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[7] Luft, 2006, pp. 136-165; aunque no distingue adecuadamente entre violencia revolucionaria y «terrorismo», ni aclara si Bauer hablaba de violencia contra quienes poseían el poder religioso y del Estado o contra un cuerpo mucho mayor de «inocentes».

[8] Conviene señalar que lo que era un «déspota» también cambió en esta época. Como afirma G. J. Holyoake: «Antes se consideraba que un hombre era un gobernante legítimo cuando reinaba por lo que se denominaba “derecho divino”. Desde que tenemos gobiernos representativos se considera un déspota a todo rey, a menos que gobierne ateniéndose a las leyes del Parlamento. Un gobernante puede ser bueno o malo, pero sigue siendo un déspota si gobierna por su propia autoridad o impide que otro gobierne por elección popular. Así, el asesinato de tiranos por razones de bien común, para atemperar o suprimir el despotismo no se considera asesinato por los moralistas. Al parecer es necesario para el progreso aquí y sólo en esta etapa, y únicamente es defendible cuando existen unas circunstancias en las que no cabe recurrir razonablemente a la resistencia armada. Cuando la opresión no lo justifica, asesinar tiranos es un error». Pero añadía: «Sin embargo, el buen déspota, que gobierna con justicia no debe ser asesinado porque el acto no aporta provecho; no se puede saber si el nuevo gobierno, impuesto por la fuerza, será mejor que el suyo». A continuación enumeraba cuatro principios que podrían justificar el tiranicidio (ninguno de los cuales era de aplicación en un país libre): «1) El tiranicida debe ser lo suficientemente inteligente como para entender la responsabilidad que supone erigirse en vengador de la nación […] 2) quien propone quitar una vida por el bien común debe estar dispuesto a entregar la suya de ser necesario, tanto a modo de expiación por asumir el cargo de vengador público como para garantizar que su ejemplo no genere otras acciones por parte de imitadores igual de desinteresados […] 3) El adversario de los déspotas no ha de ser débil, no debe vacilar ni perder la cabeza en circunstancias imprevistas ni carecer de los conocimientos y las habilidades necesarias para este propósito […] 4) Debe saber que los resultados que busca probablemente sólo se obtendrán más tarde» (Holyoake, 1893, II, pp. 59-61).

SEGUNDA PARTE

LA LIBERTAD MODERNA Y SUS DEFENSORES

VIII

DE LA FILOSOFÍA RADICAL DE JEREMY BENTHAM AL RADICALISMO FILOSÓFICO DE J. S. MILL

Frederick Rosen

En este ensayo queremos explorar los principales rasgos filosóficos del pensamiento radical de Jeremy Bentham (1748-1832) e identificar aquellos aspectos que más tarde fueron aceptados o rechazados por John Stuart Mill (1806-1873) en su concepción del radicalismo filosófico. Es un estudio sobre la evolución y transmisión de una serie de ideas que ayudaron a definir la naturaleza de la filosofía y su aplicación a la política en Gran Bretaña y otros lugares durante las primeras décadas del siglo XIX. Se creía y afirmaba que había numerosos campos, de la política a la lógica, en los que la verdad resultaba de gran utilidad (cfr. Mill, 1974, CWM, VII, pp. 11-12). La mejora del entendimiento podría aliviar el sufrimiento humano y hacer mucho por la felicidad. Sería equivocado considerar que estas creencias básicas fueron simplemente la evolución del nacionalismo universal asociado a la Ilustración. Aunque Mill llegó a escribir que «si hubiera un sólo ser racional en el universo, probablemente sería un lógico perfecto» (Mill, 1974, CWM, VII, p. 6), ni Bentham ni Mill esperaban que todo el mundo filosofara o fuera en busca de la verdad. Pero el reconocimiento de la utilidad de la verdad condujo a un nuevo tipo de política que pretendía transformar gradualmente las vidas de todo el mundo, que estaba teóricamente abierta a cualquiera y partía del interés de la filosofía por la verdad. Esta transformación sólo podría lograrse a través de una visión crítica de la sociedad, que, libre de la opresión y de la ignorancia, hallaría seguridad y felicidad en nuevas leyes, instituciones y prácticas.

