Читать книгу: «Historia del pensamiento político del siglo XIX», страница 2

Шрифт:

Cabía esperar que Mallet hubiera brindado su apoyo a los natifs ginebrinos cuando se rebelaron en 1782 contra los estamentos privilegiados. Pero lo cierto es que criticó esa revuelta con los mismos argumentos contrarrevolucionarios que usaría siete años después contra los revolucionarios franceses. La rebelión natif, afirmaba Mallet, era un buen ejemplo de demagogia, en este caso por parte de los representantes de clase media, que «enardecían» a la gente con falsas promesas:

Las facciones republicanas acaban antes o después en tiranía. De manera que dejad a los Price, a los Raynal y a otros entusiastas, a los que cerebros atolondrados llaman los defensores del pueblo y a los que yo considero envenenadores; dejadles armar bulla entre la escoria de los estamentos, dejadles fomentar la inquietud cuando legitiman la insurrección apelando al derecho inalienable a la revolución; opongámonos a ellos no mediante argumentos, sino con la experiencia […] Con la historia de Ginebra ante nuestros ojos, vemos cómo la libertad se autodestruye siempre que tiende al autoengrandecimiento. Veinte felices naciones han recibido cadenas cuando lo único que querían era un gobierno libre de abusos, y ni una sola lo ha encontrado (citado en Acomb, 1973, p. 97).

En 1789, Mallet criticaba en el Mercure a la Revolución francesa en términos similares. Nunca adoptó, como Burke, una postura de reverencia hacia el antiguo régimen. «Aprueba los objetivos de la Revolución de 1789, pero rechaza los medios», afirma Jacques Godechot (Godechot, 1972, p. 75). Mallet tenía claro que el sistema señorial francés, al igual que la jerarquía política ginebrina, necesitaba una reforma. En este aspecto se mostraba de acuerdo con Jean-Joseph Mounier, que había propuesto transformar a los Estados Generales en un cuerpo unicameral, creando así una novedosa unión entre bourgeoisie y noblesse. Lo que Mallet odiaba era algo a lo que se refirió en repetidas ocasiones como «la democracia de la canalla» (démocratie de la canaille). De manera que formuló moderadas palabras de elogio para los decretos de agosto que abolieron los privilegios feudales, pero temía a la jacquerie subsiguiente. En cuanto el ataque a la aristocracia amenazó con convertirse en un ataque generalizado a la propiedad privada, lo rechazó. A medida que evolucionaba la Revolución, Mallet se volvía más y más hostil a lo que consideraba un desprecio utópico hacia la historia y la experiencia por parte de «la horrible facción de los jacobinos» (citado en Acomb, 1973, p. 249). «No se rehace a los hombres como si fueran decretos», exclamó en un contexto muy distinto en marzo de 1790 (citado en Acomb, 1973, p. 81).

Amplió este tema en su libro de 1793, Considérations sur la nature de la Révolution de France, que escribió en Suiza tras haber huido de Francia en mayo de 1792. «¡Ah!, cuando se aspira a liderar hombres, hay que tomarse la molestia de estudiar el corazón humano» (Mallet du Pan, 1793, p. 71). Eso era justo lo que, en su opinión, no había hecho la Convención revolucionaria al despreciar la experiencia como resultado de su fanático entusiasmo. «Resulta ridículo hablar sin cesar de principios cuando lo único que hay son circunstancias»; tal era la pragmática postura de Mallet (Mallet du Pan, 1793, p. 77). De ahí que se distanciara tanto de los monárquicos contrarrevolucionarios como de los brigands que habían usurpado Francia (Mallet du Pan, 1793, pp. 14, 21). Los monárquicos de toda la vida eran estrechos de miras, y su visión del mundo, provinciana. No veían que «todo europeo actual está implicado en esta lucha final por la civilización» (Mallet du Pan, 1793, p. v). Mallet esperaba que una coalición de fuerzas pudiera salvar a Francia de la anarquía, y a Europa de Francia, aunque temía que la guerra daría lugar a una dictadura militar (Mallet du Pan, 1793, p. 74). Los franceses habían olvidado que el objetivo y deber de todo gobierno es «la protección de las familias, de la paz pública y de las fortunas» (Mallet du Pan, 1793, p. 74).

