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LA DIGNIDAD DEL TRABAJO

La camisa blanca

Un joven, lo podemos llamar Bill, licenciado del Ejército hacía tres meses e impregnado, por así decirlo, impregnado de una melancolía rayana en la desesperación, consiguió trabajo. Era el primer trabajo que tenía Bill, con la única excepción de los seis meses que había pasado de friegaplatos y de sus tres años en la infantería, dos actividades que hoy en día no se consideran trabajos sino más bien lacras, o quizás infortunios. ¡Qué sabio y maravilloso se ha vuelto el mundo, con su rebosar de carreras!

Allí estaba, en el almacén del sótano de Art Adventures, una tienda de materiales de arte del Midtown de Manhattan. Una de las tareas medio indignas y cansinas de Bill era llenar unos frasquitos minúsculos de cristal de chillonas pinturas al agua «de todos los colores populares», unas pinturas que habían sido mezcladas en cubas de cuatrocientos litros en el laboratorio de Art Adventures, ya me perdonaréis la palabra, pegarles etiquetas identificativas a los frasquitos llenos y colocarlos en hileras bien ordenadas sobre los estantes de acero que había reservados para ellos y para otros artículos diversos del ramo del arte.

El superior inmediato de Bill era un capullo gangoso de Ozone Park llamado Stewie, autoproclamado modernillo, empapado en la cultura del mambo y aficionado a cantar, tararear y silbar todo el santo día o, por usar una expresión de pintura al agua, «de sol a sol». Si Stewie no se hubiera llamado Stewie, se habría llamado Carl, Ernie, Cliffie o Sheldon. ¡Ahora ya sabéis quién es! Por supuesto, Stewie se regocijaba en decirles a Bill y a su colega, un matón puertorriqueño llamado Félix, lo que tenían que hacer y cómo tenían que hacerlo. A Félix le habían «dado una oportunidad» y lo habían contratado poco después de salir en libertad bajo fianza, Dios sabe por qué, de Coxsackie. A menudo, mascullaba por lo bajo, cuando Bill y él salían a fumar, que quizás iba a matar accidentalmente a Stewie a puñaladas. Y así pasaron los días de aquel otoño soleado y frío, un sueño desastrado de recompensas al trabajo honrado y de segundas oportunidades.

Una mañana, Stewie les dijo a Bill y a Félix que quería los frascos de pintura al agua colocados en los estantes de tal manera que las etiquetas básicamente innecesarias —que describían de forma cómica y redundante el rojo deslumbrante o el verde asqueroso de la pintura del frasco como ROJO o VERDE— miraran todas hacia delante, a fin de que, tal como razonó sabiamente Stewie, supieras perfectamente qué puta pintura estabas cogiendo cuando atendías al puto encargo de un puto cliente. Era un tipo lógico, en líneas generales. Bill le sugirió, con mucha gentileza, que aquello parecía un desperdicio de tiempo y energía, porque hasta un idiota medio ciego y borracho sería capaz de ver los distintos colores, incluso a oscuras, joder. Pero Stewie, haciendo gala de la clase de inteligencia deteriorada e inestable que lo podría haber mandado perfectamente a la facultad de derecho si no hubiera sido tan ambicioso, no quería saber nada de aquello. Vais a hacer lo que sus diga, joder, señaló. O quizás: hacer lo que sus digo, coño. O bien: hacerlo bien, coño. Bill replicó con voz débil que, joder, venga ya, nadie puede confundir el ROJO con el AMARILLO, etcétera. Pero aquella clase de discusión no funcionaba con Stewie. Félix, atento a aquel diálogo, se toqueteó la navaja automática que tenía en el bolsillo, con la mirada puesta en el cuello pálido de Stewie, hasta que este terminó la conversación argumentando que Bill se creía un tío duro porque había estado en el puto ejército. Bill se quedó callado, buscando el significado arcano oculto de aquella conversación, pero se rindió. Qué demonios. Félix, en un aparte en voz baja, sugirió a Bill que podían lesionarle gravemente el perolo a Stewie a base de manejar descuidadamente un bidón de cuatro litros de tinta china, menudo gilipollas maricón de mierda.