Habrá algunos tópicos que no tendremos en cuenta. En otro lugar ya hemos hablado de las versiones pacatas que dan los académicos modernos de la interpretación que hizo Mill del principio de utilidad de Bentham en Utilitarismo. La naturaleza del radicalismo político y las circunstancias que rodearon a la conversión de Bentham al radicalismo, bien en los años de la Revolución francesa, bien en 1809-1810, con la subsiguiente publicación del Plan of Parliamentary Reform de 1817, han dado lugar a un volumen de bibliografía considerable, pero nadie ha intentado averiguar qué era único y crucial en el enfoque filosófico de la política de Bentham[1]. Por último, tampoco vamos a analizar aquí la contribución de Bentham a la revolución decimonónica de la teoría del gobierno, basada más en la influencia que en la herencia, y centrada en la política y en el gobierno más que en el método filosófico[2].

Este ensayo comienza en 1802, con la publicación de los Tratados sobre la legislación civil y penal (Traités de Législation Civil et Pénale; en adelante, Tratados), la primera recensión, o versión revisada, de los escritos de Bentham preparada por Étienne Dumont (1759-1829). Los comentaristas más recientes han tendido a criticar el desempeño de Dumont en términos de excesiva simplificación e incluso afirman que falseó algunas de las ideas de Bentham (Baumgardt, 1952, pp. 324-325; Bentham, 1932, pp. xxix-xxx). Hay algo de verdad en estas críticas, Dumont quiso presentar conscientemente una versión más fácil de leer (y menos controvertida) del pensamiento de Bentham, y pudo haber equivocado el sentido de algunas de sus ideas (como la teoría de las ficciones). Corremos el riesgo de dejar de apreciar la relevancia de los Tratados y de otras versiones revisadas para la evolución del pensamiento de Bentham (cfr. Lieberman, 2000, p. 108; cfr. Schofield, 2003, p. 5 n.)[3]. El tema se mezcla con el del peso que hay que conceder a los Tratados en su evolución personal. Baumgardt, por ejemplo, tituló su capítulo al respecto de An Introduction to the Principles of the Morals and Legislation (1789; en adelante, IPML) «El tema principal», y el que versa sobre los Tratados, «Interludio francés», lo que dice mucho del estatus relativo que concede a ambas obras (Baumgardt, 1952, pp. 163, 321). Tanto Baumgardt (1952, p. 325) como Ogden (Bentham, 1932, p. xxx) critican a los comentaristas anteriores (Everett, 1931, p. 197; Halévy, 1901-1904, II, p. 357) por ignorar el significado filosófico de los escritos tardíos de Bentham, pero han contribuido sin quererlo a esta omisión al no tener en cuenta que los Tratados inauguran una nueva era en sus escritos filosóficos. Aunque todo el mundo está de acuerdo en que los Tratados aumentaron enormemente la reputación de Bentham en el mundo entero (Dinwiddy, 1992b, p. 294), se ha pasado por alto el estímulo que supusieron para sus ambiciones filosóficas.

En 1802 Bentham tenía cincuenta y tres años, pero no se encontraba en el mejor momento de su carrera. Su gran proyecto práctico, el sistema de prisión del panóptico, al que había dedicado mucho tiempo y energía, estaba condenado al fracaso (Semple, 1993). Si se analizan sus escritos inmediatamente anteriores a los Tratados, parecen referirse exclusivamente al tema del panóptico, las leyes de pobres y la política económica (Bentham, 1984, pp. 487-488). En las décadas siguientes a su publicación inició un par de obras de relevancia filosófica: escritos sobre las pruebas y el proceso judicial, sobre la codificación, la educación, la lógica, el lenguaje, las falacias, la religión, la ética y sobre la psicología. En gran parte de este material, que llena miles de páginas manuscritas, se habla de los Tratados, que fueron una ventana a publicaciones anteriores de Bentham, como el Fragmento sobre el gobierno (1776) e IPML, virtualmente olvidadas por entonces.

