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Una doble identidad

Para lo que aquí nos ocupa, es decir, para la emergencia de una doble identidad del cuerpo del actante, ese dispositivo permite comprender cómo un en devenir se desprende progresivamente de un de referencia. El de referencia es la carne animada por la sensoriomotricidad; el en devenir es el cuerpo propio cuyos límites e individualidad son progresivamente definidos por la acumulación y por la memoria de las reacciones de saturación y de remanencia. En suma, de acuerdo con el principio de interdefinición de las dos instancias, el adquiere forma en las trazas impresas por las tensiones y presiones en la carne del ; en pocas palabras, el (el cuerpo propio) sería, entre otras cosas, la memoria del (la carne) y la suma de las huellas que conserva.

En la perspectiva que aquí se perfila, la autonomía y la identidad del actante son adquiridas sobre el fondo de las presiones y tensiones ejercidas sobre la carne, gracias a la memoria de las huellas acumuladas, que comprometen un devenir irreversible. Las consecuencias semióticas que de ello se derivan son particularmente importantes:

1. La constitución del actante presupone una sustancia extensiva (la materia carnal) y una sustancia intensiva (la energía): esas son valencias que pueden ser percibidas independientemente de la estabilización de una forma actancial, aunque la inversa no es verdadera.

2. El actante adquiere forma en el seno mismo de la sintaxis figurativa, porque la interacción entre un sistema material y las fuerzas y presiones que se ejercen sobre él y en él –la interacción entre materia y energía– se halla en la base misma de la sintaxis figurativa (en relación con la tesis de la “iconicidad” de la sintaxis).

3. La disociación del protoactante de substrato en un de referencia y en un en construcción permite dar un contenido no-formal a la noción de desembrague, y comprender al mismo tiempo por qué el desembrague induce automáticamente efectos de pluralidad, de coherencia o de incoherencia: el desembragado está hecho de identidades múltiples, transitorias y sucesivas, cuya reunión en una sola identidad actancial, en forma de “roles” por ejemplo, es precisamente la cuestión que se plantea y que se deberá resolver en el devenir narrativo del actante.

Sintaxis figurativa y experiencia sensoriomotriz
La sintaxis sensoriomotriz elemental

Las mociones íntimas de la carne, pulsiones, dilataciones y contracciones, están sometidas a los umbrales de saturación y de remanencia, y por ese hecho son modalizadas como tolerables o intolerables, como perceptibles o imperceptibles, y de ese modo concurren a la polarización tímica de la experiencia. La sensoriomotricidad proporciona, en suma, al conjunto de nuestra relación sensible con el mundo una mira intencional y una orientación axiológica. La mira misma, cuando se la analiza en sus etapas aspectuales: “salir de sí”, “dirigirse a” y “alcanzar algo”, solo puede ser tratada como un movimiento orientado.

La elaboración de una sintaxis sensoriomotriz es, pues, una premisa para construir una sintaxis figurativa más general, en la que adquiera forma la identidad corporal del actante, ya que la sintaxis sensoriomotriz es el prototipo de toda sintaxis sensible y encarnada. De ello trataremos en la parte siguiente.

Globalmente, las transformaciones elementales del cuerpo se presentan intuitivamente, del lado del , como la dilatación y la contracción de la carne, y del lado del , como la estabilidad y la inestabilidad de la forma del cuerpo propio. La estabilidad se traduce, entre otras cosas, por la clausura y la inmovilidad, y la inestabilidad, por la apertura y la deformación.

Sintaxis sensoriomotriz y sintaxis figurativa

La sintaxis sensoriomotriz reposa en la interacción entre un sistema material y diversas energías. Indicaremos aquí solamente cómo se convierte en el esquema imaginario de toda experiencia sensorial puesta en discurso.

Las figuras de la degustación, por ejemplo, relatan un conflicto entre la materia que proporciona el contacto gustativo y determinadas intensidades sensoriales: un vino “áspero” pone en escena la difícil travesía de una materia resistente por un flujo que ella segmenta; una crema “pastosa”, en cambio, indica la inmersión de un flujo de intensidad en una materia que lo absorbe y lo neutraliza. Hemos podido mostrar también que la luz9, al encontrar obstáculos materiales, puede ser absorbida si el obstáculo es al menos parcialmente opaco, puede ser reflejada si el obstáculo devuelve el flujo de intensidad, o puede atravesarla sin problemas si el obstáculo es transparente.

