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En el tratado más famoso de la época se afirma que los revolucionarios deben estar totalmente entregados a su tarea de destrucción. Se dice que fue redactado para un grupo, que quizá no existió nunca, relacionado con Serguéi Necháyev. Me refiero al Catecismo revolucionario, basado en los principios de Bakunin, aunque él no lo escribió (Carr, 1961, p. 394; Laqueur, 1979, pp. 68-72; Pyziur, 1968, p. 91). Describe al insurrecto típico: un hombre retraído, duro, asocial y casado únicamente con su lucha y con sus metas, que incluían la destrucción total de las instituciones y estructuras de la vieja sociedad. En el Catecismo se propone dividir a la clase superior de la sociedad rusa en seis categorías. La primera estaba compuesta por las personas a las que habría que ejecutar inmediatamente, en orden, atendiendo a las «iniquidades relativas» cometidas (Woodcock, 1970, p. 160). Se atribuye a Necháyev el haber fundado la sociedad nihilista a primeros de 1869, creando círculos de cinco miembros, círculos que, a su vez, se agrupaban en secciones. Un comité, que se reservaba la potestad de pronunciar condenas a muerte, dirigía la sociedad. Circularon panfletos impresos incitando a la revolución a finales de 1874, pero hubo muchos arrestos. Su programa social y político, que Marx rechazaba por considerarlo «un excelente ejemplo de comunismo de barricada», incluía la supervisión centralizada de la producción por parte del Comité, la abolición del matrimonio, el trabajo físico obligatorio, las cenas comunitarias de obligada asistencia, dormitorios comunitarios y la abolición de cualquier forma de contrato privado (Yarmolinsky, 1957, p. 163).

Gran Bretaña

En la Gran Bretaña de la década de 1790 y de la primera mitad del siglo XIX hubo diversos conatos de levantamientos armados (cfr. Dinwiddy, 1992a; Royle, 2000; Thomis y Holt, 1977). En la década de 1790 surgieron en la clandestinidad diversos grupos revolucionarios (por ejemplo, la London Corresponding Society) que actuaban como si fueran organizaciones legales para la reforma parlamentaria y cuya meta era lograr una «representación política igualitaria». Pero estas propuestas podían enmascarar ideas republicanas y posibles reformas sociales, que se debatían más abiertamente de lo que se habían discutido los principios de Los derechos del hombre de Paine a principios de la década de 1790 (Wells, 1986). Una de las primeras organizaciones de este tipo fue la de los United Britons, con base en Londres, a la que siguió el grupo United Englishmen, fundado en abril de 1797, que adoptó una estructura de ramas, o «baronías», con comités en los condados y provincias. Tenía su base en las Midlands y sus miembros pronunciaban un juramento secreto. Al norte, el grupo United Scotsmen cumplió un papel similar a partir de 1797, cuando se hizo cargo de la anterior Society of the Friends of the People. Los motines navales de 1797 tuvieron su dimensión política, aunque casi nunca manifestaran sus metas. Los United Britons y otras organizaciones pusieron en marcha el complot conocido como la Conspiración de Despard (1803): un plan para asesinar al rey y a miembros destacados del Gobierno (Conner, 2000; Jay, 2004; Wells, 1986, p. 221).