Todavía no he mencionado al señor Pearl, el supervisor de almacén, coordinador de envíos (aunque él prefería llamarlos «tráfico»), encargado de inventarios y subordinado inmediato del agente de adquisiciones de Art Adventures. El señor Pearl tenía una mesa de trabajo pequeña y triste, del tamaño de una caja de cerillas, como solía decir la gente en una «era más inocente» (véase: la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, la «acción policial» en Corea, etc.). Sobre aquella lúgubre superficie organizaba sus registros de inventario, sus formularios de pedidos diarios, sus memorandos de pedidos de fondo, bolígrafos, lápices (rojos, verdes, azules), gomas de borrar y su regla mellada de madera. Y sobre aquella mesa almorzaba siempre un pedestre, humilde y nada pretencioso bocadillo, una pieza de fruta fresca y medio litro de leche, esta última envuelta en papel de cera debido a la creencia supersticiosa —refutada a diario— en que eso ayudaba a conservar la leche fría. Era lo que se podría denominar un pobre tonto. Y, desde su puesto en aquella mesilla del tamaño de un pañuelo, miraba con aprobación al joven Stewie, ¿y por qué? ¡Como si no lo supierais! Pues porque antaño él había sido igual que el joven Stewie. Sí, hasta la cara sudorosa y la chaqueta de punto raída eran idénticas.

Bill, el pobre Bill, cometió la equivocación clásica pero banal, común entre todos los empleados inexpertos y de bajo rango, de apelar las decisiones irracionales de la mente del pequeño mandamás ante una autoridad superior y supuestamente más cuerda. (¿Puedo introducir una digresión momentánea? ¡Jo, jo, jo!). O bien, como dijo Félix cuando Bill le contó sus intenciones, «tú tienes la sesera averiada, coño». El cruel pero lúcido Félix. El señor Pearl, sentado ante su escritorio de juguete, frente a un bocadillo de mortadela con queso en lonchas parcialmente destruido y colocado sobre un pañuelo blanco horripilantemente decorado con una «P» bordada desteñida y deshilachada de un color verde claro vomitivo, con las manos mugrientas y relucientes por culpa de los lápices de dibujo que había desembalado en persona aquella mañana apoyadas sobre el Mirror, miró a Bill. Y por fin habló.

