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PRIMERA PARTE El cuerpo del actante: cuerpo-actante y cuerpo sensible

I. El cuerpo y el acto
EL CUERPO EN LA SEMIOSIS

En el momento de la semiosis, se establece una función semiótica entre las percepciones del mundo exterior (lo exteroceptivo) y las percepciones del mundo interior (lo interoceptivo) para constituir, respectivamente, la expresión y el contenido de una semiótica-objeto particular. Hay que precisar de inmediato que no existen categorías semióticas que pertenezcan a priori a la expresión o al contenido; la relación se establece para cada nueva semiótica-objeto y para cada una de las enunciaciones que la integran, y solo las estratificaciones del uso pueden dar el sentimiento, in fine, de que tales o cuales figuras contribuyen más bien a la expresión, y otras más bien al contenido. De eso da testimonio la posibilidad de establecer, incluso en los límites de semióticas-objeto altamente convencionales como las de los discursos verbales escritos, nuevos sistemas semi-simbólicos que redefinen y desplazan en cada discurso concreto la relación entre el plano de la expresión y el plano del contenido.

Esos desplazamientos son «actos», o sea, el acto semiótico por excelencia, aquel que distingue y fija los dos funtivos de la función semiótica elemental. En efecto, si la distinción entre contenido y expresión puede ser en todo momento desplazada, es porque el reparto entre las figuras interoceptivas y las figuras exteroceptivas solo puede ser operado por una toma de posición del cuerpo propio, que marca así el mundo sensible con una frontera imaginaria, efímera, y, no obstante, perfectamente eficaz, puesto que la convierte en significante e inteligible. Pero, por este mismo hecho, tenemos que admitir que la función semiótica elemental está indisolublemente ligada a la distinción corporal entre lo «propio» y lo «no propio» (el cuerpo propio es lo que no es él), distinción cuyo operador es precisamente él mismo. Así se define, en primera instancia, el «cuerpo-actante».

EL ACTANTE EN CUANTO CUERPO

Esa primera cuestión se desdobla de inmediato, puesto que es necesario dar cuenta, por una parte, del actante en cuanto cuerpo, y, por otra, examinar las consecuencias de una concepción del actante no solamente formal, sino que reconozca que sus roles en las transformaciones narrativas están determinados por las propiedades corporales, esencialmente las de las materias y las fuerzas, un sustrato y una energía. Y, por otro lado, se trata de comprender por qué proceso y en qué condiciones un cuerpo se convierte en actante, sea actante de la instancia de enunciación o un actante narrativo del enunciado.

Nos proponemos, pues, examinar qué pasa cuando el actante no es solamente concebido (según la tradición desarrollada a partir de Propp por la semiótica narrativa) como una regularidad sintagmática formal, calculable a partir de «argumentos» (en el sentido gramatical) recurrentes de una clase de predicados. El actante, concebido como un cuerpo, constituido por una carne y una forma corporales, es la sede y el vector de los impulsos y de las resistencias que contribuyen a los actos transformadores de los estados de cosas, y de los que animan los recorridos de la acción en general. Estas dos concepciones del actante-cuerpo no son incompatibles, ya que las propiedades de impulsión y de resistencia corporales participan de las regularidades sintagmáticas que asocian un actante a una clase de predicados narrativos.

Por un lado, distinguiremos la carne, que diferencia y separa los cuerpos actantes de los otros cuerpos en el sentido de que ella es una sustancia material dotada de una energía transformadora. Esta doble constitución le permite resistir o contribuir a la acción transformadora de los estados de cosas, y también ser el centro de referencia de esas transformaciones y de esos estados de cosas significantes, ser el centro de la «toma de posición» semiótica elemental (cf. supra). La carne sería, por ese título, la instancia enunciante por excelencia en cuanto fuerza de resistencia y de impulsión, pero también en cuanto posición de referencia, una porción de la extensión a partir de la cual esa extensión se organiza. La carne se halla, pues, a la vez en el fundamento de la deixis y en el del núcleo sensorio-motor de la experiencia semiótica.