Del mismo modo, el lazo entre el olor y la materia viva no necesita demostración: el olor es, como lo mostraremos en la segunda parte, la emanación de la intimidad del ser vivo, y las categorizaciones olfativas más frecuentes corresponden a las fases de los ciclos de vida. Pero lo que aquí nos interesa particularmente es el proceso por el que la materia viva emite el efluvio olfativo. La obsesión de la penetración por el olor está asociada a la aprehensión que proporciona el contacto íntimo de la carne con las emanaciones de otras carnes: en la época clásica, por ejemplo, se cerraban los baños públicos en períodos de epidemia, porque se suponía que abrían los poros de la piel y favorecían así la penetración de la carne por los efluvios malsanos. Aquella aprehensión se basaba en una experiencia sensoriomotriz imaginaria, la de la corrupción de la carne por el olor.

Se trata, pues, de comprender mejor ahora la corrupción. El proceso de corrupción implica una modificación de las fuerzas que aseguran la cohesión de la materia viva: se imponen las fuerzas dispersivas, la materia viva se disgrega y se dispersa, sin oponer la mínima resistencia. Se supone que el efluvio malsano transmite esa modificación del equilibrio entre fuerzas dispersivas y fuerzas cohesivas de un cuerpo vivo a otro, y el olor sería el agente de contaminación de una fuerza dispersiva. La “comunicación” entre carnes se presentaría del modo siguiente: desligamiento emisor por parte del otro cuerpo, desligamiento inducido en la carne propia. La figura olfativa se presenta en esa perspectiva como el producto de una modificación de la relación entre fuerzas cohesivas y dispersivas aplicadas a la materia viva.

Sintaxis figurativa e iconización

Las figuras así producidas pueden convertirse, bajo ciertas condiciones, en iconos: iconos visuales eidéticos, iconos olfativos y gustativos, los cuales serán siempre el resultado de esos equilibrios/desequilibrios que se producen en la interacción entre materia y energía. Así es como las texturas y los modelados de la percepción visual se apoyan en una estabilización específica de la zona de conflicto entre la luz y los obstáculos que encuentra10.

En general, se podría decir que el sentido icónico emerge de la estabilización, al menos provisional, y específica, de un conflicto genérico entre materia y energía.

La iconicidad puede ser definida, en términos generales, como un principio de homologación entre el plano del contenido (interoceptivo) y el plano de la expresión (exteroceptivo). La hipótesis que proponemos es la siguiente: dicha homologación no depende de la semejanza, sino de una correlación y de un ajuste sensoriomotor. La iconicidad del lenguaje se basa en el establecimiento de una correlación entre una figura sensoriomotriz (interna) y una figura de interacción entre materia y energía (externa). El reconocimiento de un icono puede reducirse a la percepción de una correlación entre una determinada figura externa y una experiencia sensoriomotriz interna.

El caso de la onomatopeya permitirá precisar este punto. Si la cadena significante “/krak/” puede pasar por una onomatopeya del crujido sonoro, no es ciertamente por la semejanza entre los dos sonidos, el sonido lingüístico y el sonido natural: la comparación entre los sonidos de las diferentes lenguas basta para invalidar esa interpretación. En cambio, existe una verdadera homologación entre la expresión y el contenido, pero se basa en un principio distinto del de la semejanza. En efecto, el sonido natural del “crujido” es implícitamente esquematizado por el tipo de interacción entre materia y energía que lo produce: la figura sonora del crujido se forma a partir de la manera como una fuerza rompe, desgarra o separa una materia; y de la misma manera, la figura sonora lingüística /krak/ se forma a partir de la manera como las materias bucales entran en contacto o son puestas en movimiento por efecto de las fuerzas de articulación oral que las animan.

La iconicidad de la onomatopeya podría, por tanto, ser definida a partir de la equivalencia entre dos relaciones: por un lado, la relación entre una figura sonora natural y la interacción materia/energía que la producen, y por otro, la relación entre una figura sonora lingüística y la sensación motriz bucal que corresponde a su articulación. Una equivalencia entre dos relaciones no es otra cosa que un sistema semisimbólico del tipo:

A es a B como X es a Y

donde A y X son figuras sensoriales de cualquier tipo, y B e Y son esquemas de la interacción materia/energía, interna en el caso de B, externa en el caso de Y.