Stewie es tu jefe igual que yo soy tu jefe, y cuando habla Stewie hablo yo, es como si hablara yo, ¿m’entiendes? Pero distinto, un poco como un segundo jefe, así que haz lo que te dicen y ya ve-verás como te va bien porque un clavo saca otro clavo, ¿tengo razón o tengo razón? Tú no eres como el otro tío, el cha-chaval hispano del reformatorio, no te conviene ser como él, que es de Harlem, ¿verdá? Es hispano, y tú no eres hispano, ¿verdá que no? No es por ofender, yo me llevo bien con tó el mundo, pregúntale a Stewie, con los pu-puertorriqueños, con la gente de color, pregúntale a Stewie, pero tú, tú quieres ser un hombre de verdá, un mensch, como se suele decir en judío, como Stewie, como yo, un hombre con esposa que un día podrás enseñar, una señorita limpia y maja y americana, tú eres un tío bien parecido, el típico tío bien parecido, veterano si no me equivoco, pues bueno, no todos podemos ser ve-veteranos, mírame a mí, mira a Stewie, yo era, créetelo o no, pero en mis tiempos yo era igual que Stewie, ¿te lo puedes creer? ¿Te lo puedes creer o qué? Pero ese chaval todavía no ha encontrao a la chavala de sus sueños, pero a las chavalas de arriba, de la oficina, les gusta a todas y, a ver si me entiendes, no estoy diciendo que no le gusten las chicas, no, sólo que me recuerda mu-mucho a mí cuando yo empecé en mi primer trabajo de mensajero, en el Garment, sí, en lo que quedaba del negocio, y ahora ya lo ves, ya lo puedes ver, ahora la camisa blanca la llevo yo, ¿m’entiendes? O sea, la camisa blanca, la camisa blanca, si quieres llevar la camisa blanca, tienes que, siempre se lo digo a Stewie, ti-tienes que, y te lo vía decir a ti también, tienes que no meterte en líos y llevarte bien con todos, a mí me da igual quién sea de color, quién sea hispano, un clavo saca, ya sabes, a otro clavo, esto Stewie lo sabe, ya lo creo, conoce bien el percal, sabe por dónde van los tiros, ajá, tiene la vista puesta en la camisa blanca, yo le digo como si fuera mi hijo, le digo: Stevie, tú tienes la vista puesta en la camisa blanca, ¿verdá?, jaja, ¿verdá que sí? Y Stewie pu-pues sonríe porque conozco sus planes, los conozco, yo era igual que Stewie en ti-tiempos, ¿te lo puedes creer?, ¿te lo crees?, mira mi mesa, mi mesa personal, con los bolígrafos y los lápices y la camisa blanca, la ca-camisa, ¿ves?, bolígrafos, lápices, mi teléfono, mira, a ver si lo ves, a ver si lo entiendes, pronto cuando me vaya, cuando me vaya arriba, arriba, pronto Stewie tendrá, Stewie se quedará con esto, esta será su mesa, con los pedidos diarios, sí, con la camisa blanca, sí, la camisa y sí, señor, la corbata, la camisa blanca, ajá, así que no te metas en líos, no seas un don nadie que va de enterao, a nadie le gustan los veteranos que van de enteraos, no todos lo podemos ser, no, ni tampoco como el pa-panchito ese de la penitenciaría, siempre rebotao de todo, alguien le va a, ya lo creo, cortar el rollo, no podemos serlo todo, por ejemplo, tú no eres hispano, ¿verdá? No es por ofender, no todos podemos serlo, mira a Stewie, que intentó alistarse, no todos podemos serlo, ni repanchingarse en la penitenciaría, chupando del contribuyente, ya sabes, mira a Stewie, que intentó alistarse en el ejército, en los marines, pero el asma, los pies planos, el tímpano perforado, los adenoides, algo de su familia, ya sabes, problemas familiares en Queens, astigmatismo, astigmatismo diagnosticao, la Guardia Nacional, no hemos tenido esa suerte, no, no todos hemos podido escaparnos de las obligaciones, alistarnos en el ejército o a la cárcel, ya sabes, no, así que pon las pinturas en las estanterías co-como te dice Stewie, él tiene sus métodos y son buenos, acuérdate de la camisa blanca si ti-tienes problemas y tal, ¿tengo razón o tengo razón? ¿sí o no? Pues claro, tengo más razón que un santo, joder, ahora lárgate, aprovecha la pausa del almuerzo, cógete seis minutos extra, ve y sigue mi consejo, no te acerques a ese granuja, al Félix ese de Harlem, odio decirlo pe-pero son todos unos animales por allí, todos rajando en puertorriqueño, en Dios sabe qué idioma, como monos con los cuchillos y las pistolas, así que no te metas en líos si quieres, si quieres progresar en la vida, ya sabes, subir escalafones, como Stewie, que era un don nadie como tú, como tú, hace un par de años, un don nadie, hazme caso.

A Bill lo despidieron un par de semanas más tarde por manifestar lo que el director de personal de Art Adventures denominó una «actitud negativa». Desapareció poco después. El señor Pearl «subió al piso de arriba», para ejercer de asistente del agente de adquisiciones de Art Adventures. Murió seis años más tarde en el aseo de caballeros. Stewie ocupó su asiento cuando él se fue, se puso la camisa blanca y «subió al piso de arriba» también, legándole su trabajo a un tal Carl Sheldon. Y allí sigue, igual de tonto que siempre. Lo último que se supo de Félix era que trabajaba de camillero en el Flower Hospital de la Quinta Avenida. Se había casado y tenía cuatro hijas.

