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Pero, como en las demás ciencias humanas, la “encarnación” de los conceptos teóricos y la atención fijada en el cuerpo modifican las relaciones con las disciplinas vecinas. Aduciremos solamente dos ejemplos a este respecto.

Durante el tiempo en que la semiótica anduvo en busca de soluciones “lógicas” y formales, mantuvo relaciones bastante ambiguas con la psicología, y particularmente con el psicoanálisis: como las soluciones retenidas desalojaban buena parte de la significación humana, esa “parte de sombra” de la que se ocupa el psicoanálisis, la semiótica no tenía otro recurso que declararla no-pertinente, o refugiarse, en último término, en la metapsicología freudiana para “semiotizarla”. Sin embargo, la semiótica de las pasiones se ha desarrollado claramente como una alternativa a una semiótica psicoanalítica; hoy, ya no es necesario pasar por la metapsicología, como mostraremos aquí mismo, para comprender el efecto que produce el hecho de “tener” o de “ser” un cuerpo en un actante semiótico y sobre todo en un actante pasional.

Ciertamente, esta posición no deja de tener consecuencias. Por ejemplo, una semiótica de la acción centrada en el cuerpo del actante y no solamente en el encadenamiento lógico y canónico de las pruebas, va a devolver su lugar al acto fallido, a la torpeza y a la peripecia, fenómenos que habían sido suprimidos en una reconstrucción retrospectiva de la lógica de la acción. Igualmente, la enunciación de un cuerpo-actante mezcla inevitablemente balbuceos, períodos vacilantes, fragmentos de “lengua de palo”, lapsus y desarrollos argumentados.

En consecuencia, la pertinencia de tal o cual acto particular no puede ser reducida a un “programa” de búsqueda o a un “proyecto” de enunciación; el acto fallido es tan significativo como el acto programado, y su carácter aparentemente accidental solamente enmascara la confrontación entre diversas direcciones significantes o entre varias isotopías, que se hallan en competencia para encontrar lugar en el espacio y en el tiempo del desarrollo de la acción. El “accidente”, en ese caso, es una figura de discurso comparable a una figura de retórica, puesto que cumple el mismo rol que el “núcleo” de dicha figura, único testigo observable de un conflicto y de una sustitución entre programas, entre recorridos o entre isotopías concurrentes.

Segundo ejemplo. El proceso de semiotización del entorno, particularmente la semiotización de los objetos y de los lugares –paisajes y ciudades, por ejemplo– no se reduce ya, para un operador encarnado, a la simple proyección de un simulacro semiótico sobre objetos que pertenecen a otras disciplinas (la ergonomía, la geografía, el urbanismo, etcétera). Hoy puede ser considerado como un proceso de elaboración de la significación a partir de la experiencia corporal de tales objetos y de tales lugares. Como prolongación del sentimiento de existencia, el cuerpo se despliega a través de “prótesis” y de “interfaces” en forma de objetos o de partes de objetos que conservan la memoria de su origen y de su destino corporales, y que resultan de la proyección de las figuras del cuerpo sobre el mundo. La semiotización del entorno –por ejemplo, la instauración de un espacio como “paisaje”–, no es solamente el resultado de la percepción o de la adopción de un punto de vista, sino también del reconocimiento de una experiencia corporal de las formas del mundo que nos rodea.

La aproximación semiótica al cuerpo debe finalmente asumir una ambivalencia recurrente, que resulta del doble estatuto del cuerpo en la producción de conjuntos significantes: (1) el cuerpo como sustrato de la semiosis, y (2) el cuerpo como figura semiótica. Aparentemente, la distinción es fácil de establecer: en el primer caso, el cuerpo participa de la modalidad semiótica y proporciona uno de los aspectos de la “sustancia” semiótica; en el segundo caso, el cuerpo es una figura entre otras; adopta entonces la forma de las figuras del discurso, figuras de la expresión o del contenido, que resultan del proceso de semiotización y de la “puesta en forma” del cuerpo de los actores.

“Sustancia” y “forma”, la distinción sería fácil de sustentar. No obstante, en el análisis concreto, se encuentran situaciones más delicadas. Si se examinan, por ejemplo, los diversos roles del cuerpo desde una perspectiva antropológica, nos daremos cuenta de que esas dos dimensiones se encuentran estrechamente entrelazadas.