Los escritos de Mallet du Pan, que alcanzaron a una vasta audiencia gracias al Mercure, contemplaban casi todos los grandes temas del pensamiento contrarrevolucionario. Su odio a la sistematización de Condorcet; su idea de que la historia era «política experimental»; su amor al orden en general y al orden monárquico en particular; su temor de que la Revolución erosionara la moral; su rechazo a la soberanía popular y a las teorías del derecho natural; su defensa a ultranza de la propiedad; su percepción cosmopolita de que la Revolución francesa no era sólo francesa sino necesariamente europea; su obsesión con el equilibrio; todos estos temas se reiterarían en escritos contrarrevolucionarios de toda Europa durante décadas. En Mallet no conducían al irracionalismo; sólo eran la continuación de la moderación reformista que caracterizaba a sus escritos de antes de la Revolución. El ejemplo de Mallet demuestra que se podía ser un contrarrevolucionario sin estar en contra de la Ilustración. Pero no todos los contrarrevolucionarios fueron tan moderados. En parte debido a su procedencia calvinista y en parte porque no defendía, como Montesquieu o Burke, la necesidad de mantener cuerpos intermedios, a Mallet du Pan no lo alteró especialmente el proceso de descristianización instigado por la Revolución. Si bien deploraba la «furia sin piedad» en la persecución a los clérigos, se mostraba menos contrario a su expropiación y a la abolición de los privilegios del clero (Godechot, 1972, p. 75). Según otros teóricos contrarrevolucionarios, en cambio, la religión, o la irreligiosidad, era el núcleo de todo lo malo de la Revolución; me refiero a esos pensadores de la década de 1790 a los que se suele denominar los «teócratas».

JOSEPH DE MAISTRE Y LOUIS DE BONALD: EL TRONO Y EL ALTAR

Joseph de Maistre (1753-1821) y Louis de Bonald (1754-1840) fueron contemporáneos y ambos reconocían que escribían cosas parecidas. «Nunca he pensado nada que tú no hubieras escrito antes, ni escrito nada que tú no hubieras pensado antes», escribió Maistre a Bonald (citado en Godechot, 1972, p. 101). Ambos iniciaron sus carreras políticas en la plataforma de la reforma pragmática. Maistre fue primero substitut y después senador en su Saboya natal, y en sus escritos prerrevolucionarios se revelaba como un adversario del despotismo y un defensor de la monarquía reformada. Esperaba, a la manera de Montesquieu, que el fortalecimiento de los cuerpos intermedios (los parlements en Francia y el Senado en Saboya) bastara para contrarrestar los abusos de las monarquías europeas y reforzarlas. «Hay que repararlo todo continuamente para que el edificio no se desmorone», explicaba (citado en Darcel, 1988a, p. 179). Bonald era más reformista. Como alcalde de Millau, una ciudad dedicada a la producción de queso Roquefort y de guantes, situada en la región francesa de Rourgue, Bonald pasó la década de 1780 intentando revitalizar el gobierno municipal y crear un espíritu rousseauniano de servicio público poco habitual en los rígidos gobiernos centralizados de los Borbones (Klinck, 1996, pp. 25-34). Apoyó tanto la revolución aristocrática de 1777-1778 como, inicialmente, la de 1789-1790, pues consideraba que era una buena oportunidad para los gobiernos locales. No rompió definitivamente con la Revolución hasta 1791, tras la controvertida decisión de la Asamblea Nacional de hacer jurar a los clérigos la nueva constitución. Huyó con sus hijos a Heidelberg, donde permaneció hasta 1795, escribiendo su Teoría del poder político, que publicó en 1796. Maistre, a quien desagradaban profundamente los cambios drásticos, había roto con la Revolución mucho antes que Bonald. Ya en junio de 1789, expresaba su terror ante la transformación de las instituciones políticas francesas. En septiembre de 1792 huyó de Chambéry al norte de Italia (primero a Aosta y luego a Turín), trasladándose a Lausana ese mismo año, donde organizó toda una red de espionaje para la Corona de Saboya y donde escribió el fino volumen que le dio reputación: las Consideraciones sobre Francia.