Todo funciona como la seda

T. Lawless, Director de Sucursal: Loquitor.

Hace calor aquí dentro. Cierra la puerta. Hace frío, joder. Abre la puerta. Arregla el aire acondicionado. No entra ni una gota de aire. Sube la calefacción. Deja en paz el aire acondicionado. Fúmate un puro. Arregla la fotocopiadora. Arregla la luz. Ayuda a los de ventas en todo lo que te digan. Enséñame las piernas. Apaga ese cigarrillo. Vamos a almorzar. Arregla la puerta. Haz salir los pedidos ya mismo. Descarga ese camión. Dile a tu mujer que vas a llegar tarde. ¿Esto qué es? ¿Eso qué es? Crúzate de piernas. Abre el aire acondicionado. No te mees por todo el suelo. Llama a central ahora mismo. Fúmate un pitillo. Trae siempre las existencias nuevas primero. Pon el material de oficina allí. Pon las máquinas aquí. Pon el material de oficina al lado de las máquinas. Pon las máquinas y el material de oficina donde yo te diga. Tráeme una Coca-Cola. ¿Quién te ha dicho que encargaras tantas bombillas? Ponte corbata, por el amor de Dios. Las etiquetas mirando ADELANTE, siempre. Deja ese palé ahí. Deja ese palé al lado del ascensor. Cierra la puerta y cierra con llave. Haz el envío de las máquinas ya, ya, ya, ahora mismo. Vete a la puta mierda. No hagas lo que quieren los de ventas. Ven a trabajar el fin de semana. ¿Dónde está la carretilla? ¿Qué es un pinchazo? Apaga la ventana. Cierra el baño. Limpia las ventanas. Cierra el calor. Sácate esa puñetera corbata. Quítate el vestido. Quítate el puro. El verde aquí, el rojo ahí, el rojo aquí, el verde ahí, el azul ahí, el blanco ahí, el negro ahí, no, ahí, ahí, AHÍ. Haz el envío del puto aire acondicionado. Pon el calor en el estante de al lado del material de oficina. Ábrete la blusa. ¿Cómo que no hay sitio? Repara la puerta. ¿Dónde tienes la goma de borrar? Qué cruz tan bonita. ¿Dónde tienes el lápiz? ¿Dónde has puesto mi bolígrafo? ¿Dónde están los pedidos de ayer? Envía el inventario entero. Olvídate del papeleo. Ven temprano mañana. No hagas caso del calor. Hace demasiado sol. Coloca las persianas al lado del puro. Cierra las cortinas. Pon el culo en pompa. Demasiado ruido. Demasiado silencio. No tengo nada en contra de esa gente. Saca mis camisas blancas de la lavandería de los putos chinos. No vayas con los de ventas. No vayas por el almacén. No te acerques a mi oficina. Entrega el correo en todas las putas mesas sin falta. Recoge todo el correo todo el tiempo. ¿Quién te ha mandado que recojas las máquinas? Limpia la acera de nieve. Amontona las puertas al lado del calor. Cambia de sitio los puros. Ponte otra vez el sujetador. No te creas que los cócteles te los vas a beber tú. No te metas en líos. Abre a los de ventas. No hagas caso de las secretarias. No hables con el tío de UPS. No hables con el cartero. No vayas con esos puñeteros camioneros. No te preocupes por los detalles del inventario. ¿Por qué no funciona mi bolígrafo? Devuelve el calor. ¿Cómo que se pidió ya? Ciérrate la blusa. Ciérrate la falda. Súbete las medias. Lo pasado, pasado está. Arregla la oficina. Arregla esto. Arregla aquello. Arregla a los de ventas. ¿Quién te ha mandado que lleves corbata? Friega el suelo. Desatasca el lavabo. Desatasca el desagüe. Desatasca el atasco. Pon tu falda en inventario. Pon el armario rojo. Abre las llaves. Compra lápices y galletas danesas. Haz el azul. Haz el café. Vas a beber agua. Nada de azúcar en los pedidos, ni ahora ni nunca. Pon tus enaguas en ese estante de ahí, no, aquí, no, ahí, no, aquí, póntelas otra vez. Calla la boca. Ponme con mi mujer. Ponme al teléfono con ese judío de mierda de Pearl. Arregla el teléfono. Tacha el verde, no, el rojo, no, el aire acondicionado. Métete los expedientes en los calcetines. Se está demasiado cómodo aquí, joder. Nada de camisas blancas, nada de camisas blancas, joder, nada de camisas blancas en el puto almacén. No comas el almuerzo aquí. ¿Quién te ha dicho que podías comerte el almuerzo ahora? Nada de radios en el almacén. Aquí no te vuelvas a poner esa camisa vieja del ejército. ¿Quién ha contratado a esa zorra italiana? Ponme al teléfono con Sven Bjornstrom, ese cabrón chiflado sueco. Tócame ahí, sí, primero ahí y luego aquí. Aquí hace demasiado calor, es sofocante, cierra, no, hace demasiado calor. Arregla la ventilación o como se llame. Y también el aire acondicionado puta puerta máquina ahora mismo joder inmediatamente. Y cuéntale tus problemas a Jesucristo, mariconcillo de mierda.