En la cultura de los Tin de Nueva Guinea12, podemos constatar que el cuerpo es ante todo una “figura” concebida de acuerdo con un principio mereológico: diversas partes (los miembros y los órganos) son asociadas para formar un todo federativo donde las partes deben conservar su identidad; pero esa figura aparece de inmediato como el homólogo de la representación del entorno natural, una configuración en archipiélago, de tal modo que las relaciones entre las partes (los órganos y los miembros) son homólogas con las relaciones entre las islas y las aguas que constituyen el territorio de ese pueblo.

Pero el cuerpo es también en este caso un principio explicativo, porque, en retorno, ofrece la mejor representación de la “fuerza de enlace” que permite que las partes del archipiélago “se mantengan unidas como un conjunto”: esa fuerza es una “tensión del alma”, denominada wādama, que debe ser permanentemente mantenida por la atención y por la autoscopia, y esa “explicación” se expresa particularmente en una concepción original de la salud y de la enfermedad: en la enfermedad, o bien los órganos recuperan su autonomía porque la fuerza de ligazón se debilita (versión ive de la enfermedad), o bien pierden su identidad porque la fuerza de ligazón es demasiado potente (versión mulobi de la enfermedad)13. Más aún, para la preparación del matrimonio, los novios hacen una mutua exploración minuciosa del cuerpo, de acuerdo con un ritual de tocamientos y de interacción que les permita verificar si la futura unión de ambos cuerpos puede llegar a perturbar el principio de enlace interno, propio de cada uno de ellos.

Queda claro en este ejemplo someramente presentado que, para esa etnia, el cuerpo es al mismo tiempo una configuración semiótica (partes, fuerza de enlace y formas de la totalidad), objeto de una lectura sensible (táctil, visual, olfativa, etcétera) en las interacciones sociales, y también el resorte mismo de la semiotización de la vida entera: en él reside, en efecto, a través de la representación propia de ese grupo humano, la significación de su entorno y del cosmos: una concepción del mundo y una forma de vida; una definición del actante competente y una malla de lectura de los acontecimientos de la vida cotidiana, indisociable todo ello de las prácticas de supervivencia y de reproducción.

Lo que quiere decir que en una semiótica del cuerpo, la forma y las transformaciones de las figuras del cuerpo proporcionan una representación discursiva de las operaciones profundas del proceso semiótico. Entre el cuerpo como “resorte” y “sustrato” de las operaciones semióticas profundas, por un lado, y las figuras discursivas del cuerpo, por otro, se abre el campo para un recorrido generativo de la significación, recorrido que no es ya formal y lógico, sino fenoménico y “encarnado”.

Por tal razón, daremos gran importancia a las figuras discursivas del cuerpo (el movimiento, las envolturas corporales, por ejemplo), pues son ellas las que dan acceso a las representaciones profundas de la semiosis en acto. Por la misma razón, nos interesaremos por las diferentes formas de los campos sensibles y perceptivos, ya que son ellas las que fundan las formas del campo enunciativo del discurso.

El camino que aquí proponemos, en tres grandes momentos, cada uno de los cuales dará lugar a una parte de este libro: I-El cuerpo del actante, II-Modos de lo sensible y sintaxis figurativa, III-Figuras del cuerpo y memorias discursivas, obedece globalmente a esta última hipótesis de trabajo: (I) Reconocer que el actante es un cuerpo, es también preguntarse por los efectos de ese cuerpo sobre la semiosis y sobre las instancias de discurso que la toman a cargo, así como por la teoría del acto y de la acción, de los que es operador; (II) examinar luego la diversidad de los modos de lo sensible es también explorar la de los campos sensibles y construir los primeros elementos de una sintaxis de la figuras corporales del discurso; (III) la hipótesis de una sintaxis figurativa basada en las figuras del cuerpo conduce finalmente a una tipología de tales figuras, que se presentan, por un lado, como formas semióticas de la polisensorialidad, y por otro, como los soportes de la memoria del discurso.