Ambas obras eran muy diferentes. En las Consideraciones, Maistre se refería explícitamente a la Revolución francesa, mientras que la Teoría de Bonald era mucho más abstracta y trataba de las leyes fundamentales que rigen la existencia humana desde el inicio de los tiempos. Pero en ambas obras se señalaba el vínculo inextricable entre política y religión. «Todos estamos atados al trono del Ser Supremo con una cadena que nos limita sin esclavizarnos» es la famosa primera frase de las Consideraciones (Maistre, 1994, p. 3). Para Maistre, la Revolución francesa era un suceso sobre todo «antirreligioso» que, por medio de sus ataques al cristianismo, no hacía sino confirmar que toda institución importante en Europa estaba «cristianizada». «[L]a religión está presente en todo, lo anima y sostiene todo» (Maistre, 1994, p. 42). Bonald estaba de acuerdo: para él, la sociedad civil era la unión de la sociedad religiosa y la política[4], lo que implicaba que había que unir una Iglesia renovada a una monarquía revitalizada.

Durante la Restauración y después, tras la publicación de su libro Du Pape (1819), Maistre se labró una reputación de católico ultramontano, de defensor ortodoxo del papado contrario a las «libertades galicanas» de la Iglesia de Francia. En Du Pape, Maistre decía esperar sinceramente que los ateístas se convirtieran a la fe y que el resto de las confesiones volvieran a la fe de Roma. Había pasado varios años en la corte del zar Alejandro I (1803-1817), donde quiso convertir al catolicismo, con cierto éxito, a muchos amigos ortodoxos rusos. El objetivo principal de Maistre en Du Pape era devolver al papado la gloria de la que gozaba en la Edad Media, antes de que lo debilitaran la Reforma y las críticas ilustradas del siglo XVIII. En su opinión, el papa era el auténtico arquitecto del esplendor europeo, y Francia una nación designada por la Providencia para ayudar a Roma en el ámbito secular (Armenteros, 2004, pp. 103-109; Maistre, 1852). Maistre lamentaba que los reyes franceses se hubieran infectado de jansenismo y de galicanismo, porque eso había causado incertidumbre y les había impedido cumplir su vocación. Afirmaba que los gobernantes políticos debían redescubrir aquello que tenían en común con el papa; una entidad que «gobierna y no es gobernada, juzga y no es juzgada» (Maistre, 1843, p. 16). Carl Schmitt denota la influencia de Maistre cuando escribe que el soberano es «la instancia de decisión última por su propia naturaleza» (Schmitt, 2007, p. 43; cfr. asimismo Spektorowski, 2002 sobre las similitudes y diferencias entre Maistre y Schmitt). «La infalibilidad en el orden espiritual y la soberanía en el orden temporal son sinónimos», escribió Maistre en su Lettre sur le Christianisme (citado en Lebrun, 1965, p. 135).

Pero el apego a la infalibilidad no quería decir ortodoxia. Tanto Maistre como Bonald asumieron la defensa de la utilidad social de la religión más allá del dogma católico estándar. Las ideas de Maistre debían mucho a su inmersión juvenil en escritos (y prácticas) masónicos e iluministas, que le influyeron al menos tanto como las enseñanzas ortodoxas de la Iglesia, aunque nunca pareció tomar nota del problema (cfr. Buche, 1935; Dermenghem, 1979). El enemigo real era la falta de fe. En las Consideraciones predijo «una lucha a muerte entre el cristianismo y el filosofismo», siendo así que el resultado sería un cristianismo «rejuvenecido» (Maistre, 1994, p. 47). Bonald también imaginó que, tras medio siglo de irreligiosidad creciente, surgiría un cristianismo reforzado con algunos elementos poco ortodoxos. Los philosophes se equivocaban al considerar a la religión un asunto privado, pues era lo que mantenía unida a la sociedad. Bonald suscribía el sueño de Rousseau de hallar una religión cívica similar al paganismo romano, pero, al contrario que el ginebrino, creía que se podía remodelar el catolicismo hasta convertirlo en esa religión. En su Teoría del poder político, Bonald propuso erigir un gran edificio piramidal, símbolo gigantesco de un poder triádico, donde se celebrarían grandes rituales nacionales como enterramientos o coronaciones: un templo a la Providencia (Klinck, 1996, p. 76).