Por otro lado, distinguiremos el cuerpo propio, es decir, el centro de la identidad que se construye en el curso del proceso de semiosis, con la reunión de los dos planos del lenguaje, y también en el desarrollo sintagmático de cada semiótica-objeto, principalmente en el espacio y en el tiempo. El cuerpo propio sería, pues, el portador de la identidad en construcción y en devenir, y obedecería, por su parte, a una fuerza directriz.

Por estricta convención1, denominaremos «» a esa carne que impulsa, resiste y hace referencia; «», a ese cuerpo propio que orienta, dirige, se inventa y se identifica.

El se puede, pues, manifestar, por ejemplo, en el caso particular de la palabra, como « locutor en cuanto tal» (O. Ducrot), el individuo concreto que articula, farfulla, grita, etc.; lo hace también por la toma de posición de la que es responsable, el punto de referencia de las coordenadas del discurso, y de todos los cálculos de retensión y de protensión. Es, a la vez, referencia deíctica, centro sensorio-motor y pura sensibilidad, sometida a la intensidad de las presiones y de las tensiones que se ejercen en el campo de presencia.

El se construye, en cambio, en y por la actividad de producción de las semióticas-objeto a lo largo de todo su desarrollo sintagmático. Está, pues, sometido a la alternativa propuesta hace algunos años por Ricœur: por un lado, a una construcción por repetición, por recubrimiento y confirmación de la identidad del actante por similitud (el Sí-idem), y, por otro lado, a una construcción por mantenimiento y permanencia de una misma dirección y de un mismo proyecto de identidad, a pesar de las interacciones con la alteridad (el Sí-ipse).

Las dos instancias, el y el del actante, se presuponen y se definen recíprocamente: el es esa parte del actante que el proyecta para poder construirse al actuar; el es esa parte del actante a la cual se refiere el al construirse. El le proporciona al el impulso y la resistencia que le permitirán ponerse en devenir; el proporciona al esa reflexividad que necesita para medirse a sí mismo en el cambio. El le plantea al un problema que él no termina de resolver: el se desplaza, se deforma y resiste, y obliga al a enfrentar su propia alteridad, problema que el se esfuerza por resolver, sea por repetición y similitud, sea por mira constante y mantenida. El y el son, en cierto modo, inseparables; son la cara y el sello de una misma entidad: el cuerpo-actante.

EL CUERPO EN CUANTO ACTANTE
Materia y energía

Desde el momento en que se ha reconocido que el actante es, ante todo, un cuerpo sometido a presiones y a tensiones, el problema siguiente consiste en la formación de una identidad a partir de esos impulsos, presiones o tensiones que lo afectan sucesivamente. En otros términos, ¿cómo pueden emerger formas e identidades actanciales a partir (1) de la materia corporal, la carne, la sustancia del , y (2) las fuerzas y tensiones, diversas y opuestas, que se ejercen sobre ella?

Si el actante adquiere forma e identidad en cuanto figura en un mundo poblado de figuras en el que toma posición para construirse, entonces debe obedecer las reglas generales de lo que se podría llamar aquí la «figuralidad», que hay que distinguir de la «figuratividad», de los actores, del espacio y del tiempo. Las «figuras» que nos ocupan aquí son esquemas dinámicos aplicables a entidades materiales, que forman globalmente una morfología y una sintaxis figurales.

Formulamos aquí la hipótesis de que la morfología y la sintaxis figurales se basan, principalmente, en los diferentes estados y en las diferentes etapas de interacciones entre la materia y la energía, y que esas interacciones dan lugar a formas y fuerzas que permiten describir la constitución figural del cuerpo-actante: se supone que tanto las formas como las fuerzas, según esta hipótesis, nacen de los equilibrios y desequilibrios en la interacción entre materia y energía, y que son reconocibles como «esquemas dinámicos», es decir, como configuraciones recurrentes, pertinentes e identificables. La formación de un actante a partir de un cuerpo sometido a tensiones aparece, en esta perspectiva, como un caso particular, pero central, de la hipótesis general que fundamenta la sintaxis figural sobre la dupla materia/energía.