Para sacar todas las consecuencias de esta hipótesis, no basta con el espacio de este libro. Veremos, no obstante, cómo el actante va recobrando la significación de sus errores y de sus lapsus; cómo el actor se despliega en fuerza, forma y aura; cómo los contenidos de significación quedan envueltos dentro de continentes; cómo los soportes semióticos se convierten en membranas protectoras, sometidas a inscripciones; y cómo las transformaciones figurativas se someten a las interacciones que se producen entre el sustrato material, las energías y la forma de las membranas que las contienen. Veremos finalmente cómo se perfila la sintaxis del discurso como una memoria de las interacciones entre figuras, gracias a las huellas que dejan y que se pueden leer en el cuerpo en que se inscriben.

PRIMERA PARTE

EL CUERPO DEL ACTANTE


Capítulo I

El cuerpo, el acto y los esquemas narrativos


INTRODUCCIÓN: CUERPO Y SEMIOSIS

La propioceptividad es considerada como el término complejo de la categoría “interoceptividad/exteroceptividad”1; en efecto, en la experiencia de la significación, el cuerpo propio es la única entidad común al yo y al mundo; y en la construcción de la significación, la operación de la semiosis, por la sumisión de la exterocepción a la interocepción, gracias a la mediación del cuerpo propio, permite la puesta en relación de un plano de la expresión (de origen exteroceptivo) y de un plano del contenido (de origen interoceptivo).

No existen categorías semióticas que pertenezcan a priori a la expresión o al contenido. En efecto, el isomorfismo de los dos planos de un lenguaje es específico de cada semiosis, y la relación entre expresión y contenido se redefine con cada nueva enunciación; de ello da testimonio, por ejemplo, la posibilidad de establecer en cada discurso concreto, incluso dentro de los límites de semióticas altamente convencionales, como las de los discursos verbales escritos, nuevos sistemas semisimbólicos que redefinen y desplazan la relación entre el plano de la expresión y el plano del contenido.

En la perspectiva del discurso en acto y de la enunciación, la distinción entre exterocepción e interocepción puede ser desplazada en todo momento, y dicho desplazamiento está asegurado por la propiocepción. En otros términos, la toma de posición del cuerpo propio determina la distinción entre exterocepción e interocepción: los efectos de interioridad y de exterioridad dependen por completo de la posición que adopte el cuerpo-carne propioceptivo en el momento en que se instala como instancia enunciante. Esta concepción permite a la vez (1) evitar una reificación a priori (sobre todo psicológica) de la interioridad y de la exterioridad, al someterla a la toma de posición de la instancia enunciante, y (2) dar la iniciativa a esa instancia, a través de la posición que tome su cuerpo.

Resumiendo: Cada enunciación produce una semiosis en la medida en que procede de una toma de posición del cuerpo en el mundo, toma de posición que determina ipso facto un dominio interior y un dominio exterior: lo propio y lo no-propio. La semiosis se traduce ante todo por el establecimiento de un isomorfismo entre los dos dominios, isomorfismo garantizado por el hecho de que el cuerpo de la instancia enunciante pertenece a ambos dominios al mismo tiempo, y es él el que los convierte, respectivamente, en un plano del contenido o en un plano de la expresión. Mostraremos más adelante cómo, gracias a la captación analógica, y más precisamente gracias a un ajuste hipoicónico, el cuerpo puede ser definido como el operador de la semiosis.

DE LA FIGURA AL ICONO ACTANCIAL
El cuerpo del actante

La nueva cuestión que se plantea ahora es la del cuerpo del actante: no se trata ya de rastrear actantes en el cuerpo que se encuentra en actividad, sino de comprender cómo un cuerpo deviene actante, trátese del actante de la instancia de discurso en general, del actante de la enunciación o del actante del enunciado. Se trata también de pasar del actante concebido como una pura posición formal, calculable a partir de una clase de predicados, a un actante concebido como una posición corporal, es decir, como una carne y una forma corporal, sede primordial de los impulsos y de las resistencias que sostienen la acción transformadora de los estados de cosas.

Eso significa que el actante es el punto de intersección entre dos procesos generativos convergentes: por un lado, en cuanto posición formal calculable a partir de los argumentos típicos de una clase de predicados, y, por otro, en cuanto posición corporal definida por desembrague a partir de la instancia de discurso, sede y operador de la semiosis.

