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Después, Esdras (Neh. 8:1-6) y Nehemías (8:9-10) trataron el tiempo dedicado a la lectura, predicación y enseñanza de la Ley de Dios como un gran acontecimiento nacional, precisamente por lo que Dios había establecido en los libros de Moisés como su voluntad para Israel estaba todavía en vigor. Esa era la razón por qué era tan importante erradicar la ignorancia de la Ley, y luego los pecados pasados de ignorar la Ley fueron confesados y renunciados solemnemente, y luego hacer el nuevo compromiso “a obedecer todos los mandamientos, normas y estatutos del Señor” (10:29, vea capítulos 9-10). La Ley que Dios dio a su pueblo del pacto para mostrarles cómo agradarlo era, para Nehemías las normas incambiables de justicia, tal como lo eran las promesas de Dios, para él, la base incambiable de esperanza para el futuro y confianza presente. Nehemías por lo tanto llega a ser un modelo para nosotros, en términos del Antiguo Testamento, de lo que significa vivir por la convicción expresada en la antigua canción cristiana:

Confía y obedece,

Porque no hay otra manera

De ser feliz en Jesús

Que confiar y obedecer

Estas tres convicciones acerca de Dios eran ciertamente la hechura de Nehemías. Sin ellas, nunca se habría preocupado lo suficiente acerca del honor de Dios en Jerusalén para orar que la ciudad fuera restaurada, tampoco hubiera buscado el costoso y atemorizante papel de ser el líder en esa restauración, tampoco hubiera tenido lo que se requería para mantenerlo adelante frente a la apatía y animosidad que su liderazgo enfrentó. Mientras que es cierto que por temperamento era un maestro al punto de ser autocrático y áspero al punto de la obstinación, estas cualidades solas nunca producirían la paciencia, disposición, sentido de responsabilidad y libertad del cinismo defensivo que lo caracterizó. La cualidad de Nehemías que C. S. Lewis llamó obstinación en creer, el factor de continuidad, tenía algo sobrenatural que solo puede explicarse en la manera que el escritor de Hebreos explica la firmeza de Moisés al desafiar al rey de Egipto y dirigir a la chusma de israelitas en el peregrinaje a su nueva tierra: “Por la fe salió de Egipto sin tenerle miedo a la ira del rey, pues se mantuvo firme como si estuviera viendo al Invisible” (Heb. 11:27). Es sólo los que “ven” al Dios del pacto grande, poderoso, bondadoso, fiel los que son capaces de resistir la clase de presiones que Moisés y Nehemías enfrentaron -presiones que implicaban extremos de lo que los dichos ingleses de los años setenta llamaban “aggro”- y de aquí real riesgo a la vida. Esta visión produce esperanza, levanta la moral, y sostiene el compromiso en una manera más allá del entendimiento del mundo y de los de la iglesia cuya visión de Dios ha disminuido.

Se ha calculado que los varios lapsos del siglo veinte en barbarismo político, trivial y sociológico han producido más mártires que cualquier siglo anterior ha visto, aun el segundo y el tercero, durante los cuales el cristianismo era una religión prohibida y surgió persecución oficial vez tras vez. Simplemente es un hecho que aquellos que renunciaron a sus vidas antes que renunciar a su fe han venido de aquellos círculos cristianos en los cuales la visión bíblica del Dios vivo se ha enseñado y mantenido.

Por la mejor parte de dos siglos, formas del camaleón intelectual llamado liberalismo, o modernidad, han dominado las iglesias principales de occidente. La raíz del liberalismo modernista es la idea, surgido de la llamada Ilustración, de que el mundo tiene la sabiduría, de modo que el cristianismo debe absorber y ajustar a lo que el mundo esté diciendo en el mundo acerca de la vida humana. El deísmo, que desvanece a Dios enteramente del mundo de los asuntos humanos, y el punto de vista llamado hoy pananteísmo o monismo, que lo aprisionan penetrante pero impotentemente, han sido los polos entre lo que ha fluctuado el pensamiento liberal acerca de Dios. Pero ninguno de estos conceptos sobre Dios, es, o puede ser, trinitario; tampoco tiene espacio para creer en la encarnación, o en una expiación objetiva, o en una tumba vacía, o en el señorío cósmico soberano de un Cristo vivo hoy; y tampoco encuadra con la afirmación que la enseñanza bíblica es una verdad revelada divinamente. No es de sorprender, entonces, que el liberalismo típico produce, no mártires, ni personas que desafían el estatus secular, sino adornos, personas que van con el consenso cultural del momento, sea sobre al aborto, la permisividad sexual, la identidad básica de todas las religiones, la impropiedad del evangelismo y la tarea misionera, o cualquier otra cosa.