Desembragues e identificación

De pronto, la sensoriomotricidad resulta ser un caso particular de la interacción materia/energía, que surge de la separación entre un dominio interno y un dominio externo que determina la semiosis (cf. supra). De ahí surge la posibilidad de reconocer figuras actanciales tanto en el dominio interno como en el dominio externo, tanto en las diversas suertes de la carne del Mí como en las de los estados de cosas materiales. En el caso de la onomatopeya, por un lado, hay una figura actancial interna, la del Mí, que articula el sonido lingüístico, y por otro, una figura actancial externa, la del Él, es decir, la de la fuerza que quiebra la materia.

La distinción entre el y el Sí, como principio de separación y de tensión interna en la identidad del actante, se encuentra en la base del desembrague enunciativo, pues da cuenta de la proyección de una instancia en construcción en la enunciación del discurso, a partir de una instancia de referencia. Pero también es susceptible de dar cuenta ahora de la proyección de actantes fuera de la instancia de discurso (todos los “ellos” que pueblan el campo de presencia), así como las separaciones y tensiones (por ejemplo, tensiones de identificación) entre los actantes de la enunciación –la instancia de discurso– y los actantes del enunciado –la instancia narrativa–: es también la base del desembrague enuncivo, a partir de una equivalencia icónica entre dos experiencias, una interna (sensoriomotriz), por el lado de los actantes de la enunciación y la otra externa (interacción materia/energía), por el lado de los actantes del enunciado.

Las presiones y las tensiones que se ejercen sobre el cuerpo de los actantes solo producen figuras actanciales; para que surjan iconos actanciales, la figura tiene que someterse al mismo principio que hemos obtenido para la onomatopeya. Más precisamente, la figura actancial solo es reconocida como un “icono” si se puede establecer una equivalencia entre dos relaciones: de un lado, una figura del o del Sí, relacionada con alguna experiencia sensoriomotriz, y de otro, una figura actancial del Él, relacionada con alguna interacción externa entre materia y energía.

Por tanto, proyección y retroyección de instancias, desembrague y embrague encuentran un fundamento en la semiosis en acto y en una semiosis encarnada. Y la identificación actancial no es más que un caso particular de la iconicidad, la cual puede ser definida como el reconocimiento de la equivalencia establecida más arriba.

PRODUCCIÓN DEL ACTO Y ESQUEMATIZACIÓN NARRATIVA
Un cuerpo “imperfecto”

La esquematización narrativa tradicional supone de entrada un actante perfectamente dueño de su cuerpo, un cuerpo domesticado que solo hace aquello para lo que está programado, que no es más que un lugar de efectuación pragmática de los actos calculables a partir de un programa narrativo.

Ahora bien, es sabido que ningún actor humano puede ser programado de esa manera, y que, por el contrario, la dramatización de la acción humana implica un cuerpo imperfecto y desobediente, apenas programable, sometido a emociones y pasiones. La dramatización del deporte de alto nivel, por ejemplo, no se reduce al conflicto entre los adversarios, sino que se nutre con creces de los defectos, de las torpezas y de los accidentes que ocurren en las secuencias gestuales. Eso es precisamente lo que hace que el relato deportivo sea un “drama humano”, y que la competición sea un combate entre hombres y no entre máquinas.

En los discursos concretos igualmente, apenas se encuentran actores “de papel”, cuyo cuerpo esté domesticado de ese modo y perfectamente programado. Por eso mismo, tenemos que preguntarnos por la relación entre la programación y las suertes de la acción: actos fallidos, inadvertencias y negligencias, esas “escorias” de la acción que no dejan de producir sentido, aunque solo sea en la dimensión afectiva del discurso. Pero, más allá, la cuestión se extiende al conjunto de la esquematización narrativa: ¿existen otros esquemas narrativos además de los de la programación de la acción?

En otros términos, si la programación puede ser definida como una forma de necesidad, ¿cuál es el margen de libertad del actante, de una libertad individualizante, que haría posibles tanto los fracasos de la acción como la belleza del gesto? Más aún, si la programación del actante fuese concebida como una de las presiones que se ejercen sobre su cuerpo, entonces la inercia que asegura la individuación se manifestaría como resistencia (por saturación o por remanencia) a esa presión ejercida desde el exterior (actante heterónomo) o desde el interior (actante autónomo).

Para abordar estas cuestiones comenzaremos por analizar rápidamente un cuento africano, So y la cíclope.

