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1521
La primera casa que hubo en México

Hace unos años, el Centro Cultural España, en Guatemala número 18, intentó ampliar sus instalaciones. Al reventar el piso de un antiguo estacionamiento, en un predio que había pasado el siglo xx sin sufrir apenas modificación alguna, salieron a la luz los restos de una construcción prehispánica, una banqueta pequeña, el arranque de una escalinata, varias pilastras demolidas, las ruinas de una habitación de estuco y el eco de lo que fue alguna vez un patio con piso de lajas. Acababa de aparecer, después de casi 500 años sepultado en el lodo, lo poco que queda del Calmécac, la escuela donde se entrenaban para gobernar los hijos de los nobles mexicas.

Qué extraño mirar esas piedras que en 1521 quedaron sumergidas en la oscuridad, en medio de un silencio que nada rompió nunca. Mientras caminaba por el recinto tuve la impresión de que la Ciudad de México acababa de abrir el baúl de sus recuerdos: yo miraba exactamente lo mismo que un día vieron Cortés, Sandoval, Alderete, Alvarado. Lo mismo que vio Bernal la tarde del siglo xvi en que cayeron los últimos vestigios de un esplendor irrepetible; el día en que la antigua soberana de los lagos, calle por calle, casa por casa, al fin fue demolida.

Esto mismo debió tener enfrente el buen Motolinia cuando escribió uno de los episodios más inolvidables de la crónica mexicana, el de la séptima plaga y la destrucción de México, «cuando se deshicieron los templos principales del demonio».

Guatemala resulta una de las calles más antiguas de la urbe. En ella, llamada en 1524 calle de los Bergantines, Cortés repartió los primeros solares entre sus hombres. Fue en Guatemala donde los conquistadores levantaron la primera casa que hubo en la ciudad, la construcción conocida como las Atarazanas, una fortaleza en donde se depositaron los trece bergantines empleados en el asalto a Tenochtitlan.

Cuando abandono las sombras, las entrañas del Calmécac, sigo de largo entre los edificios hundidos, las fachadas de tezontle, las hornacinas con santos y los sillares de cantera. Intento ubicar el punto donde se alzó la primera casa de México.

Como prolongación natural de México-Tacuba, Guatemala forma parte de la calle más antigua de América. Hacia el oriente, la suciedad y el descuido la vuelven, paradójicamente, misteriosa y bella.

No se sabe a punto fijo dónde estuvieron las Atarazanas. Manuel Orozco y Berra cree que más allá del Hospicio de San Nicolás, en los bordes de la apartada plazuela de la Santísima. Cortés consideró aquella casa «la que más conviene que estuviese guardada». En una carta dirigida al Rey, le explicó que requería de una fortaleza en la que pudiera tener los bergantines seguros, y desde la que fuera posible huir, o llegado el caso, «ofender» la ciudad con rapidez.

En el interior de ese edificio había pertrechos y piezas de artillería.

Cortés vivió en las Atarazanas durante un tiempo, mientras ponía en marcha el gobierno de la ciudad apenas reconstruida. «Hecha esta casa me pasé a ella con toda la gente de mi compañía, y se repartieron solares para los vecinos», escribió.

En 1535, sin embargo, el nivel del lago bajó en forma dramática y los bergantines quedaron imposibilitados para navegar. En tanto la ciudad se extendía al poniente, sobre terrenos más secos y menos insalubres, la fortaleza fue adquiriendo un estado ruinoso. Sobre esas ruinas se levantó el hospital de San Lázaro, primer leprosario de la capital.

Guatemala deja caer a cada instante el peso del tiempo. Atravieso Margil, la pequeña calle de San Marcos. La versión moderna de la lepra, el abandono, sigue envolviendo a los indigentes, los borrachines de pantalones orinados que roncan frente al mercado de Mixcalco. Hay ruido, gente, anuncios. Chamarras Profox, Telas El Barrigón, Camisería Pepe El Flaco, El Sueterero de Mixcalco.

En uno de esos predios debió estar la inimaginable fortaleza –¿de piedra, de madera?– que prefiguró el nacimiento de la nueva Ciudad de México.

Cierto memorial recuerda que a principios del siglo xvii la construcción se hallaba ya «en el abandono y toda apuntalada». Alzo la vista. Encuentro otro anuncio:

Polymoda. La primera casa de las colchas.

No sé lo que significa. Cruzo Circunvalación y dejo atrás el ruido, los puestos, la música.

1522
Panadería

Un día, una esquina olió a pan. Era 1522 y había llegado a la ciudad el más entrañable de los aromas urbanos. Puede ser que aquella mañana, en aquel preciso instante, con un conjunto de hombres barbados aspirando en calles como espejos el santo olor de la panadería, la Ciudad de México quedó debida, definitivamente fundada.