Merleau-Ponty propone, a propósito del gesto reflejo2, una concepción del nacimiento de las formas donde la conjugación de fuerzas contradictorias juega el primer rol; da un contenido más preciso a lo que nosotros designamos, en general, como «tensiones corporales»: esas son, en el caso del gesto reflejo, las excitaciones y las inhibiciones. Las excitaciones y las inhibiciones, precisa él, son coordinadas por la orientación del gesto, por una «imagen total» del cuerpo en movimiento. La noción de «imagen total» se desarrolla así: «De la inhibición se podría decir lo que se ha dicho de la coordinación: que tiene su centro en todos los sitios y en ninguna parte»3. Y Merleau-Ponty concluye: «Esa auto-organización expresa la noción de forma»4. Las fuerzas de excitación y de inhibición no dan lugar a un gesto significante, a un acto que se inscriba en el orden del mundo, a no ser que engendren (por auto-organización, por auto-distribución) una forma significante en movimiento. Merleau-Ponty describe, en suma, la emergencia de una forma actancial, un actante definido solamente por su poder-hacer (formulado aquí en términos de excitación y de inhibición), a partir de las fuerzas que se ejercen sobre su cuerpo y en su cuerpo. Esa forma actancial solo tiene lugar porque las tensiones corporales han sido configuradas como un «esquema dinámico» identificable.

El principio de inercia

Para explicar que simples excitaciones/inhibiciones conjugadas (las presiones y tensiones) producen un acto significante y emergente, hace falta aún definir los umbrales pertinentes de la excitación y de la inhibición que determinarán los límites de la forma. Más precisamente, esos umbrales serán límites que caracterizan la resistencia y la inercia de la estructura material y energética sometida a las tensiones: disminuyendo o anulando el efecto de las tensiones sucesivas y de intensidad diferente, esos umbrales contribuyen, pues, a diseñar los límites de una zona de equilibrio privilegiado para las interacciones entre materia y energía, y, por consiguiente, una morfología y una sintaxis recurrentes e identificables.

No importa qué sustrato material dinámico pueda ser convertido en actante si las fuerzas a las que es sometido obedecen a la condición siguiente: del conjunto dispar de esas fuerzas, se desprenden fuerzas opuestas, antagonistas; si unas son dispersivas, otras son cohesivas; si unas son excitadoras, otras son inhibidoras, siempre que el conjunto esté configurado como «esquema dinámico».

Interviene luego una regla general que, una vez que la primera condición se cumple, va a permitir definir los umbrales para esa dinámica de las fuerzas y de los umbrales que están en el origen de las formas. Esa regla nada tiene de específico para el campo semiótico, puesto que es general en todas las morfologías dinámicas y se encuentra en todos los sistemas físicos susceptibles de evolucionar de manera no lineal: todo sistema físico no lineal sometido a determinadas fuerzas les opone dos umbrales de inercia; (1) uno es el umbral de remanencia, que expresa la resistencia del sistema a la inversión de las fuerzas, a pasar de una fuerza a otra fuerza inversa, o, simplemente, a la aparición o desaparición de una fuerza; (2) otro es el umbral de saturación, que expresa la capacidad de resistencia del sistema a la aplicación de cada una de las fuerzas, y muy particularmente a sus variaciones de intensidad.

