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4. Antecedentes de los nuevos cines en América Latina

Los factores mencionados no son los únicos que crean las condiciones favorables al cambio; existen asimismo otros muy importantes que tienen que ver con la aparición de una generación de cineastas jóvenes, con los procesos políticos que se viven en la región y el mundo, con la influencia de lo que ocurre en otras cinematografías, tanto en Estados Unidos como en países de Europa y, en menor medida, de Asia y África, y también con procesos culturales que se viven en todos o, de manera particular, en algunos países. Estos grandes temas serán tratados con cierta amplitud más adelante. Lo que a continuación reseñaremos son los antecedentes de las nuevas actitudes o miradas frente al cine en el interior de las industrias latinoamericanas o en sus márgenes.

Cabe señalar que hacia fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta hay una perspectiva fuertemente crítica del pasado fílmico, casi un rechazo o una negación a lo hecho antes, con algunas excepciones. Aquí se repite un poco, mutatis mutandis, lo que podemos comprobar en los años cincuenta con el grupo de la revista Cahiers du Cinema, más tarde el cogollo de la nouvelle vague francesa, y con otros grupos o individualidades de los movimientos renovadores de otras partes, como el claro distanciamiento frente al cine hecho antes, llamado en Francia el “cine de papá”.

Pero así como la nouvelle vague reivindicó algunos nombres, algunos “padres”, también eso ocurrió, aunque en menor medida, en el ámbito latinoamericano. En México, por ejemplo, hay una figura ahora indiscutida, pero que durante los quince años de su actividad regular en esa nación no tuvo el reconocimiento que alcanzará más adelante: Luis Buñuel. En efecto, el español afincado en México empieza a lograr una aprobación cada vez mayor a partir de sus últimos largometrajes mexicanos, Nazarín y El ángel exterminador, y, en medio de los dos, el español Viridiana, Palma de Oro del Festival de Cannes de 1961. Antes solo Los olvidados había concitado la casi unanimidad en el balance de las opiniones y comentarios favorables.

Una mayor atención a la obra mexicana de Buñuel por parte de la nueva crítica de ese país, así como de algunos de los futuros realizadores, rescata de manera entusiasta el talento de un autor capaz de extraer de argumentos más o menos convencionales, personajes, situaciones, detalles o atmósferas que alcanzan una capacidad inquietante o perturbadora, irónica o irrisoria, fantástica u onírica. Se descubre o redescubre la dimensión de extrañamiento que suscitan películas como Él, Ensayo de un crimen (La vida criminal de Archibaldo de la Cruz), Subida al cielo, Susana, El bruto, Don Quintín, el amargao, entre otras. Buñuel pasa a ser, sin discusión, el gran autor del cine mexicano, entendiendo la autoría como esa disposición o capacidad para personalizar las películas con motivos propios y un estilo distinguible, en este caso dentro de un trabajo creativo de equipo y en el interior de una maquinaria industrial.

Además de Buñuel, algunas películas, más que realizadores propiamente, aparecen como antecedentes de las nuevas posiciones. Varias de ellas se asocian al documental o a los modos de la ficción que se nutren de referencias documentales o de las marcas del realismo, como el que inspiran las obras del neorrealismo italiano, y también de ese realismo social español que representa, por ejemplo, Surcos, de Nieves Conde. En la producción mexicana, Redes, de Emilio Gómez Muriel y Fred Zinnemann; Raíces, de Benito Alazraki; Torero, del español afincado en México Carlos Velo, son algunos de esos títulos —digamos— precursores. Como lo es también la nueva novela mexicana, la que ejemplifica Juan Rulfo, que tendrá una influencia muy ostensible en esa primera promoción del nuevo cine mexicano que vendrá luego, como la encontramos también en el cine argentino de comienzos de los sesenta en relación con algunos de sus narradores contemporáneos. Más que en otras partes, en México también ejercen una influencia las artes plásticas: no por nada el prestigio artístico del México del siglo XX provino en primer lugar de sus famosos muralistas. Pero no son ellos los que ejercen esa influencia directa, sino más bien pintores contemporáneos de los cineastas como José Luis Cuevas o Vicente Rojo.

En Argentina hay dos nombres que preceden la aparición de la generación que apunta al cambio. Ellos son Leopoldo Torre Nilsson y Fernando Ayala, realizadores que —como Buñuel en México— trabajan en la industria, pero con propuestas expresivas más personales. Torre Nilsson, especialmente, es la figura autoral más notoria del cine del país del sur en las décadas del cincuenta y sesenta, y sus fricciones con la censura, más una clara proyección a los festivales internacionales y la difusión, al menos parcial de su obra, le dan una notoriedad más allá de las fronteras de su país que no tuvo ningún otro director argentino de su época. Torre Nilsson encarna, entonces, una independencia creadora que funciona como un referente en la actitud que inspira las producciones de los cineastas jóvenes a inicios de los sesenta. Hay, además, diversas cintas argentinas cuya temática social está dominada por el realismo, que se pueden reconocer como antecedentes: desde Prisioneros de la tierra, de Mario Soffici, hasta Las aguas bajan turbias, de Hugo del Carril; desde Apenas un delincuente, de Hugo Fregonese, hasta La patota, de Daniel Tinayre; desde Pelota de trapo, de Leopoldo Torres Ríos, hasta El secuestrador, de Leopoldo Torre Nilsson, hijo de Torres Ríos.

Cierto, es un realismo reconstruido parcialmente en los estudios y con actores profesionales conocidos, pero hay incursiones en escenarios naturales, capitalinos, provincianos o campestres, un registro más seco y una voluntad testimonial. Por otra parte, y fuera de esa tradición, igual que en México la narrativa que se despliega en esos años es también una fuente de influencia. Por ejemplo, los textos de Beatriz Guido o los relatos de Julio Cortázar.

En Brasil hay un antecedente cercano que tiene la particularidad de integrarse al cinema novo, el realizador Nelson Pereira dos Santos. Pereira filmó en 1956 y 1957 las dos primeras partes de una trilogía que no pudo culminar, Río, 40 grados y Río, zona norte. Casi una variación de los títulos emblemáticos del neorrealismo italiano (Roma, ciudad abierta, Alemania, año cero, Roma, hora 11), esos filmes, tributarios del neorrealismo cuya incidencia en los nuevos cines trataremos más adelante, produjeron una cierta conmoción entre los espectadores jóvenes habituados a un espectáculo más apegado al exotismo o al carácter pintoresco de ciudades, lugares y personajes. Ya en los años sesenta, Pereira dos Santos dirigirá una de las películas de bandera del cinema novo: Vidas secas, basada en una obra del escritor Graciliano Ramos, una de las figuras literarias de referencia en el nuevo movimiento.

Hay otro nombre, anterior, que se rescatará de una tradición muy cuestionada, como se puede leer en el libro Revisión crítica del cine brasileño, de Glauber Rocha, el cineasta de proa del cinema novo. Es el de Humberto Mauro, nacido en Minas Gerais e iniciado en el periodo silente, cuyas películas Brasa dormida, Sangue mineiro y Ganga bruta pasan a ser parte de ese acervo creativo del que se nutren los cineastas del cinema novo (Rocha 1971: 27-39).

En otras partes, incluida Cuba, no hay antecedentes locales rescatables por los realizadores de esos países, aunque en el caso cubano la negación oficial de todo lo hecho antes impidió una evaluación más ecuánime de la historia fílmica prerrevolucionaria, y solo el mediometraje El mégano (1956), codirigido por Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez Alea, fue reivindicado como precursor de lo que se hará a partir de 1959. En Bolivia la obra del documentalista Jorge Ruiz opera como una referencia significativa, aunque no tenga el peso que algunos autores alcanzan en otros países. A tener en cuenta que, salvo en México y Argentina (y parcialmente en Brasil), donde hay una continuidad histórica, en los otros países el cine avanza de manera intermitente, accidentada y discontinua, y en ese proceso lo anterior se olvida, se ignora o, simplemente, no existe más o existe como una mera referencia “de papel”, es decir, solo consignada en libros o revistas. No era ese el caso de Jorge Ruiz, pues siguió haciendo cine en la década del sesenta, aunque no dentro de los moldes de lo que se consideró el nuevo cine.

5. Una nueva generación de cineastas

Hasta la década del cincuenta, la mayor parte de los realizadores hizo carrera en las industrias de sus países, desde funciones complementarias y ayudantías hasta acceder finalmente a la dirección, sin haber pasado antes por la universidad o las escuelas profesionales, que, además, prácticamente no existían. Después de la guerra, hay un número creciente de jóvenes con vocación de cineastas que se forman en escuelas y, como en América Latina no había en ese entonces ninguna que pudiera llamarse tal, los que sienten el llamado de la vocación optan por hacerlo en Europa y, en menor medida, en Estados Unidos. Son varios los futuros directores de los años sesenta que siguen estudios en Europa en la década del cincuenta o en los mismos sesenta. En el Centro Sperimentale di Cinematografia, de Roma, los cubanos Tomás Gutiérrez Alea, Julio García Espinosa, Néstor Almendros, el argentino Fernando Birri, los brasileños Gustavo Dahl, Paulo Cesar Saraceni, Trigueirinho Netto y Luís Sérgio Person, los venezolanos Enver e Ivork Cordido, el chileno Héctor Ríos, y ellos son solo los nombres de mayor prominencia posterior.

En el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos de París (Idhec) encontramos a los brasileños Ruy Guerra (de origen mozambicano) y Eduardo Coutinho, los venezolanos Margot Benacerraf, Carlos Rebolledo, Fina Torres y Luis Armando Roche, el colombiano Francisco Norden, los mexicanos Felipe Cazals y Paul Leduc, el argentino Humberto Ríos. En otras escuelas europeas se forman la colombiana Marta Rodríguez, el hispano-colombiano José María Arzuaga, el chileno Patricio Guzmán, entre algunos más, considerando siempre los nombres más representativos, pues la cantidad es mayor y continúa en las décadas siguientes.

Que la mayor parte de los que activan el nuevo cine que se hace en el continente desde fines de los años cincuenta y durante las dos décadas siguientes provengan de escuelas europeas explica en parte la adhesión o la simpatía por estilos como los que propicia el neorrealismo en Italia o la nouvelle vague en Francia, o géneros como el documental, que se ven favorecidos a fines de los cincuenta por la aparición de nuevas cámaras, la mayor disposición al manejo manual de ellas, etcétera.

En 1956 se crea el Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral de Santa Fe (Argentina), dirigido por Fernando Birri, un centro de formación tributario de las propuestas del neorrealismo y del género documental. En Chile aparece el Instituto Fílmico de la Universidad Católica de Santiago en 1955, y la Universidad de Chile crea un departamento de cinematografía, dirigido por el documentalista Sergio Bravo, en 1960. Más adelante, en 1963, la UNAM abre el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, que se mantiene hasta la actualidad como uno de los centros de formación fílmica más solventes de la región. Por esas escuelas pasarán otras figuras de esa generación que propician cambios.

Asimismo tienen un rol relevante en mayor o menor medida los cineclubes, las cinematecas, las revistas de cine y algunos críticos. Por ejemplo, en México la revista Nuevo Cine, en la que participan el crítico Emilio García Riera y los realizadores Manuel Michel, Eduardo Lizalde y Jomi García Ascot, promueve a inicios de los sesenta una renovación del cine de su país, y en ella se encuentra el origen de En el balcón vacío, un filme de García Ascot de carácter independiente, inusual en el panorama del cine de México. En Brasil los críticos Paulo Emílio Sales Gomes y Alex Viany (este también realizador) son dos de los promotores de un cine despojado de los atuendos tradicionales del cine de género. Otro tanto ocurre en Cuba en los años cincuenta a través de la Cinemateca y de la sociedad Nuestro Tiempo, en las que participan varios de los futuros cineastas de la revolución8.

Es decir, se va construyendo una nueva manera de ver el cine. Antes los cineastas, que podían tener incluso un soporte intelectual propio, eran hombres de la industria y concebían el cine como un medio de comunicación dirigido a satisfacer las expectativas del público. No dejó de hacer eso Buñuel o el propio Torre Nilsson. Cierto, Buñuel supo activar su propia poética dentro de los entresijos del relato de género. No fue más allá porque los productores no se lo hubiesen permitido. Por su parte, Torre Nilsson apuntó a un público de clase media muy extendido en el país y capaz de sostener una línea de producción que en otras partes, y en el propio México, hubiese sido seguramente insostenible. Pero no se arriesgó demasiado, ni tampoco le interesó hacerlo, en formulaciones estéticas que pudiesen poner en dificultades la comunicación. Torre Nilsson era un hombre de la industria, hijo de un realizador de la etapa del auge de la cinematografía porteña y forjado desde chico en las tareas fílmicas.

En cambio, los que llegan a la industria o a la actividad fílmica en países sin industria serán desde fines de los cincuenta titulados en escuelas o gente que proviene de la crítica y del cineclubismo, y que establecen una relación distinta con la industria y con el cine que tienen en mente. No es el caso de la totalidad, por supuesto, sino de los que promoverán la idea y la práctica de un cine diferente, que acentúa la función social, la libertad de expresión creativa o las banderas de la autoría.

De ese fermento se nutre la mayor parte de los que constituyen la punta de lanza de los cambios que insurgen en los años sesenta. Buena parte de los jóvenes que forman el movimiento del cinema novo proviene del cineclubismo y en una cierta medida también de la crítica en una etapa en la que ser crítico y ser cineclubista eran las dos caras de la misma moneda. Estamos, entonces, ante una generación “extendida” (porque entre ellos podía haber diferencias de diez o más años de edad) que se confrontará con la realización fílmica a partir de una capacitación profesional previa o de una formación especializada por la práctica de ver cine con ojos analíticos. Una generación con un concepto claro de lo que quería hacer y que se distancia de la mayor parte de los referentes tradicionales de sus propias industrias o prácticas cinematográficas y que apunta a una expresión distinta. Una generación, por último, que en consonancia con los cambios cinematográficos que se operan en otras latitudes y con el contexto político-social que se vive en sus países y en la región, promueve una ruptura con el pasado y el inicio de una nueva etapa.

6. Los nuevos cines en el mundo

La segunda mitad de los años cincuenta es el marco en el cual empiezan a florecer diversos movimientos renovadores en el interior de cinematografías consolidadas o en sus áreas periféricas, sobre todo en el continente europeo. El neorrealismo italiano había propiciado después de 1945 una manera distinta de acercarse a la realidad exterior y había convertido el testimonio social en una aspiración privilegiada. En ese influjo, al que se suman otros más, tradiciones y circunstancias locales y el deseo de mayores cuotas de libertad, aparece un grupo de películas polacas, entre las que sobresalen las que dirige Andrzej Wajda (Generación, La patrulla de la muerte, Cenizas y diamantes) y, más adelante, en el borde del inicio de la nueva década, las obras iniciales del free cinema británico y las de la nouvelle vague.

No son las únicas, pues junto a las anteriores, y ya a comienzos de los años sesenta, en Italia surge una nueva generación con el poeta Pier Paolo Pasolini y los jóvenes Bernardo Bertolucci y Marco Bellocchio, entre otros, que perfila nuevos modos de encarar la creación. En Checoslovaquia se va gestando una corriente contestataria que caracterizará el periodo de la llamada Primavera de Praga, cuando el presidente Alexander Dubĉek promueve un modelo de “socialismo con rostro humano”. En esa misma década, en España, Alemania y Suiza hay novedades que configurarán corrientes como el Nuevo Cine Español, la Escuela de Barcelona, los nuevos cines alemán y suizo. Al otro lado del Atlántico, en Nueva York y en Montreal, aparecen corrientes alternativas de signo contrario a las tradiciones fílmicas de sus países9.

Casi todos estos movimientos suponen un cuestionamiento del orden industrial hegemónico y sus modelos expresivos. Preconizan un cine de autor, en el que la subjetividad del creador o el compromiso social reemplace a los imperativos económicos y a las demandas del mercado, sin que todos ellos hagan tabla rasa de la existencia del público de las salas comerciales, ineludible audiencia de los que harán películas dirigidas a esas salas. Pero es un tiempo de “pulseo” en el que se suceden las películas con un fuerte componente “experimental” o, al menos, con propuestas distintas a las precedentes o simultáneas en sus respectivas cinematografías, pues la aparición de estas corrientes no termina ni mucho menos con las líneas de una producción “tradicional”, aun cuando inevitablemente la afecta, como ocurre de manera especial en Francia, donde el remezón que produce la nueva generación obliga a un cierto replanteamiento de las políticas de producción de las empresas locales y una “modernización” parcial de motivos argumentales y rasgos de estilo.

Por cierto, hay diferencias muy claras entre cada movimiento e, incluso, dentro de ellos. Pero tienen en común un espíritu similar que se sacude de las formulaciones canónicas, que apela a distintos tipos de ruptura (del encadenamiento del relato, de la modulación del registro interpretativo, del empleo de la cámara, del ritmo, del acompañamiento musical…) y que muestra situaciones o imágenes antes ausentes o tratadas de otra manera.

También en el Oriente se producen cambios. Una generación joven irrumpe en el panorama de la poderosa cinematografía japonesa, con nombres que luego han tenido un peso considerable como los de Nagisa Ōshima, Shōhei Imamura, Hiroshi Teshigahara, entre otros. En la India, el bengalí Satyajit Ray es una figura precursora de una posición minoritaria, pero relevante de cara a Occidente, frente al gigantesco volumen de producciones salidas sobre todo de los estudios de Bombay, del llamado Bollywood. Egipto, la potencia cinematográfica del mundo árabe, no es ajena a los cambios, que en el terreno político se expresan en la figura de Gamal Abdel Nasser. Un realizador como Youssef Chahine sobresale en la búsqueda de una expresión personal no desligada de las tradiciones genéricas de esa cinematografía, pero sí claramente diferenciada10.

En el continente africano, especialmente en algunas antiguas colonias francesas, sin industrias fílmicas locales, como en Senegal, aparecen también propuestas innovadoras, como las que representa Ousmane Sembène. El influjo del documentalista francés Jean Rouch es notorio en esos países, y no solo en la producción documental, sino también en las ficciones que suelen alimentarse de acontecimientos contemporáneos o del pasado histórico, sobre todo el que está ligado a la dominación colonial.

De todos esos movimientos, sin duda el más influyente es la nouvelle vague11, no solo a nivel de su país, sino también a escala internacional. Incluso varios de los realizadores que diez años más tarde contribuyen a transformar el cine estadounidense (desde Arthur Penn hasta Martin Scorsese, Peter Bogdanovich y Brian de Palma) reconocen el efecto que tuvo en ellos el descubrimiento de películas como Los 400 golpes y Una mujer para dos, de François Truffaut; Sin aliento y Una mujer es una mujer, de Jean-Luc Godard; Los primos y El bello Sergio, de Claude Chabrol.

Así como una mayor libertad en el acercamiento a temas como las relaciones de pareja, la conducta individual, las manifestaciones del deseo erótico y tanático, la nouvelle vague propicia una reelaboración de la escritura clásica, una disponibilidad para alterar las reglas tradicionales en el uso de la iluminación, del montaje y de la propia dirección de actores. Las rupturas de la continuidad, el aire de espontaneidad, el tono que a veces roza el documental están presentes en la búsqueda de estilos renovadores.

Asimismo, hay que destacar el nuevo curso que el documental asume en estos años. Con la aparición de cámaras más livianas, grabadoras sincronizadas que permiten registrar el sonido de manera simultánea, película de mayor sensibilidad a la luz y utilización de la llamada iluminación disponible (la que está en el ambiente), sin necesidad de focos y reflectores adicionales, se articulan corrientes documentales en Francia (el cinéma vérité, de Jean Rouch y Edgar Morin), Estados Unidos (el cine directo que representan Richard Leacock, D. A. Pennebaker, Robert Drew y los hermanos Albert y David Maysles), el Quebec canadiense (Pierre Perrault, Michel Brault, Claude Jutra…) y en otras partes. Estas corrientes documentales se orientan al registro etnográfico o sociológico, a la encuesta y al reportaje, y sus procedimientos técnicos y expresivos son incorporados por las ficciones de la nouvelle vague y de otros movimientos, lo que asimismo se reproducirá parcialmente en América Latina, que ve el resurgimiento del documental en los años sesenta y la implantación de formulaciones expresivas derivadas del cinéma vérité y de la nouvelle vague.

Otra manifestación propia de la segunda mitad de los años cincuenta y los primeros años sesenta es la acentuación de lo que se conoce como el cine de la modernidad, que en realidad cubre las expresiones de las “nuevas olas”, pero también el aporte de individualidades ajenas a cualquier movimiento y que provenían de los cuadros de las propias industrias de sus respectivos países, aunque con características más personales, como los italianos Michelangelo Antonioni y Federico Fellini, el francés Robert Bresson y el sueco Ingmar Bergman. Se trata de autores irreductibles a patrones genéricos o a la pertenencia a una determinada escuela o corriente. Tienen en común, sí, una radical diferenciación frente al estilo clásico, que en el caso de Bergman y Fellini se va haciendo más notoria a partir de Las fresas salvajes y La dolce vita, respectivamente. Los realizadores de la “modernidad” trasladan a la diégesis fílmica la incertidumbre, el malestar, las confusiones y las dudas existenciales de la época12. Ese, el de los nuevos movimientos y el de esos y otros autores, es el cine que la crítica destaca y los cineclubes promueven al paso de los años cincuenta a los sesenta. Ese sustrato tendrá también una clara influencia en el nuevo cine de América Latina, y podemos verlo en las películas de Glauber Rocha, en los cineastas argentinos de la Generación del Sesenta, desde David José Kohon hasta Leonardo Favio, en los filmes de Raúl Ruiz, en Memorias del subdesarrollo, y en varios otros.

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9789972453267
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