El hombre al que debemos el olor a pan, esa forma de la epifanía, era un conquistador negro: «a un negro y esclavo se debe tanto bien», escribió Francisco López de Gómara. Su nombre era Juan Garrido. Nadie lo recuerda ya, aunque –prosigue Gómara– obsequió a esta ciudad «muchas y regaladas cosas».

Lo que se sabe de él es que nació en África y de ahí pasó a Lisboa. Lo que no se sabe de él es cómo reapareció en Sevilla convertido en «negro horro», es decir, en un esclavo liberto.

En 1502 Garrido embarcó hacia el Nuevo Mundo en la flota de Nicolás de Ovando. Recorrió Santo Domingo, Puerto Rico, la Florida. Tras una experiencia de dieciséis años en viajes de exploración y guerras de conquista, apareció en 1520 entre los hombre de Cortés. Fue uno de los soldados que al acercarse a México-Tenochtitlan quedaron admirados porque aquello se parecía a las cosas de encantamiento que se cuentan en el libro de Amadís.

En las casas viejas de Moctezuma debió escuchar los relatos de aquel soldado enloquecido que soñaba que los indios les cortaban las cabezas a los conquistadores, mientras los pies de éstos brincaban en los patios, sin necesidad de piernas.

Estuvo también en la Noche Triste, en «las tristes puentes» de la calzada México-Tacuba, donde murieron cientos de españoles «y con trabajos se salvaron los restantes».

Cuánto dolor y cuánta muerte habrá visto Juan Garrido aquella noche, puesto que a la caída de Tenochtitlan pidió permiso a Hernán Cortés para fundar una ermita que perpetuara, en el sitio de su martirio, la memoria de sus compañeros. De ese modo alzó un modesto templo, la Ermita de los Mártires, donde los huesos de los conquistadores caídos fueron sepultados. Ahí se yergue en la actualidad el hermoso templo barroco de San Hipólito y San Casiano.

Bernal Díaz escribió mucho tiempo después que «los negros y los caballos» que hicieron la Conquista «valían su peso en oro». Durante los tres siglos que siguieron, cada 30 julio, con una procesión que iba de la Plaza Mayor a la Ermita de los Mártires –en el siglo xviii se levantó en lugar de ésta el templo que hoy conocemos–, los españoles recordaron «a las ánimas de los que allí habían muerto». Nadie recordaba, sin embargo, al «negro horro» al que se debía esa conmemoración luctuosa.

Cuenta López de Gómara que en los días que siguieron a la toma de la capital mexica, cuando la destruida ciudad indígena aún hedía y humeaba, Cortés recibió del puerto de Veracruz un cargamento de arroz y encomendó a Juan Garrido la tarea de limpiar los granos. Garrido halló en uno de los sacos tres pequeños granos de trigo, y los sembró.

La leyenda afirma que de aquellos granos se perdieron dos. Del tercero surgieron, sin embargo, cuarenta y siete espigas doradas. Había llegado el pan. Un día de 1522, Cortés y sus soldados pudieron comer al fin «pan como el de Europa».

Comenzaba la tradición del pan bazo y el pan floreado, del birote, del chimistlán, del cocol, del hojaldre. En el Códice Florentino los informantes de fray Bernardino de Sahagún dibujaron vendedores de diversos productos: todos poseían rasgos indígenas, a excepción de los vendedores de pan, que fueron dibujados con apariencia de españoles.

El conquistador negro murió en 1530. Años antes, Nuño de Guzmán –a quien Vicente Riva Palacio llamó «el aborrecible gobernador de Pánuco y quizás el hombre más perverso de cuantos pisaron la Nueva España»– había establecido en las cercanías del río Tacubaya el primer molino de trigo, llamado Molino de Abajo o de los Delfines. Una ordenanza expedida por Cortés exigía que el pan, bien cocido y seco para que no se descompusiera, fuera vendido únicamente en la Plaza Mayor: nuestro Zócalo fue la primera, gigantesca panadería.

Desde que rayaba el alba, los panaderos acercaban sus productos a la plaza. En su trayecto cotidiano fijaron una imagen proverbial: la del vendedor del pan que lleva en la cabeza un cesto incrustado de piezas. Muchos siglos después, yo la contemplé de niño.

Esa imagen ya no existe. Se la ha llevado el tiempo –como ocurre, a ciertas horas, con el santo olor del pan.