Providencia y sacrificio eran elementos esenciales de la política de Bonald y Maistre. «Con el hombre surge la religión: con la religión empieza el sacrificio», escribió Bonald (Bonald, 1864, I, p. 493). Tomó la fe de Condorcet en la infinita perfectibilidad del hombre y la convirtió en la perfectibilidad infinita de las instituciones sociales: lo denominó la «religión de la sociedad» (Klinck, 1996, pp. 97, 78). Para los individuos, en los que Bonald había perdido la fe, esto suponía la subordinación progresiva del yo al conjunto de lo divino. «Los hombres son infelices porque son mortales; todos son castigados; son culpables; de manera que la voluntad, el amor y la fuerza evidentemente han degenerado y están sin regular» (citado en Quinlan, 1953, p. 52). A Maistre también le preocupaba el problema del mal. Opinaba, como los philosophes, que el universo funcionaba con precisión newtoniana, y se refería a Dios como el «Eterno Geómetra», un cliché del siglo XVIII. Pero, al contrario que ellos, creía tanto en la providencia particular como en la general. Maistre recurrió a la imagen deísta ilustrada de Dios como relojero (Maistre, 1994, p. 3), sin perder la feroz convicción antideísta de que Dios podía interferir en la historia secular siempre que quisiera y donde deseara: «La Providencia quiso que los septembristas dieran el primer golpe para que la justicia misma acabara envileciéndose» (Maistre, 1994, p. 6).

Esto agravaba el problema del mal. «El mal existe y no puede proceder de Dios», escribe en su Examen de Rousseau, pero ¿cómo puede entonces no proceder de Dios, dada Su omnipotencia? (citado en Lebrun, 1965, p. 31). Maistre respondía que se trataba de un «castigo» y escribe en sus Veladas que el mal no es necesario, pero, teniendo en cuenta la naturaleza corrupta del hombre, es permanente. El hombre clava mariposas con alfileres, convierte las tripas de cordero en cuerdas de arpa, mata elefantes por sus colmillos y asesina sin cesar a sus congéneres. Esta matanza puede tener un carácter divino si resulta ser una forma de sacrificio para restablecer el equilibrio en la existencia humana. Según Maistre, existe una gran diferencia entre la guerra y la anarquía. La una es divina, la otra satánica.

En Tratado sobre los sacrificios, su ensayo de antropología, Maistre esbozó la ubicuidad del sacrificio en la existencia humana, señalando, por ejemplo, que la práctica de sacrificar a mujeres y niños era habitual en Egipto, la India, Grecia, Roma, Cartago, México, Perú y la Europa anterior a Carlomagno (Bradley, 1999, p. 44). El famoso pasaje sobre el verdugo de las Veladas no es un alegato a favor de la violencia per se, sino una descripción del tipo de derramamiento de sangre que, en su opinión, puede evitar que otros derramamientos de sangre desemboquen en la anarquía. «[T]oda la grandeza, todo el poder y el orden social dependen del verdugo: él es el terror de la sociedad humana y el vínculo que la mantiene unida. Si se elimina del mundo esa fuerza ininteligible, el caos acaba con el orden, caen los tronos y desaparecen las sociedades. Dios, que es la fuente del poder del gobernante, también es la fuente del castigo» (citado en Berlin, 1994, p. xxviii). Como es sabido, Isaiah Berlin afirmó que su preocupación por la violencia convertía a Maistre en un precursor del fascismo (Berlin, 1990). Sin embargo, en estudios más recientes se rechaza esta teoría alegando que Maistre –como Bonald y al contrario que muchos fascistas– volcaba su interés en el problema de la legitimidad (Bradley, 1999; Spektorowski, 2002). Desde este punto de vista, Maistre parece casi antifascista –si la etiqueta de fascista no fuera, en cualquier caso, un anacronismo–. La elección, para Maistre, era «no entre el liberalismo y la tiranía, sino entre el autoritarismo legitimista y la tiranía totalitaria» (Spektorowski, 2002, p. 302). Para Maistre, «el Estado defendido por los cobardes “optimistas” del Directorio, que no obligaba al cumplimiento de la ley y en el que la gente se suicidaba, desmoralizada», era mucho más terrible que el verdugo (Maistre, 1994, p. 86).