Cócteles

Hola, soy Sven Bjornstrom. Diversas personas me han llamado a menudo sueco chiflado, y admito que soy pálido de piel y que tengo los dientes tirando a amarillos. Soy bastante competente en tres idiomas, aunque no los domino del todo, incluyendo, como podréis deducir al instante, este que estoy usando ahora. No se me permite divulgar la identidad ni el nombre del otro idioma, o tercer idioma, por razones que pronto quedarán más claras que las borrajas. Y bueno, os preguntaréis cómo es que admito que me llaman sueco chiflado. ¡Pues muy fácil! Estaré encantado de explicároslo a medida que avance mi historia. Veréis que mi vida no carece por completo de momentos de satisfacción y que también he gozado como el que más de risas de corazón, y también de la atención más que ocasional de toda una serie de mujeres, empezando por las parcialmente atractivas y luego bajando toda la escala hasta las feas variadas o algo peor. No llegué a conocer muy bien a todas, la verdad.

Siempre he intentado portarme de forma honorable y hasta con una pizca de sinceridad estricta con mis congéneres, una especie de rasgo que hay que meter a la fuerza en las cabezas de los bebés suecos, da igual quiénes sean. Día a día y año a año, la honorabilidad y la sinceridad. ¡Es lo que suele llamarse el broche de oro sueco! Muchos de estos rasgos de costumbre se basan del todo en las muchas enseñanzas de Jesucristo, o bien, como lo llamamos a veces en broma los suecos, «el primer luterano». De vez en cuando, alguien sugiere que esto se parece mucho a una blasfemia, y sin embargo al mismo Jesús le gustaba echarse unas buenas risas y un vaso de cerveza fría, sí. El mundo está lleno de mucha gente que en realidad no tiene deportividad. Hay quien opina, medio en broma, que de vez en cuando habría que matarlos, jaja.

A veces mis subordinados, compañeros de trabajo y damas diversas que conocí en el pasado me han considerado un rigorista, palabra que he buscado en el diccionario. La palabra no tiene contra-partido en el idioma sueco, pero, por lo que yo sé, la expresión más cercana que tenemos se podría traducir como «dictadorzuelo de mierda». Un término maleducado, en mi opinión, y sin embargo forma parte de mi naturaleza abierta el hablar con vigor aguerrido. La mala voluntad que muestran hacia mí deriva directamente, como la noche del día, del hecho de que, desde el feliz día en que me bajé del avión que me trajo de las bellas y verdes tierras de Suecia a este gran país de oportunidades y de dinero, he puesto el ojo y la bala en un éxito tal que me permita comprar, por fin, a crédito, los trajes de Hickey-Freeman, los zapatos de Bally-Bush, las chaquetas deportivas y las elegantemente envejecidas camisas que manufactura Lauren Polo, por no mencionar los buenos manjares y la libación de los mejores vinos franceses. Y, al aproximarme al pináculo, obtuve el símbolo indisputable del éxito, la señal de la llegada, como se entienda eso, ¡la camisa blanca! En relación con este último artículo, soy como un hombre al que conozco apenas un poco, sólo de decirle hola y qué tal y otros saludos, cuando nos cruzamos por las avenidas y tranquilas calles de Jackson Heights, que está en Queens. Se trata de un hombre construido a sí mismo, un hombre que inició su carrera empresarial siendo una especie de sórdido matón sudoroso judío de las calles. Trabajando en almacenes, en naves de carga y descarga, empaquetando y poniendo cinta adhesiva en sótanos polvorientos rodeado hasta las rodillas de periódicos viejos y virutas de embalar. Y sin embargo, ¡sí!, a base de sonrisas joviales y de lamidas de culos juiciosamente selectas a quienes estaban al mando de la fuerza de trabajo, fue subiendo lentamente hasta el puesto de supervisor severo pero justo, tal como he señalado meticulosamente, de los que llevan la camisa blanca al trabajo todos los días, ¡y almidonada!, con corbatas de maravilla. Siempre me he atrevido a tener el sueño de estar en la cima de la colina de la selva social, donde pueda relajarme de una manera o estilo sofisticados, engalanado con corbata de nudo francés, batín de fumar y pantuflas de terciopelo, con una pipa llena de ese tabaco aromático ardiente que adoran las mujeres, y echarme relajadamente a la bartola y beber sabrosos cócteles hasta hartarme con la crema de la crema. Y sonreír con gentileza mientras jugueteo con gentileza con mi culta prometida, licenciada universitaria y, creedme, no necesariamente sueca.