1526
Mesones de paso

En el DF, señoras y señores, la vida pasa tarde o temprano por un hotel de paso. No hay rumbo en el que no cintilen las luces de neón que acotan el paisaje, la geografía orgásmica de la ciudad: Hotel Maga, Bonampak, Monarca, Aranjuez, Manolo, Atlante:

Amiga a la que amo: no envejezcas.

Que se detenga el tiempo sin tocarte.

No importa dónde estén, todos los hoteles se parecen y todos huelen a lo mismo. Ahí hay pasillos sospechosamente silenciosos a los que pueblan voces apagadas, y a los que llegan, ¿qué?, risas, murmullos, gemidos. Esas habitaciones en penumbra que huelen a desinfectante; esas colchas y cortinas floreadas; esos muebles que, diría Vicente Leñero, conservan quemaduras de cigarro. Los espejos que lo escudriñan todo, las bocinas empotradas en el techo, en donde se oyen canciones de Radio Joya:

Amor, lo nuestro fue casualidad:

la misma hora, el mismo boulevard…

En el siglo xx, la ciudad desató sobre los amantes feroces campañas moralizadoras que prohibían el beso y las caricias en la calle. Los hoteles fueron durante la mayor parte de ese siglo el único puerto del rencoroso amor; en ellos se forjó, en función de la prisa, la urgencia, las limitaciones financieras e incluso los problemas de tránsito, la fraternidad consoladora de lo que Salvador Novo llamó «el equipo congenital».

En 1526, un vecino de la Ciudad de México, Pedro Hernández Paniagua, solicitó licencia para abrir un mesón en la capital de la Nueva España. Además de alojamiento para los viajeros, «dándoles cama e ropa limpia», Hernández se proponía ofrecerles «de comer o cenar dándole(s) asado e cocido e pan e agua». La calle donde instaló su negocio, hacia lo que entonces era el sur de la capital, se habrá poblado rápidamente –según los usos la ciudad gremial– con esa clase de establecimientos que durante cinco siglos han servido para identificarla: Mesones. Hernández se convirtió en padre de la hotelería nacional; a los establecimientos de que fue precursor, Luis González Obregón los describió de este modo:

Los viejos mesones fueron el lugar de descanso de nuestros abuelos en sus penosos viajes; ahí encontraron siempre techo protector, aunque muchas veces dura cama y mala cena; en esos mesones hacían posta los hoy legendarios arrieros con sus recuas, los dueños de carros, de bombés y de guayines, los que conducían las tradicionales conductas de Manila y del interior del país, y los que llevaban las platas de S. M. el Rey.

A mediados del siglo xix, el hotel llegó a la ciudad, dispuesto a conquistar el favor de los viajeros. En 1842 funcionaban el Hotel Vergara (en la actual Bolívar) y el de La Gran Sociedad (en 16 de Septiembre). Según el secretario de la legación estadounidense, Brantz Mayer, estos hoteles representaban apenas un pequeño progreso sobre las fondas y mesones del antiguo México. Escribía Mayer:

Esto tiene por causa que viajar es cosa que data aquí de época reciente; es como si dijéramos una novedad en México. En otros tiempos, las mercancías se confiaban al cuidado de los arrieros, quienes se contentaban con el alojamiento que les ofrecía una taberna ordinaria […] Cuando gente de categoría superior juzgaba necesario hacer una visita a la capital, encontraba abierta la casa de algún amigo; y he aquí cómo la hospitalidad fue obstáculo para la creación de una honrada estirpe de «bonifacios» que diesen buena acogida al fatigado viajero.

En un pasaje de El sol de mayo, Juan A. Mateos demuestra que estas instituciones eran usadas por los caballeros de ese tiempo (1868) para llevar a cabo ciertos lances amorosos. De modo que Hernández Paniagua fue también un precursor involuntario de la relación entre el amor y la urbe.

En la Novísima Guía Universal de 1901, la lista de hoteles capitalinos es infinita: Hotel América, Hotel Buenavista, Hotel del Comercio, Hotel Esperanza, Hotel Gillow, Hotel Humboldt, Hotel Juárez, Hotel San Carlos, Hotel del Seminario, Hotel Trenton. Al llegar la década de los veinte, los tubos de neón alumbrando zonas de la noche se habían convertido «en el icono urbano por excelencia». Pero la ciudad del deseo necesitaba alejar el amor furtivo de los inconvenientes del centro, en donde se corría el riesgo de encontrarse a «todo mundo». Asi, el paisaje erótico fincó en las afueras la inmensidad de sus columnas vertebrales: la calzada de Tlalpan, la salida a Cuernavaca, el camino a Toluca, la carretera a Texcoco. El cronista Armando Jiménez ha señalado que fue justamente en la calzada de Tlalpan en donde se inauguró, en 1935, el primer motel de la ciudad. Su nombre es inolvidable: El Silencio.