Según Maistre, la Revolución había demostrado –e ilustrado, a su juicio, con espantoso detalle– que la política sirve para controlar el desorden y la violencia. Lo que había que averiguar era qué forma de gobierno político permitía cumplir mejor esa tarea. Maistre no creía que hubiera una misma forma óptima para todas las naciones. Se basaba en Montesquieu y su ciencia de la relación existente entre las características nacionales y la forma de gobierno: «Para una nación el despotismo puede ser lo natural, pero para otras lo legítimo bien puede ser la democracia» (citado en Lebrun, 1965, p. 84). Sin embargo, «la historia nos da una respuesta a la pregunta de cuál es el gobierno más natural para la humanidad: la monarquía» (citado en Lebrun, 1965, p. 84). Los contrarrevolucionarios solían recurrir a Egipto para demostrar que la primera y más legítima forma de gobierno había sido la monarquía. Bonald iba incluso más allá: «No hay más sociedad pública que la monarquía regia» (Bonald, 1859, I, pp. 34 ss.). Calificaba al gobierno mixto de «poligamia política» (Bonald, 1845, p. 96). La tarea de su época era devolver a la Corona su poder sagrado, y eso no se podía hacer con ayuda de ninguno de los modelos ingleses. Bonald tenía al menos tres objeciones que formular a la marca británica de monarquía: era mixta; había generado «el desorden que es capaz de producir la sucesión femenina» (Bonald, 1859, I, pp. 77-78); y, sobre todo, era protestante, lo que significaba que el monarca ni siquiera era un auténtico soberano.

Bonald y Maistre compartían la idea de que el protestantismo había plantado la semilla de un individualismo fatal, cuya consecuencia lógica eran el desorden y la revolución. «¿Qué es un protestante?», se pregunta Maistre: «Un hombre que protesta». El protestantismo era «literal y categóricamente el sans-culottisme de la religión» y, por lo tanto, «el gran enemigo de Europa […] la úlcera fatal que parasita a las soberanías y las consume sin cesar, hijo del orgullo, padre de la anarquía y disolvente universal» (citado en Lebrun, 1965, p. 138). Bonald estaba de acuerdo en que la Reforma había conducido inexorablemente al aflojamiento de los vínculos que mantenían unida a la sociedad. El protestantismo era una forma tonta de egoísmo. «El amor a sí mismo no reglado» siempre conduciría a la revolución en opinión de Bonald, porque los hombres sólo podían evolucionar plenamente en una sociedad bien ordenada basada en la religión y en el sacrificio (Bonald, 1864, I, pp. 493-496). A Maistre y a Bonald les preocupaba lo que Maistre denominaba el «principio generativo» de la sociedad: ¿de dónde procedía el poder? Para ambos la respuesta era que provenía de Dios.