La doble identidad del actante

Partiendo de la toma de posición de la instancia enunciante, se puede concebir la definición del actante desde esos dos puntos de vista: el punto de vista formal y el punto de vista corporal con sus dos instancias: la carne y el cuerpo propio.

Distinguiremos, de un lado, la carne, es decir aquello que resiste o colabora con la acción transformadora de los estados de cosas, y que cumple también el rol de “centro de referencia”, el centro de la “toma de posición”. La carne es la instancia enunciante en cuanto principio de resistencia/impulso material, pero también en cuanto posición de referencia, conjunto material que ocupa una porción de la extensión, a partir de la cual se organiza dicha extensión. La carne es al mismo tiempo la sede del núcleo sensoriomotor de la experiencia semiótica.

Por otro lado, está el cuerpo propio, es decir, aquello que se constituye en la semiosis, lo que se construye con la reunión de los dos planos del lenguaje en el discurso en acto. El cuerpo propio es el portador de la identidad en construcción y en devenir, el cual obedece, por su parte, a un principio de fuerza directriz.

Por convención2, y sin ningún investimiento metapsicológico, consideramos que la carne es el sustrato del del actante, y que el cuerpo propio es el soporte de su *.

El correspondería, en el caso particular de un actante del habla, al “locutor en cuanto tal” (Ducrot), al individuo concreto que articula, que farfulla, que grita, etcétera; es también, por la toma de posición de la que es responsable, el centro de referencia del discurso, el punto de confluencia de las coordenadas del discurso, y de todos los cálculos de retensión y de protensión. El es pues esa parte de Ego que es a la vez referencia y pura sensibilidad, sometida a la intensidad de las presiones y de las tensiones que se ejercen en el campo de presencia.

El sería, en cambio, la fuente de las “miras”, el operador de las “captaciones”. Corresponde a la parte de Ego que se construye en y por la actividad discursiva. Pero habrá que distinguir aquí, al modo de Ricoeur, dos modos de construcción de la identidad “en ”: por un lado, una construcción por repetición, por recubrimiento continuo de las identidades transitorias, y por similitud (el Sí-idem), y por otro lado, una construcción por mantenimiento y permanencia de una misma dirección (el Sí-ipse).

El Sí-ipse es la instancia de las “miras”, que se reconoce por la constancia y por el mantenimiento de las “miras”; el Sí-idem es la instancia de las “captaciones”, y se reconoce por la similitud y por la repetición de las “captaciones”. La identidad corporal del actante se analiza, pues, del siguiente modo:


Podemos preguntarnos ahora de qué modo puede esta tipología hacer compatibles la definición formal y la definición carnal del actante. Para ello, es preciso desplazar la distinción entre esas dos definiciones: la definición corporal será proyectada sobre la carne (del ) porque es ella la que toma posición y hace referencia; la definición formal (como argumento típico de una clase de predicados) será proyectada sobre el cuerpo propio (especialmente sobre el Sí-idem) porque es él el que se construye en la actividad de discurso, y el que, particularmente por repetición y similitud, es susceptible de constituirse como “clase de argumentos de predicados”.

La aporía, sin embargo, no queda resuelta; solo se reduce: las dos definiciones dependen de una misma definición corporal, y la definición del actante como clase de argumentos de predicados queda “desformalizada” en cierto modo y “encarnada”, ya que, remitiendo al “cuerpo propio” en construcción, aparece como una subcategoría de la definición corporal.

La aporía, empero, puede ser resuelta si se considera que las dos instancias, el y el del actante, se presuponen y se definen recíprocamente: El es esa parte de él mismo que el proyecta fuera de sí para poder construirse actuando; el proporciona al el impulso y la resistencia que le permiten ponerse en marcha hacia su devenir; el proporciona al la reflexividad que necesita para medirse a sí mismo durante el cambio. El le plantea al un problema que tiene que resolver permanentemente: el se desplaza, se deforma, resiste, y obliga al Sí a afrontar su propia alteridad, problema que el se esfuerza en resolver, sea por repetición y similitud, sea por “mira” constante y mantenida. El y el son en cierto modo inseparables, son el anverso y el reverso de una misma entidad: el cuerpo-actante.