Los Tratados tienen una importancia adicional en este ensayo. La respuesta de Robson a la pregunta «¿Cuál es el Bentham de Mill?» («si tuvieras que contestar con una palabra») es «el de Dumont» (Robson, 1993, I, p. 206). Los Tratados, que Mill leyó en 1821, fueron fundamentales en sus primeros estudios sobre Bentham (Robson, 1993, I, p. 197), probablemente porque los leyó a su vuelta de Francia, donde aprendió a hablar la lengua con fluidez durante la visita que hizo con la familia de Samuel Bentham (1757-1831) (Robson, 1993, I, p. 205; cfr. asimismo Mill, 1981, CWM, I, pp. 577). Se podría decir que los Tratados dieron una forma específica a las ideas de Mill, porque fueron la lente a través de la cual leyó gran parte de las obras de Bentham.

Robson añadió una nota a la pregunta que formula: «Esto tiene una implicación que me hace sentir incómodo; ¡el Bentham de Mill es el Bentham continental (de hecho, internacional)! ¿Hubo, en vida de Ben­tham, un Bentham inglés (no visto a través de los ojos de Dumont)?» (Robson, 1993, I, p. 208 n.). Intentaremos dar una respuesta provisional a esta pregunta que Robson dejó sin responder. Dumont presentaba a Bentham como filósofo y jurista, como un puente entre la Ilustración y el siglo XIX. Las ideas democráticas y radicales de Bentham, especialmente destacadas tras 1809-1810 en sus manuscritos y tras la publicación de Plan of Parliamentary Reform en 1817, no interesaron a Dumont (cfr. Dinwiddy, 1992b, pp. 297-299). Si el Mill de Bentham es el de Dumont, su concepto del radicalismo filosófico tendría que reflejar esa discrepancia. Como veremos, Mill intentó rechazar el radicalismo político de Bentham (y lo que consideraba fundamentos estrechos de miras) adoptando y desarrollando al mismo tiempo sus ideas filosóficas, salvo las no incluidas en las recensiones de Dumont, como sus obras sobre lenguaje y lógica. En este ensayo analizaremos la respuesta personal de Mill al legado de Bentham y de su padre, James Mill, que no facilitó sus intentos de establecer un «radicalismo filosófico» en la década de 1830.

LOS TRATADOS DE DUMONT

Bentham reaccionó con entusiasmo cuando se publicaron los Tratados de Dumont. Cuando recibió las pruebas de los primeros dos volúmenes, en mayo de 1802, escribió: «Me envía usted un pavo real, mi querido Dumont, como un petimetre envuelto en un abrigo impecable recién salido del sastre» (Bentham, 1988a, p. 28). Bentham conocía a Dumont desde 1788, cuando tras volver de visitar a su hermano Samuel en Rusia se convirtió en miembro activo del Círculo de Lansdowne (Blamires, 1990). William Petty, segundo conde de Shelburne y primer marqués de Lansdowne (1737-1805) tenía recursos y contactos en Francia que Bentham, Samuel de Romilly (1757-1818) y Dumont aprovecharon para publicar algunos de los libros de Bentham o partes de las obras de Dumont, por entonces íntimamente asociado a Mirabeau (Bentham, 1999 [1816], pp. xvi-xxvi; 2002, pp. xvii ss.; Dumont, 1832). Aunque Bentham no estuvo en contacto directo con Lansdowne tras 1796 (Ben­tham, 1984, p. 400 n.) y había dejado de escribir para Francia en la época de la reacción antijacobina, mantuvo una buena amistad tanto con Romilly como con Dumont. Al parecer Dumont empezó a editar los Tratados en torno a 1796, y parte del material se publicó en la revista ginebrina Bibliothèque Britannique entre 1796 y 1798 (cfr. Bentham, 1981, p. 200 n.). El proyecto estuvo plagado de dificultades. Dumont hubo de obtener varios manuscritos de un Bentham dubitativo y hasta reticente para convertirlos en ensayos legibles. Además, cuando iban a publicar en 1802 una traducción francesa de algunos de los textos de Bentham en torno a las Leyes de Pobres, Dumont temió no poder darle la difusión necesaria. El editor de los Tratados, Martin Bossange, también temía perder dinero con los tres volúmenes, y sólo la intervención de Talleyrand, por entonces ministro de Asuntos Exteriores de Napoleón, garantizó su publicación en términos favorables (Bentham, 1984, pp. 465-467).

Como hemos señalado los Tratados, junto a otras recensiones de Dumont, se vendieron muy bien para ser obras filosóficas de la época, se difundieron por el mundo entero y se tradujeron a numerosas lenguas. Pero ¿qué pretendían lograr Bentham y Dumont con esta primera edición, la más importante de todas? Dumont llevaba trabajando con Bentham varios años y era muy consciente de la importancia de los numerosos manuscritos sobre derecho que Bentham había escrito sin completarlos. Estaban cogiendo polvo en las estanterías por diversas razones. Bentham hacía un esquema o el índice de una obra, que a menudo abandonaba para realizar tareas más urgentes o novedosas. Dumont creía que eran obras valiosas, aunque sólo fueran esquemas, que debían completarse y publicarse.

Cuando Bentham recibió las galeradas de parte de los Tratados estaba encantado. Hizo comentarios y correcciones en varias cartas que envió a Dumont y redactó algunas notas para el Prefacio que, aunque al final no fueron utilizadas por su amigo, nos brindan un interesante retrato del pensamiento de Bentham en aquella época (Bentham, 1988a, p. 24). Fue el primero en llamar la atención sobre ciertos pensadores que habían desarrollado algún principio moral o político fundamental: «una palabra o una corta frase que se convierte en una especie de gancho del que colgar las opiniones y postulados personales, con sus pasiones y prejuicios, sin tener en cuenta si su interés había resultado productivo…» (Bentham, 1988a, p. 24). Así, en aras de favorecer la monarquía absoluta, Hobbes había recurrido a la idea del Leviatán, y Filmer al principio de la potestad paterna. Locke había diseñado la «ficción» del contrato original para limitar a la monarquía. El obispo Warburton había proclamado la «ficción» de la alianza entre Iglesia y Estado para dar a ciertas personas el máximo poder posible en el seno de la sociedad. Rousseau había inventado su «ficción» del contrato social para recomendar la democracia. En cambio, el principio de utilidad era algo diferente, que en ocasiones concordaría y en otras no con los diversos principios postulados por estos autores. Debido a su potencial crítico, a menudo «todas las partes lo recibían con frialdad, aversión y escasa atención» (Bentham, 1988a, pp. 25-26).

Bentham, como muchos de sus contemporáneos, se consideraba seguidor de Bacon y Newton, pero lo que quería resaltar con ello era, por un lado, la percepción y la experiencia, y, por otro, la observación y el experimento. Establecía una analogía con la medicina y afirmaba que muchos otros escritores sobre política y moral creían erróneamente que las enfermedades se curarían proclamando el derecho a la buena salud. A veces daban vueltas y vueltas en círculo, como hicieron los discípulos de Aristóteles en física, definiendo un término con ayuda de otro hasta que volvían al primero (Bentham, 1988a, pp. 26-27). Bentham decía avanzar despacio y con precaución, observando los nexos existentes entre diversos actos y las sensaciones que implicaban:

Mientras otros enseñaban derecho criminal clamando contra la depravación individual por un lado y contra la crueldad de las leyes y de la tiranía por otro, J. B. investigaba las sensaciones que se producían en el pecho de los afectados y se interesaba por los crímenes y otros actos perniciosos. Los resultados de la investigación, obtenidos en cada caso, le permitían situar todo acto en un sistema de clasificación diseñado no por juristas ni moralistas, sino por los Limdus [Linnaeus], los Sauvages [François Boissier de Sauvages] y los Cullen [William Cullen]. Esta clasificación de delitos es la nosología del cuerpo político, el equivalente en las enfermedades en otros casos, pues se los describe atendiendo a las sensaciones que provocan u obstaculizan (se produce dolor y eso evita que haya placer). Se investiga asimismo el modo en el que tiene lugar el efecto (Bentham, 1988a, p. 27).

Para redactar su propuesta de prefacio, Bentham se basó en IPML, escrito más de dos décadas antes, y llamaba la atención sobre dos importantes capítulos (II y XVI) de esa obra (que reelaboró en los Tratados) (Bentham, 1996 [1789], pp. 17-33, 187-280, 1802, I, pp. 10-21, II, pp. 240 ss.). En el capítulo II de IPML, Bentham incluía toda una fraseología utilizada por los filósofos para fundamentar sus sistemas –como, por ejemplo, «sentido moral», «sentido común», «entendimiento», «imperio de la ley», «adecuación de la cosas», «derecho natural», «derecho racional», «justicia natural», «equidad natural», «buen orden», «verdad» y «teoría del elegido»– que él desdeñaba por entender que carecían de sentido, pues sólo reflejaban los sentimientos o prejuicios de los autores (Bentham, 1996 [1789], pp. 26 n.-29 n.). En su propuesta de prefacio a los Tratados, Bentham se centró más en los principios morales y políticos (p. ej. los de Hobbes, Locke, Rousseau, etcétera) que rechazaba de forma similar.

En el capítulo XVI, el más largo y complejo de IPML, confeccionó una compleja clasificación de todo posible delito en una sociedad dada, que luego cabría usar a modo de base para la elaboración de un código penal útil. Pero estos capítulos reflejan, a su vez, el método de Bentham, más ligado, como sabemos, a la medicina y a la botánica que a la filosofía política tradicional. El principio de utilidad no era una alternativa a la teoría del contrato social o de los derechos porque descansaba sobre fundamentos diferentes y se dedicaba a la observación y al experimento, en vez de a la defensa de principios o disposiciones concretas. Lo que le interesaba respecto de los delitos era que determinados actos causaban daño a miembros de la sociedad y había que decidir cuándo eran delito y cuándo no. Al contrario que Beccaria, Eden, Howard y otros, no adoptó una postura ideológica ni a favor ni en contra de severos castigos (Draper, 1997, 2000, 2001; Rosen 2003, pp. 144-165). El resultado, en términos de indulgencia o severidad, dependía del análisis de los delitos concretos. Las ofensas sexuales o religiosas podían tratarse con mayor indulgencia en una sociedad dada que un asesinato o una agresión porque parecían producir menos daño, pero había delitos que exigían un castigo severo y ejemplar. Ni la indulgencia ni la severidad de las penas solucionaría los complejos problemas asociados a la delimitación de qué actos debían considerarse faltas y cómo habría que castigarlos Haría falta mucho trabajo adicional.

A John Stuart Mill le encantaban estos dos capítulos. En su Autobiografía escribió refiriéndose al capítulo II: «Me embargó la sensación de que todos los moralistas anteriores habían sido superados y de que, ciertamente, estábamos ante una nueva era del pensamiento» (Mill, 1981, CWM, I, p. 67). En cuanto a la clasificación de delitos del capítulo XVI (prefería la versión de los Tratados a la presentación, más compleja, de IPML), escribió:

Sentí que me elevaba hasta un lugar prominente desde donde podía otear un vasto dominio mental, y vi extenderse en la distancia resultados del intelecto que van más allá de toda posible computación. A medida que avanzaba, se sumaron a esta claridad intelectual inspiradas perspectivas de mejora en los asuntos humanos (Mill, 1981, CWM, I, p. 69).

LA PRUEBA

Un año después de la publicación de los Tratados en 1802, Bentham empezó a escribir seriamente sobre el problema de las pruebas (Bentham, 1988a, p. 250 y n.; cfr. asimismo Lewis, 1990, pp. 203-204). La posibilidad de que fuera el fracaso de su proyecto del panóptico lo que le llevó a estudiar esta cuestión resulta muy tentadora, explicaría el carácter político de su obra sobre el tema y abriría un periodo de transición a su aceptación del radicalismo político en 1809 (Twining, 1985, p. 24). Pero parece más plausible que lo que estimulara a Bentham fuera la exitosa publicación de sus Tratados, que le habría obligado a ocuparse de un tópico necesario para completar su visión de un código legal. Los Tratados se referían casi exclusivamente al derecho civil y penal, pero dejaban intocados dos campos fundamentales: la prueba y el proceso judicial, por un lado, y el derecho constitucional, por otro.

Es obvio que la regulación de la prueba tiene un fuerte componente político. Por su misma naturaleza la prueba, así como los medios admitidos para obtenerla y usarla en los tribunales, está relacionada con las ideas de percepción e inducción, así como con las teorías de la motivación y los conceptos de prueba y error (Twining, 1985, pp. 16, 26). Cuando Bentham escribió a su hermano sobre el libro en el que trataba la prueba, y que supuestamente iba a acabar en 1806, «nada de metafísica en este volumen», probablemente se refiriera al hecho de que la mayor parte de la obra era muy crítica con los juristas y las prácticas jurídicas del momento (Bentham, 1988a, p. 381). En su opinión, lo que probaba el éxito filosófico de su teoría era la generación de felicidad humana por medio de cambios prácticos en el derecho, pero la discusión filosófica siempre debía cimentar este esfuerzo práctico.

Cuando Bentham empezó a escribir en 1806 sobre la compleción de su obra apareció el nombre de Dumont. Bentham escribió a su hermano en 1806: «Me da una lata tremenda [Dumont] con el asunto de la prueba» (Bentham, 1988a, p. 342). Los miembros del viejo equipo del Círculo de Landowne, Romilly y Dumont, prestaron gran atención a la nueva empresa filosófica de Bentham (Bentham, 1988a, p. 356), pero el filósofo nunca terminó la obra. James Mill trabajó en los manuscritos sobre la prueba en 1809 (Bentham, 1988b, pp. 38, 47-48) y Bentham había imprimido parte de «Introduction to the Rationale of Evidence» en 1812 (Lewis, 1990, p. 209; Bentham, 1838-1843, VI, pp. 1-187). Dumont creó su propia versión en un sólo volumen en 1823, que se tradujo al inglés en 1825 (cfr. Bentham, 1823b, 1825). Según J. S. Mill, en la obra de Dumont se omitía el material sobre la práctica jurídica en Inglaterra para adecuarlo a los lectores continentales (J. Bentham, 1827b, I, pp. v-vi). Sería J. S. Mill quien completara los cinco volúmenes del Tratado de las pruebas judiciales entre 1825 y 1827. Lewis sugiere que al emprender esta difícil tarea el joven Mill cumplía un deber filial, pues «realizaba una obra de caridad por respeto a su padre intelectual, Bentham» (Lewis, 1990, p. 216).

En el breve prefacio a esta ingente obra, Mill se centra sorprendentemente poco en la naturaleza del logro de Bentham (seguramente pensaba que hablaría por sí mismo) y comenta ciertos temas políticos relacionados con la reforma. Su hilo argumental principal era que la reforma gradual de un sistema jurídico-técnico daría lugar a un sistema peor que si se reformaba siguiendo lo que denominada «un plan omnicomprensivo», aunque hubiera que implementarlo de golpe en vez de gradualmente (J. Bentham, 1827b, I, p. xiv). Mill admitió que «la mente pública no está preparada para una reforma de su sistema jurídico de tal calibre» y creía que había que «avanzar rápidamente para lograr el estado de preparación necesario. Expresar la opinión de que el derecho existente tiene defectos y requiere una reforma radical ya no se considera una muestra de desafecto hacia el Estado ni de hostilidad hacia el orden social o el derecho en general» (J. Bentham, 1827b, I, p. xv). Mill hablaba de las recientes propuestas de reforma jurídica de Peel y aludía a la obra de Humphreys, complementada por Bentham, sobre la reforma del derecho de la propiedad (J. Bentham, 1827a; Humphreys, 1826; Sokol, 1992, pp. 225-245). Mill utilizó esta evolución hacia la reforma de la década de 1820 para llamar la atención de un nuevo grupo de jóvenes juristas, activos en la causa de la reforma aunque defendieran intereses pecuniarios diferentes (J. Bentham, 1827b, I, pp. xv-xvi). En su opinión, la reforma no debía superar sólo «intereses siniestros» (en palabras de Bentham), sino también investigar con seriedad las posibilidades de un sistema alternativo (J. Bentham, 1827b, I, p. xvi). «Ha sido en el campo de la prueba», afirmó Mill, «donde se ha considerado al sujeto filosóficamente por vez primera» (J. Bentham, 1827b, I, p. xvi).

El Libro I de la edición de Mill estaba dedicado a los «fundamentos teóricos» y empezaba con una exploración de la naturaleza de la prueba y de los hechos. Bentham creía que el problema de la prueba afectaba a todas las disciplinas, incluidas la matemática y la religión, en las que las pruebas empíricas, en principio, no parecían tener una importancia directa. Según Bentham, «gran parte de la ciencia en general se ocupa de investigar tras haber obtenido pruebas o indicios» (J. Bentham, 1827b, I, p. 21). Mill parecía compartir este punto de vista, aunque también procuraba distinguir entre una disciplina puramente experimental como la química, en la que las pruebas eran objetivas porque se basaban en percepciones, y la matemática, que obtenía pruebas a través del razonamiento general. «Para describir las propiedades concretas de estos dos tipos de pruebas y distinguirlas entre sí –añadía Mill– habría que recurrir a un tratado de lógica más que a una obra como la presente» (J. Bentham, 1827b, I, p. 20 n.). De manera que, ya en 1827, Mill empezó a trabajar en el estudio de la lógica y la vinculó con el tema de la prueba. El nexo se refleja en el título de su propia obra de lógica A System of Logic Ratiocinative and Inductive Being a Connected View of the Principles of Evidence and Methods of Scientific Investigation (1843). Como bien ha señalado Kubitz (1932, p. 23), «el punto de vista expresado por Bentham sobre la prueba en su Rationale puede considerarse una de las primeras circunstancias que influyeron sobre el desarrollo de las teorías de lógica de Mill».

CODIFICACIÓN

La idea de Bentham de un código jurídico completo, aceptado por uno o más estados, es el epítome de esta concepción de la relación ideal entre filosofía y política (Bentham, 1998). Diseñar una obra así, que cubriera todas las ramas del derecho, pensada para regir la vida social de una sociedad aumentando la felicidad humana, o, al menos, disminuyendo su infelicidad, requería de toda la capacidad filosófica e imaginación de la sociedad afectada, así como de su aceptación de las leyes. Al igual que en la analogía con la medicina, el objetivo último era totalmente práctico; en este caso, se trataba de lograr la felicidad del individuo y de la sociedad. Para Bentham, intentar entender la felicidad humana sin saber en qué medida influyen las normas en esa felicidad y cómo habría que cambiarlas para incrementarla era autoindulgencia y no tenía sentido.

Bentham nunca redactó un código completo de normas (a pesar de que las Cortes portuguesas aceptaron su oferta de redactar borradores de una constitución y un código penal para Portugal en 1822) (Bentham 1983b [1830], pp. xi ss., 1998, pp. xxix-xxx), pero, a lo largo de su vida, de su implicación en la elaboración de la Ley Penitenciaria de 1779 –escribió un comentario crítico al proyecto de ley titulado, A View of the Hard-Labour Bill (1778) (Bentham, 1838-1843, IV, pp. 3-35; cfr. Rosen 2003, p. 161) a su contribución a la Ley de Anatomía de 1830 (R. Richardson, 1986, pp. 22-33, 2001, p. 112)– siempre mostró un gran interés hacia todo tipo de leyes y escribió extensamente sobre un gran número de materias. Nunca abandonó tampoco su enfoque filosófico; de hecho, en sus últimos años recurrió a él con mayor frecuencia.

Bentham volvió a la codificación por la puerta grande en 1811, cuando envió una carta a James Madison, presidente de los Estados Unidos de América, ofreciéndose a redactar un código legal completo (o pannomion) para reemplazar al derecho común anglosajón, o Common Law (Bentham, 1988b, pp. 182-215; 1998, pp. 5-35). Consultó a Dumont para escribir la carta (Bentham, 1998, pp. xii-xiii), y, según todos los indicios, puede que lo incitara a meterse en este segundo gran proyecto filosófico la publicación por parte de Dumont, ese mismo año, de su Théorie des Peines et des Récompenses (Bentham, 1811). En la carta dirigida a Madison (y en numerosas cartas que escribió después a destacadas figuras del mundo), Bentham afirmaba que en los Tratados se diseñaban un plan y un ejemplo de rationale («una serie de razones que acompañan a modo de comentario perpetuo» a las leyes propuestas) (Bentham, 1988b, p. 184). Bentham también señalaba que los Tratados se mencionaban en el Code d’Instruction Criminelle (1807) y el Code Pénal (1810) de Napoleón, así como en el código penal promulgado por el rey de Baviera (cfr. Bexon, 1807, Punto I, pp. lxvi, lxvii, lxx; Punto II, pp. iv, lvii, lxxxvii, cxxii, cxxiv; Libro II, p. 1; cfr. asimismo Bentham, 1998, pp. 11-12 y notas). Fuera lo que fuese que estimulara a Bentham a retomar la codificación en 1811, es evidente que los Tratados seguían siendo su ancla y el modelo de su nueva empresa. En su carta enviada en 1814 a Simon Snyder, gobernador de Pensilvania, cuando dejó de dirigirse al Gobierno federal y empezó a ofrecer sus servicios a los gobiernos estatales, hacía referencia a las dos recensiones de Dumont y al IPML, del que decía ser el «antecedente» de los Tratados (Bentham, 1988b, p. 390; 1998, p. 69).

Para conseguir el encargo de redactar un código legal completo, Bentham pensó incluso en Gran Bretaña. En 1812 se dirigió a Henry Addington, vizconde Sidmouth, quien acababa de ser nombrado ministro del Interior, para proponerle la redacción de un borrador de código penal (Bentham, 1988b, pp. 247-251). En esta ocasión, como en muchas otras, citaba a Bacon: «Desde los días de Lord Bacon, nunca se ha hecho a un hombre público el tipo de oferta que yo hago a Su Señoría» (Bentham, 1988b, p. 249). No se refería a Bacon en su calidad de filósofo, sino a la propuesta que había hecho a Jacobo I de elaborar un compendio de leyes (Lieberman, 1985, pp. 7-20; 1989, pp. 183-184, 241-251, 254-256). Explicaba a Sidmouth lo que esperaba de él en relación con el código que proponía. No pensaba en que se promulgara, sino en ser «utilizado como término de comparación, un objeto al que habría que acudir para dilucidar qué disposiciones eran las buenas, cuáles las malas, qué eran buenos argumentos y qué no, qué convenía aprobar y qué censurar» (Bentham, 1988b, p. 248). Aquí Bentham distingue entre el comentarista y el censor cuando comparan la ley tal como es con cómo debería ser (Bentham, 1988c, pp. 7-8). Pensaba que su código penal podría coexistir con las normas vigentes y difundir la verdad por medio de una comparación detallada entre ambas versiones del derecho.

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