En el último siglo, cuando las ideas del progreso estaban en el aire y era posible creer que cada día en todas maneras el mundo estaba mejorando, el liberalismo, que se presentaba a sí mismo como un cristianismo de vanguardia, podría hacerse parecer correcto; en nuestro día, sin embargo, las personas que piensan que están seguros lo han encontrado equivocado. Hoy, después de todos los horrores que nuestra era han visto, la idea de que el mundo es el depositario de sabiduría parece más un mal chiste, y el punto de vista que clasifica al cristianismo de nuestros padres, el cristianismo que produjo a Agustín, Lutero, Whitefield, Wesley, Spurgeon, Lloyd-Jones y Billy Graham, como una bolsa de retazos de basura pasada de moda en el cual podemos mejorar las apariencias como realmente es. La única clase de cristianismo que puede razonablemente reclamar la atención para el futuro es el cristianismo basado en la Biblia que define a Dios en términos bíblicos y ofrece, no afirmaciones, pero transformación de nuestra vida desordenada.

Un signo esperanzador en medio de la confusión a gran escala que marca a la iglesia moderna es que más y más de lo que profesan ser cristianos reciben la Biblia como la Palabra de Dios y toman al Dios que encontramos en sus páginas con total seriedad, como lo hicieron los reformadores y los puritanos y los despertares evangélicos del siglo dieciocho. Ha sido como cualquier cosa que en cualquier tiempo en la historia que el Espíritu de Dios se ha movido en avivamiento. Fue así en los días de Nehemías, como veremos, y todavía es el caso que la vida espiritual comienza cuando almas con hambre se vuelven, o regresan, a la Biblia y su Dios. Quizás Dios no nos ha abandonado totalmente, después de todo.

La piedad de Nehemías

Las personas que viven cerca de Dios tienen más consciencia de Dios que consciencia de ellos, y si les llama piadosos o santos en su cara es probable que sonrían, muevan su cabeza y digan que les gustaría que eso fuera verdad. Lo que conocen de sí mismos se relaciona más con sus debilidades y pecados que con algún atavío espiritual verdadero o imaginario, y son reacios a hablar de sí mismos excepto como instrumentos en las manos de Dios, siervos cuya historia sólo merece ser tomada en cuenta porque es parte de la historia más grande de cómo Dios se ha exaltado en este mundo que le niega honor. Nehemías parece haber sido esta clase de santo, y las vislumbres que nos da de su vida interior son raras. Por temperamento natural él era tan extrovertido como Jeremías era introvertido, y en cualquier caso la manera de los extrovertidos es enfocarse en asuntos fuera de ellos mismos. Tres cosas al menos, sin embargo, pueden especificarse con seguridad sobre su vida espiritual, en cada una de ellas él es un brillante ejemplo para los creyentes cristianos.

Primero, el caminar con Dios de Nehemías estaba saturado con su oración, y oración de la clase más verdadera y pura; es decir, la clase de oración que siempre procura aclarar su visión de quién y qué es Dios, y celebrar su realidad en adoración constante, y volver a pensar en su presencia las necesidades y peticiones que se traen ante él, de manera que la expresión de ellas comience por especificar que “santificado sea tu nombre... que se haga tu voluntad... porque tuyo es el reino, el poder, y la gloria”. Como comenzamos a ver antes, Nehemías enfatiza su historia con oraciones a “mi Dios”, quien es “nuestro Dios”. Él comienza su libro con una trascripción completa de su plegaria por el pueblo del pacto (1:5-11), la termina con cuatro peticiones, la última de las cuales en realidad es su línea de terminación (13:14, 22, 29, 30), y se sale de curso para registrar otras oraciones a través de su narración. (¿Escribió estas oraciones en el primer momento que las hizo? Parece que así fue, y gran cantidad de personas que oran han encontrado que esta es una buena práctica.) Está claro que como escritor entiende, y ahora quiere que sus lectores entienda, que solamente las aventuras que comenzaron con oración y estuvieron bañadas de oración con ellas es probable que sean bendecidas como la aventura de reedificar los muros de Jerusalén, así que selecciona y ordena su material para proyectar esta verdad sin tener que ponerlo en palabras. Él nos habla de su oración para enseñarnos de su propio ejemplo que es la oración la que cambia las cosas, y que sin oración no hay prosperidad. Evidentemente había aprendido esto en años anteriores a que abriera su libro, así que cuando las malas noticias procedentes de Jerusalén sabía que su primera tarea era, como dice el antiguo himno: “llevar todo a Dios en oración.