La inercia, definida por esos dos umbrales, es el mínimo necesario para poder pensar distintamente el cuerpo y las fuerzas que se ejercen sobre él y en él. En ausencia de esos umbrales de inercia, el cuerpo se confunde con las fuerzas que lo animan, y no se puede, entonces, considerar la emergencia de ninguna morfología aislable e identificable. Puede, pues, ser considerada como una primera estructura modal, que determina y permite extraer un esquema de naturaleza actancial a partir de un sistema físico en devenir.

El umbral de remanencia le permite al cuerpo-actante resistir a la inversión, a la aparición o desaparición de una fuerza: proporciona a ese cuerpo la capacidad para operar diferencias. El umbral de saturación expresa la estabilidad morfológica del cuerpo-actante, su resistencia a las intensidades demasiado fuertes, así como a las deformaciones demasiado amplias que pudiera sufrir. Expresa, de esa manera, su capacidad para acceder a la iconicidad.

El principio de inercia remite, igualmente, a la experiencia elemental de la pasividad: lo propio del cuerpo-actante sería poder-hacer, por lo menos, la experiencia de su propia inercia, de singularizarse y de autonomizarse gracias a su resistencia a las presiones que padece. Pero como, por otra parte, los valores de esos umbrales de inercia (remanencia y saturación) son específicos de cada cuerpo y de cada sistema dinámico, se puede pensar que definen, más que la singularidad, la identidad figural de cada cuerpo-actante. La inercia corporal proporciona, pues, al cuerpo-actante las propiedades figurales elementales: autonomía esquemática, singularidad e identidad.

Además, la sucesión más o menos ritmada de la aplicación de fuerzas opuestas y alternadas implica al cuerpo-actante en un proceso sintagmático: este último solo es pensable si se supone que el sistema corporal dinámico está dotado de una memoria de las interacciones, constituida ella misma por la sucesión ordenada de las saturaciones y por las remanencias; a partir de ahí, el proceso puede ser considerado como irreversible. Esa memoria del cuerpo-actante, memoria de las interacciones anteriores, prefiguración de las interacciones posteriores, reclama una aproximación específica. En efecto, el principio de inercia, aplicado a la sintaxis figural de las semióticas-objeto, presupone la capacidad de la sustancia corporal para conservar la huella de las fuerzas, de las presiones y tensiones que ha sufrido, y de las interacciones en las que ha participado. La semiótica específica que reclama esa aproximación es la semiótica de la huella, y los dos umbrales de inercia son las modalidades que determinan las huellas sucesivas de las que estará constituida la identidad del cuerpo-actante.

Esa memoria de las interacciones proporciona al cuerpo-actante una capacidad de aprendizaje y de auto-construcción acumulativa. Y, en particular, aprendiendo a reconocer, a compensar y a gestionar las tensiones que soporta y que lo animan, el cuerpo-actante arma, poco a poco, un campo sensorio-motor susceptible de acoger huellas de la memoria corporal y de someterlas a una primera distinción fórica (euforia/disforia), sobre la cual se apoyará la formación de las axiologías; a este respecto, la sensorio-motricidad puede ser considerada como un sub-sistema de control, que puede elevar o rebajar los umbrales de saturación y de remanencia5.

El núcleo sensorio-motor

El principio de inercia permite comprender cómo el cuerpo-actante se distingue de las presiones que soporta y les opone una identidad en construcción. No permite, sin embargo, comprender cómo el cuerpo-actante contribuye a la transformación de los estados de cosas.

Desde la perspectiva que se diseña aquí, la autonomía y la identidad del actante son, pues, adquisiciones con el fondo de tensiones y presiones ejercidas sobre la carne, gracias a la memoria de las huellas acumuladas, que comprometen el devenir del cuerpo propio. Las mociones íntimas de la carne, pulsaciones, dilataciones y contracciones, están, a su vez, sometidas a los umbrales de saturación y de remanencia, que, al imponerles límites y una regulación general, las modalizan. Por ese hecho, se convierten en tolerables o en intolerables, en perceptibles o en imperceptibles, y concurren, de ese modo, a la coloración tímica de la experiencia, positiva o negativa. La aplicación del principio de inercia conduce, pues, igualmente, a la autonomía de la sensorio-motricidad: la energía carnal se distingue así de las tensiones que se ejercen sobre el cuerpo-actante, pues conlleva, a la vez, una intencionalidad y orientaciones axiológicas específicas. Esa es, precisamente, la razón por la que la sensorio-motricidad puede proporcionar al conjunto de nuestra relación sensible con el mundo una orientación axiológica.

Es también esa la razón por la cual, habiendo adquirido su autonomía, puede participar en la configuración de nuestra experiencia y de nuestro imaginario sensible proporcionándoles esquemas dinámicos que los hacen inteligibles. Las figuras de la degustación, por ejemplo, relatan un conflicto entre la materia que proporciona el contacto gustativo y las intensidades sensoriales: un vino «áspero» pone en escena la difícil travesía de una materia resistente por un flujo que ella segmenta; una crema «pastosa», en cambio, señala la viscosidad de un flujo de intensidad en una materia que lo absorbe y que lo neutraliza. Se ha podido mostrar también que la luz6, al encontrar obstáculos materiales, podría ser absorbida si el obstáculo es al menos parcialmente opaco, ser reflejada si el obstáculo devuelve el flujo de intensidad, o atravesarlo sin perjuicio si el obstáculo es transparente.

Asimismo, el lazo entre el olor y la materia viviente no necesita demostración, y sabemos que las categorizaciones olfativas más corrientes en las lenguas naturales –además de los nombres de las fuentes del olor– corresponden a las fases de ciclos de vida. Pero lo que nos interesa aquí es, más particularmente, cómo el proceso por el cual la materia viviente emite el efluvio olfativo es imaginado y representado en los discursos y en las prácticas. La «obsesión» de la «penetración por el olor» está asociada a la aprensión que proporciona el contacto íntimo de la carne con las emanaciones de otras carnes: en la época clásica, por ejemplo, los baños estaban proscritos en periodos de epidemias porque se suponía que abrían los poros de la piel y que, con eso, favorecían la penetración de la carne por efluvios malsanos. Esa aprensión reposa en una experiencia sensorio-motriz imaginaria, la de la corrupción de la carne propia por el olor.

Lo que hay que comprender, entonces, es la corrupción. Ese proceso imaginario de corrupción implicaría una modificación de las fuerzas que aseguran la cohesión de la materia viviente (cf. supra, a propósito de la cultura Tin, p. 17): las fuerzas dispersivas se imponen, la materia viviente se deshace y se dispersa, no opone ninguna inercia. El efluvio malsano transmitiría, supuestamente, esa modificación del equilibrio entre fuerzas dispersivas y fuerzas cohesivas de un cuerpo viviente al otro: el efluvio sano interviene en favor de las fuerzas cohesivas, y el efluvio malsano, en favor de las fuerzas dispersivas.

En ese micro-relato imaginario de la corrupción, el olor sería, pues, el agente de contaminación de una fuerza dispersiva, que implicaría un contagio entre cuerpos y carnes, el cual se presentaría al menos en dos etapas: (i) la disgregación propia de un cuerpo, por ejemplo, un cuerpo enfermo, (ii) emite en forma olfativa un vector superior de disgregación (una intensidad superior de las fuerzas dispersivas), que provoca, a su vez, (iii) la disgregación de otra carne (la de un cuerpo sano) por (iv) ajuste analógico de la fuerza dispersiva propia de esa otra carne con el principio de disgregación que le ha sido transmitido por el olor. La figura olfativa aparece, desde esta perspectiva, como el producto de una modificación del equilibrio entre fuerzas cohesivas y dispersivas aplicadas a la materia viviente, al mismo tiempo que como el vehículo de una comunicación por analogía y ajuste.

399
429,96 ₽
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321 стр. 20 иллюстраций
ISBN:
9789972454585
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