En breve. Mi currículo es como sigue. Primero, trabajé duro en una librería donde tuve que lidiar, en calidad de ayudante de encargado de los fines de semana vespertinos, con unos patanes de empleados que siempre estaban haciendo el vago en el almacén leyendo revistas de basura y el Daily News y charlando de chistes guarros. Además, parecía que les gustaba comerse bocadillos de mortadela en pan de corteza dura, aunque sólo menciono estas obsesiones culinarias porque se comían aquellos alimentos a plena vista de los clientes, descuidando por completo la tarea de ordenar y cuidar las enormes existencias de pósteres de toreros que tenía la tienda, un artículo que no podíamos simplemente dejar en las estanterías y marcharnos, como suele decirse. También se burlaban y se choteaban de mi sentido de la conducta ordenada y se echaban a reír a carcajadas cuando yo empleaba una cinta métrica para asegurarme de la disposición uniforme y pulcra de las pilas de libros que había sobre las mesas y también de su atractivo. Cada pila desplegada de tal forma que los clientes ociosos pudieran ver los libros con facilidad, a pesar de que la mayoría eran unos tacaños y apenas compraban nada. Aquella atención devota por mi parte al cuidado de las cosas no era, insisto, una tendencia cripto-fascista que yo tenía. Soy, tenéis que recordarlo, una persona sueca, como ya he sugerido. Llevaba chaqueta de punto pulcramente abotonada para ejercer mis obligaciones, además de una pajarita bastante desenfadada, un poco al estilo, creo yo, de un profesor universitario, y esa indumentaria no es señal e indicio de tiranía oculta ni de aflicción mental. ¡No!, protesto con tenacidad.

Lo admito, y lo he admitido jovialmente en el pasado reciente, tanto en charlas orales como escritas, doy testimonio de que a veces sí me permito aspavientos un poco frenéticos con los brazos y gritos roncos, palabrotas en sueco y, hum, chillidos ensordecedores, estando de servicio, además de dar pisotones vigorosos con el pie en los suelos y aporrear con los puños el mostrador. Nada de naturaleza grave, pero sí lo bastante como para ver alejarse de mí la ansiada coctelera a bordo de una nube de odiados bocadillos de mortadela. Fue difícil de estomagar la imagen de mi sueño plateado rompiéndose en muchos añicos. El encargado de la tienda, un italiano de piel oscura, me sugirió en tono hosco que estaba alarmando a los clientes y ahuyentándolos, ¡a aquellos inútiles roñosos! Y también que la chusma de empleados estaban despidiéndose con regularidad porque yo les interrumpía la pausa del almuerzo. Pero entonces me pregunté a mí mismo: ¿qué sabe este italiano grasiento de mis deseos de éxito supremo? ¡Podéis estar seguros de que él sí se bebía los cócteles! «Señor», le aseveré una tarde con una sonrisa, «usted se está bebiendo los cócteles, ¿verdad que es un hecho? ¿Y qué pasa con mi oportunidad de alcanzar la tierra prometida?» Se apartó de mí con lo que estoy seguro de que era fingimiento de perplejidad alarmada, y me dijo con celeridad que recogiera mis chaquetas de punto y abandonara el establecimiento. No estaba funcionando como ayudante de encargado de fines de semana vespertinos, afirmó aquel gánster.