Ramón López Velarde escribió que en un hotel se descubre que hay jornadas luctuosas y alegres en el mundo. En esas habitaciones los hombres del alba del poema de Efraín Huerta habrán descubierto que existen «lecciones escalofriantes» y «modos envenenados de conocer la vida» –aunque también hay «lluvias nocturnas» y «pájaros entre hebras de plata»: amaneceres de los que se surge, decía Efraín, «con la cabeza limpia y el corazón blindado».

1527
La vieja calle del Seminario

Seminario es una de las calles más breves del Centro. Como a Guatemala, el hallazgo de la Coyolxauhqui le arrebató un largo tramo, bajo el que aparecieron las ruinas desvaídas de Tenochtitlan. La piqueta sacrificó construcciones de los siglos xvii y xviii e hizo de Seminario, no una calle, sino una especie de antigua litografía compuesta por cinco o seis casonas en donde la Historia sobrevive en condiciones de hacinamiento.

Prolongación de la vieja calzada de Iztapalapa, por la que entraron los conquistadores; a un tiro de ballesta de la Catedral y a sólo unos pasos del antiguo palacio de los virreyes, Seminario fue una calle codiciada por los primeros pobladores. En una ciudad estratificada en la que la posición social se diluía a medida que las casas se alejaban del centro, esta calle estuvo reservada para los personajes que habían ocupado lugar relevante en la guerra de conquista.

Cortés la repartió entre algunos hombres de confianza: allí levantaron sus casas Pedro de Maya, alguacil mayor de la ciudad y funcionario encargado del abastecimiento de carne; Hernando Alonso, primer herrero que hubo en la metrópoli, y Pedro González Trujillo, uno de los trece jinetes que formaron la avanzada del ejército conquistador.

Situada sobre los restos del templo de Hutzilopochtli, la calle ofrecía a sus moradores gran abundancia de materiales de construcción: muchas de las casas de Seminario aún conservan en sus muros bloques de piedra procedentes de la legendaria ciudad azteca (poner la mano en ellas es una experiencia perturbadora).

A pesar de sus continuas destrucciones, México posee una memoria portentosa. El historiador Salvador Ávila logró averiguar los nombres de los habitantes de la calle del Seminario desde el siglo xvi hasta la fecha. Averiguó también que los primeros colonos de la calle no lograron disfrutarla mucho tiempo. Pedro González Trujillo fue ahorcado por Nuño Guzmán en 1527, a consecuencia de una «disputa de indios». A Hernando de Alonso lo quemó la Inquisición en el auto de fe de 1528, después de llevarlo a proceso «por judaizante»: el primer herrero de la urbe se convirtió, así, en el primer mártir religioso del México colonial.

En el sitio donde estuvo la casa de Pedro González Trujillo se fundó la Real y Pontificia Universidad de México, que el doctor Francisco Cervantes de Salazar describe en sus deliciosos Diálogos latinos. En ese mismo predio abrió sus puertas, toda una vida más tarde, la cantina El Nivel (1872) que fue hasta su desaparición la más antigua de la capital.

Un informe del Ayuntamiento señala que en 1790 algunas de las casas que formaban la calle se hallaban «vacías, y sin ninguna cosa ni gente» –¿en la Nueva España habría casas habitadas por cosas? Desde que los dueños originales fueron ahorcados y quemados, dichos predios sirvieron como vecindades. A lo largo del siglo xx habrían de convertirse en reposterías, restaurantes, tiendas de anteojos, librerías, relojerías, nuevas vecindades y casas de huéspedes. En fotos y litografías estas casas aparecen, una y otra vez, como mudando de traje, pintadas de diversos colores.

Han visto pasar carruajes, calesas, simones, tranvías y autobuses urbanos. Remozadas incesantemente, han estado allí desde siempre.

Una placa empotrada en un muro recuerda que en esa calle fue acribillado durante la Decena Trágica el médico de la Cruz Blanca, Antonio Márquez, «mientras hacía la curación de un herido».

Si la ciudad cabe en una calle, México está en Seminario, esa calle tan breve y tan vieja y tan deshecha.

1532
Noticias de la Catedral primitiva

Una tarde, inesperadamente, fui autorizado a bajar por una de las «ventanas arqueológicas» que hay en el atrio de la Catedral. En una ciudad construida sobre las ruinas de otra, esas «ventanas» parecen hechas para que uno se sienta como el personaje de aquel cuento de Pacheco, «La fiesta brava», en el que un hombre entra a los túneles del Metro y encuentra que Tenochtitlan sigue existiendo bajo la tierra.

Descendí algunos metros y en el mundo de abajo encontré lo que cualquier habitante de esta urbe habría soñado encontrar: lo único que queda de la Catedral primitiva, la primera Catedral que hubo en la Ciudad de México. Ahí estaban los restos de varios muros pintados de rojo, y ahí estaban los peldaños de una escalinata, decorada con unos –casi diabólicos– rostros de ángeles, que datan de los primeros años del siglo xvi.

El cronista Antonio de Herrera afirma que Hernán Cortés edificó la entonces llamada iglesia mayor, «poniendo como basas de los pilares las piedras esculpidas de un adoratorio azteca». A la fecha es posible contemplar esas basas, con restos de relieves prehispánicos, arrumbadas bajo el sol en la esquina suroeste del atrio. Se afirma que la obra fue terminada por fray Juan de Zumárraga hacia 1532.

Aquella Catedral primitiva, cuya portada principal no daba a la plaza de armas, sino a donde se halla actualmente el edificio del Monte de Piedad, no gustó ni convenció a nadie. Era demasiado pobre, demasiado baja, demasiado húmeda. En 1585, atendiendo a «su ruin mezcla», y a que a causa del deterioro se hallaba a punto de desplomarse, el arzobispo Pedro Moya de Contreras ordenó remozarla.

En la reparación intervinieron los artistas más señalados de aquel momento. El arquitecto Claudio de Arciniega diseñó el proyecto; los canteros Martín Casillas y Hernán García de Villaverde fueron los encargados de ejecutarlo.

La historia relata que en 1625-1626 fue demolido el edificio original y se inició la construcción de la suntuosa Catedral que hoy conocemos. Lo que yo miraba aquella tarde bajo el atrio eran las escalinatas que pisaron los primeros habitantes de la noble Ciudad de México.

Olvidamos la historia de las cosas. Algunas veces, esa historia se pierde para siempre. Otras, permanece dormida en lo que Artemio de Valle-Arizpe solía llamar «los papeles de entonces»: legajos sepultados por siglos en algún archivo.

Contra lo que solemos creer, la primitiva Catedral no fue arrasada totalmente. Claudio de Arciniega, Martín Casillas y Hernán García de Villaverde habían logrado construir una portada extraordinaria –la portada principal–, y las autoridades novohispanas…, decidieron preservarla.

Pero eso no se supo hasta 1985, año en que la historiadora María Concepción Amerlinck localizó un documento que señala que la portada de la primera Catedral –se le llamaba «Portada del Perdón» porque daba acceso al retablo del mismo nombre– fue vendida en 1625 al convento de Santa Teresa la Antigua «para que éste adornara la fachada de su templo». El cantero Manuel Sánchez la condujo, piedra por piedra, un par de cuadras, hasta el convento.

Se sabe que aquella portada fue retirada en 1691 y su lugar ocupado por la que vemos en la actualidad. Pero olvidamos que la historia de las cosas permanece, algunas veces, sepultada en «los papeles de entonces». Claudio de Arciniega, Martín Casillas y Hernán García de Villaverde habían logrado construir una portada extraordinaria y, nuevamente, las autoridades novohispanas decidieron preservarla.

Pero eso no se supo hasta 2008.

Ese año, Guillermo Tovar de Teresa dio a conocer un documento de 1691, hallado en el Archivo General de la Nación, que indica que el maestro de arquitectura Juan Durán firmó un contrato para desmontar, piedra por piedra, la portada del templo de Santa Teresa la Antigua, «y llevarla a su costa y asentarla en la puerta principal de la iglesia de la Limpia Concepción».

La iglesia de la Limpia Concepción no es otra que la Iglesia de Jesús Nazareno, que se ubica en República del Salvador, entre 20 de Noviembre y José María Pino Suárez. La que en 1691 era la «entrada principal» de ese templo, hoy día se ha convertido en la entrada lateral del mismo. Allí puede verse, a casi cinco siglos de su construcción, intacta, misteriosa, extraordinaria, ¡la portada principal de una catedral que se creía desaparecida: la que los cronistas llamaron «la primitiva Catedral de México»!

La noticia era de ocho columnas, pero quedó sepultada en una revista del Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah). Lo que vi aquella tarde en el atrio no era lo único que quedaba de la vieja iglesia mayor. Pero olvidamos la historia de las cosas.

Y ahora quiero mirar esa fachada. Quiero atravesar la ciudad «fastidiosa nada más, sencillamente tibia», para oír el silencio que habita en esas piedras. Las piedras primitivas donde aún existe la ciudad de entonces.

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