La vida pública de Nehemías fue el flujo, y por tanto la revelación, de su vida personal, y su vida personal como lo muestra su narrativa estuvo empapada, y formada por oración habitual de petición, en la que la devoción, la dependencia y el deseo por la gloria de Dios encontraron igual expresión. En esto él está frente a nosotros como un modelo. “oren sin cesar”: “oren en el Espíritu en todo momento”, dice Pablo (1 Ts. 5:17; Ef. 6:18). Jesús dijo a sus discípulos la parábola del juez injusto “para mostrarles que debían orar siempre” (Luc. 18:1). La vida de Nehemías enseña la misma lección. La conversación privada constante con Dios, pidiendo y adorando, es una expresión natural de un corazón regenerado y una disciplina necesaria para un líder espiritual, y el ejemplo de Nehemías en este punto debería ser indeleble en nuestra mente.

Segundo, el caminar de Nehemías con Dios implicaba solidaridad con su pueblo -los judíos, pueblo de Dios- en su pecado y necesidad. Él era un hombre de grandes dones y marcada individualidad, viviendo como empleado oficial persa, primero como copero real, luego como gobernador de provincia; esto necesariamente ponía una distancia de otros judíos exteriormente, y podría haber enfriado su pasión por el bienestar de los judíos interiormente a medida que pasaban los años. Pero en realidad su compromiso para ver reedificada Jerusalén, material y espiritualmente, nunca disminuyó. Su celo por esta causa corre por su libro, haciéndose claro en las primeras oraciones. Los viajeros de Jerusalén arribaron, y Nehemías les pregunta cómo estaba la ciudad (1:1-2). Ellos le dicen que los muros están derribados de nuevo, las puertas han sido derribadas al suelo, y la escena es de “gran problema y desgracia” para la comunidad que había regresado.

Al escuchar esto, Nehemías dedica sus horas libres por varios días haciendo duelo, en ayuno, llorando y en oración; al parecer buscando que Dios le mostrara por qué orar específicamente (un paso constantemente necesario, sea dicho, en la práctica de la intercesión) (1:3-4). “Entonces” con su mente clara al fin y su petición formada y enfocada, presenta ante Dios la petición que el Espíritu de Dios le ha ayudado a poner en orden (1:5-11). Y en esta petición su solidaridad con los judíos de Jerusalén no tiene calificativo y es completa. “Confieso los pecados de los hijos de Israel que hemos cometido contra ti; sí, yo y la casa de mi padre hemos pecado. En extremo nos hemos corrompido contra ti, y no hemos guardado los mandamientos, estatutos y preceptos que diste a Moisés tu siervo” (1:6-7). Reconoce la solidaridad (hemos, no solo han) por sabiendo que así es como Dios lo mira. Así que acepta una parte en la culpa del pueblo que ahora está siendo juzgado, y en esto, también, es un modelo para nosotros.

La solidaridad como envolvimiento comunal de acuerdo con la Biblia -la solidaridad de la familia, la nación y la iglesia- es algo que no entendemos bien. La cultura occidental enseña nos enseña a tratarnos como individuos aislados y disculparnos por no aceptar ser solidarios con algún grupo, especialmente cuando la solidaridad es de mala fama. John White relata una historia encantadora para ilustrar nuestra actitud.

Como estudiante de medicina una vez perdí una clase práctica sobre enfermedades venéreas. Por ello tuve que acudir a la clínica de enfermedades venéreas solo una noche en una hora cuando normalmente los estudiantes no asisten. Al entrar al edificio un enfermero a quien no conocía me encontró. Había fila de hombres esperaba el tratamiento. “Quiero ver al doctor,” dije.