Su fe en los orígenes divinos del poder es lo más característico de la actitud de Bonald y Maistre en el caso las constituciones. No es que los teócratas fueran los únicos que se mostraban escépticos ante la creación de constituciones a priori. Aunque no defendía su concepción de la realeza por derecho divino, Mallet du Pan ya había denunciado a los jacobinos por su avidez a la hora de legislar: «Europa no puede tolerar a un legislador» (citado en Goldstein, 1988, p. 56). Pero Bonald y Maistre llevaron el argumento aún más lejos. Su rechazo al exceso de legislación no obedecía a una causa exclusivamente pragmática de estabilidad, era una cuestión de principios. Si el poder procedía de Dios, los hombres nunca podían imponerlo. Por lo tanto, las constituciones revolucionarias eran un sinsentido en el mejor de los casos y destructivas en el peor. Bonald distinguía entre sociedades «constituidas» y no constituidas; las primeras eran obra de Dios, las segundas de los hombres. Maistre afirmaba algo parecido que revela la influencia que ejerció sobre él el pensamiento de Vico (el principio de verum-factum de Vico, según el cual sólo se puede obtener un conocimiento auténtico de lo que uno ha creado) e insistía en que: «El hombre lo puede modificar todo en su esfera de actividad, pero no crea nada; esa es la ley que rige tanto el mundo natural como el moral» (Maistre, 1994, p. 49). La idea de que los hombres pudieran crear una constitución deliberando y reflexionando era absurda. «Nada grande tiene grandes orígenes» (ibid.). «Ninguna constitución es el resultado de la deliberación» (ibid.), y el número creciente y «prodigioso» de leyes aprobadas por la Convención Nacional era, para Maistre, un signo de su debilidad.

Su profundo rechazo a las leyes hechas por el hombre fue un problema para el pensamiento político de Bonald y Maistre, así como para el pensamiento contrarrevolucionario en general. ¿De dónde iba a salir la regeneración posrevolucionaria si no era de más leyes? La sangre y el sacrificio eran parte de la respuesta de Maistre, pero la regeneración debía darse en el tejido social. Era la única forma en la que cabía hacer concordar de forma espontánea a «lo contrario de la revolución» con la Providencia divina. Se ha dicho que Bonald y Maistre fueron «de los primeros en identificar el ámbito de lo social con el de lo político» (Bradley, 1999, p. 24). Su concepto limitado y religioso del poder tuvo el efecto perverso de ampliar enormemente el ámbito de lo político, hasta abarcar a la familia, las costumbres y la economía. Tras despreciar las pretensiones humanas de fabricar constituciones, los tradicionalistas se centraron en un ámbito el que pudieran influir (de nuevo resuena un fuerte eco a Vico), es decir, en la sociedad misma. Muchos expertos han creído identificar la existencia de un vínculo entre Bonald y los primeros socialistas en este aspecto. Pero lo que se ha reconocido menos a menudo es que el interés de Bonald y Maistre por la sociedad los llevó a la idea de Rousseau de que la virtud de las mujeres era la salvaguarda de la buena política; una idea que chocaba frontalmente con el espíritu protofeminista de fourieristas y saint-simonianos.

MAISTRE Y BONALD: MUJERES, PODER Y COSTUMBRES

Mallet du Pan comentaba, que, en épocas anteriores, cuando había habido cambios en el orden político, la mayoría permanecía al margen. Ahora, en cambio, «las revoluciones han penetrado hasta las raíces mismas de la sociedad» (citado en Goldstein, 1988, p. 12). Uno de los aspectos más originales del pensamiento contrarrevolucionario era la idea de «identificar al ámbito de lo social con el de lo político», insistiendo en que las «costumbres y hábitos, las relaciones de género y familiares, la religión y la economía» eran cuestiones políticas (Bradley, 1999, p. 24). Esto explica, en cierta medida, la afinidad existente entre los contrarrevolucionarios y los primeros socialistas franceses, sobre todo los saint-simonianos, que leían y admiraban tanto a Bonald como a Maistre. También puede explicar lo que han constatado algunos sociólogos del siglo XX, que Bonald fue un sociólogo avant la lettre (cfr. Nisbet, 1944). Pero el grueso del contenido del pensamiento sociopolítico de Maistre y Bonald tenía bien poco en común con el socialismo del siglo XIX o la sociología del siglo XX. Lo que querían al abrir los parámetros de lo político era bloquear los cambios sociales, sobre todo para las mujeres.