Muy poco tiempo después, mi mujer hizo las maletas y me dejó, cansada, o eso afirmaba, de escuchar mis sueños. «¡Gánate la vida!», afirmó la muy ramera. Pero sin rendirme bajo ningún concepto, pronto reivindiqué un nuevo talento en calidad de traductor para una empresa de importación-exportación, hasta que las ventanas de mi mente iniciaron su lento empañamiento por culpa de inoportunos pensamientos lascivos, provocados por la visión de una mujer de mi departamento que empezó a ponerse unas faldas perturbadoramente ajustadas y también demasiado cortas para una dama. Además, mis compañeros de trabajo fumaban, un hábito más peligroso para el espectador inocente que un mes de intensos combates, lo han demostrado las investigaciones. Y fumaban todo lo que les placía. Me alegro de poder informar de que, con lo que he ahorrado en mi vida a base de no fumar, me he permitido muchos caprichos instructivos como, por ejemplo, diversas revistas científicas y baterías para linternas. ¡Y más que unas cuantas! La realidad era que yo no sabía portugués, mi terreno de responsabilidad traductora en la empresa, pero aun así persistí. Mis recias versiones de cartas y contratos redactados en aquella lengua bárbara no eran todo lo precisas que podrían haber sido, y al añadir mi atenta mirada al cuerpo de la impúdica señorita al asunto de las traducciones, que el jefe de departamento calificó de «bastante increíbles», si no recuerdo mal, fui mandado de forma innoble a hacer las maletas como resultado de ser puesto de patitas en la calle. Debo añadir que hasta entonces no había bebido nada más que cerveza con mis irrisorios almuerzos, mientras que a mi alrededor un montón de gente que no era mejor que yo se hartaba de beber cócteles.

El desgraciado y tremendamente inculto matón que dirigía el almacén de carga en mi siguiente trabajo, donde yo ejercía de agente de adquisiciones, contable y encargado del correo, y en realidad más o menos de jefe de cocina y lava-botellas, por si alguien lo entiende, para una distribuidora de libros de bolsillo, era asquerosamente arrogante. Me señaló que yo era un «puto chiflado», si no recuerdo mal su jerga vil, cuando le insistí, en calidad de ayudante de supervisor temporal en funciones de la sala del correo, en que el correo promocional se tenía que sellar, una vez metido en el sobre, PRIMERA CLASE dos veces en la parte de delante del sobre, dos veces en el dorso y una vez en las etiquetas. Una vez más, masculló una imprecación directamente dirigida a mi benignamente sonriente persona. Por esta razón, me trastorné nerviosamente un poco, como es natural, di un salto en dirección a los soportes de madera que unían dos estanterías de libros entre sí y me quedé allí balanceándome, con bastante galanura, a fin de enfriarme la cabeza y recuperar la calma que me pertenecía. El jefe llegó a escena poco después. «¡Sólo quiero BEBERME LOS CÓCTELES!», clamé vigorosamente. Rápidamente, y ante la interrogación tempestuosa del jefe, sugerí que el granuja del almacén de carga, que jamás había poseído ni una sola camisa blanca como la que yo llevaba a diario, no estaba ejecutando mis autoritarias órdenes. Es decir, estaba haciendo lo que podía para obstruir mi ascenso a la cima del escalafón de la empresa. Y, en aquel momento, una mujer que no había hecho ningún caso de mi presencia en la empresa desde hacía tiempo se metió un caramelo Chimos en la boca blandengue y la escoria del enclave de carga desenvolvió grandes bocadillos de mortadela delante de mí, ¡gritando su desdén con aquel mensaje silencioso! Vi evaporarse de nuevo mis sueños de una América de cócteles. Debí de desmayarme en medio de un maremoto de risas y pronto me encontré nuevamente «de patitas».