Dinámica corporal e identidad del actante

El problema siguiente, desde el momento en que se ha reconocido que el actante es ante todo un cuerpo sometido a impulsos, presiones y tensiones, es el de la “puesta en marcha” del actante, y, luego, el de la formación de una identidad a partir de esos impulsos, presiones y tensiones que lo afectan.

En otros términos: ¿cómo pueden emerger formas e identidades actanciales a partir (1) de la materia corporal, la carne, la sustancia del y (2) de las fuerzas y de las tensiones, diversas y opuestas, que se ejercen sobre ella?

Si el actante adquiere forma e identidad en un mundo figurativo en el que toma posición para construirse, tiene que obedecer necesariamente a las reglas generales de la sintaxis figurativa, bajo la hipótesis de que esta se basa en la interacción entre la materia y la energía y da lugar a formas y a fuerzas: se supone que tanto las formas como las fuerzas, de acuerdo con esta hipótesis, nacen de ciertos equilibrios y desequilibrios típicos que tienen lugar entre materia y energía. Volveremos con más detalle sobre esta hipótesis en capítulos sucesivos. La formación de un actante a partir de un cuerpo aparece entonces como un caso particular de esa hipótesis general que funda la sintaxis figurativa en las interacciones entre materia y energía.

Merleau-Ponty propone, a propósito del gesto reflejo3, una concepción del nacimiento de las formas en las que la conjugación de las fuerzas contradictorias desempeña el primer papel; evoca principalmente la “colaboración” entre la excitación y la inhibición en los siguientes términos: la inhibición aparece en ese sentido como un caso particular de la colaboración. La integración de las excitaciones y de las inhibiciones, precisa el autor, es coordinada por la orientación del gesto, por una “imagen total” del cuerpo en movimiento. La idea de una “imagen total” es desarrollada así: “Podríamos decir de la inhibición lo mismo que hemos dicho de la coordinación: que tiene su centro en todas partes y en ninguna”4. Y Merleau-Ponty concluye: “Es esta autoorganización la que expresa la noción de forma”5. Las fuerzas de excitación y de inhibición solo dan lugar a un gesto significante, a un acto que se inscribe en el orden del mundo cuando engendran (por autoorganización, por autodistribución) una forma significante en movimiento. Merleau-Ponty describe, en suma, la emergencia de una forma actancial, un actante unimodalizado (por el poder-hacer, formulado aquí en términos de excitación y de inhibición) a partir de las fuerzas que se ejercen sobre su cuerpo y en su cuerpo.

Para explicar cómo simples excitaciones/inhibiciones conjugadas entre sí producen un acto significante y una forma autoorganizada y emergente, es necesario, no obstante, definir aún los umbrales de excitación y de inhibición, es decir, hallar un principio de resistencia y de inercia que, disminuyendo o anulando el efecto de las excitaciones y de las inhibiciones sucesivas y de intensidades diferentes, establezca los límites de una zona de equilibrio privilegiada. De ese modo se explica la individualidad del acto y su “mira” particular: por la formación de un equilibrio estable, subyacente a cada identidad.

En la misma obra, Merleau-Ponty generaliza su propuesta, y esa generalización resulta hoy de una singular actualidad. Después de recordar el anclaje material de la forma:

La noción de forma se define como la de un sistema físico, es decir, como la de un conjunto de fuerzas en estado de equilibrio o de cambio constante…6,

asocia definitivamente la fuerza y la forma:

Cada forma constituye un campo de fuerzas, caracterizado por una ley que no tiene sentido fuera de los límites de la estructura dinámica considerada. (…) Si se considera como una forma el estado de distribución equilibrada y de máxima entropía hacia el cual tienden las energías que actúan en un sistema de acuerdo con el segundo principio de la termodinámica, se puede presumir que la noción de forma estará presente allí donde se asigne a los acontecimientos naturales una dirección histórica7.