SO Y LA CÍCLOPE

Los recursos de la selva no se pueden realmente enumerar. Ofrece todo el año a los que lo desean y que tienen el coraje de buscarlas, plantas, raíces, frutas comestibles. Ahora es la estación en la que los frutos de ndengi están maduros; ¡no se puede dejar pasar esa oportunidad!

Justamente, las niñas del pueblo se acaban de reunir, cada cual con su palangana, para ir a recoger frutos del ndengi. La larga fila sinuosa de niñas se pone en marcha y toma la dirección del río, cantando, riendo y bromeando a grandes y alegres gritos. Basta con seguir la orilla para encontrar fácilmente un ndengi de cuando en cuando. Antes de ponerse a recoger los frutos, objeto de su recolección, las niñas se detienen a la sombra de un gran árbol, muy cerca del agua, para descansar un poco. Se sientan en círculo a fin de poder conversar con más facilidad, dejando sus palanganas junto a ellas. Una de las niñas, a la que llaman So, toma su palangana, la voltea y se sienta encima, pues se halla más a gusto que sentada en el suelo. Sus amigas la recriminan:

–“¡So! No debes sentarte sobre la palangana de tu madre. Eso no está bien, pues haciendo eso, faltas el respeto a tu madre.

–¿Y qué? –dijo So. No tienen por qué molestarse, pues no voy a estar sentada aquí sin moverme; miren, tengo sed, y ahora mismo voy a sacar agua del río”.

Se levantó enseguida, tomó su palangana y se metió al río hasta que el agua le llegó a las pantorrillas. Se inclinó para llenar la palangana, pero perdió el equilibrio, y al intentar levantarse, soltó la palangana y se la llevó la corriente, bastante fuerte en aquel sitio. La palangana navegó por largo tiempo siguiendo el curso de las aguas.

Finalmente, llegó donde la Cíclope, una suerte de monstruo espantoso que deambula por el bosque y por las orillas de los ríos, enorme mujer con un solo ojo en medio de la frente, y que tiene la detestable costumbre de devorar a las personas que encuentra en su camino y que puede atrapar.

Durante ese tiempo, las demás niñas hacen su provisión de frutos de ndengi, excepto So que no tiene ya su palangana para llevarlos. Terminada la recolección, las niñas regresan al pueblo.

Cuando So, un tanto avergonzada, llegó a su casa, su madre, asombrada al verla con los brazos colgando, le pregunta:

–“¿Dónde están los frutos de ndengi que tenías que recoger?

–¡Madre! No he podido recogerlos ni traerlos porque me quedé sin palangana.

–¿Cómo? ¿Dónde está la palangana que te entregué? Bien sabes lo mucho que yo la quería.

–La perdí cuando quise sacar agua del río. Se me escapó de las manos y se la llevó la corriente.

–¡Así que has perdido mi palangana! ¡Vete inmediatamente a buscarla! ¡Apresúrate! ¡Y no vuelvas hasta que no la hayas encontrado!

Y para expresar su descontento, su madre le dio una bofetada.

So, llorando, volvió a la orilla del río, desató una piragua y la dirigió al medio del río. Se dejó llevar por la corriente, vigilando las orillas para ver si la palangana había quedado atrapada por las raíces o por las hierbas acuáticas. Pero no la vio.

En una vuelta del río, escuchó una voz que la llamaba; ella miró con toda atención. Era una mujer vieja, parada en la orilla, que le hacía señas para que se acercara. So, hábilmente, condujo la piragua con la ayuda de su remo hacia la orilla. Al acercarse, constató que la vieja estaba cubierta de llagas purulentas. La vieja la esperó, y cuando So echó pie a tierra, le dijo:

–Mi pequeña, ¿quieres hacerme un favor? Toma un bastón, golpea mis llagas y luego echa encima un poco de remedio.

–Madrecita, respondió So, ven aquí, junto a mí. Te voy a cuidar enseguida.

Y, delicadamente, levantó con suavidad las costras de las llagas, las lavó con sumo cuidado y extendió el remedio encima. En agradecimiento, la vieja le preparó un gran pescado de sabor exquisito, bañado con una salsa deliciosa. So, abierto el apetito por el olor del pescado, se lo comió todo. Luego, la vieja le dijo:

–¿Y adónde vas así, tú sola?