“Eso es lo que todos quieren. Póngase en la línea”, contestó.

“Pero usted no entiende. Soy estudiante de medicina,” protesté.

“No hay diferencia. Usted la obtuvo de la misma manera que los demás. Póngase en la línea,” volvió a ordenar el enfermero.

Al final me las arreglé para explicarle por qué estaba allí, pero todavía puedo sentir la sensación de culpa que me impidió pararme en la línea con hombres que padecían enfermedades venéreas.”3

Nehemías, sin embargo, sabía que Dios veía a los judíos, la simiente de Abraham, como una familia, con responsabilidades colectivas y un destino colectivo, y sin dudarlo se identificó con ellos en la culpa que los había puesto bajo juicio. Jesús se condujo de manera similar cuando, como Salvador, hizo fila con pecadores y pasó por el bautismo de arrepentimiento de Juan; lo mismo debemos hacer en la iglesia. Todos tenemos mayor parte en los errores e infidelidad de la iglesia de lo que sabemos, y por tanto no debiéramos tratar esa sensación que tenemos por sus fallas como una excusa para no confesar que tenemos parte en el proceso de sus fallas. Tampoco es para que demos la espalda a la iglesia con impaciencia, como los trabajadores “paraeclesiásticos”, así llamados, a veces hacen, pero orar y trabajar por su renovación, manteniendo eso como nuestro principal enfoque de interés todo el tiempo. Esta es la mayor lección que aprender de nuestro encuentro con Nehemías.

Tercero, el caminar con Dios de Nehemías trajo sobriedad acerca de sus poderes. Este es un rasgo distintivo del carácter que revela la verdadera humildad y madurez delante de Dios. Ser humilde no es asunto de pretender ser indigno, pero es una forma de realismo, no sólo respecto a la maldad verdadera de los pecados y torpezas personales y la profundidad verdadera de nuestra dependencia en la gracia de Dios, pero también respecto al grado de nuestras habilidades. Los creyentes humildes saben lo que pueden hacer y lo que no pueden. Están al tanto de sus dones y de sus limitaciones, y así pueden evitar la infidelidad de dejar que los poderes que Dios les ha dado permanezcan inactivos y la necedad de echarse más trozos de los que pueden masticar. Nehemías tenía dones de liderazgo y dirección que usó hasta el límite. Su carácter práctico visionario fue un don maravilloso, que produjo resultados maravillosos. La manera en que motivaba y dirigía la construcción de los muros de Jerusalén, la repoblación de la ciudad, y la reorganización de los recursos del templo fueron verdaderamente napoleónicos. Pero cuando el programa era enseñar la Ley y el primer gesto público de obediencia renovada a Dios, Nehemías dio un paso atrás y dio a Esdras y a los levitas la función de liderazgo, interviniendo solamente en un momento de confUsión general para urgir al pueblo a celebrar en vez de llorar (8:9-10). De otra manera, se limitó a organizar las procesiones a la dedicación del muro (12:31, 38, 40). Sabía que no había sido llamado o calificado para predicar y enseñar, y no trató de usurpar estas funciones. En esto se mostró humilde y maduro y reveló un realismo acerca de sus dones y responsabilidades que haríamos bien en codiciar para nosotros.

Aquí están, entonces, las tres lecciones fundamentales que podemos aprender del servicio de Nehemías a Dios antes de que pasemos a estudiar las formas que tomó su servicio.

2

Llamado a servir

Éstas son las palabras de Nehemías hijo de Jacalías:

En el mes de quisleu del año veinte, estando yo en la ciudadela de Susa, llegó Jananí, uno de mis hermanos, junto con algunos hombres de Judá. Entonces les pregunté por el resto de los judíos que se habían librado del destierro, y por Jerusalén.

Ellos me respondieron: «Los que se libraron del destierro y se quedaron en la provincia están enfrentando una gran calamidad y humillación. La muralla de Jerusalén sigue derribada, con sus puertas consumidas por el fuego.»

