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1676
La Casa de la Custodia

Ítalo Calvino afirma que las ciudades no dicen su pasado, pero lo contienen como las líneas de una mano, «escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras».

Durante casi tres siglos, la plazuela de Loreto fue la última plaza de la ciudad. Incontables virreyes la emplearon como muladar o como estercolero, pero en el siglo xviii se hizo lo posible por embellecerla. Todo resultó en una combinación inquietante: Loreto tiene la belleza de una muchacha enferma.

A unos pasos de ese sitio se alza una casona de tezontle color vino que procede del siglo xvii. Decir que se alza es mucho decir, porque está tan ruinosa que apenas puede sostenerse en pie. En su fachada está escrito un relato: ese antiguo inmueble, se le conoce como Casa de la Custodia, lleva siglos narrando a los caminantes una de las peores tragedias que ha vivido esta ciudad.

La casa se halla en el segundo tramo de la calle Justo Sierra. Una placa informa que el capitán Juan de Chavarría murió en ese lugar el 29 de noviembre de 1682. A diferencia de otras casas coloniales, entregadas a la potestad de las vírgenes y los santos, en el pequeño nicho que corona su fachada no hay imagen religiosa alguna: las palomas se posan en un extraño brazo esculpido en piedra: un extraño brazo que parece sostener con fuerza una custodia.

Ha pasado tanto desde que el altorrelieve fue empotrado en aquel nicho, que es necesario mirarlo con extrema atención para distinguir su forma. Los cronistas de México, José María Marroquí, Luis González Obregón, Artemio de Valle-Arizpe, se detuvieron a observarlo alguna vez. Gracias a ellos conocemos su historia.

El viernes 11 de diciembre de 1676 un incendio devoró en menos de dos horas el templo de San Agustín (en la esquina de nuestras actuales Venustiano Carranza e Isabel la Católica). Un diario de sucesos notables de la época dice que se trató de «una noche lúgubre»: se celebraba el aniversario de la aparición de la Virgen de Guadalupe, la ciudad entera participaba en las fiestas; de pronto, el fuego bajó por una de las torres.

En el xviii, la única posibilidad real de evitar que un incendio se comunicara a las casas cercanas consistía en provocar el derrumbe del edificio que ardía. Acarrear agua desde las fuentes públicas resultaba tan inútil como la práctica de sacar de los templos las imágenes religiosas y llevarlas al lugar del siniestro, o la de arrojar a las llamas cartas en las que los santos mandaban que el incendio cesara de inmediato.

Mientras el público huía de la quemazón, el capitán Juan de Chavarría, un noble que se pasó gran parte de la vida fundando iglesias y obras pías, se abrió paso entre las llamas y salvó una de las piezas más preciadas del templo: la Custodia del Divinísimo.

La primera piedra de San Agustín fue colocada por el virrey Antonio de Mendoza en 1541. Una obra de ciento treinta años se perdió en el incendio. La Custodia fue lo único que se salvó.

La tradición sostiene que a manera de homenaje, la ciudad hizo colocar en lo alto de la casa del capitán Chavarría un altorrelieve de piedra que perpetuaba su hazaña. A la muerte del militar se puso junto a su tumba una estatua que lo representaba, hincado, en actitud devota. Pero ese monumento sepulcral –Chavarría fue enterrado en el templo de San Lorenzo– ha desaparecido.

Quiero ver el interior de la casa de Chavarría, caballero de la Orden de Santiago, marido de la condesa del Valle de Orizaba. Así que camino por el centro hasta la plazuela de Loreto: hay una fuente labrada por Manuel Tolsá, que hasta 1925 adornó una glorieta de la avenida Bucareli. En esta parte del centro todo es muy antiguo. Me voy como sumergiendo en las calles del rumbo: iglesias inclinadas por el hundimiento, marquesinas de comercios que dejaron de existir hace varias décadas, vecindades que antes fueron palacios y pertenecieron a individuos de apellidos apergaminados.