–Dejé escapar la palangana de mi madre y el río se la llevó. Mi madre, encolerizada, me ordenó que fuera a buscarla y que la llevase de nuevo a casa.

–La Cíclope, que vive un poco más lejos, seguramente que ha recogido tu palangana. No temas. Vete ahora, y cuando veas la piragua de la Cíclope, vete a interceptarla con la tuya. Cuando pretenda matarte, tu le dirás: “Madre, yo soy la que estaba perdida, aquí estoy de vuelta”, y entonces, ella te dejará.

So agradeció a la vieja señora, volvió a su piragua y se dejó llevar de nuevo por la corriente. El día comenzaba a caer cuando, de repente, ante ella, apareció la piragua de la Cíclope. So, al ver ese monstruo que la miraba cruelmente con su único ojo, sintió que se le paralizaba el corazón; pero acordándose de las recomendaciones de la vieja señora, dio un fuerte impulso a su piragua y fue directamente a interceptar la de la Cíclope.

Esta se tambaleó y se puso a gritar:

–¡Voy a matarte!

–Madre, yo soy la que estaba perdida, aquí estoy de vuelta.

Instantáneamente, el rayo cruel del ojo de la Cíclope se apagó. Cogió a la niña de la mano y la llevó a su casa; preparó la cena y la compartió con So. Después le asignó una cama para pasar la noche. Cuando la oscuridad ya era completa, se acercó a So con intención de matarla. La niña, que no dormía aún, al verla tan cerca, gritó:

–¿Qué pasa? Madre, yo soy la que estaba perdida, aquí estoy de vuelta.

La Cíclope, entonces, se alejó gruñendo. Varias veces durante la noche, se repitió la misma escena: la Cíclope se acercaba con intención de matar a la niña, pero esta, cada vez la detenía con la misma frase. Finalmente, amaneció el nuevo día para gran consuelo de So. La Cíclope calentó las sobras de la cena de la víspera. Después de haber comido, la Cíclope dijo a la niña:

–Ven conmigo al bosque.

– No madre; no voy a ir al bosque, respondió So, desconfiada.

–Bueno, iré yo sola. Pero seguramente tendré sed cuando vuelva. Vete a sacar agua con esto y guárdala dentro para mí.

Y le dio un tamiz a la niña. Era, indudablemente, una prueba imposible de realizar; el fracaso hubiera permitido a la Cíclope castigar a la niña y matarla. La Cíclope se fue al bosque, y So bajó al río. Trató en vano, durante un rato, de sacar agua. Ante la inutilidad de sus esfuerzos, renunció a la tarea y regresó a casa de la Cíclope.

La Cíclope no había regresado todavía. Así que So pudo registrar a su gusto, y pronto encontró la palangana de su madre, y se apoderó de ella. Luego, huyó, saltó a su piragua y a grandes golpes de remo, tomó el camino de regreso. La Cíclope, al no encontrar a So a su regreso salió en persecución de la niña. Pero esta le llevaba tal ventaja que la Cíclope no pudo alcanzarla, y gruñendo de rabia, volvió a su casa. Un poco más tarde, la madre de So coge la escudilla de la niña para ir a pescar. La escudilla se le escurre de las manos y es arrastrada por la corriente. Cuando So vio a su madre volver sin su escudilla, le preguntó:

–¡Madre! ¿Dónde está mi escudilla?

–Se me ha caído en el río y no he podido atraparla; la corriente se la ha llevado.

–Pues vete inmediatamente a traérmela; ya sabes cuánto la quiero.

Renegando, la madre de So tomó una piragua y partió en busca de la escudilla. Cuando la vieja la llamó y le rogó que se acercara para lavar sus llagas, la madre de So le respondió con dureza que ella no había ido hasta allí para curar las llagas de una vieja a la que ni siquiera conocía. Y siguió su camino sin detenerse. La vieja no le indicó, pues, lo que convenía hacer al encontrarse con la Cíclope. Poco tiempo después, la madre de So se encontró cara a cara con la Cíclope, cuya piragua interceptó. Paralizada por el terror, no se movió, no dijo nada. La Cíclope la atravesó entonces con su cuchillo arrojadizo, la mató, la despedazó, la coció y la comió.

Cuentos del bosque, recogidos por J. M. C. Thomas, colección Fleuve et Flamme, CNI, Edicef.

399
477,84 ₽
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Объем:
530 стр. 35 иллюстраций
ISBN:
9789972453717
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