La Society of United Irishmen, que desempeñó un destacado papel en la rebelión de 1798, fue la asociación más importante de este tipo (Curtin, 1994; Madden, 1858). Fundada en Belfast en octubre de 1791, en principio no era un grupo revolucionario; sólo buscaba «una representación imparcial y adecuada de la nación irlandesa en el Parlamento». Como ya sabemos, uno de sus líderes, Wolfe Tone, perdió todo interés por los principios abstractos y afirmó que no pretendía la república sino la independencia de la nación irlandesa. Pero en 1796, Tone estaba decidido a recabar la ayuda de los franceses para fundar una república. En los relatos de la época se sugiere que, pese a la existencia de múltiples desacuerdos internos, otros miembros también tendieron gradualmente tanto al republicanismo como a la revolución a mediados de la década de 1790 (p. ej. O’Connor et al., 1798, p. 3). Algunos miembros de United Irishmen, como el padre de Robert Emmet, también se inspiraron en las repúblicas clásicas (O’Donoghue, 1902, p. 21). En 1795 United Irishmen se había convertido en una organización piramidal con muchas pequeñas sociedades locales formadas por grupos de doce personas de un mismo vecindario. Cinco sociedades locales constituían un comité de barones inferior, y los delegados de diez de esos comités formaban un comité de barones superior. Por encima de ellos había comités condales y provinciales, con un ejecutivo en el vértice. Se decía que había asimismo un Comité de Asesinatos, aunque siempre lo negaron con vehemencia (por ejemplo, Arthur OʼConnor et al., 1798, p. 8, afirma que la doctrina «se reprobaba frecuente y fervorosamente», aunque hasta esas afirmaciones se han puesto en duda; cfr. Lecky, 1913, IV, pp. 80-81). Invocando el paralelismo con la Revolución Gloriosa de 1688, cuando los revolucionarios ingleses habían pedido la ayuda de una república extranjera para librarse del despotismo, la Society of United Irishmen negoció con el Directorio francés por mediación de Lord Edward Fitzgerald, y, a principios de 1798, ya estaba listo el plan de insurrección. Todo acabó ese mismo año con el desembarco en Bantry Bay de tropas francesas que fueron derrotadas rápidamente. Otro intento de rebelión, liderado por Robert Emmet en 1803, acabó de igual forma (O’Donoghue, 1902, pp. 121-177).

Hubo una trama en la posguerra que aunó milenarismo y política radical. Fue obra del movimiento de reforma agraria asociado a Thomas Spence (Chase, 1988; McCalman, 1988; Poole, 2000), y también estuvo implicada una facción de la London Corresponding Society dirigida por Thomas Evans y asociada a los United Englishmen y a los United Britons, que exigía la nacionalización de la tierra y la administración de la agricultura por los municipios. La facción se acabó convirtiendo en la Society of Spencean Philantropists. Sus miembros urdieron la denominada «Conspiración de Cato Street» (1820) liderada por Arthur Thistle­wood, que pensaba provocar un levantamiento general en Londres asesinando al gabinete ministerial al completo durante una cena (D. Johnson, 1974). El excéntrico John Nichols Tom, alias Conde Moses , alias Sir William Courtenay, protagonizó un levantamiento spenciano menos conocido. En 1838, Tom proclamó al modo profético que descendía del cielo y prometió «acabar para siempre con la capitación, los impuestos con los que se gravaba a los comerciantes, las clases productivas y el conocimiento», así como con la primogenitura, las prebendas y la esclavitud (A Canterbury Tale, 1888, p. 3). Condujo al desastre a un pequeño grupo, blandiendo estacas en las que habían clavado una rebanada de pan y procurando repartir comida, y tierras en un futuro, entre los pobres (Courtney, 1834; Rogers 1962). La campaña de destrozo de máquinas llevada a cabo por los denominados luditas carecía, en general, de organización, fue local y de naturaleza económica. Los luditas estuvieron muy activos entre 1811 y 1816 y también crearon organizaciones secretas en las que se juramentaban (cfr. Thomis, 1972). En 1820 hubo un breve levantamiento en Escocia a causa de la pobreza, en el que se invocaron una tradición republicana escocesa que hundía sus raíces en 1792, o incluso antes, y los sucesos recién acaecidos en España (Ellis y A’Ghob­hainn, 1970). Las rebeliones campesinas eran bastante comunes y los insurgentes solían exigir una bajada del precio del pan (Peacock, 1965). El movimiento asociado al «Capitán Swing», que en 1830 se dedicó a la destrucción de equipo agrícola y a exigir el mantenimiento de los salarios en el campo, tampoco fue de naturaleza política o revolucionaria, aunque se decía que había republicanos entre sus filas y la Revolución francesa de ese año le dio un claro impulso (Hobsbawm y Rudé, 1973).