A Maistre y Bonald les preocupaba especialmente la forma en que la Revolución se había infiltrado en la familia, infectando los hábitos de mujeres y niños. Cuando Maistre afirmó que la Revolución era «radicalmente mala», mencionaba, sobre todo, que las jóvenes francesas habían perdido su modestia y se reían de «asquerosos detalles» que harían sonrojarse a un hombre (Maistre, 1994, pp. 38-39). La así llamada «libertad sancionada por la Revolución» había dado lugar a «terribles escándalos». «El matrimonio se ha convertido en prostitución legal; la autoridad paterna es inexistente, nadie teme cometer delitos, no hay cobijo para el indigente» (Maistre, 1994, p. 86). En una obra que lleva un título irónico, Bienfaits de la Révolution française, Maistre acusaba al gobierno revolucionario de poseer «un principio inmoral, un poder de corrupción indesligable del orden de las cosas» (Maistre, 1884, VII, p. 385). Recurriendo a diversos testimonios publicados, describe Francia durante el Terror como un lugar en el que la economía social se ha degradado, donde los bosques se han destruido y las carreteras resultan impracticables, donde hay más prostitución que nunca y se puede guillotinar a una mujer al día siguiente de haber dado a luz, donde los soldados revolucionarios violan a las mujeres antes de su muerte y después, donde se recurre a chicas desnudas en lugar de a sacramentos religiosos, donde se mata a todos sin distinción por razón de «edad o sexo» (Maistre, 1884, VII, pp. 394-395, 494-495). Este desenfreno, afirmaba Maistre, demostraba que la República francesa era, básicamente ilegítima (Maistre, 1884, VII, p. 396). Había esperanza, no obstante, en el carácter de las propias mujeres. Maistre se burlaba de Helen Maria Williams, escritora republicana, por escribir en el periódico liberal La Décade lamentando que las mujeres francesas no hubieran tomado parte en las fiestas patrióticas de la Revolución[5]. Maistre llama a Williams «loca» por lo que dice. Desde su punto de vista, las mujeres eran «excelentes jueces del honor», sobre todo las francesas, que eran «las más femeninas del universo», porque habían permanecido intocadas por el fervor revolucionario (no tuvo en cuenta que las mujeres, de hecho, participaron en los festivales revolucionarios) (Maistre, 1884, VII, pp. 406-407).

Como muestra este choque entre Maistre y Williams, la virtud de las mujeres era un premio muy codiciado en los debates políticos de la Francia posrevolucionaria. En la década de 1790, era un cliché muy manido decir que los hombres hacían las leyes y las mujeres eran las responsables del mantenimiento de las costumbres (Les hommes font les lois; les femmes font les moeurs). Se ha escrito mucho sobre los intentos de los republicanos de la década de 1790 de ganarse a las mujeres como instrumento para la regeneración de la moral francesa. El ideólogo Jean-Baptiste Say no decía nada nuevo cuando expresaba la esperanza, en su utopía republicana Olbie, de que las mujeres virtuosas pudieran republicanizar las costumbres corruptas de Francia, permitiendo así que arraigaran las instituciones republicanas. Pero los contrarrevolucionarios también proclamaban su fe en la utilidad de la virtud de las mujeres para su propio proyecto de regeneración moral en una línea monárquica. Además, en muchos casos, bebían en las mismas fuentes ideológicas que los republicanos para defender su causa, sobre todo en la imagen de las mujeres contenida en el Libro V del Emilio de Rousseau.