Hay tardes en las que tengo suerte. Cuando toco el viejo portón de madera (en una parte restaurada y habitable de la casa se hallan las oficinas de una sociedad mutualista), el hombre que me recibe, un viejo maestro normalista, accede a mostrarme la parte impresentable de la residencia: un ala en la que los techos se han derrumbado, en el que las grietas muestran restos de pintura de épocas diversas y en donde la hierba va comiendo brutalmente todo espacio: incluso han crecido árboles en el antiguo salón, bajo cuyos techos derrumbados alguna vez transcurrió la vida.

Desde el incendio de 1676, el brazo de Chavarría contó a los caminantes una historia. Pero aquella generación murió, y las siguientes la olvidaron. El brazo perdió su significado y el altorrelieve, manchado por las palomas, se va borrando también.

Las ciudades no dicen su historia, aunque a veces los despojos hablan.

1684
El fuego de Sigüenza

A unas calles del Palacio Nacional, como un barco despedazado que se negara a naufragar bajo las aguas del tiempo, flotan los muros cenizos del convento de Jesús María. En 1597, sobre los muros de la portería, se esculpió una inscripción que todavía se conserva: Aducentur regi Virgines. Aducentur in templum regis («Las vírgenes son llevadas al Rey, son llevadas al templo del Rey»). Los mil doscientos metros cuadrados que conformaron el convento se hallan en el abandono desde 1985, el año siniestro para la ciudad: el año en que vino el terremoto.

He estado rondando las puertas de metal que lo sellan, en busca de una rendija. De plano me pongo pecho a tierra sobre la banqueta y alcanzo a ver por fin, desde un agujero minúsculo, algunas franjas del claustro. Ver es un decir. Ahí no hay más que muros y arquerías en ruinas y en sombras. La vieja estructura se sostiene apenas, malamente apuntalada por unas vigas.

Lo primero que me llega a la cabeza es la leyenda de fantasmas que en el siglo xvii se tejió en este convento. El primero en relatarla fue el sabio novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora. La historia figura en un pasaje del Paraíso Occidental –que el impresor Juan de Ribera publicó en 1684. Las monjas de Jesús María afirmaban que el espectro de un clérigo ascendía noche con noche la escalinata oscura del claustro. Nadie les creyó hasta que el alma en pena del sacerdote se apersonó en los sueños de una monja, Tomasina Guillén, y le pidió que orara por él, y en prueba de su existencia le dejó en el brazo la huella de unos dedos que parecían marcados con fuego.

Relata Sigüenza que la historia creó tal alarma en la ciudad que el virrey decidió ir al convento para cerciorarse que aquel fuego «no era del usado en este mundo». Cuenta Sigüenza que las quemaduras duraron treinta años y se curaron de golpe la noche misma en que el clérigo salió, luego de tres décadas de oraciones, de los horribles padecimientos que sufría en el Purgatorio. Cuenta Sigüenza que él mismo llegó a ver y tocar las escaras (pero Sigüenza, ya se sabe, se hallaba dominado por un ciego misticismo).

Pienso también en las historias del más acá, que siempre suelen ser las peores.

Jesús María fue fundado en 1582 para albergar a las hijas y nietas de los conquistadores que hubieran caído en desgracia. Sólo «las más nobles, las más desamparadas y las más expuestas por su mayor belleza» podían cruzar sus puertas. Era, por lo tanto, el único convento que no cobraba dote entre sus monjas. Según las crónicas de la época, esto hizo que se convirtiera en una de las instituciones más pobres del virreinato.

Las monjas vivían en tal estado de precariedad, que el fundador, Pedro Tomás Denia, se vio obligado a viajar a España para implorar la protección real. Felipe ii escuchó sus súplicas con liberalidad magnífica, y le entregó 20 mil ducados. Le entregó también –y aquí aparece la historia de horror– a una hija ilegítima que había tenido con la hermana del inquisidor Pedro Moya de Contreras, y le ordenó que la escondiera del mundo, recluyéndola para siempre en aquel convento.