En los últimos meses, he estado llamando a varios colegas míos de antaño a las tres de la madrugada para transmitirles palabras severas de odio anónimo. ¿Persona sueca chiflada? ¡Ya les enseñaré yo quién es una persona sueca chiflada! También he avituallado mi despensa y mi alacena, o como se llamen esos armarios aquí en la tierra de los sueños hechos realidad, con Bloody Marys y Manhattan preparados para beber y otros caprichos alcohólicos. A temperatura ambiente no es como más buenos están, así que espero que la compañía eléctrica acceda a mis deseos de volver a activar el suministro. Aun así, cuido mi aspecto, camisa blanca, pajarita, chaqueta de punto, punta en blanco. He descubierto que en materia de color esto se llama azul eléctrico, lo que un libro que una vez hojeé entero denominaba «el color de la locura». El autor es bien conocido por ser un pervertido homosexual, pero debo intentar amarlo a pesar de todas sus tendencias morales inapropiadas. Puede que le haga una breve llamada telefónica una madrugada y ya se puede ir preparando, como se dice por aquí. ¡Os aseguro que mi meta de beber cócteles sofisticados con lo más elegante de la alta sociedad no es la simple meta de un atontado corto de luces! Mi reloj Timex me informa ahora de que ya están listas las patatas hervidas que hierven sabrosamente en mi fogón de gelatina combustible. Junto con una taza de sabroso café instantáneo y unas cuantas páginas selectas de un buen libro, voy a cenar relajadamente, aunque preferiría intercambiar comentarios agudos con mujeres hermosas y discretas bajo la pálida luz de la luna, como ya habréis adivinado. Está bien ser extranjero en América, a pesar de las groserías que te encuentras.

Giran las ruedas

Queridos nuevos colegas y amigos: los agentes de ventas, debido a que trabajan sobre el terreno, no tienen tiempo para responder a las peticiones de muestras, información, instrucciones u orientación que les formulan los clientes o clientes potenciales; ni tampoco tienen tiempo para entablar relaciones amorosas ni sexuales con esa gente. A menos, claro está, que consideren que dichas interacciones puedan conducir a una cuenta de cliente cuantiosa. Siempre existe la posibilidad de acompañar misivas diversas con fotografías de naturaleza sugerente o estimulante, junto con ocasionales regalos de dinero, y es posible que esos artículos hagan cambiar de opinión a las mentes más determinadas. Vosotros, en calidad de corresponsales, aquí en el Departamento de Correo, no estáis en posición, ni estaréis jamás en dicha posición, de juzgar si el personal de ventas sobre el terreno va a tener el tiempo ni la inclinación necesarias para contestar a esas cartas «personalmente», si se me permite usar esa palabra, cargada, oh, cargada como está de veleidad y sugerencias. Importa poco, en otras palabras, qué opinión podáis tener de dichas cartas, dado que todas las cartas que aterrizan —y uso este término después de considerarlo bien—, que aterrizan en vuestras mesas respectivas, por mucho que estas puedan llegar a abarrotarse de parafernalia e impedimenta surtida, serán necesariamente aquellas que ya hayan pasado por el proceso de veto de la planta veintitrés, es decir, del Departamento Alfa de la División de Material Escolar, Sucursal Sudoeste, departamento supervisado por nuestro señor Bjornstrom, hombre al que nuestros otros supervisores —y hay muchos— llaman «el hombre del matasellos», o bien, tal como a él le encanta describirse a sí mismo burdamente y bastante jovialmente, y hasta histéricamente, «el Dictadorzuelo de Estocolmo». Estocolmo está en Suecia, por supuesto, la patria del señor Bjornstrom. Estas instrucciones, pues, se os suministran en caso de que aterrice en uno de vuestros escritorios una carta sin vetar de un cliente o cliente en potencia, algo que, por supuesto, no sucederá nunca. Si sucediera, en fin, no hace falta penetrar en los entresijos de semejante eventualidad imposible. De momento.

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