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PARTE II

FALANGE EN LA GUERRA CIVIL.

REPRESIÓN Y COMBATIENTES

Me llamarán, nos llamarán a todos.

Tú, y tú, y yo, nos turnaremos,

en tornos de cristal, ante la muerte.

Y te expondrán, nos expondremos todos

a ser trizados ¡zas! Por una bala.

Bien lo sabéis. Vendrán

por ti, por mí, por todos.

Y también

por ti

Aquí no se salva ni Dios, lo asesinaron.

Escrito está. Tu nombre está ya listo,

temblando en un papel. Aquél que dice:

Abel, Abel, Abel... o yo, tú, él...

BLAS DE OTERO (1955)

II. LA REPRESIÓN EN LA GUIPÚZCOA Y VIZCAYA REPUBLICANAS (JULIO DE 1936-JUNIO DE 1937)

Con el inicio de la Guerra Civil el territorio del País Vasco quedó dividido entre los dos bandos contendientes. Álava quedó en manos sublevadas a excepción de las localidades de la cuadrilla de Ayala (Aguirregabiria y Tabernilla, 2006: 26). Vizcaya y Guipúzcoa se mantuvieron leales a la República aunque en circunstancias distintas: mientras que en Vizcaya ni siquiera se llegó a producir la rebelión gracias a la reacción del gobernador Echevarría Novoa (Azcona y Lezamiz, 2013: 95-116), en Guipúzcoa la situación fue más incierta, con unos militares conjurados a los que faltó coordinación, lo que dio tiempo a que las organizaciones obreras se armasen y se originara un combate de diez días hasta que finalmente los rebeldes, atrincherados en los Cuarteles de Loyola, hubieron de rendirse (Barruso, 1996: 71-110).

A raíz del fracaso de los sublevados en las provincias costeras vascas se inició un proceso de persecución contra los elementos que habían apoyado la rebelión militar que pronto se extendió hacia el resto de ciudadanos de derechas, sospechosos de su rechazo a la República. Pese a que el repertorio represivo desplegado por los republicanos fue más amplio, vamos a centrarnos en la represión física. De acuerdo con la clasificación que realizó Pedro Barruso y que ha gozado de un cierto consenso historiográfico, la violencia republicana se ha explicado a partir de tres tipologías: la violencia espontánea, la violencia revolucionaria y la justicia popular. El primer caso se ha definido como ejercicio violento no inducido por las autoridades en respuesta a acciones del bando contrario. La violencia revolucionaria, por su parte, se refiere a las actuaciones represivas llevadas a cabo por las autoridades que surgen del derrumbamiento de las instituciones republicanas y que tienen una justificación jurídica bastante dudosa al originarse en la subversión de la legalidad hasta entonces imperante. Por último, la justicia popular se puede entender como una versión avanzada de la justicia revolucionaria, ya que se da por medio de la institucionalización de los poderes surgidos tras el colapso de la autoridad republicana. Asimismo, con la judicialización de la represión se intentó poner freno a los desmanes de la violencia espontánea.

En el caso guipuzcoano el inicio de la Guerra Civil originó el hundimiento de las instituciones republicanas y su sustitución, en un proceso revolucionario, por diferentes juntas y comités locales y provinciales (Barruso, 2005: 113-132). Desde los primeros días se iniciaron las detenciones, incautaciones y asesinatos contra los sectores supuestamente contrarios a la República. En el periodo de dominio republicano sobre la provincia se produjeron al menos 960 detenciones (Barruso, 2005: 51-54). Los principales centros de detención fueron la prisión provincial de Ondarreta, el edificio del Kursaal y el fuerte de Guadalupe en Fuenterrabía. Fue precisamente en las cárceles, siguiendo una conducta extendida en el País Vasco, donde se produjeron los peores episodios de violencia espontánea. Pese a los esfuerzos practicados por el nacionalismo vasco, cuya implicación por salvaguardar las vidas de los prisioneros quedó patente durante su actuación, las cárceles fueron asaltadas en repetidas ocasiones produciendo los picos de mortandad más elevados. Los sucesos más graves se produjeron en los asaltos a la prisión de Ondarreta, en la saca de la cárcel de Tolosa y en los fusilamientos del fuerte de Guadalupe.

Tras su rendición el 28 de julio, los militares y civiles atrincherados en los cuarteles de Loyola fueron detenidos y llevados al palacio de la Diputación, de donde posteriormente serían conducidos a la prisión de Ondarreta por motivos de seguridad. Pese a la prevención que supuso su traslado, en la madrugada del 29 al 30 de julio un grupo de milicianos asesinó a 53 presos: 41 militares y doce civiles. La responsabilidad de este acto se encontraba en el Comisario de Guerra, el comunista Jesús Larrañaga, quien, según testimonios, ordenó la acción: «Larrañaga me dio la orden: Ir a la cárcel y fusilar a todos. Entra con tu equipo en la cárcel, ponerlos contra la pared y fusilarlos a todos» (Barruso, 2005: 60). Al día siguiente, catorce presos tradicionalistas que se encontraban detenidos en la cárcel municipal de Tolosa fueron trasladados a San Sebastián y fusilados. El origen de este hecho se encontró en el golpe de Estado a pequeña escala que dieron algunos elementos extremistas del Comité Revolucionario tolosano, que ante lo que juzgaban una actuación demasiado tibia por parte del Comité del Frente Popular local se hicieron con el poder, apoderándose de las dos únicas ametralladoras del pueblo y poniendo la cárcel bajo su autoridad.

Alguien tenía que aceptar la responsabilidad de lo que iba a suceder aquella noche, dar las órdenes precisas. Lo aceptó el presidente del Comité Revolucionario, él dio la orden y el Comité en pleno, bajo su entera responsabilidad, ejecutó el plan acordado. Aquella noche fueron ejecutados los dirigentes más caracterizados del fascismo tolosano (Barruso, 2005: 61).

Los asaltos a Ondarreta y a la cárcel de Tolosa causaron desazón entre los miembros de la Junta de Defensa y los partidos leales a la República. En Tolosa, los miembros del Comité del Frente Popular presentaron su dimisión, en San Sebastián el comisario de Orden Público, el nacionalista Telesforo Monzón, también dimitió (fue sustituido por el también nacionalista Careaga) y las organizaciones nacionalistas hicieron pública una nota de condena. A raíz de la publicación de la nota nacionalista, la Junta de Defensa también redactó un texto de repulsa hacia los desmanes violentos que, aunque suscrito por todos sus integrantes, nunca llegó a publicarse (Barruso, 2005: 62-64). Tras las dimisiones y la publicación de la nota nacionalista, los asaltos a los centros de detención se detuvieron hasta los últimos días del dominio republicano, en que reaparecieron protagonizados por milicianos en retirada, como fue el caso del fuerte de Guadalupe. Ante la toma de Irún el 4 de septiembre la guarnición que defendía el fuerte huyó dejando abandonados a los presos que allí se encontraban. Los que no huyeron fueron asesinados al día siguiente por un grupo de milicianos anarquistas en retirada.

A todos estos incidentes hay que añadir los derivados del ejercicio de la violencia revolucionaria, que en Guipúzcoa se vincularon con la actuación de la Comisaría de Guerra de la Junta de Defensa y con la del efímero Tribunal Popular de San Sebastián. La actuación de los tribunales de la Comisaría de Guerra se vio muy mediatizada por el contexto bélico, siendo la ciudad bombardeada en varias ocasiones, y se caracterizó por la dureza en las penas, sentenciando por encima de las peticiones de los fiscales. De los 18 acusados que fueron juzgados, 15 fueron condenados a muerte y ejecutados. Alfonso Vignau, único civil, fue condenado a cadena perpetua, y murió el 5 de septiembre en las sacas de Ondarreta.1 En cuanto al Tribunal Popular de San Sebastián, su actuación es bastante desconocida por el escaso periodo de ejercicio que tuvo y por la no conservación de su documentación. Para los restantes 22 presos fusilados entre los días 5 y 6 de septiembre no está claro si hubo algún tipo de proceso previo o qué órgano fue el que dictó su final (Barruso, 1996: 169-170).

En Vizcaya también fue la violencia espontánea la que mayor cantidad de óbitos produjo. Aunque en ella están incluidos los paseos y otras muertes extrajudiciales, fueron de nuevo las matanzas de presos las que sumaron el grueso de asesinados espontáneamente. A diferencia de Guipúzcoa, tras el rotundo fracaso de los planes de los conjurados no se produjo el desplome del aparato institucional republicano, fragmentado en multitud de pequeñas juntas locales o comarcales. El gobernador Echevarría Novoa tomó el control de la situación y constituyó una Comisaría General para la Defensa de la República en la que se integraron los partidos del Frente Popular y, tras una serie de dudas y debates internos, el PNV. En agosto este órgano fue sustituido por la Junta de Defensa, a la que también se sumó la CNT (Talón, 1994: 449-512). En paralelo a la reorganización del poder provincial se comenzaron a producir las primeras detenciones. El número osciló entre las 1.000 y las 2.000 (Granja, 2007: 421). Como reconoció el propio Echevarría Novoa: «el nerviosismo, y también el miedo, hacían ver a las gentes enemigos por todas partes y el número de presos iba aumentando en forma realmente alarmante».2 Ante el crecimiento de la población reclusa hubo que habilitar varios barcos prisión a partir de buques mercantes en la ría bilbaína. Durante el mes de agosto se fondeó en la dársena de Axpe el vapor Altuna Mendi y en la de Baracaldo el Cabo Quilates, al que se unió, ya en septiembre, el Arantzazu Mendi, en el que se instaló a los presos evacuados de San Sebastián el día 13. Las condiciones de vida e higiénicas en los barcos prisión eran muy deficientes, con cientos de personas hacinadas en bodegas destinadas al transporte de mercancías, sin más aire ni luz que la que entraba por los pequeños tragaluces. El trato recibido por los prisioneros también dejó mucho que desear, siendo habitualmente vejados y maltratados por sus captores. En un principio la custodia de los barcos estuvo asignada a la Guardia Civil y a milicianos que se alternaban en las tareas de vigilancia. Los primeros dispensaban un trato «amable» a los cautivos, lo que valió su sustitución en el mismo mes de agosto.3

En Vizcaya los barcos prisión fueron asaltados en dos ocasiones: el 25 de septiembre y el 2 de octubre de 1936. A estos asaltos hay que sumar las matanzas que se produjeron en las cárceles terrestres: el 25 de septiembre en Durango y el 4 de enero de 1937 en Bilbao. En los cuatro episodios se produjeron 358 muertes. Además de estos asaltos, en los barcos prisión también tuvieron lugar otra serie de fusilamientos que ocasionaron al menos otras trece víctimas mortales. La tipología de estos asaltos fue similar: ante una acción bélica de los sublevados, normalmente un bombardeo, una turba enfurecida o un grupo de milicianos se dirigía a los lugares de detención y canalizaba su impotencia y frustración por las acciones de guerra enemigas contra la población reclusa.

El 25 de septiembre una escuadra de la aviación nacional bombardeó la villa bilbaína y otras poblaciones de su entorno como Basauri. Los bombardeos fueron dos y se produjeron por la mañana y a primera hora de la tarde. En el Cabo Quilates y en el Altuna Mendi, animados desde las orillas por la población, los milicianos al cargo de la custodia fueron subiendo presos a la cubierta y fusilándolos. Según el testimonio de José Vicario Calvo, en los fusilamientos de esa tarde participaron tanto las dos guardias de los barcos (socialista y nacionalista) como las masas enaltecidas que asaltaron las embarcaciones (Azcona Pastor: 102-109). El saldo de la jornada fue de 64 asesinados: 29 en el Altuna Mendi y 35 en el Cabo Quilates. La versión oficial de los hechos, aceptada por el gobernador Echevarría Novoa, fue que los presos se habían amotinado y arrojado contra los guardias, habiendo actuado estos en defensa propia. Sin embargo, la propia investigación que practicó el gobernador desmentía estos hechos al señalar el asalto que protagonizó el gentío reunido en las márgenes de la ría. Por otra parte, ahondando en este suceso, señalaba que:

Los informes por mi recibidos fue [sic] que el propio culpable de los hechos fue el Alcalde de Baracaldo, al que sorprendió el movimiento en Africa [sic] de donde pudo huir después de presenciar las matanzas que en Melilla llevan a efecto los sublevados [...] y bajo los efectos sicológicos que había producido en su ánimo lo vivido en Africa [sic] inexplicablemente excitó a la población haciendo públicos relatos de los asesinatos por él presenciados. [...] considerando que al igual que lo hacían los sublevados había que eliminar a todos ellos.4

El propio 25 de septiembre se produjo otra matanza de presos, aunque en esta ocasión no tuvo por escenario Bilbao ni su aérea industrial, sino el interior de Vizcaya, tantas veces considerado un oasis de paz. En Durango, los tradicionalistas locales habían sido detenidos a comienzos de ese mes y conducidos al depósito municipal que hacía las veces de prisión improvisada. Esa noche, de acuerdo con la Causa General, un grupo de milicianos del batallón Rusia procedente de la retirada de Guipúzcoa practicó una saca. Asesinaron contra las tapias del cementerio a 22 personas, 21 tradicionalistas de la localidad y un donostiarra de la CEDA que había sido detenido por encontrarse indocumentado.5

Los episodios de violencia se repitieron el 2 de octubre. Ese día por la tarde arribaron a la desembocadura del Abra varios barcos de la armada republicana. La coincidencia de este hecho con la noticia del hundimiento de otro buque republicano a manos nacionales en el estrecho de Gibraltar catalizó los acontecimientos. Los marineros del buque Jaime I decidieron cobrarse venganza por el hundimiento de uno de los suyos en las personas de los detenidos bilbaínos. Desde las diez de la noche hasta altas horas de la madrugada del día siguiente se llevaron a cabo 47 asesinatos contra los presos detenidos en ambos buques prisión (Echeandía, 1945: 121-132).

Pocos días después, el 7 de octubre, se constituyó en Guernica el primer Gobierno Vasco autónomo de la historia de España. La presidencia del Gobierno Vasco recayó en la persona de José Antonio Aguirre, que entregó la Consejería de Gobernación, bajo cuyas atribuciones recaía el Orden Público, a su amigo y correligionario Telesforo Monzón, que, como ya hemos visto, había ocupado un puesto similar en la Junta de Defensa de San Sebastián (Granja: 384-387). Su paso por la Consejería no resultó más afortunado que por la Comisaría donostiarra. El recién constituido Gobierno Vasco emprendió una política de humanización de la guerra que conllevó cambios en el régimen de vida de los cautivos. En primer lugar, como precaución para salvaguardar la vida de los detenidos, se les trasladó entre octubre y noviembre a prisiones terrestres, mejor comunicadas y consideradas más seguras. Junto a la prisión provincial de Larrínaga se habilitaron otros tres centros de internamiento, todos ellos en el distrito de Begoña y no muy alejados de la prisión provincial: un albergue para indigentes, la Casa Galera; el convento de la orden carmelita El Carmelo, y el convento de los Ángeles Custodios, que fue destinado a recibir entre sus muros a los ancianos y enfermos (Talón, 1988: 220-221). El trato recibido en estos lugares por los presos, así como sus condiciones generales de vida, mejoraron ostensiblemente con respecto a los barcos prisión.6

A las tres de la tarde del 4 de enero de 1937 una escuadrilla de 22 trimotores Junker alemanes bombardearon Bilbao y algunas infraestructuras industriales de la ría del Nervión. Uno de los aviones atacantes fue derribado por la aviación republicana y dos de sus ocupantes lograron saltar en paracaídas antes de estrellarse contra el suelo. Uno de ellos fue hecho prisionero mientras que el otro, caído en un popular distrito bilbaíno, fue linchado hasta la muerte. A continuación se organizó una suerte de manifestación en la que abundaban los sujetos armados y que, con el cadáver del aviador alemán abriendo el paso, se dirigió a la Sociedad Bilbaína, sede de la Consejería de Gobernación, exigiendo la muerte de los presos. Desde uno de los balcones de la Bilbaína el consejero Monzón se dirigió a la multitud congregada a sus pies solicitando que se disolviese la manifestación y se calmasen los ánimos. La turba, en vez de escuchar las palabras del consejero, se dirigió hacia las prisiones de Begoña. La multitud se fue congregando en las inmediaciones de la prisión de Larrínaga y sobre las cinco y media de la tarde comenzó el asalto. Los guardias de la prisión del Frente Popular se negaron a disparar sobre la turba y los encargados de custodiar los rastrillos de entrada franquearon el paso de los asaltantes. El asalto se prolongó a lo largo de casi tres horas y se cerró con un saldo de 55 muertos. Al mismo tiempo que se producía la carnicería de Larrínaga, un grupo reducido se dirigió al Carmelo con la intención de asaltarlo también. Nuevamente los guardias les abrieron las puertas y pudieron acceder al interior. Los presos, alertados ya de lo que estaba ocurriendo en Larrínaga, improvisaron una defensa con la que consiguieron repeler a los atacantes el tiempo suficiente como para que decidiesen partir en busca de objetivos más fáciles. En la refriega murieron siete presos.

Ante el cariz que estaba tomando la situación, Monzón solicitó a la Consejería de Defensa que enviase fuerzas armadas al lugar y pusiese fin a lo que estaba ocurriendo. Defensa recurrió a la unidad de combate operativa más cercana de la que disponía, el 7.º batallón de la UGT Asturias, que se encontraba en los cuarteles de la Universidad de Deusto descansando de su actuación en la batalla de Villarreal. También se solicitó a la Ertzaña que enviase refuerzos. Poco después de enviar al batallón hacia las cárceles, el propio Monzón, en compañía de los consejeros de Asistencia Social Juan Gracia (PSOE) y de Obras Públicas Juan Astigarrabía (PCE) a quienes había pedido ayuda, se dirigió también hacia el lugar. El batallón Asturias a su llegada a la zona de las cárceles desplegó a su segunda compañía alrededor de los Ángeles Custodios y se unió a la matanza de presos. El mando de esta compañía, el teniente Feliciano Martínez, penetró en el recinto con un gran número de milicianos y organizó los fusilamientos. Estos no se detuvieron hasta que se personaron allí los consejeros Monzón, Astigarrabía y Gracia, que sorprendieron a los milicianos en plena matanza. Antes había llegado la Ertzaña, pero «La reacción de éstas fuerzas, o bien por la inferioridad de armamento, y por el número de Policías, fue nula». Esta fue la acción más sangrienta de las que tuvieron lugar en las cárceles bilbaínas, 109 de unos 190 presos que allí estaban detenidos fueron asesinados.7 Mientras sus compañeros daban cuenta de los presos de los Ángeles Custodios, restos de la segunda compañía del batallón Asturias se dirigieron a la Casa Galera, donde nuevamente les fue facilitado el paso, aunque en esta ocasión otro guardia abrió una puerta trasera para que los presos pudiesen escapar. A pesar de esta ayuda fueron asesinados 53 reos de 75.

Las matanzas en las cárceles bilbaínas se llevaron en total 224 vidas, lo que constituye la mayor masacre de la historia reciente de Bilbao. La ineficacia de la actuación de la Consejería de Gobernación y de su responsable Telesforo Monzón fue manifiesta: pese a las advertencias del peligro que corrían las prisiones, se tardó más de cuatro horas en poner fin a la carnicería y las fuerzas enviadas a contener a la muchedumbre o se inhibieron, como la Ertzaña, o se sumaron a los asesinatos, como el batallón Asturias. De hecho, la negligente gestión no se limitó a los momentos del asalto, sino que se prolongó durante el resto de la noche: cuidando las prisiones tras los asaltos se dejó a las mismas fuerzas del Asturias que habían protagonizado los fusilamientos, y Monzón, tras sofocar la matanza, se retiró a la Bilbaína a dormir dando orden de no ser molestado, dejando las tareas de reorganización de las prisiones a sus subalternos y a otros miembros del Gobierno Vasco.8 Juan Ajuriaguerra, presidente del EBB, pidió la dimisión de Monzón al entender que la responsabilidad política del trágico incidente era suya como máxima autoridad de Gobernación. Aguirre, enfrentándose a su partido, se negó a este extremo, en parte por la amistad que le unía al consejero y en parte porque esa circunstancia hubiese sido aprovechada por sus socios del Frente Popular para reclamar para sí la cartera, debilitando el peso del nacionalismo en el Gobierno Vasco. En un caso inédito en la Guerra Civil, el Gobierno Vasco, o al menos parte de él, asumió su responsabilidad y trató de que los asaltantes no salieran indemnes de su actuación. El lehendakari Aguirre encargó a Julio Jáuregui, diputado a Cortes por el PNV, que instruyese una Causa especial en la que se juzgase a todos los autores de las matanzas. Un total de 61 personas fueron procesadas, se tomó declaración a numerosos testigos y se dictó un auto de procesamiento. Sin embargo, la vista oral del juicio nunca llegó a celebrarse por la entrada de las tropas franquistas en Bilbao el 19 de junio de 1937.

Además de los asaltos también encontramos la violencia ya institucionalizada por medio de los Tribunales Populares. En Vizcaya se retrasó su actuación hasta el mes de octubre, en que la aprobación del estatuto de autonomía y la constitución del Gobierno Vasco dieron carta de naturaleza al Tribunal Popular de Euzkadi, dependiente de la recién creada Consejería de Defensa. El Tribunal Popular de Euzkadi comenzó a instruir 87 causas, de las cuales en 74 llegó a dictar sentencia. Pese a tratarse del Tribunal Popular que mayor número de penas capitales impuso, 156, tan solo llegó a ejecutar 19 de estas. Tal hecho se debió a que la mayoría de las penas máximas fueron impuestas a acusados, según la terminología judicial del momento, en rebeldía, y a que el Gobierno Vasco dictó diez indultos siguiendo con su política de moderación en el ejercicio de la represión (Granja, 2007: 416-442; Barruso, 2007: 653-681).

En cuanto a Álava, en la parte de la provincia que quedó en manos republicanas, 77 personas resultaron ajusticiadas, si bien una parte importante de estas, 29, encontraron la muerte en Bilbao tras ser trasladadas a las prisiones de la capital vizcaína, y otra parte significativa, 21, lo hicieron en episodios de incursiones bélicas por su proximidad al frente. Este fue el caso de la localidad de Elosu, sita en tierra nadie por encontrarse en la línea del frente. El 21 de octubre de 1936, una incursión de milicianos del batallón Perezagua liderados por Marcelino Urquiola, vecino elosutarra, penetró en la localidad, enseñoreándose del pueblo durante varias horas, saqueando diferentes domicilios y asesinando a 17 vecinos. Un caso similar aunque de menores dimensiones trágicas ocurrió en el municipio de Cigoitia, que pese a encontrarse más alejado del frente y estar en territorio administrado por los sublevados estaba expuesto a incursiones republicanas, lo que originó que cuatro vecinos fuesen asesinados en una de estas acciones y que el alcalde y un concejal fuesen hechos prisioneros, llevados a Bilbao, juzgados por el delito de espionaje y finalmente ejecutados (Gómez Calvo, 2014: 125-136).

1. LA REPRESIÓN CONTRA FALANGE ESPAÑOLA

Tras el fracaso de la sublevación tanto en Guipúzcoa como en Vizcaya la mayor parte de los falangistas de ambas provincias fueron detenidos. Algunos lo fueron de inmediato a causa de su condición de militares conjurados o por los hechos acontecidos en los cuarteles, como Luis Ausín y Juan José Martínez Picó en el de Basurto, o Alfonso Vignau, Amós Iribas y Miguel Leoz en el de Loyola. Otros intentaron esconderse en domicilios de conocidos a la espera de la llegada de las tropas nacionales o de una ocasión para escapar a la zona controlada por los rebeldes. Fuese en las circunstancias que fuese, entre los meses de julio y agosto la gran mayoría de los afiliados a Falange fueron detenidos. De ellos, 39 falangistas fueron asesinados en Guipúzcoa mientras que en Vizcaya la cifra aumentó hasta los 43. Aunque el volumen de decesos es similar en ambos casos, hay que tener en cuenta que en Vizcaya el número de afiliados era algo superior y que el periodo de control republicano sobre Guipúzcoa fue mucho menor (dos meses frente a once), por lo que resulta evidente que la represión desatada en esta última provincia fue más feroz. La explicación hay que buscarla en dos factores, uno de mayor entidad y otro de menor. La causa principal es el desmoronamiento del aparato estatal republicano, que favoreció la actuación de elementos independientes de las autoridades y la aplicación de una justicia de guerra revolucionaria de una dureza en las penas más que notable. El otro factor, de un impacto menor pero que sin duda instigó las iras contra Falange, es la participación en una medida superior a la de sus correligionarios vizcaínos en la degradación del orden público en la última etapa republicana. Recordemos si no la muerte de Manuel Carrión y la represalia contra Manuel Andrés, los intentos de acabar con las vidas de José María Oyarbide en Eibar y de Félix Salamero en San Sebastián o el tiroteo tras los funerales por Calvo Sotelo en la iglesia del Buen Pastor donostiarra que acabó con la muerte de Manuel Banús.

De los 39 falangistas guipuzcoanos muertos tan solo dos tuvieron un proceso judicial previo. Los 37 restantes fueron asesinados, igual que la mayor parte de los represaliados guipuzcoanos, en sacas y paseos. De hecho, el reparto cronológico de los asesinatos de falangistas coincidió con los tempos represivos de la provincia. El grueso de estos, 19, lo fue en el mes de julio. Así ocurrió con Anastasio García o Juan Piñeiro, detenidos por milicianos de la CNT y asesinados en las horas inmediatas para luego ser abandonados sus cuerpos en el cementerio de Polloe. Circunstancias parecidas rondaron la muerte de los tres hermanos Iturrino, de Manuel Aurelio Feliú o de Luis Prado, que fue paseado la víspera de la saca de Ondarreta sin que su cadáver fuese encontrado. Tras el escándalo que originó la saca de la cárcel de Ondarreta en la noche del 30 de julio y la airada reacción del PNV los asesinatos en forma de sacas y paseos descendieron notablemente; aún así, otros seis falangistas fueron asesinados durante el mes de agosto. Este fue el caso de Félix Salamero, detenido por un grupo de milicianos el 12 de agosto y paseado esa misma noche. O el de José Francisco Tapia, fundador y primer jefe provincial del SEU, detenido en la primera quincena del mes y fusilado el día 13. En el mes de septiembre, al paso de la retirada de los republicanos, los episodios de violencia contra los presos volvieron a producirse, ocasionando otras ocho bajas mortales en Falange. El caso más destacado fue el de José Manuel Aizpurúa, que fue asesinado el 5 de septiembre mientras se encontraba encarcelado en Ondarreta.

En Vizcaya se repitió el mismo fenómeno de falangistas asesinados sin ningún tipo de proceso previo. Tan solo cinco fueron ejecutados tras ser juzgados, frente a los 34 que perecieron en los asaltos a las cárceles y buques prisión y a los tres que encontraron la muerte en paseos nocturnos. De nuevo, el grueso de falangistas que perdió la vida fue víctima del procedimiento que concentró el mayor número de víctimas en la provincia, en este caso los asaltos a las cárceles. De ellos, doce fallecieron en el primer asalto a las prisiones flotantes del 25 de septiembre, ocho en el Altuna Mendi y cuatro en el Cabo Quilates. En la mayor de las matanzas registradas en Vizcaya, la del 4 de enero de 1937, perdieron la vida 19 falangistas: once en la prisión de Larrínaga, cinco en la Casa Galera, dos en los Ángeles Custodios y uno en el Carmelo. En Larrínaga fueron asesinados algunos destacados camisas viejas, como José Antonio Canda Landaburu, joven abogado bilbaíno y orador habitual en las escasas charlas y mítines que Falange patrocinó. O los también camisas viejas Fernando Llaseras y Luis Goicoechea. Todos ellos pasaron a integrarse en la memoria del 4 de enero impulsada por las instituciones locales y aún trece años después, en el marco de la urbanización del barrio de San Ignacio, el Ayuntamiento de Bilbao nominó tres calles con sus nombres. A las víctimas vizcaínas hay que sumar los dos únicos falangistas alaveses víctimas de la represión republicana, Pedro Molinuevo y José Ramón Isasi, que fueron detenidos en Llodio y trasladados a Bilbao, donde fueron encarcelados en la prisión de Larrínaga hasta el momento del asalto a la cárcel. Los paseos, escasos en Vizcaya, resultaron ser el punto final de tres falangistas, dos de ellos, Félix Uriarte y Juan Bautista del Pozo, en los primeros meses de la contienda y el último, Avelino Álvarez, en los estertores de la presencia republicana en la provincia.9 Los falangistas ajusticiados tras serles instruida causa previa se limitaron a cinco. De cuatro de ellos ya hemos dado cuenta, mientras que el último, Vicente García, no fue procesado por el Tribunal Popular sino por el Tribunal Militar de Euzkadi. Acusado de deserción, fue condenado a muerte en consejo de guerra y ejecutada su sentencia el 1 de mayo de 1937 (Salgado Pérez, 2007: 127).

Los 82 falangistas asesinados en Vizcaya y Guipúzcoa constituían entre una cuarta y una quinta parte de la militancia total de Falange en ambas provincias. Con este ratio de muertes Falange fue uno de los partidos más castigados, si no el que más, por la represión republicana en el País Vasco. Tan solo representaban en torno al 10 % de todos los represaliados pero si comparamos, proporcionalmente, con la opción política numéricamente más afectada, el tradicionalismo, podemos comprobar mejor lo devastadora que fue la represión para Falange. En Guipúzcoa fueron muertos 90 tradicionalistas, y en Vizcaya 199, lo que, teniendo en cuenta que su militancia era de varios miles de personas en cada una de las provincias, arroja que tan solo un porcentaje limitado de su militancia resultó salpicado por la represión física, muy lejos de esa cuarta parte de los falangistas. Además, la represión en Guipúzcoa contra Falange presentó un agravante que tuvo serias repercusiones en el devenir futuro de la organización: la práctica totalidad de los que ocuparon jerarquías del partido durante la República fueron asesinados. Todos los que habían sido jefes provinciales, Aizpurúa, Prado e Iturrino, perecieron a manos de sus captores. Lo mismo ocurrió con los jefes de algunos de los servicios como Francisco Tapia del SEU, o con algunos de los escasos jefes locales de fuera de la capital, como el de Irún, José Luis Zarandona. En Vizcaya, por su parte, ninguno de los jefes provinciales de la etapa republicana, Sanz Paracuellos, Cobos y Valdés Larrañaga, pereció durante el dominio republicano, habiendo pasado todos ellos por diferentes cárceles y sobreviviendo a los sucesivos asaltos y matanzas de presos. Existe un factor para explicar la supervivencia de las jerarquías vizcaínas: la manera en que fueron asesinados los presos en cada provincia. En Vizcaya el grueso de los asesinatos se produjo por asaltos a las prisiones, lo que añadía un elemento de aleatoriedad a la selección de víctimas. En Guipúzcoa, la mayor parte de los asesinados lo fue por el procedimiento de las sacas y paseos, en el que la discriminación estaba más controlada.

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