No se sabe si la niña –de dos años de edad– perdió la razón al llegar a Nueva España, o si esto ocurrió poco después, en el departamento «especial y cómodo» que las monjas le destinaron. Sólo se sabe que la hija de Felipe ii murió completamente loca en México, a la edad de 17 años. Sólo se sabe que, cuando expiró, Jesús María había logrado convertirse, gracias a las regias aportaciones del monarca, en el sitio más exclusivo del virreinato.

La pompa era tan ostentosa, que las monjas, reza una crónica, se volvieron «tibias en la oración, remisas en la observancia de las reglas, aficionadas al lujo, y amargadas por la envidia, rencillosas y vengativas». Todas ellas portaban en las muñecas suntuosas pulseras de azabache.

Vino una nueva historia de horror cuando una monja vieja y enfermiza, Marina de la Cruz, que antes de tomar los hábitos se había casado dos veces, las delató ante un confesor. Según Sigüenza, sus compañeras se vengaron, obligándola a que barriese los corrales, a que matase y desollase los carneros que la comunidad consumía; la tachaban de incontinente por sus dos matrimonios, la obligaban a purgar los lugares comunes y los vasos inmundos, y evitaban su presencia «con melindres». «Acompañaban esos desaires con risotadas, empellones, apodos y vituperios», escribe don Carlos.

Marina de la Cruz murió también en este claustro, empuñando una escoba, entre esas risotadas y esos empujones. Todo eso vieron estos muros negros y no sé cuánto queda.

Sigo ahí, en el piso, mirando ridículamente desde un agujero. En esta ciudad que todo lo abandona, a veces sólo así es posible pescar una historia.

1696
En el galeón de Manila

Estamos en medio del Océano Pacífico a finales de septiembre de 1696. El galeón de Manila ha atravesado mares inmensos, del tamaño de la mitad del mundo, entre vientos contrarios y tempestades sin cuento. La tripulación va arrojando al mar los cuerpos de los viajeros que no sobreviven a las exigencias del viaje. Una estela de enfermedades acecha a los sobrevivientes. En cada bocado que se llevan a la boca aparecen gusanos y gorgojos. Los peroles del caldo son un cementerio de moscas. El tasajo es tan duro que hay que golpearlo una y otra vez con un palo. Las chinches infestan las bodegas, las camas, los baúles de los pasajeros.

Los rudos y curtidos navegantes llorarán de felicidad, abrazándose como niños, el día en que el galeón divise el puerto de Acapulco, «primer mercado del mar del Sur y escala de la China», luego de una travesía de ocho meses. Para entonces, el mes de enero de 1697 se estará acercando a su fin.

Del galeón, que lleva el nombre de San José, desciende el primer turista de la historia, el doctor en derecho Giovanni Francesco Gemelli Careri. En Italia, su país natal, debido a que carece de linaje aristocrático, a Gemelli se le ha cerrado el acceso a los cargos públicos. Harto de recibir «vejámenes y humillaciones», el abogado decide completar una vuelta al mundo del mismo modo en que lo hacen los turistas de hoy: por sus propios medios, pagando su pasaje para ir de un sitio a otro –y no como lo hacían los aristócratas de entonces, moviéndose en carrozas particulares, con troncos de mulas y caballos propios.

En un viaje que mucho tiempo después inspirará la novela de Verne, La vuelta al mundo en ochenta días, Gemelli recorre Francia, Hungría , Alemania, Egipto, Constantinopla. Atraviesa la India, visita la Gran Muralla China, cruza Macao y recala en Filipanas. Ahí aborda el galeón que lo lleva hasta Acapulco. Gemelli no puede creer que aquella horrible aldea de pescadores reciba el nombre de «ciudad». Sólo encuentra «casas bajas y viles, hechas de madera, barro y paja» en las que, dice, «no habitan más que negros y mulatos».

En 1697, cada vez que llega la Nao de China, Acapulco se convierte en un mercado formidable. Pero luego de comprar, recibir o gravar las mercaderías codiciadas y exóticas que el navío ha traído en sus bodegas, los comerciantes españoles y los oficiales reales abandonan la aldea, dejándola enteramente despoblada y a merced de un calor infernal. Sólo los soldados que vigilan la bahía deambulan como fantasmas por las callecijuelas desiertas del puerto.

¡Acapulco a fines del siglo xviii! Las habitaciones, cuenta Gemelli, son calientes e incómodas; los alimentos, demasiado caros, pues «hay que llevar de otros lugares los víveres». En el libro de sus viajes –Giro del Mondo, publicado en 1700–, el abogado relata que el párroco de Acapulco se ha hecho rico porque se hace pagar muy cara la sepultura de los forasteros, que en ese clima caen a montones, y cuenta que las naves que conducen mercaderías prohibidas, en lugar de entrar a la bahía, van a desembarcarlas al cercano Puerto Marqués (el primer paraíso de la «piratería»).

Fastidiado del «gran daño del calor intolerable y de los mosquitos», Gemelli decide viajar entonces «hasta la imperial ciudad de México».

¿Cómo es el viaje por la Autopista del Sol del siglo xvii? Sólo llegar a Chilpancingo toma seis días, «habiendo subido y bajado altísimos montes» en donde «me chupó allí la sangre una legión de moscos». Gemeli avanza bajo el sol calcinante. En el abrasador Cañón del Zopilote, sólo es posible reanudar la marcha en las tardes, cuando el aire refresca. El viajero cruza a nado el río Papagayo. En el camino sólo ha encontrado un puesto de guardias que revisan las «boletas» de viaje que deben llevar los caminantes. La ruta está llena de ecos que han llegado hasta nosotros: Zumpango, Mezcala, Amacuzac, Ahuacuotzingo, Cuernavaca, Xuchitepec, Huichilaque…

Más allá de Cuernavaca, el clima cambia. Gemelli emprende el ascenso por «una áspera montaña de pinos» en la que no hay «más que hierba seca que quemaban los aldeanos para abonar el terreno». El frío arrecia de tal modo que una mañana Gemelli encuentra su colcha de viaje cubierta de hielo.

Aparece por fin Tlalpan, que entonces se llamaba San Agustín de las Cuevas: los viajeros deben pagar al guardia que custodia la caseta de entrada un real por cada mula que lleven. Bajo un aguacero y fuertes rachas de viento, Gemelli es conducido «por una calzada o terraplén, hecho laguna», hacia el edificio de la Aduana. Allí le registran los baúles de viaje. Los oficiales advierten que es extranjero y tienen «la atención» de mirar sólo por encima lo que va dentro de ellos. Es el sábado 2 de marzo de 1697. La Aduana se encuentra entonces sobre la calle de la Monterilla, nuestra actual 5 de Febrero. La capital luciría desierta a causa de la lluvia, las mangas de agua dejarían a Gemelli adivinar apenas el contorno de los edificios.

Una vez cumplido el trámite, el viajero debe buscar dónde hospedarse: camina sólo unos pasos, supongo que a la inmediata calle de Mesones, en donde encuentra un hostal «muy mal servido».

Desde su salida de Manila, nueve meses atrás, no ha dejado de sufrir, de padecer, de esforzarse. Y sin embargo, las frívolas pinceladas que aquel hombre de 46 años plasma en su libro, están llenas de color.

Amanece el domingo 3 de marzo de 1697. Giovanni Francesco Gemelli Careri sale a la calle. Ese día hay función en la Catedral. Ese día conocerá el espectáculo que es la calle de Plateros. Caminará por Tacuba, se acercará a la Alameda, contemplará las acequias: se inmergirá en la ciudad que Bernardo de Balbuena llamó «centro de perfección, del mundo el quicio».

Si cierro los ojos, puedo saber lo que vio.

1722
Los dueños de la mañana

Durante los años en que dirigió Ovaciones, Jacobo Zabludovsky se impuso la costumbre de mostrar el primer ejemplar que salía de la rotativa a los voceadores que aguardaban la remesa del día a las puertas del periódico. Zabludovsky dice que podía saber si una edición iba a venderse o no con sólo observar la reacción de esos sinodales. Nadie como los voceadores para tomar el pulso de un encabezado o de una noticia: último eslabón de un ciclo que comienza con la redacción de una nota y llega a su culminación al momento de entregarla impresa a los lectores, los voceadores conocen a su público más que los propios periodistas. No en vano andan voceando cosas por la calle desde que en 1541 un impreso ofreció la «relación del espantable terremoto que agora nuevamente ha acontecido en las Yndias, en una ciudad llamada Guatimala».

Medio milenio después los voceadores pueden preciarse de haber acompañado el desarrollo de la prensa mexicana. Por sus manos manchadas de tinta han pasado todas las publicaciones editadas en el país, desde la fundación en el siglo xviii del primer periódico «formal», la Gazeta de México (1722), hasta la llegada de diarios como El Universal, Milenio y Reforma.

Rafael Cardona los ha definido como «dueños de la mañana y señores de la última verdad». Tomando como punto de partida las montañas de papel que han delimitado su territorio histórico –Humboldt, Artículo 123, Donato Guerra, Iturbide–, los voceadores, dice Cardona, van clavando puñales en el corazón de la gente: no de otro modo distribuyeron los 385 mil ejemplares que en 1957 vendió la muerte de Pedro Infante; no de otra forma se agotó la edición que mostraba las fotos de un mundo en ruinas, en el ya lejano septiembre del 85.

¿Cuántas albas despertó la Ciudad de México con sus gritos? El investigador José Luis Camacho rescata uno de los más memorables: «¡La muerte del emperador de Alemania que está muy malo!».

Hace unos años, la Unión de Expendedores y Voceadores de los Periódicos de México presentó, con un centenar de fotografías exhumadas de los fondos Casasola y Nacho López , así como una veintena de artículos entresacados de diarios y revistas del pasado, un libro, Voces de la libertad, que traza a grandes saltos la historia de uno de los gremios más antiguos de la urbe. Lo mejor de ese libro, su recorrido visual, inicia con una imagen de 1895 en la que gendarmes porfirianos se lanzan contra un grupo de «papeleritos» a un costado del Zócalo. La imagen procede de unos días en los que el régimen porfirista había decidido prohibir el voceo en las calles, pues, cuenta Ciro B. Ceballos en Panorama de México, «para inflar noticias aquellos muchachuelos endiablados no había reputación que no hicieran añicos ni crimen que no elevaran al máximo horror».

El viaje prosigue con una extensa galería de niños voceadores de El Nacional y El Demócrata (1925), que parecen ajustarse a la estampa que en julio de 1893 hizo un redactor de El Siglo Veinte:

Aquí tienen ustedes al granuja

más simpático de la población.

Es una abeja que recorre la

ciudad en todas direcciones,

voceando su periódico.

Maltratado, hecho pedazos, con

la oreja saliéndose entre la copa

y el ala del sombrero. Alegre,

peleonero, decidor y más vivo

que una ardilla.

Las noventa fotografías que completan el libro narran la transformación de una urbe que se va poblando de autos y rascacielos y en la que «los granujas más simpáticos de la población» –niños en ruinas, arrollados siempre por la urbe– siguen voceando en los amaneceres negros «de un día que al cabo de las horas se transformará en ayer y después en Historia», como solía decir José Emilio Pacheco.

Entre 1823 y 1828 se prohibió varias veces el pregón de noticias en plazas, calles y lugares públicos. En esos años, los voceadores fueron reprimidos y algunos de ellos incluso asesinados. En 1853 se les ordenó «gritar» sólo el título de los diarios y no el contenido de las noticias; en 1895, cuando ya se desencadenaban los años crudos del crepúsculo porfirista, padecieron cárceles y persecuciones al lado de los redactores de El Diario del Hogar y El Demócrata. Voces de la libertad: este gremio «perjudicial, escandaloso e intolerable», asociado desde siempre a la vida de la urbe, sería una pieza clave en la libre circulación de ideas, en algunas de las conquistas que hoy nos resultan imprescindibles y naturales.

399
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9786078564439
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