En Emilio, Rousseau afirma que siempre hay que juzgar a las mujeres en su calidad de madres, aunque no tengan hijos. Bonald estaba totalmente de acuerdo: afirmaba, como Rousseau, que la moral y por ende el orden político de cualquier sociedad requería que las mujeres reconocieran su vocación por la maternidad. «Todo tiene un fin al que tiende», escribe Bonald. «El fin natural y social de la mujer es el matrimonio o el cumplimiento de sus deberes en el seno de la familia, con su marido y sus hijos» (Bonald, 1864, I, p. 84). Por lo tanto, la educación de las mujeres debía ir dirigida a permitirlas cumplir su papel instrumental como esposas y madres (Bonald, 1864, I, pp. 783-786). Bonald afirmaba, que la vida licenciosa o libertad sexual, de hecho, era opresiva para las mujeres, al impedirlas realizar su función natural en la vida. Lo que preocupaba a Bonald no era la felicidad de mujeres individuales, sino la unidad de la familia primero y del cuerpo social después. El divorcio era su ejemplo favorito de cómo la conducta de las mujeres podía sostener o destruir el orden social.

Du Divorce, publicado en 1801, fue la obra más leída de Bonald y dio un gran impulso a las leyes que primero modificaron y luego derogaron (1814) la Ley de divorcio francesa de 1792 (cfr. Klinck, 1996, pp. 105-114). La mayoría de los argumentos ya aparecían esbozados en su Teoría del Poder Político, donde Bonald reprobaba el divorcio por considerarlo «desastroso para la moral pública» (Bonald, 1864, I, p. 622). En Du Divorce, Bonald estaba decidido a refutar la idea de que el divorcio era un asunto privado:

¿Cómo es posible hablar del divorcio, que separa a padre, madre e hijo, por no hablar de a la sociedad que los une? ¿Cómo se puede gobernar al estado privado de la sociedad o la familia, sin tener en cuenta al estado público o político que interviene en su formación para garantizar la estabilidad…? (Bonald, 1864, II, pp. 9-10).

Para Bonald el matrimonio no era un capricho individual sino (y lo expresó así a sabiendas) «un auténtico contrato social, el acto fundacional de una familia cuyas leyes están en la base de toda legislación política» (Bonald, 1864, II, pp. 37-38). El matrimonio era incluso anterior al cristianismo, pero siempre había sido tanto un acto religioso como civil. Bonald insistía en que estaba relacionado con todas las cuestiones fundamentales en torno al poder y a los deberes (Bonald, 1864, II, p. 41).

Bonald afirmaba que el divorcio era una pieza de la democracia que llevaba «reinando demasiado tiempo en Francia bajo diversos nombres» (Bonald, 1864, II, p. 41). El divorcio era político porque estaba en contradicción con los principios de la monarquía hereditaria e indisoluble que defendía Bonald. Este antagonismo extremo al divorcio era compartido por otros contrarrevolucionarios. En Du Pape, Maistre alababa al papado por haber mantenido resueltamente «las leyes del matrimonio frente a todos los ataques del todopoderoso libertinaje» (citado en Lebrun, 1965, p. 148). Esta insistencia en el vínculo matrimonial también era propia de los adversarios de la Revolución en otros lugares de Europa. En Alemania, Justus Möser lamentaba los esfuerzos de la Aufklärung por dotar a los hijos ilegítimos de los mismos derechos que a los legítimos, y afirmaba que «no es político dar a los no casados la misma condición que a los casados, ya que una familia unida es de mucho más valor para el Estado que un grupo de hombres y mujeres viviendo en un fluctuante amor libre» (citado en Epstein, 1966, p. 332). En Berna, Karl Ludwig von Haller afirmaba que una de las mejores formas de combatir la revolución era «proteger las relaciones familiares, ese germen inicial, ese modo originario de toda monarquía» (Haller, 1839, I, pp. 134-135). De igual modo, en la teoría de la unidad de Bonald, entre el Estado y la familia siempre debe reinar la armonía. Cuando imperaban el orden en el Estado y el desorden en las familias podían ocurrir una de dos cosas. O el Estado regulaba a la familia y restablecía el orden, que era lo que Bonald deseaba, o la familia acabaría desregulando al Estado y dando lugar al «materialismo universal»: un caos, sin trabas, de egoísmo e insubordinación.

1 914,74 ₽
Жанры и теги
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
1992 стр. 4 иллюстрации
ISBN:
9788446050605
Редактор:
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают