante la promoción del cultivo y negocio del opio.

En bicicleta, Ovejero visitó monasterios y lugares arcanos para los jóvenes de todo el mundo que sueñan con el nirvana, pero en el camino a Kunming, en Yunnam, descubrió en el restaurante donde estacionó el autobús, la cara sucia del socialismo chino: La indigencia, la miseria, “la mirada embrutecida, destrozada, de los hambrientos […] Esta visión ha echado un poco abajo la imagen que nos habíamos ido formando de China. No me ha hecho falta ir a las zonas prohibidas” (2005: 318).

La historia de China es demasiado compleja para cualquier occidental. Tratar de entenderla desde las páginas de los ensayistas o en un viaje rápido que no deja de ser turismo, es un riesgo. Pero aun así, de la lectura del libro de José Ovejero quedan pocas ganas de viajar a un lugar con tantas incomodidades: en los buses, en los trenes, en los hoteles… Con itinerarios interrumpidos por las inundaciones de los ríos desbordados y las carreteras bloqueadas. El texto contiene reflexiones sin tropiezo sobre las condiciones del viajero en una tierra donde los letreros y el lenguaje no pueden perturbar la mente, porque nada le dicen a su pensamiento, a su mirada. Y no solamente porque el chino sea una lengua desconocida totalmente para el cronista (quien es, además, un políglota europeo), sino porque en muchos lugares a donde se metió nadie más hablaba otra lengua en la que al menos pudiera comunicarse para comprar un bolígrafo. Cuando lo hizo le dieron un cepillo de dientes, y únicamente en el hotel descubrió el error.

No sé si una situación así sea halagadora para quien gusta de caminar solo por el mundo. El viaje por un territorio sin el asidero de la lengua debe llevar, en algún momento, a la frontera de la locura, del desespero, del suicidio.

Quince años son, también, mucho tiempo para un país dinámico como China. El territorio de privaciones que encontró Ovejero en mil novecientos noventa y uno cambió. Él mismo sabe que si regresara en dos mil seis encontraría una república diferente. Y sería, otra vez, un viaje a un lugar desconocido… Aunque sin duda con los mismos chinos supersticiosos, escupiendo sobre el suelo todo el día para alejar las desgracias…, y la misma Ciudad Prohibida de los emperadores, repleta de turistas con celulares, todavía presidida por el retrato oficial y gigante de Mao colgado en sus paredes.

Cuba escatófila

Trilogía sucia de La Habana. Pedro Juan Gutiérrez. Barcelona: Anagrama, 1998, 362 p.

Trilogía sucia de La Habana es un libro escatológico: El detrito en el que está convertida Cuba en los últimos catorce años, apestan en las trescientas sesenta y dos páginas de un cronista que uno pensaría que miente, si el lector no hubiera visto con sus propios ojos esa realidad cruda durante un viaje de trece días en abril de dos mil tres, y de una semana en agosto de dos mil ocho, mientras los huracanes “Gustav” e “Ike” sacudían la Isla, tal como Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, Cuba, 1950) la describe: El otro infierno en el que devino la Cuba saturnal de Batista.

En sus cuentos instrumentados idénticos a la novela de un náufrago caribeño, Gutiérrez inventaría a los cubanos que el visitante perspicaz –aquél que no viaja a La Habana a jinetear ni a coleccionar pingueros, como los viejos pederastas europeos– encuentra en la ciudad vieja, y a lo largo del histórico malecón, desde la estatua de Calixto García –al final de la avenida de los Presidentes– hasta la plaza de San Francisco de Paula, en Desamparados. En estas líneas está toda la sordidez del universo de ladrones, putas, chulos, mantenidos, yumas, mujeres abandonadas y hombres inútiles, presidiarios, pordioseros, burócratas, negros, mulatos y jabaos…, que invaden la ciudad, disputándoles a las ratas las azoteas y los solares atestados y derruidos del puerto.

Esa población superviviente –mayoritaria, también–, apestosa a orín, mugre y semen, son los seres demolidos por el dolor, el abandono, la soledad y la pobreza, que se prefiguran en el mismo escritor, y que sólo encuentran en el sexo y en los vicios de la marihuana y del alcohol los únicos recursos para soportar los días en esa “sociedad modelo del hombre nuevo y socialista”. Cotidianos como en cualquier metrópoli de Occidente, para un revolucionario que acompañó siempre el proceso fidelista es triste constatar que en Cuba el ron, la droga y la putería no se acabaron con el derrocamiento del dictadorzuelo de los años cincuenta: “Me fui con Monino. Sé en lo que anda. Cargándole mariguana y polvo al Chivo. La gente que compra el polvito es de El Vedado y del Nuevo Vedado. Los artistas, los músicos, los hijos de los gerentes y de los pinchos. La gente grande. La coca está a seis y siete dólares el sobrecito. ¿Quién puede? Un cigarrito de mariguana se consigue a diez pesos. Si vendes dos o tres ya te cubres y la tuya te sale gratis. Ah, carajo, cómo hay que inventar en la vida para sobrevivir” (1998: 237, 238).

La Trilogía también es un inventario de la pobreza isleña: de las covachas desastrosas, oscuras y de malos olores en el centro histórico; de La Habana de los zaguanes lúgubres y hacinados: “En los solares, en cada censo oficial aparecen y desaparecen los cuartos y las personas. Sin embargo, las autoridades del Instituto de la Vivienda se hacen la vista gorda, para no dar explicaciones”; de las puertas podridas, sin bisagras, de los edificios a punto de derruirse; de las paredes agrietadas y de los techos a medio caer; de los baños asquerosos compartidos por cincuenta y hasta doscientas personas en una terraza… De la ciudad que no ausculta el turista de Varadero y del Tropicana, pero que incluso así, destruida por la desidia de sus gobernantes guarda una extraña y demoledora belleza. Cabrera Infante ya lo dijo: “La Habana es una ciudad derruida desde dentro”. Las miles de fotografías que capto de esas mismas calles y portadas y mestizos hermosos que describe Pedro Juan, son testimonio del esplendor que todavía le queda a la ciudad.

Hay una poética en las fachadas lustrosas de La Habana, le digo durante mi visita a un isleño en la esquina de Paseo con la veintitrés, para atraerme su confianza, y lo que me gano es una insultada. ¿Cuál poética, coño de madre?, me grita. ¡Ustedes lo que son unos fisgones de mielda, calajo!

En Huelva, en el año dos mil, un profesor cubano procedente de La Habana, que estudió la maestría de historia conmigo, se refirió a Fidel como “ese cabrón hijoputa que nos tiene jodida la vida”. Yo me molesté, creyendo que era la blasfemia de un desagradecido. Después del viaje de abril de dos mil tres y de la lectura de la Trilogía, ya entiendo por qué tanta rabia acumulada en el corazón de un hombre privilegiado. No se puede comer mierda todos los años por culpa de otro. Nadie es capaz de aguantar un mar de lodo hasta el cuello la vida entera. “Chico, yo creo que los cubanos tenemos también el derecho a disfrutar lo que tú ya tienes”, me afirmó con ira.

Comprendí, entonces, que una cuestión bien diferente es la austeridad como una opción de vida, y otra, como imposición social y estatal a un pueblo. La austeridad cubana es pobreza. La austeridad personal es virtud, capacidad de renunciación, suficiencia moral y física. La limitación forzosa de los bienes a los que tiene derecho cada hombre libre es una actitud criminal de quienes la propician. La convicción personal asegura que el bloqueo americano es el responsable de ello. Los gobiernos gringos de los últimos cuarenta y cuatro años tienen una responsabilidad grave ante el tribunal de los justos, pero la contraparte cubana debiera hacer algo para no igualar la terquedad y la brutalidad americanas. Es urgente, a mi modo de ver. Tanta resignación es imposible en un hombre común. Que los santos soporten, pero no estos pobres mulatos de la Cuba orgullosa. “Ante todo, nosotros somos cubanos. Yo, mi cubanía la pongo por encima de cualquier diferencia con el régimen.”, me dijo el hostelero que me atendió en la primera visita. Y en América somos muchos todavía quienes firmamos esa declaración política, martiniana, de un isleño simple.

Pedro Juan Gutiérrez es residente habitual de La Habana Vieja. En una de sus calles, Trocadero, José Lezama Lima –autor de Paradiso, libro nublado y difícil– vivió allí sus años completos. Lo que fue el hogar de Lezama Lima –Trocadero 162– debiera ser un museo lustroso, pero está abandonado como otras tantas joyas patrimoniales en el sector. La Habana Vieja espera, como todos los cubanos, tiempos mejores. En la ilusión de esa esperanza, Pedro Juan se le aparece al lector como un Genet tropical. La foto, inclusive, lo iguala: Dolido, feroz, de rostro tallado por el sufrimiento y el hambre, rapado a la manera de un ex presidiario que cogió el gusto por el cráneo limpio. Ejercitante de todos los oficios que ayudan a sobrevivir en ese océano de penurias, desde vendedor de helados y de periódicos en la infancia, hasta zapador, instructor de natación y cayacs, cortador de caña de azúcar (¿Quién no, allí?), obrero agrícola, técnico de obras de construcción, periodista, locutor, pintor, escultor y poeta. Dueño tan sólo de la soledad, “esa inmensa llanura desértica”, que dice, y voyerista eterno del malecón, el lugar más asistido del mundo por los puñeteros enloquecidos.

¿Cómo vive libre Pedro Juan en la Cuba de hoy? Tal vez por la misma razón que otros muchos: Testimonia una época que no se puede ocultar a los ojos del mundo. (El cineasta Humberto Solas, en Miel para Ochún –la primera película digital producida en la Isla– señala en ella, también, la truculencia con la que sobreviven los cubanos de hoy y la forma como asaltan a los turistas, en su ingenuidad de visitantes solidarios). El escritor igual que el cineasta, son, por lo tanto, honrados consigo mismos y con su pueblo, y esto es quizás lo que los salva de una “prisión preventiva”, aquella que dictan las autoridades cubanas “porque presienten no más”. Sin embargo, sus denuncias son atroces como para que los gobernantes del régimen no actúen sobre la situación denunciada. En Cuba todos roban, desde el guarda que te recibe en el aeropuerto José Martí hasta la guía del museo Hemingway, en Cojímar, porque la gente necesita “comida y dólares para el shopping”. No lo digo yo, lo aseguran ellos mismos. Ahí están esas voces, en la literatura y en la vida, que lo advierten a cada segundo.

En Trilogía está La Habana de mil novecientos sesenta, congelada, pero en un helador roto; casi sesenta años petrificada en la esperanza de un cambio. En los textos autobiográficos, catárticos, donde el autor revuelve espontáneos y provocadores los recuerdos que perturban la conciencia colectiva, el lector se pregunta si Pedro Juan es el ser más desgraciado de la isla, con esa fila interminable de amigos y familiares desahuciados por el cáncer, la hambruna, el desempleo, los desenfrenos del sexo, las infidelidades; o la ciudad es un infierno inaceptable de grandes sátiros, pervertidos, desgraciados, locos y sananos. Zanacos, escribe Pedro Juan. Debe ser un cubanismo.

Del libro extraña el curioso una frase amable para alguien. Las pocas tal vez que se puedan hallar –dichas sin mucha emoción– son para los atardeceres de la isla, o las noches frescas que disfrutan los inquilinos de las terrazas, en medio del azore. Aun así, crudo, áspero, rabioso –como aquél su paisano de Huelva–, el autor hace de Trilogía sucia de La Habana la crónica de un país anclado en la frustración, que tendrán que juzgar dentro de poco las generaciones próximas. El relato de la desesperanza humana.

En la visita de dos mil tres aseguré que La Habana es ahora un bar de Miami. En el libro de Pedro Juan es un sanatorio. No engañemos, pero tampoco disculpemos. Cuba necesita salvarse más allá de la retórica de las vallas idílicas que pintan a sus mulatos tratando de alcanzar el cielo azul del Caribe. La deyección en la que están convertidas América y el mundo, no justifica tampoco esta otra de nuestra “isla pequeña rodeada por Dios en todas partes”, como la cantó Eliseo Diego. La responsabilidad de un hombre libre es acusar las esclavitudes que someten a sus congéneres, independiente de sus afectos. “Porque quién vio jamás las cosas que yo amo”.

399
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9789588869827
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