Tras la década de 1830, el movimiento sindical desarrolló estrategias mucho más militantes en forma de propuestas de huelga general, formuladas por primera vez por William Benbow (Prothero, 1974). Los aspectos más revolucionarios del agrarismo spenceano fueron retomados por algunos cartistas, sobre todo por George Julian Harney. Los cartistas también diseñaron algunos planes para insurrecciones violentas, entre ellos el de quemar Newcastle (Devyr, 1882, pp. 184-211), una trama para apoderarse de Dumbarton Castle, y su levantamiento más famoso, el de 1839, cuando se reunieron miles de cartistas en la pequeña ciudad galesa de Newport para intentar sacar de la cárcel a Henry Vincent; fueron derrotados rápidamente (The Chartist Riots at Newport, 1889; Jones, 1985). En 1848, el cartismo se volvió marcadamente internacionalista, con la fundación a mediados de la década de 1840 de los Demócratas Fraternos y de los Amigos Democráticos de Todas la Naciones, organizaciones que ligaban a los cartistas con diversos radicales europeos (Lattek, 1988, pp. 259-282). A finales de este periodo surgió asimismo el movimiento marxista revolucionario (Kendall, 1969, pp. 3-83).

DEL TIRANICIDIO AL TERRORISMO

El asesinato político y la violencia individual

Los historiadores no consiguen dar una definición consensuada de «terrorismo». Con la palabra «terrorista» se suele aludir a alguien que pelea por las libertades de los demás, recurriendo al uso (y a la amenaza) de la violencia sistemática, al margen de guerras declaradas, para lograr sus metas revolucionarias[6]. Pero, en general, se tiende a pensar que el terrorismo del siglo XX es de un tipo muy diferente al de los siglos anteriores en términos de métodos y de objetivos (algunas descripciones generales en Ford, 1985; Hyams, 1974; Parry, 1976; Paul, 1951 y Wilkinson, 1974). La mayoría de los movimientos del siglo XIX que promovían actos de violencia individual eran parte de movimientos revolucionarios o insurrecciones más amplias, que querían destronar a déspotas como el zar ruso o a usurpadores como Luis Napoleón. Su carácter antiimperialista –esencial en el siglo XX– no cobró excesiva importancia hasta finales del periodo con las notables excepciones de Irlanda y de la India (los movimientos revolucionarios de América Latina rara vez recurrieron a este tipo de táctica). No podemos entrar a considerar aquí el asesinato de adversarios políticos sancionado por el Estado, tan común como la tortura, que también cabe considerar «terrorismo». Tampoco analizaremos el terrorismo de Estado, a veces denominado «terrorismo policial» o «represivo», que constituye la otra cara del terrorismo «de agitación» o «revolucionario». El mejor ejemplo es el del Comité de Salud Pública de Robespierre en los años del «reinado del Terror» (1793-1794), en los que miles de personas (de 17.000 a 40.000) fueron ejecutadas, entre otros 1.158 nobles, aunque miles más murieron por enfermedad y abandono. Esta situación introdujo el vocablo «terrorismo» en el lenguaje político (primero lo usaron los jacobinos con connotaciones positivas y luego como término peyorativo, en torno a 1795) y se extendió luego su aplicación a otros regímenes, como el del dictador Francia en Paraguay (Robertson y Robertson, 1839). No tenemos espacio para hablar del funcionamiento «normal» de las autocracias, en las que miles perdían sus vidas a causa de la represión política (en la Rusia zarista, se podía azotar a las mujeres hasta la muerte con un látigo por «sedición»), ni del maltrato «normal» que se dispensaba a las poblaciones nativas. No podemos abordar aquí la idea de que el gobierno imperial era protototalitario porque institucionalizaba la brutalidad a escala masiva, mantenía aterrorizadas a poblaciones enteras –lo que evitaba tener que enviar tropas para controlarlas– e imponía penas draconianas a quien pronunciara críticas menores, pero «sediciosas», contra el gobierno. (Dicho lo cual, el «Código Negro» de la Francia de finales del siglo XVII, que aprobaba palizas, mutilaciones y torturas infligidas a prácticamente toda la población sometida, y las políticas belgas, increíblemente crueles, impuestas en el Estado esclavista del Congo por el rey Leopoldo a finales del siglo XIX [cfr. Morel, 1906], encarnan indudablemente el «terrorismo» y deben ocupar su lugar en todo relato sobre la prehistoria del totalitarismo del siglo XX.) Debemos distinguir además entre el asesinato político para forzar un cambio de régimen, algo bastante común a lo largo de la historia (de Cómodo a Constantino el Grande, veintisiete de treinta y seis emperadores romanos murieron asesinados), y la justificación del derrocamiento de tiranos en nombre del bien común, o tiranicidio.

Los terroristas decimonónicos solían recurrir a la historia para justificar el asesinato de tiranos por parte de individuos aislados en nombre del bien común. Esta doctrina tiene un rancio pedigrí que se remonta al mundo antiguo (Laqueur, 1979, pp. 10-46). En la Grecia clásica, Jenofonte compuso un diálogo sobre la tiranía en el que honraba al asesino de déspotas. En Roma, Cicerón y Séneca alabaron el asesinato de los usurpadores. Un movimiento profundamente contrario a los romanos, el de los Zelotas, se dedicaba al asesinato y la destrucción para ejercer la resistencia judía. César fue en la Antigüedad una de las víctimas más famosas de un tiranicidio justificable, y Enrique IV, asesinado por Ravaillac en 1610, la baja más destacada en época moderna. En la Edad Media se sostuvo la teoría de que se podía asesinar a los tiranos que carecieran de título legítimo, aunque los gobernantes legítimos que se volvían déspotas constituían un caso mucho más complicado (Jaszi y Le­wis, 1957). Durante el Renacimiento y el Barroco, este tipo doctrinas se consignaron en obras como De Iure Regni apud Scotos (ca. 1568-1569) de George Buchanan, en el Vindiciae contra Tyrannos (ca. 1574-1576) y en De Rege et Regis Institutione (1599) de Juan de Mariana. En todas ellas se insiste en que, de violarse el contrato establecido entre el rey y el pueblo del que depende el gobierno legítimo, se podía destronar al rey. Las obras británicas de este tipo más famosas del siglo XVII son El título de reyes y magistrados (escrita en 1649) y Killing No Murder (1657) de John Milton. Durante la Revolución francesa se asistió al asesinato de Jean-Paul Marat por parte de Charlotte Corday, probablemente el primer ejemplo moderno del uso del «terrorismo» individual como reacción frente al terrorismo de Estado. Los partidarios de Babeuf insistían en que «quienes usurpan la soberanía deben ser ejecutados por los hombres libres […] el pueblo no descansará hasta haber acabado con el gobierno tiránico» (Jaszi y Lewis, 1957, p. 128). Este fue el momento en el que teorías del regicidio más antiguas dejaron paso a ideales más modernos del terror individual, aunque seguiría habiendo muchos atentados contra soberanos europeos (por ejemplo, el del corso Fieschi contra Luis Felipe en 1835) hasta las revoluciones de 1848.

Se dice que en Alemania la justificación filosófica del terrorismo ya existía en 1842, cuando Edgar Bauer extendió el método de la crítica hegeliana para proponer el derrocamiento revolucionario del orden social y el sistema político existentes[7]. Las justificaciones románticas del asesinato político surgieron tras la muerte violenta del supuesto espía ruso August von Kotzebue en Jena, en 1819, a manos de Karl Ludwig Sand. La Liga de los Justos, que más tarde se convertiría en la Liga Comunista y estuvo implicada en el levantamiento de 1838 de Blanqui en París, contempló asimismo el uso del terror como instrumento de insurrección. Examinó formalmente la propuesta de que el terrorismo individual podía ser una buena táctica. Wilhelm Weitling sugirió que 20.000 ladrones y asesinos podrían formar una vanguardia revolucionaria útil, pero la idea fue rechazada.

Estas amenazas palidecían junto a las tesis de otro revolucionario alemán. Me refiero a Karl Heinzen (1809-1880), que formuló lo que se ha denominado la primera «doctrina de pleno derecho del terrorismo moderno» (Laqueur, 1977, p. 26). La defendió en un tratado titulado Der Mord [El asesinato], publicado en 1849, que no trataba sólo del tiranicidio como uno de «los principales medios del progreso humano» (Wittke, 1945, p. 73), sino asimismo del asesinato de cientos y hasta de miles, en cualquier momento y lugar, en nombre del interés superior de la humanidad. Aunque «la destrucción de la vida de otro» siempre era «injusta y bárbara», Heinzen afirmaba que «si se permite matar a un hombre, hay que permitírselo a todos». No se podía trazar distinción alguna entre la guerra, la insurrección, el magnicidio y el asesinato. Heinzen aludía al «catálogo de asesinatos de la historia» y llegaba a la conclusión de que las matanzas más inmorales se habían perpetrado en nombre del cristianismo. En números redondos habían muerto unos dos mil millones de personas en nombre de la religión. En cambio, el número de asesinatos cometidos por individuos a lo largo de la historia era mucho menor. Los mayores asesinos de su época eran los tres grandes emperadores de Prusia, Austria-Hungría y Rusia –y el papa–, cuyo mensaje compartido, a juicio de Heinzen, era: «Asesinamos para gobernar, como debéis hacer vosotros para ser libres». Heinzen continuaba: «El asesinato de dimensiones colosales sigue siendo el principal medio de evolución histórica». Asesinar déspotas nunca podía ser delito porque se trataba de legítima defensa (Heinzen, 1881, pp. 1-2, 5, 8, 10, 15, 24). Consideraba que «la seguridad del déspota se basa exclusivamente en que ostenta los medios de destrucción». Según Heinzen, «el mayor benefactor de la humanidad es quien hace posible que unos pocos hombres acaben con miles» (Heinzen, 1881, p. 24; Laqueur, 1979, p. 59). Cualquier nuevo medio técnico que contribuyera a esos fines, incluidos el uso de cohetes, minas y gas venenoso, capaces de destruir ciudades enteras, era bienvenido. Heinzen alabó a Felice Orsini superlativamente en 1858, y reeditó Der Mord para la ocasión.

Ha habido varios intentos de asociar a Marx con esto ideales (p. ej. Schaack, 1889, pp. 18-19); pero cuando supo de la explosión provocada por los fenianos en Clerkenwell, comentó Marx en su correspondencia: «Las conspiraciones secretas melodramáticas de este tipo suelen estar condenadas al fracaso». Engels replicó: «Todas estas conspiraciones comparten la desgracia de conducir a semejantes actos de locura» (Marx y Engels, 1987, pp. 501, 505). (En 1882, sin embargo, Engels sí concedió a Eduard Bernstein que, aunque un levantamiento irlandés no tuviera ni la «más remota posibilidad de prosperar», «la presencia acechante de conspiradores fenianos armados» podría contribuir al «único recurso que les queda a los irlandeses... el método constitucional de conquista gradual»; Marx y Engels, 1993a, pp. 287-288.) El único caso que consideraban una excepción era el de Rusia, sobre la que Engels llegó a decir, en una carta enviada a Vera Zasúlich en 1885, que «es uno de esos casos especiales en los que es posible que un puñado de hombres lleven a cabo una revolución… Si el blanquismo, la fantasía de subvertir a la sociedad entera por medio de una pequeña banda de conspiradores, tiene algún viso de racionalidad, en todo caso sería en San Petersburgo» (Marx y Engels, 1993b, p. 280). El terror nunca fue un aspecto central de la estrategia marxista pese a las ejecuciones masivas (unos dos millones en torno a 1925) de la Revolución bolchevique, que ya presagiaban un derramamiento de sangre mucho mayor bien entrado el siglo XX.

En la década de 1850 esta controversia cristalizó en Gran Bretaña en torno al tema de la naturaleza ilegítima del gobierno de Luis Napoleón tras su golpe de Estado de 1851 y, más concretamente, tras el intento de asesinato de Napoleón III protagonizado por Orsini el 14 de enero de 1858. A medida que tomaba forma el debate sobre la justificación del tiranicidio, el secularista George Jacob Holyoake (que había ayudado a Orsini a probar sus bombas) reeditó una serie de tratados del siglo XVII al respecto. Un destacado abogado radical, Thomas Allsop, ofreció en privado cien libras esterlinas a cualquier asesino que ayudara a Orsini con su equipo rudimentario de explosivos (Holyoake, 1905, p. 41). La defensa británica más conocida de Orsini –cuya propia inspiración nacía Tácito (Orsini, 1857, p. 23; Packe, 1957)– fue la obra de W. E. Adams titulada Tyrannicide: Is It Justifiable? (1858), en la que se afirmaba:

Todo momento de opresión es un estado de guerra; cada negación de un derecho, un casus belli. La guerra se impone allí donde reina un déspota o está esclavizado el pueblo. Las hostilidades pueden desatarse en cualquier momento, en cuanto el pueblo adquiere la fuerza y esperanzas de éxito. No se rompen treguas ni tratados. La revolución es la emboscada del pueblo (Adams, 1858, p. 6).

A la Joven Italia también la acusaron de asesinatos, como el del conde Pellegrino Rossi, aunque luego fue exculpada (Frost, 1876, II, p. 180). Mazzini, acusado de haber tramado el asesinato del emperador austríaco en 1825 y de otro asesinato en 1833 (Mazzini, 1864, I, p. 224), se replanteó entonces la «teoría de la daga» en una carta abierta a Orsini (miembro de la Joven Italia) en la que rechazaba la idea.

Terrorismo sistémico

El terrorismo sistémico o estratégico es un producto de la segunda mitad del siglo XIX. En muchos países había pequeños grupos activos, como el Ku Klux Klan de Norteamérica, los Molly Maguires en el seno del movimiento laborista, polacos, españoles y armenios, aunque los grupos principales que operaban en la época lo hacían en Rusia e Irlanda.

Rusia

El terrorismo ruso estaba íntimamente relacionado con la doctrina anarquista, aunque esto no explique su carácter. Gran parte de la actividad terrorista de esta época estaba directamente vinculada a movimientos revolucionarios pero, como el destacado anarquista Sergius Stepniak señaló, fue a raíz de concebir la revolución en Rusia como algo «absolutamente imposible» por lo que el terrorismo se convirtió en la estrategia (Zenker, 1898, p. 121). Era lo que defendían los intelectuales, pero no era algo obvio en los movimientos campesinos, sobre todo teniendo en cuenta la dureza de la represión (Hardy, 1987, p. 161). De manera que, como bien señala un historiador actual, «la filosofía terrorista, en sentido moderno, nació tras la rebaja de las expectativas revolucionarias después de 1860, cuando el distanciamiento de las masas fue más agudo» (Rubinstein, 1987, p. 145).

El grupo ruso más famoso que defendió este tipo de estrategia fue Naródnaya Volia, una escisión del partido populista Tierra y Libertad (Set, 1966). No les preocupaba la centralización o no del gobierno, lo que querían era revitalizar el mir, la comuna campesina, para implementar la justicia y la libertad en Rusia. Entre enero de 1878 y marzo de 1881, Vera Zasúlich disparó al gobernador general en San Petersburgo, asesinaron al jefe de la policía secreta zarista y al general Mezentsev (en agosto de 1878), e incluso mataron al zar Alejandro II el 1 de marzo de 1881. Pero, además, justificaron los asesinatos de

las figuras más peligrosas del Gobierno […] castigando […] los casos más notorios de opresión y arbitrariedad por parte de la administración, etcétera […] El objetivo es acabar con la ilusión de la omnipotencia del Gobierno, ofrecer ininterrumpidamente pruebas de que se puede luchar contra el Gobierno, de forma que se eleve el espíritu revolucionario del pueblo (Naimark, 1983, p. 13).

A finales de la década de 1880, Naródnaya Volia y el pensamiento socialdemócrata empezaron a fusionarse, y el terrorismo se fue vinculando, cada vez más, a la organización de la clase trabajadora con fines socialistas (Venturi, 1960, pp. 700-702). Algunos naródniki de este periodo, como Abram Bakh, desecharon el terror por considerarlo ineficaz e incompatible con principios realmente revolucionarios (Naimark, 1983, p. 230), pero no era el punto de vista predominante.

Una segunda oleada de terrorismo ruso siguió a la fundación del Partido Social Revolucionario (los eseristas), empezando por el asesinato del ministro del Interior, Dmitri S. Sipiaguin, en 1902, pero hubo cincuenta y cuatro attentats en 1905, ochenta y dos en 1906 y setenta y uno en 1907, antes de que descendiera el número. Este grupo ofrecía una elaborada justificación del terrorismo mezclada con la teoría marxista. El objetivo de los actos terroristas no era la glorificación del acto individual o de la voluntad, sino revolucionar a las masas (Geifman, 1993, p. 46). De manera que los muchos intentos de matar a sucesivos zares encajaban en la práctica clásica del tiranicidio, que más tarde se extendió a otros miembros del régimen, hasta que el terrorismo acabó permeando a toda la izquierda anarquista y socialista en Rusia. La primera persona en defender la violencia conspirativa para enardecer y educar a las masas, más que para hacerse con el poder, fue Serguéi Necháyev (1848-1882), considerado el «fundador» práctico del terrorismo moderno (cfr. Rapoport y Alexander, 1989, p. 70). Se suele citar su afirmación de que «el revolucionario sólo conoce una ciencia, la destrucción […] noche y día sólo tiene un único pensamiento, un propósito único: la destrucción sin piedad» (Jaszi y Lewis, 1957, p. 136). «Para él sólo existe un único placer, un consuelo, una satisfacción; la recompensa de la revolución» (Zenker, 1898, p. 137). En opinión de Necháyev, cualquier cosa que «ayude al triunfo de la revolución» puede considerarse «moral […] Hay que sustituir todo sentimiento suave y enervante de relación, amistad, amor, gratitud, e incluso honor por una fría pasión hacia la causa revolucionaria» (citado en Carr, 1961, p. 395). Raskólnikov, el protagonista de Crimen y castigo de Dostoievski, se basa en estas premisas.

La idea de que «el anhelo de destrucción es también un anhelo creativo» fue desarrollada por el principal líder anarquista de la época, Mijaíl Bakunin, que compartía con Marx su sentido de la inevitabilidad histórica. Más adelante, Georges Sorel (1847-1922) desarrollaría su expresión filosófica. En 1912 publicó sus Reflexiones sobre la violencia bajo el influjo del filósofo Henri Bergson (cfr. Arendt, 1969). En la década de 1890 surgió lo que hoy denominaríamos un perfil psicológico del «terrorista»; una especie de criminal desviado o de personalidad «antiautoritaria», que, según la psicología política aparentemente científica de la época, conjugaba el gusto por el poder con conductas sexuales impropias y con el antisemitismo (Kreml, 1977; Lombroso, 1896). Todo esto iba acompañado de la glorificación del ladrón tipo Robin Hood, como el ruso Stenka Razin, una encarnación de lo que Eric Hobsbawm ha denominado un «rebelde primitivo» o un «bandido social» y en el que las fronteras entre el delicuente, el forajido y el revolucionario, como lo entendía Necháyev, quedaban especialmente difuminadas (Hobsbawm, 1959, 1972). También se hablaba de la razonabilidad de una reacción violenta en circunstancias de opresión extrema y de violencia oficial o terrorismo de Estado (Goldman, 1969b, pp. 79-108). A finales de siglo hubo revolucionarios, como Plejánov, que quisieron restringir el uso del terror a circunstancias especiales. Otros, como Morózov, favorecían el «terror puro», por considerarlo una estrategia mejor que el asesinato individual y el levantamiento espontáneo, ya que «sólo castiga a los realmente responsables de la mala acción» (Laqueur, 1979, p. 74), aunque Morózov seguía buscando una justificación socialista. En torno a 1879 fue este segundo punto de vista el que triunfó en Naródnaya Volia y obtuvo el mayor apoyo del público en general. Hacia 1905 este tipo de tácticas fueron utilizadas por una gran variedad de grupos políticos, incluidos los bolcheviques.

Fenianismo

El movimiento insurgente más importante del siglo XIX en Europa Occidental estuvo ligado al nacionalismo irlandés. Aunque había habido muchos grupos operando en Irlanda como los Whiteboys y los Ribbonmen (Clark y Donnelly, 1983; Whelan, 1996; Williams, 1973), fue el movimiento conocido como fenianismo el que continuó la labor iniciada por la Joven Irlanda (Davis, 1987; Duffy, 1896). (Entre los estudios modernos cabe citar los de Comerford, 1998; Davis, 1974; Garvin, 1987; Newsinger, 1994; Quinlivan y Rose, 1982; Walker, 1969.) El movimiento sociocultural y político de la Joven Irlanda cristalizó en 1842 en torno al semanario dublinés The Nation. En 1848 formaban parte de la misma John Mitchel, Charles Gavan Duffy, Thomas Davis y William Smith O’Brien, junto a radicales de izquierdas como Fintan Lalor (cfr. Lalor, 1918); entre sus seguidores posteriores se cuenta Michael Doheny. En cuestiones sociales algunos de estos hombres eran bastante conservadores y retrógrados, pues querían recuperar la visión romántica de un pasado perdido de campesinos propietarios. Mitchel también se opuso a los «Republicanos Rojos» franceses en 1848. Las generaciones de nacionalistas posteriores simpatizaron más con la idea de llegar a un compromiso entre capitalismo y socialismo, mientras que James Connolly, algo aislado, apostaba por el socialismo tout court (Connolly, 1917). Al igual que los polacos, muchos republicanos irlandeses siguieron siendo católicos, lo que contrastaba con el anticlericalismo de muchos revolucionarios franceses e italianos. Se ha dicho que los unió el hecho de que el movimiento fuera «expresamente republicano y separatista desde el principio» (Henry, 1920, p. 33).

El fenianismo surgió en Estados Unidos e Irlanda a finales de la década de 1850, tras el fracaso de la Repeal Association encabezada por Daniel OʼConnell, a mediados de la década de 1840, y la represión de la breve insurrección de 1848. Lo lideraban dos miembros de la Joven Irlanda exiliados en París, James Stephens, que volvió a Irlanda, y John O’Mahony, que fue a Estados Unidos. El término «feniano» derivaba de Fianna Errinn, aludía a una legendaria orden de guerreros precristiana y fue acuñado por OʼMahony (Pigott, 1883, p. 99). El nombre fue utilizado por primera vez en torno a 1859 y desde entonces se lo asociaba primero a la Hermandad Revolucionaria Irlandesa y luego a la Hermandad Republicana Irlandesa, que se disolvió en 1924. (Su contraparte estadounidense, la Hermandad Feniana, se constituyó en 1865. Cfr. The Fe­nian’s Progress: A Vision, 1865, pp. 68-91.) La organización feniana empezó a reclutar miembros en 1858, celebró su primera reunión general en 1863 y se vinculó a otra organización norteamericana, Clan-na-Gael, fundada en 1869, que por entonces contaba con más de 200.000 miembros. Existía por su cuenta en Irlanda desde 1858, bajo el nombre de Hermandad Republicana Irlandesa. Los fenianos se organizaban en torno a un «centro» o «A», apoyado por nueve «B», o capitanes, cada uno de los cuales contaba con nueve «C» o sargentos, que lideraban un grupo de nueve soldados. Cada nivel sólo conocía a las personas más cercanas de su grupo. Es probable que Stephens copiara este esquema a los blanquistas y otros conspiradores franceses, aunque también se ha dicho (en una fuente algo sospechosa) que los planes de Stephens diferían de los de sus homólogos continentales, puesto que él no buscaba una breve insurrección, sino armar a una parte sustancial de la población de manera permanente para derrotar al ejército británico (Rutherford, 1877, I, pp. 61-62). Los miembros juraban guardar secreto, obediencia a los superiores y lealtad a la meta de convertir Irlanda en una república democrática.

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1992 стр. 4 иллюстрации
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9788446050605
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