Al escuchar esto, me senté a llorar; hice duelo por algunos días, ayuné y oré al Dios del cielo. Le dije:

«SEÑOR, Dios del cielo, grande y temible, que cumples el pacto y eres fiel con los que te aman y obedecen tus mandamientos, te suplico que me prestes atención, que fijes tus ojos en este siervo tuyo que día y noche ora en favor de tu pueblo Israel. Confieso que los israelitas, entre los cuales estamos incluidos mi familia y yo, hemos pecado contra ti. Te hemos ofendido y nos hemos corrompido mucho; hemos desobedecido los mandamientos, preceptos y decretos que tú mismo diste a tu siervo Moisés.

»Recuerda, te suplico, lo que le dijiste a tu siervo Moisés: “Si ustedes pecan, yo los dispersaré entre las naciones: pero si se vuelven a mí, y obedecen y ponen en práctica mis mandamientos, aunque hayan sido llevados al lugar más apartado del mundo los recogeré y los haré volver al lugar donde he decidido habitar. ”

»Ellos son tus siervos y tu pueblo al cual redimiste con gran despliegue de fuerza y poder. SEÑOR., te suplico que escuches nuestra oración, pues somos tus siervos y nos complacemos en honrar tu nombre. Y te pido que a este siervo tuyo le concedas tener éxito y ganarse el favor del rey.»

En aquel tiempo yo era copero del rey.

Un día, en el mes de nisán del año veinte del reinado de Artajerjes, al ofrecerle vino al rey, como él nunca antes me había visto triste, me preguntó:

—¿Por qué estás triste? No me parece que estés enfermo, así que debe haber algo que te está causando dolor.

Yo sentí mucho miedo y le respondí:

—¡Qué viva Su Majestad para siempre! ¿Cómo no he de estar triste, si la ciudad donde están los sepulcros de mis padres se halla en ruinas, con sus puertas consumidas por el fuego?

—¿Qué quieres que haga? —replicó el rey.

Encomendándome al Dios del cielo, le respondí:

—Si a Su Majestad le parece bien, y si este siervo suyo es digno de su favor, le ruego que me envíe a Judá para reedificar la ciudad donde están los sepulcros de mis padres.

—¿Cuánto durará tu viaje? ¿Cuándo regresarás? —me preguntó el rey, que tenía a la reina sentada a su lado.

En cuanto le propuse un plazo, el rey aceptó enviarme. Entonces añadí:

—Si a Su Majestad le parece bien, le ruego que envíe cartas a los gobernadores del oeste del río Éufrates para que me den vía libre y yo pueda llegar a Judá; y por favor ordene a su guardabosques Asaf que me dé madera para reparar las puertas de la ciudadela del templo, la muralla de la ciudad y la casa donde he de vivir.

El rey accedió a mi petición, porque Dios estaba actuando a mi favor.

(Nehemías 1:1-2:8)

Nos movemos ahora más cerca de la historia de Nehemías de cómo Dios lo guió a convertirse en el reedificador de Jerusalén. Este es un ejemplo clásico de cómo Dios dirige a sus siervos, hoy como ayer, a tareas de ministerio que tiene en mente para ellos. Observamos antes que algunos aspectos del orden de cosas en el Nuevo Testamento contrastan con sus antecedentes en el Antiguo Testamento, pero aquí sólo hay continuidad. La manera actual de Dios para hacernos conscientes de la función que quiere que desempeñemos en su reino es esencialmente la misma que vemos en la narración de Nehemías. Es apropiado, por tanto, introducir la historia estableciendo el marco cristiano en el que debemos encajarla al leerla hoy.

Un llamado doble

El Nuevo Testamento enseña que todo cristiano tiene un llamado doble. Primero, Dios nos llama a cada uno individualmente a creer y servir. El primer llamado, llamado así porque la invitación del evangelio de volverse del pecado y confiar en Cristo para vida eterna está en su centro, es en realidad una obra de poder por la cual Dios nos trae a la fe mediante la acción del Espíritu Santo en iluminarnos mediante el evangelio y moviéndonos a una respuesta. El capítulo X de la Confesión de Westminster, titulado “Del llamamiento eficaz”, se enfoca en esta acción divina de manera bastante comprensiva:

Todos aquellos a quienes Dios ha predestinado para vida... Él se complace... en llamar eficazmente, por su Palabra y por su Espíritu, fuera del estado del pecado y de la muerte, en el cual están por naturaleza, a la gracia y salvación por Jesucristo; iluminando sus mentes espiritualmente y salvíficamente para entender las cosas de Dios, quitando su corazón de piedra, y dándoles un corazón de carne, renovando sus voluntades y, por su poder maravilloso, determinarlos por lo que es bueno, y atraerlos eficazmente a Jesucristo; con todo eso, al venir libremente, haciendo estar dispuestos por su gracia.1

Cuando Pablo se dirigió a los cristianos de Roma como “a quienes Jesucristo ha llamado... a ser santos” (Rom. 1:6-7; cp. 8:28; 1 Cor. 1:2), se refería a esta obra de Dios, y regularmente utiliza el verbo “llamar” con Dios como sujeto para querer decir “traer a la fe” (vea Rom. 8:30; 1 Cor. 1:9, 26; 7:20, 24; Gál. 1:6, 15; Ef. 4:4; 1 Ts. 2:12; 2 Tim. 1:9; vea también Heb. 9:15; 1 P 2:9; 2 P 1:10). En su adoración personal a Dios, confesión de pecado, confianza en las promesas de Dios, obediencia a la Palabra de Dios, y búsqueda de la gloria de Dios, Nehemías modela para nosotros de la manera más sorprendente conocida como ser “llamado” por Dios en su primer sentido. Él es un hombre impresionantemente vivo para Dios; no hay la más mínima duda acerca de ello.

El segundo llamado es notificación a la tarea. Pablo habla de esto cuando se presenta a sí mismo ante los cristianos de Roma como “Pablo. llamado a ser apóstol” (vea Rom. 12:4-6; 1 Cor. 12:7-11; Ef. 4:7-16). Esta es una línea de enseñanza que se ha vuelto muy familiar, correctamente, en años recientes: todos los cristianos participan en el ministerio cristiano, en el sentido de ser llamados a buscar y cumplir el papel de servicio para el cual Dios los ha equipado. Los dones se dieron para ser utilizados, y una capacidad para ministrar en una manera particular constituye un llamado prima facie a ese ministerio particular. Así fue con Nehemías, como veremos.

¿Pero cómo encuentra uno su propio ministerio una vez que ha encontrado al Señor? ¿Cómo nos guía Dios a la función específica para la cual nos ha dotado? Hay cuatro factores que ordinariamente se conjugan en este proceso.

Primero, el factor bíblico. Este da dirección en sentido general, poniendo ante nosotros metas y directrices y una escala de valores para moldear nuestra vida. La Biblia nos dice en términos generales lo que es digno de hacerse y lo que no, la clase de acciones que Dios anima, y las que prohíbe, y qué cosas deben hacerse al servir a las necesidades de los santos y pecadores. De esta manera nos dice: es dentro de estos límites, en la búsqueda de metas, en obediencia a estas prioridades, que encontrarás tu ministerio. El factor bíblico es básico, en el sentido que Dios nunca a transgredir ningún límite bíblico, y si creemos que estamos siendo dirigidos de esa manera necesitamos que alguien con la Biblia en la mano nos diga que estamos engañados.

Luego, segundo, está el factor neumático. Por esto quiero decir los deseos dados por Dios por un corazón renovado, más cualquier codazo que el Espíritu Santo pueda dar o cualquier carga de preocupación que pueda imponer por encima de los deseos generales. Vemos todos estos elementos en la historia de Nehemías: el deseo dominante por la gloria de Dios en Jerusalén que lo guió a preguntar cómo estaban las cosas en la ciudad (1:2), la carga de un interés específico que lo condujo a llorar, ayunar y orar por su restauración (1:4-11), y “lo que mi Dios puso en mi corazón hacer a favor de Jerusalén” (2:12). En otras palabras, el codazo del Espíritu Santo.

Aquí alcanzamos una área donde es fácil engañarse y seguido se cometen errores, pero sería un error menospreciar la apertura al Espíritu Santo en ese sentido. Los cristianos varían, en esta como en cualquier época anterior, acerca de cuánto de estos codazos experimentan (y no puede darse razón segura para la variación, excepto la voluntad de Dios); pero sería perverso para los que saben más de ello tratar como no espirituales a los que confiesan saber menos de ello, o para los que saben menos tratar como engañados a quienes afirman saber más de ello. El ejemplo clásico del Espíritu impresionando fue en el segundo viaje misionero de Pablo, cuando los misioneros “Atravesaron la región de Frigia y Galacia, ya que el Espíritu Santo les había impedido que predicaran la palabra en la provincia de Misia, intentaron pasar a Bitinia, pero el Espíritu de Jesús no se lo permitió. Entonces... bajaron a Troas” el puerto de Grecia, el Espíritu los había mantenido viajando al Occidente en el camino de Troas (Hechos 16:6-8). Luego viene la visión de Pablo del varón macedonio pidiendo ayuda, y el plan de Dios se hace evidente: “En seguida nos preparamos para partir hacia Macedonia, convencidos de que Dios nos había llamado a anunciar el evangelio a los macedonios” (v. 10). Tal vez no seamos guiados con mucha frecuencia por esta clase de codazos interiores: creo que pocos de nosotros lo somos; pero desanimar a los cristianos a no estar abiertos a ello, como a veces se ha hecho, es radicalmente contristar al Espíritu.

En tercer lugar viene el factor cuerpo: es decir, la disciplina de someter esa dirección al ministerio al creer que hemos recibido para una sección específica de la comunión cristiana; es decir, el cuerpo de Cristo en su manifestación local. La razón de esto es que no debemos confiar en nuestro juicio de si encajamos o somos capaces para las funciones ministeriales que nos atraen. Como veremos, hay una amplia indicación en nuestra historia que Nehemías fue cuidadoso para consultar a otros cuando la idea de que podía ser el hombre para reedificar Jerusalén comenzaron a formarse en su mente.

En la universidad de teología donde enseñé en Inglaterra antes de ir a vivir a Canadá, me tocó entrevistar docenas de hombres que creyeron haber sido llamados a ser pastores. Una de mis tareas en las entrevistas era tratar de evaluar si su creencia iba de acuerdo con su temperamento, carácter moral, y dones que la función requiere. No era el único que llevaba a cabo esta evaluación; otros miembros de la facultad también los entrevistaban, y nos reuníamos para intercambiar opiniones después que salían. Además, la denominación a la que servíamos les exigía conseguir testimonio de su potencial para el ministerio de sus propios pastores y asistir a una conferencia de selección en la que un panel representativo de selectores los evaluaba como lo habíamos hecho. Todo esto era poner a trabajar el factor cuerpo en la toma de una decisión vocacional. Los juicios personales deben ser juzgados y verificados por otros. Cuando Dios llama, Él equipa; cuando falta el equipamiento, y el potencial para desempeñar la función simplemente no está allí, el llamado de Dios no es lo que el candidato tiene en mente, sino algo más. Y es dentro del cuerpo que el verdadero llamado de cada persona será discernido.

También puede funcionar de la otra manera. Tal vez las personas capacitadas para ser pastores, o algún otro ministerio, no se den cuenta de ello y necesita que se les diga puesto que Dios los ha enriquecido de manera tan obvia con un don particular o un conjunto de dones, deben abrirse a la certeza de que Dios tiene un ministerio para ellos que corresponde con sus dones y deben permitir que otros dentro del cuerpo -pastores, compañeros o alguien más- les sugiera cuál puede ser el ministerio. Esto, también, es auténtica vida del cuerpo en relación con el llamado de Dios a servir.

El cuarto factor es el de la oportunidad. Si el Dios de providencia está llamando a alguien a un ministerio particular, Él tomará control de la situación de esa persona para que pueda entrar a ese ministerio. Si las circunstancias hacen que eso sea imposible, la conclusión correcta es que aunque Dios tiene un ministerio para esta persona, no era lo que originalmente se pensó, por la forma en que la puerta de las circunstancias se ha cerrado. Como veremos, la confirmación final de que Dios quería a Nehemías en Jerusalén, organizando la reconstrucción, fue que en una manera bastante impredecible se le concedió la oportunidad de ir.

Un llamado claro

Veamos ahora directamente el llamado de Nehemías. Contra el trasfondo que se acaba de llenar, quiero señalar cinco asuntos importantes que se combinaron para guiar a Nehemías de su trabajo rutinario en el palacio a los peligros de ser el gobernador, el edificador, el motivador, el organizador de acontecimientos, y el líder espiritual de Jerusalén; un papel agotador que difícilmente habría podido sostener si no hubiera sido sostenido por una fuerte sensación de que Dios lo había enviado a cumplirlo y era sostenido por Él mientras él lo cumplía.

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9781646911158
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