En esa generalización, se han puesto provisionalmente entre paréntesis las nociones de acto y de actante, centrando solamente la atención en los sistemas dinámicos en conjunto. Pero, en cambio, se ha puesto en evidencia un principio subyacente en el razonamiento anterior, a saber que la conjugación de las fuerzas solo puede producir una forma en los límites de un sistema físico aislable (una “ontología regional”, diría Jean Petitot), y sobre todo de un sistema físico inscrito en el tiempo y dirigido por un devenir orientado. El análisis del gesto reflejo ponía ya en evidencia el rol organizador de la orientación del gesto, pero solo acentuaba el aspecto intencional de este. La definición de la forma, en su versión más general, la somete a una dirección histórica, es decir, a una intencionalidad inscrita en un devenir. A fin de cuentas, el devenir expresa la intencionalidad de la forma.

Cualquier sustrato material puede ser actualizado si las fuerzas a las que es sometido cumplen las dos condiciones siguientes:

1. del conjunto dispar de esas fuerzas, se desprenden fuerzas opuestas, antagonistas; si unas son dispersivas, las otras son cohesivas; si unas son excitadoras, las otras son inhibidoras;

2. el tipo de oposición que surge entre esas fuerzas puede ser considerado en todos los casos como modal: necesidad o contingencia, potencia o impotencia, y puede al mismo tiempo ser apreciado en intensidad (como toda fuerza) y en extensión (en alcance, en cantidad de efectos, etcétera).

La condición mínima, y presupuesta por todo el razonamiento que va a seguir, es que las fuerzas que se ejercen sobre el cuerpo protoactancial son tensivas y rítmicas: diferencias tensivas, alternancia y agrupamiento de las diferencias tensivas, etcétera.

Interviene luego una regla general que, una vez que ha sido cumplida la primera condición, no es en absoluto específica del campo semiótico, puesto que se la encuentra en todos los sistemas físicos susceptibles de evolucionar de manera no-lineal: un sistema físico semejante, sometido a tales fuerzas, les opone dos umbrales de inercia: uno es el umbral de remanencia, que expresa la resistencia del sistema al trastorno de las fuerzas, al paso de una fuerza a otra, o, simplemente, a la aparición/desaparición de una fuerza; el otro es el umbral de saturación, que indica la resistencia del sistema a la aplicación de cada una de las fuerzas, y particularmente a su intensidad.

La inercia, definida por esos dos umbrales, es el mínimo necesario para poder pensar clara y distintamente el cuerpo y las fuerzas que se ejercen sobre él (o en él); en ausencia de inercia, el cuerpo se confunde con las fuerzas que lo animan, y en ese caso, no se puede descubrir la emergencia de ninguna estructura. Referido al cuerpo del actante, ese principio de inercia remite a la experiencia elemental de la pasividad: lo característico del cuerpo actancial consiste en poder tener la experiencia de su propia inercia, y en singularizarse por su resistencia a las presiones que sufre. Y como además los umbrales de inercia son específicos de cada cuerpo, ellos son los que definen la identidad elemental, es decir, su individualidad. La inercia del sistema corporal proporciona, pues, la definición mínima del actante en la perspectiva de la sintaxis figurativa.

Además, la sucesión rítmica de las fuerzas opuestas y alternadas determina la memoria del sistema del cuerpo, constituida por el encadenamiento de las saturaciones y de las remanencias, y, por consiguiente, el proceso puede ser considerado como irreversible. En cierto modo, el principio de inercia, trasladado al dominio de la sintaxis figurativa de los discursos, poblados de “cuerpos” y no solo de “sememas” abstractos, presupone algo así como una memoria de la sustancia corporal, una capacidad de dicha sustancia para conservar la huella de las fuerzas, presiones y tensiones que sufre. Vamos a encontrar en los capítulos siguientes ese lazo entre interacciones entre materia y energía, huella y memoria semióticas.

“Aprendiendo” a reconocer, a compensar y a gestionar las tensiones que padece y que lo animan, el cuerpo adquiere un “campo sensoriomotor”; de él da testimonio la naturaleza modal de los dos umbrales de inercia: la remanencia y la saturación, en cuanto resistencia a la inversión de las polaridades o al aumento de las intensidades, constituyen, en efecto, una suerte de aprendizaje del poder-querer-saber hacer, sin que se pueda distinguir claramente en este nivel de análisis el contenido semántico de la modalidad. En tal sentido, la sensoriomotricidad se convierte en un subsistema de control que puede potenciar o debilitar los umbrales de saturación y de remanencia8.

399
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9789972453717
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